Y dejé de llamarte papá

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Durante la investigación, Darian se enteró que quizá también ella podría haber sido víctima de su padre durante las múltiples agresiones realizadas a lo largo de esos años.
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El 2 de noviembre de 2020, Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, recibió una llamada con una noticia: su padre estaba bajo custodia policial ya que descubrieron que, a lo largo de una década, drogó y promovió que decenas de hombres violaran a su madre mientras él filmaba las agresiones.

En el momento en que escribo este prólogo, un juicio histórico está a punto de comenzar en el tribunal de Aviñón. Una primicia en los anales de la justicia francesa.

Se prolongará durante cuatro meses, a partir del 2 de septiembre de 2024, con cinco días de audiencia por semana. Cincuenta y un acusados, mi padre entre ellos, comparecerán ante el tribunal penal departamental del Vaucluse, principalmente por violaciones agravadas cometidas contra mi madre, que, en el momento de los hechos, había sido drogada por su marido sin que ella lo supiera a lo largo de casi diez años.

Más concretamente, mi progenitor está acusado de requerir a hombres a través de un sitio web de citas para que mantuvieran relaciones sexuales con su esposa inconsciente a causa de las pastillas que le había suministrado. No pedía ningún pago a cambio. Sin embargo, exigía poder filmarlos.

Dieciocho acusados se encuentran actualmente en prisión preventiva, y treinta y tres están en libertad bajo supervisión judicial hasta el veredicto del 20 de diciembre de 2024. Esto significa que podrán moverse por el recinto del tribunal durante los cuatro meses que durará el juicio y volver tranquilamente a casa por la noche, como personas intachables. Lo más difícil de soportar será sentarse junto a ellos, separados por unas cuantas sillas, durante semanas enteras.

Los acusados se enfrentan a penas de hasta veinte años de prisión. Serán defendidos por cuarenta y nueve abogados, acusados de violación(ones) con varias circunstancias agravantes, violación(ones) en grupo, violación(ones) en grado de tentativa con diversas circunstancias agravantes, agresión(ones) sexual(es) en grupo, violación de la intimidad por imagen, grabación o transmisión de imágenes de carácter sexual de una persona y posesión de la imagen de carácter pornográfico de un menor.

Solo esta lista de cargos es ya de por sí insoportable. Pero hay más: el juicio tendrá lugar en presencia de las cinco partes civiles, es decir, mi madre, mis dos hermanos, mi cuñada y yo.

Para justificar la sumisión química a la que fue sometida mi madre tendré que enfrentarme a los veinte mil archivos digitales grabados por mi padre. Fotos, películas..., el museo de los horrores. Porque ocurrió docenas de veces a lo largo de muchos años. Y a veces a fotos mías, sin que yo tenga el menor recuerdo de ellas ni sepa lo que implican.

La vista será pública, no a puerta cerrada. Las instalaciones del tribunal se han adaptado específicamente para acoger al mayor número posible de personas implicadas, con una sala para los acusados, los abogados y las partes civiles, y otra sala de retransmisiones abierta al público y a la prensa. Es un montaje logístico para el que mi madre, mis hermanos y yo llevamos preparándonos silenciosamente desde hace varios meses.

A principios de septiembre de 2024 tendremos que subir al estrado, ser interrogados por una horda de abogados y por un tribunal penal compuesto exclusivamente por jurados profesionales. Escudriñarán, buscarán y diseccionarán nuestras vidas hasta los más pequeños recovecos, unas vidas que hace unos años todavía podíamos calificar de «banales».

Sabemos exactamente lo que significa eso. Revivir la pesadilla, pero también exponerse totalmente.

Tendremos unos días para respirar antes de que Dominique, mi padre, sea interrogado a mediados de septiembre. En las semanas siguientes se interrogará a los otros individuos citados. Después, nuestros abogados y la defensa presentarán sus alegatos finales.

Más allá del dolor de tener que revivir este episodio, nos sentimos desamparados. No tenemos ningún caso que nos sirva de referencia, ningún precedente al que agarrarnos. Nuestra historia familiar es un verdadero cataclismo. Porque si mi padre consiguió drogar y violar a su mujer durante casi diez años sin que ella lo supiera, también la sometió a más de ochenta desconocidos, a la mayoría de los cuales conoció a través del sitio web de citas Coco.gg, por puro voyerismo y sin ninguna contraprestación económica. Dicha plataforma ha sido recientemente embargada por los tribunales. Implicada en varias causas penales y más de veintitrés mil procedimientos judiciales, está oficialmente cerrada desde el 25 de junio de 2024.

Desde hace cuatro años intento inventarme una nueva existencia, despojada de todas las certezas sobre las que me he construido. En un instante, mi vida ha dado un vuelco vertiginoso. Se ha borrado el pasado, pero ¿qué me depara el futuro? ¿Qué puede seguir existiendo cuando el destino asesta un golpe tan duro a tu vida cotidiana? Nuestro naufragio familiar es como un laberinto en el que, durante casi dos años, cada paso adelante ha abierto una nueva puerta a otras sórdidas revelaciones, fragmentos de casos muy anteriores al nuestro. Con su interminable flujo de preguntas sin respuesta.

He intentado en vano descubrir y comprender la verdadera identidad del hombre que me crio. Incluso hoy sigo preguntándome por qué no vi ni sospeché nada. Nunca perdonaré lo que hizo durante tantos años. Sin embargo, aún conservo la imagen del padre al que creí conocer. A pesar de todo, sigue anclada en mí y forma un telón de fondo.

No tengo ningún contacto con él desde el 2 de noviembre de 2020. Pero, a medida que nos acercamos a la fatídica fecha del juicio, cuando consigo dormir algunas horas, sueño con él. Me habla, nos reímos, estamos juntos. Cuando me despierto, vuelvo a la pesadilla: ahora. Y echo de menos a mi padre. No al hombre que comparecerá ante los jueces, sino al que me cuidó durante cuarenta y dos años. Sí, lo quise mucho antes de descubrir su monstruosidad.

Entonces, ¿cómo puedo prepararme con calma para el enfrentamiento? ¿Cómo gestionar la mezcla de rabia, vergüenza y empatía por un padre? Me entero de que, en los últimos cuatro años, ha sido trasladado tres veces de una prisión a otra. Conozco su historia carcelaria: la cárcel de Le Pontet (en Aviñón), luego la de Les Beaumettes (en Marsella) y, por último, la de Draguignan (en el Vaucluse). Hasta el aislamiento. Mi primer pensamiento es: ¿habrá sido capaz de adaptarse? ¿Sufre por nuestra ausencia, por la soledad o la violencia del aislamiento? Una segunda voz chirría: es solo justicia, cuando ves el daño que nos ha hecho. A mamá, a nosotros, a nuestra familia. Que ese pervertido se las arregle solo, que coseche lo que ha sembrado.

Mi padre es un criminal y voy a tener que aprender a vivir con esa despiadada realidad. Aceptar el doloroso desgarro entre mi necesidad de justicia, de verdad, y el amor que he podido sentir por él.

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A veces surge un sentimiento de abandono. Me invade, me abruma. Papá, ¿por qué estás tan lejos de nosotros? Creía que ya había llorado la pérdida de mi padre. La verdad es que este juicio está despertando a la niña que hay en mí. La que todavía no ha conseguido acabar con la imagen paterna. Y temo que no consiga odiarlo. Quizá este juicio me ayude a aceptar de una vez por todas el duelo. Mi padre está vivo, es cierto, pero quizá nunca podré mirarlo a los ojos y decirle que se ha llevado, ha arruinado, parte de mi vida, que ha apagado la chispa que tenía antes, que ha pisoteado la confianza instintiva que yo tenía en los hombres.

Nuestra historia habrá revelado al menos un fenómeno social que sigue estando ampliamente subestimado en Francia. La sumisión química en la esfera intrafamiliar y social está mucho más extendida de lo que pensamos. Este modus operandi es el arma preferida de los depredadores sexuales. Por el momento, seguimos sin disponer de datos estadísticos fiables que lo demuestren. Ni que decir tiene que, en 2020, cuando detuvieron a mi padre, ¡nadie hablaba de ello!

Difícil de precisar, aún mal identificada, insuficientemente cuantificada, mal diagnosticada y, por lo tanto, con escaso apoyo institucional, afecta a un amplio abanico de personas, desde mujeres y a veces hombres hasta niños, incluso bebés y ancianos, y de todos los estratos sociales. Conocemos el GHB, la llamada droga de la violación, pero ¿qué persona podría imaginar que alguien cercano pudiera abusar químicamente de ella, con fármacos del botiquín familiar?

Del feminicidio al incesto, los escándalos de los últimos años muestran que los casos de violencia sexual suelen implicar dinámicas de poder que transforman incidentes aislados en prácticas sistémicas. Por desgracia, la sumisión química no es una excepción a la regla: la mayoría de las víctimas son mujeres, y casi en el 70 % de los casos registrados se trata de agresiones sexuales. La esfera privada es la primera implicada en este tipo de violencias.

Basta con echar un vistazo a los resultados del estudio realizado por la Agencia Nacional de Seguridad de los Medicamentos y Productos Sanitarios francesa (ANSM). De una muestra de 727 informes transmitidos en 2021 por la policía a través de las denuncias presentadas, se notificaron 82 casos de sumisión química, lo que permite hacerse una idea general de las víctimas: en su mayoría mujeres (69,5 % de estos casos, pero todo hace pensar que esta proporción es aún mayor) de edades comprendidas entre los veinte y los treinta años. Las sustancias utilizadas son mayoritariamente medicamentos: antihistamínicos, ansiolíticos, somníferos, opiáceos (56 % de los casos) o MDMA (es decir, éxtasis, 21,9 %), y muy poco GHB, la famosa «droga del violador» (4,8 %). Por último, el agresor suele ser alguien cercano (41,5 %) que actúa en un contexto privado (42,6 %).

Medicamentos como los hipnóticos, los antialérgicos o los antitusígenos, que se suponen curativos, son por consiguiente mal utilizados por sus propiedades sedantes y miorrelajantes. Hay otra especificidad importante que debe tenerse en cuenta. A menudo, las víctimas no son conscientes de su estado, como le ocurría a mi madre. No tienen ninguna idea de lo que les ocurre. A la dificultad a la hora de hablar o actuar, que caracteriza sobre todo a la violencia intrafamiliar, se añade el hecho de que no recuerdan claramente ni la agresión ni al agresor. La sumisión química es engañosa, apenas detectable. Proporciona a los agresores una sensación de impunidad, de modo que pueden pasar meses, incluso años, sin que nadie se dé cuenta de nada.

En numerosos casos, la estrategia del pervertido sexual consiste en hacer que su víctima sea incapaz de reaccionar, del mismo modo que se apaga una lámpara. Se convierte en algo inerte, una marioneta a merced del agresor. De hecho, algunos expertos analizan el uso generalizado de la sumisión química como una ilusión desculpabilizadora, puesto que la víctima no sentirá y no recordará nada cuando se despierte.

Pues bien, la víctima no lo olvida todo. Su cuerpo y su subconsciente llevan consigo los estigmas de la brutalidad. Además, sufre los efectos secundarios de la medicación administrada a sus espaldas. Ya es muy difícil presentar una denuncia cuando se ha sufrido una violación; si, además, los recuerdos son borrosos y no se tiene conciencia de la agresión, solo queda el silencio, el desasosiego y la infamia.

Las víctimas callan, apenas convencidas de serlo. Su salud se deteriora. Se preocupan sin comprender realmente lo que les sucede, y entonces comienza un nuevo sufrimiento: la errancia terapéutica. Porque el hecho es que los médicos no están formados para reconocer la sumisión química, por lo tanto, nunca se contempla. El cansancio anormal, los lapsus de memoria, las caídas, las náuseas no se consideran relacionadas con el consumo excesivo de medicamentos (¡ya que la paciente certifica al médico que no toma ninguno!).

En los pocos casos en los que existe una sospecha de dependencia química, el tratamiento en el hospital se convierte en un diagnóstico sin salida. Los análisis toxicológicos, los únicos capaces de revelar la presencia de sustancias sospechosas, desgraciadamente no están integrados de facto en el tratamiento. Aquí comienza un nuevo viacrucis: la búsqueda de pruebas costosas, pagadas por las víctimas. La trampa del aislamiento se cierra y, a medida que se prolonga el esfuerzo por reunir pruebas, se desvanece la posibilidad de presentar una denuncia.

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Aquí reside la clave del problema: ¿cómo proteger a las víctimas sin dotar a los profesionales de proximidad de los medios necesarios para detectar este tipo de violencias? ¿Cómo fomentar la denuncia ante los tribunales sin reforzar los vínculos entre la justicia y la asistencia sanitaria? Volver a situar la atención a las víctimas de la sumisión química en el centro sigue siendo vital. Lejos de ser una noticia, este tipo de violencia es un verdadero problema de salud pública. Caídas, comas, problemas de memoria, trastornos del sueño, pérdida de peso, síndrome de abstinencia..., pero también embarazos no deseados, accidentes en la vía pública y trastornos de estrés postraumático son algunos de los riesgos evitables identificados en la encuesta nacional sobre la sumisión química. Las autoridades sanitarias, el poder judicial, las fuerzas del orden, las organizaciones asociativas: el problema presenta múltiples facetas y la responsabilidad es compartida.

En septiembre de 2022, unos meses después de la publicación de este testimonio literario, decidí rodearme de las mejores fuerzas vivas. Menos de un año después, lanzamos un movimiento de sensibilización y prevención llamado #MendorsPas: Stop à la soumission chimique («NomeDuermas: Stop a la sumisión química»). Fue una oportunidad para iniciar una nueva batalla, para hablar en nombre de las víctimas invisibles, y no solo de mi madre.

Debo decir que tuve mucha suerte al tomar esta iniciativa. Me beneficié del apoyo y la movilización excepcionales de una serie de personas, a las que estoy inmensamente agradecida. Entre esos encuentros decisivos de estos dos últimos años figura el que mantuve con la doctora Leila Chaouachi, farmacéutica y experta en farmacovigilancia del Centro de Vigilancia de las Adicciones de París. Ella es la responsable de la encuesta anual de la ANSM y una de las mayores expertas francesas en el tratamiento médico de las víctimas de la sumisión química. En parte gracias a ella me di cuenta de que mi historia familiar no era un caso aislado.

Además, estaban mis aliados desde el primer momento, sin los cuales nunca me habría permitido reunirme con decenas de personalidades mediáticas para pedirles que me ayudaran a transmitir este movimiento de alerta e información en las redes sociales. Sin mi amiga Arielle y todo su equipo, nunca habría sido tan activa en los medios de comunicación y probablemente nunca habría llegado a registrar la asociación #MendorsPas en septiembre de 2023. El objetivo de esta innovadora campaña de sensibilización era arrojar luz sobre las consecuencias de la sumisión química en el ámbito privado. Hicimos un llamamiento para un amplio programa de formación destinado a los profesionales de la salud, así como para la creación de un grupo de trabajo interministerial que agrupara a la mayoría de las partes interesadas con el fin de mejorar la forma en que se atiende a las víctimas, en particular en términos de atención ambulatoria.

El 14 de noviembre de 2023 salió a la luz el caso Joël Guerriau. Este senador habría intentado drogar a Sandrine Josso, entonces diputada del departamento del Loira Atlántico. Con el pretexto de celebrar su reelección al Senado, la invitó a su casa. Sandrine dice que le sorprendió que no hubiera más invitados y que Joël Guerriau vertió una dosis de droga en su copa de champán sin que ella se diera cuenta. Mareada y con náuseas, al principio cree que está sufriendo un infarto. Encuentra fuerzas para escapar...

Aunque el taxista se alarma por su estado, es Sandrine quien toma la iniciativa y alerta a los servicios de emergencia. Llega al hospital con los típicos síntomas de una ingestión de estupefacientes: pupilas dilatadas, boca seca, alteración del estado general. Los análisis toxicológicos confirmarán la presencia de éxtasis en la sangre. Joël Guerriau fue acusado de «administrar a una persona, sin su conocimiento, una sustancia capaz de alterar su discernimiento o el control de sus actos con el fin de cometer una violación o una agresión sexual». Se enfrenta a una pena de hasta cinco años de prisión.

El caso de Sandrine aún no ha llegado a juicio. Pero ya apunta a una hipótesis escalofriante: la agresión puede provenir de un compañero de despacho. También un amigo puede drogarte. Por primera vez, el tema de la sumisión química irrumpe en la esfera política, focalizándose en una mujer que no teme hablar alto y claro. Inmediatamente decido ponerme en contacto con Sandrine y pedirle que se convierta en madrina y portavoz de nuestra asociación. Este mecanismo iba a cambiarlo todo: iba a transformar un trauma personal en una lucha colectiva. Rápidamente decidimos unir nuestras fuerzas. Nuestro objetivo sigue siendo escuchar, creer y ayudar a las víctimas, pues ¡no todo el mundo tiene acceso a los medios de comunicación!

Antes de la disolución de la Asamblea Nacional el pasado 9 de junio, Sandrine dirigía una misión gubernamental, promovida por Gabriel Attal. Aún no sabemos si se mantendrá dicha misión.

El libro de la editorial Seix Barral ya se puede conseguir en librerías o por medio de la página oficial en internet.

No puedo concluir este prólogo sin saludar a la mujer más fuerte y admirable que conozco. Mi madre. Ahora tiene setenta y dos años. Vivió momentos difíciles y de desesperación absoluta a una edad muy temprana, mucho antes que yo. Perdió a su propia madre cuando solo tenía nueve años. Fue en pleno invierno, en enero de 1962, «como consecuencia de una larga enfermedad», como se decía entonces. Cáncer generalizado, como se lo llama hoy más sucintamente. Es evidente que esta pena deja una huella indeleble en la vida de una niña y cambia su futuro. Mi madre se forjó una fuerza mental de acero. Nunca se doblega. Adora la vida, ya le depare buenas o malas sorpresas.

Tras conocerse los hechos, mi madre abandonó el domicilio conyugal casi sin derramar una lágrima. De repente, cincuenta años de vida en común cuestionados... La vi abrir cajas, seleccionar muebles, vaciar armarios, descolgar fotos, con una dignidad increíble. Frágil, agotada, pero pudorosa, resistente. No tenía elección. Tenía que irse. Dejar el pueblo, su barrio, sus amigos, la garriga y las montañas que tanto amaba para seguir con su vida sola, sin saber siquiera dónde. Somos muy diferentes. Yo soy un libro abierto: me resulta difícil ocultar mis emociones. Ella parece una reina medieval. Cuello recto, barbilla alta y ni una queja. Ella es la verdadera heroína, de pie en medio de las ruinas.

En los últimos dos años, mamá se ha convertido en la gran figura de nuestra unidad familiar. Sin embargo, ella es la primera víctima. Ella, la que fue drogada, lesionada y luego arrojada a unos desconocidos, como a los lobos. Se ha tomado tiempo para hablar con sus hijos, para escucharnos. Cuando, algunas mañanas, me resultaba imposible levantarme de la cama, abrumada por la rabia o la desesperación, mamá siempre me animaba a salir, a moverme, a ver gente, a vivir la vida.

Eso es lo que ella ha hecho por los suyos. Se trasladó a otra región donde no conocía a nadie, aprendió a vivir sola, a volver a conducir, a mantener una casa, a ocuparse del papeleo administrativo..., actividades que antes dependían de mi padre. Ha entablado nuevas relaciones, ha conocido a personas que se han convertido en amigos, sin detenerse nunca en los detalles de su vida de antes; ha retomado sus actividades culturales y físicas... Es luminosa, divertida, dinámica. Su objetivo final era reconstruir una vida normal, tomar las riendas de su propio destino, lejos de miradas indiscretas. Nunca la hemos visto derrumbarse. Incluso el día en que se enteró de que uno de sus violadores era seropositivo... Y, para colmo, ¡nunca la hemos oído denigrar a nuestro padre!

En estos últimos meses, mamá me ha presionado mucho para que me proteja. Me había lanzado de lleno a la lucha contra la sumisión química en Francia. No siempre es fácil salir a la luz y exponerse en los medios de comunicación. Y el papel de denunciante también puede tener sus inconvenientes.

Saqué fuerzas de un mantra muy personal de mi madre: «Sigue creyendo en la vida y en las cosas más hermosas que te ofrece». ¿Es ingenuo? Al contrario: me ha mantenido en pie.

Fue mi madre quien decidió que el juicio no se celebrara a puerta cerrada. Por lo tanto, será público. Justificó esta elección por los cincuenta hombres implicados en el caso, con el fin de exponerlos a la mirada colectiva. El procedimiento a puerta cerrada habría sido demasiado cómodo. Tendrán que responder de sus actos ante el gran público. Lo hemos hablado largo y tendido juntas. Es su elección y la respeto. Aunque temo el momento en que nuestra historia familiar salga a la luz en los medios de comunicación. Seguro que habrá detalles o mentiras que se harán públicos. ¿Cómo prepararse para el descuartizamiento y la exhibición de la propia intimidad? ¿Para el sentimiento de desposesión, de vergüenza?

Mi madre, en cambio, se siente liberada, según sus palabras. Y esto es en parte gracias a mi acción mediática. Dice que no se puede querer ayudar a las víctimas si uno mismo se avergüenza de serlo. Lo dice de esta manera: «Caroline, gracias por todo lo que has hecho por las víctimas de la sumisión química en el ámbito privado. Voy a mostrarte el mejor ejemplo de tu lucha».

En medio de la carnicería, la mano de mi madre siempre está en la mía.

Esta es la carnicería.

DOMINGO, 1 DE NOVIEMBRE DE 2020

Mañana mi hijo Tom, de seis años y medio, tiene que llevar mascarilla al colegio. Así que ensayamos el gesto. Una, dos, diez veces.

Publico una foto suya, con mascarilla, en mi cuenta de Facebook. Inmediatamente, mi padre responde: «Pobrecito Tom. Buena suerte para este comienzo de curso tan especial. Tu abuelo, que te quiere».

Todavía no lo sé, pero este es el último contacto con mi padre.

¿Cómo es mi vida en esos momentos? Tengo cuarenta y dos años, un trabajo que me apasiona, un marido, un hijo y una casa. En otras palabras: una vida sencilla, que no se ve afectada por ningún seísmo. Una vida privilegiada. Aún conservo la inocencia de los días que transcurren sin sobresaltos. El mañana es una promesa, nunca una amenaza. Mi vida gira en torno a mi marido, mi hijo, mi trabajo, mis actividades, mis padres, mis hermanos y mis amigos. Todo es absolutamente banal.

Pero nadie mide el precio de lo banal hasta que lo pierde.

LUNES, 2 DE NOVIEMBRE DE 2020

Dejo a Tom en la puerta del colegio, justo a tiempo. Le doy un beso cariñoso. Vuelvo a casa, preparo un café, me conecto. En la agenda: reunión, reunión, reunión. Videoconferencias sin fin.

11.00 horas. Mi marido llega a casa. Paul trabaja por turnos. Le envía un mensaje a mi padre: «Acabo de enterarme del recorrido del Tour de Francia 2021. Propongo un plan fantástico en familia: el 7 de julio puedes llevar a tu nieto por la ruta del Mont Ventoux, ¿OK?». Se prepara un almuerzo rápido y luego se echa una siesta.

Cuando despierta, descubre dos llamadas perdidas desde números fijos del Vaucluse.

Este es el punto de inflexión. Un mensaje telefónico, como cuando un hospital avisa a la familia. A menudo este punto de inflexión tiene una voz, un rostro. El anuncio de una desgracia siempre se encarna en alguien. Durante el resto de nuestras vidas recordaremos la voz o el rostro de la persona que nos dio la noticia. También recordaremos, con todo detalle, lo que estábamos haciendo justo antes.

Mi punto de inflexión se produjo como un efecto dominó. Fue mi marido el primero en enterarse de la noticia. Paul escucha el primer mensaje dejado por mi madre: «Soy yo, es urgente. Se trata de Dominique. Por favor, llámame».

Dominique, mi padre, pesa más de cien kilos y tiene problemas respiratorios.

Así que, naturalmente, en plena crisis de covid, Paul ya se lo imagina en cuidados intensivos. Pero el otro mensaje procede de un teniente de la policía departamental de Carpentras. Paul llama primero a mi madre:

—Pero ¿qué pasa?

—Dominique va a ingresar en prisión. Lo descubrieron filmando bajo las faldas de tres mujeres en un supermercado. Permaneció detenido cuarenta y ocho horas y después lo soltaron. Mientras tanto, la policía inspeccionó su teléfono móvil, varias tarjetas SIM, su videocámara y el ordenador portátil. Los hechos son mucho más graves.

Si mi madre ha decidido llamar a Paul antes que a mí es porque todavía no tiene fuerzas para decírselo a ninguno de sus tres hijos. También sabe que puede confiar en él. Paul es lo bastante fuerte para oír este tipo de noticias.

Llegan a un acuerdo. Mi madre me llamará primero, y delante de él.

Un poco aturdido, Paul telefonea al teniente de policía. El mazazo.

—Hemos encontrado vídeos que muestran a su suegra dormida, visiblemente drogada, con hombres abusando de ella.

Esas palabras suenan huecas. Abren una brecha aterradora. Paul se ve propulsado a otra dimensión, la de las noticias de sucesos impensables revelados por los medios de comunicación, que hasta ahora han trazado una línea divisoria entre lo sórdido y nuestras vidas, que pertenecían al mundo de antes.

Imperturbable, el teniente da cuenta de las informaciones, y todas ahondan en el abismo de lo imposible, instalándolo en nuestras vidas.

Las agresiones sexuales se vienen produciendo al menos desde septiembre de 2013, fecha de las primeras imágenes que los investigadores extrajeron de los distintos dispositivos digitales de mi padre. El número de agresores es asombroso:

—Setenta y tres, por el momento. Hasta ahora hemos identificado a unos cincuenta. Tienen edades comprendidas entre los veintidós y los setenta y un años, procedentes de todas las categorías sociales: estudiantes, jubilados, incluso un periodista. Su suegro organizaba, fotografiaba y filmaba todos los actos. Hasta para mí ha sido difícil ver todos esos vídeos. Y todavía no hemos terminado de peritarlo todo.

El equipo policial llevaba mes y medio trabajando día y noche. Los investigadores temían por la vida de mi madre. Tantas drogas, cuando está a punto de cumplir sesenta y ocho años... El teniente concluye:

—Cuídenla bien. Va a necesitar apoyo.

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Paul solo tiene una cosa en mente. Salir. Escapar de la casa. Sabe que aún me quedan unas horas de descanso antes de que me catapulten al otro mundo. Abducida tras la pantalla de mi ordenador, ni siquiera lo veo pasar por mi lado y salir de casa.

En el coche, Paul llama a su hermana Véronique, la madrina de Tom. Le pide ayuda esa misma noche. Idean una estratagema para no despertar mis sospechas.

Cuando me doy cuenta de que mi hijo y mi marido han vuelto del colegio, mi jornada maratoniana acaba de terminar y son casi las siete de la tarde. Les propongo una cena japonesa. Y justo cuando estoy a punto de salir de casa, suena el timbre. Es Véronique. Alegre, sonriente y cariñosa como siempre.

—Solo pasaba por aquí.

Tom salta a sus brazos. Me dirijo al restaurante japonés. En el coche, telefoneo a mi madre, que, extrañamente, me despacha a toda prisa. Tengo un mal presentimiento.

De vuelta del restaurante, pongo las bolsas en la mesa del comedor. Oigo reír a mi hijo con su madrina. Esos pequeños sonidos de la vida cotidiana todavía no son reliquias.

En la cocina, Paul me mira con expresión seria. Me pide que me siente.

Suena mi móvil. ¡Por fin me llama mi madre! El reloj del horno de nuestra cocina, que veo justo detrás de Paul, marca exactamente las 20.25 horas.

Más tarde sabría que las personas que han sufrido un shock traumático a menudo solo retienen un detalle, un olor, un sonido, una sensación, algo minúsculo que se convierte en enorme.

En ese momento veo el reloj del horno. Son las 20.25 en números blancos. Una frontera cifrada. Me llamo Caroline Darian y estoy viviendo los últimos segundos de una vida normal.

Sigo oyendo la voz temblorosa de mi madre. Me pregunta si he llegado a casa y si estoy con Paul. Insiste. Se asegura de que estoy sentada y tranquila para oír lo que tiene que decirme.

—Caro, tu padre está en prisión preventiva desde esta mañana, y no podrá volver a salir. Lo van a encarcelar.

Me echo a temblar, no entiendo muy bien lo que me dice.

—Tu padre me drogaba con somníferos y ansiolíticos.

—Pero, mamá, ¿qué estás diciendo?

—Y eso no es todo. Tu padre también invitaba a hombres a casa cuando yo estaba inconsciente en nuestro dormitorio. He visto varias fotos mías. Dormida, tumbada bocabajo y en mi cama, con hombres diferentes cada vez, todos desconocidos.

Pierdo el control. Grito, insulto a mi padre. Voy a romperlo todo.

—Caro, es la verdad. Tuve que ver varias fotografías en la comisaría. Creí que mi corazón dejaría de latir. El teniente me dijo que también había muchos vídeos en los que me agredían. Quería que viera uno, pero le dije que las fotos ya eran bastante insoportables. Me dijo: «Lo siento, señora, pero lo que ha hecho su marido es monstruoso».

Se echa a llorar.

Paul me abraza.

Las imágenes se superponen, abyectas, sin sentido: mi madre en su cama con un desconocido, con los ojos cerrados, inerte...

Te recuerdo al volante del Renault 25 negro, demasiado cargado, cuando nos íbamos de vacaciones. Contabas chistes, ponías a Barry White y marcabas el compás del estribillo con la cabeza, tan excitado como nosotros, los niños, que íbamos apretujados atrás. Esa imagen feliz acaba de hacerse añicos. A partir de ahora eres un organizador de orgías, además de un terrible mentiroso: mamá me cuenta que tu último desayuno fue absolutamente normal. ¿Qué reservas de duplicidad debes de tener para haber representado la comedia de la tranquilidad durante todos estos años...?

Mi madre cuelga, ahora tiene que llamar a David, mi hermano mayor, y luego a Florian, nuestro hermano pequeño.

Me derrumbo. Acurrucada contra mi marido, me siento abrumada. Me cuesta respirar.

Mi padre drogó a mi madre antes de hacer que la violaran unos desconocidos. Esta frase es inverosímil. Es tan violenta que solo puedo percibir los reflejos, como una piedra afilada, fragmentos que arañan mi conciencia, sin darme cuenta del alcance de su destrucción. ¿Y si una sobredosis la hubiera matado? ¿Y si no se hubiera despertado? El horror se prolonga desde que se mudaron al Vaucluse hace casi ocho años, cuando mi madre se jubiló.

Yo no vi nada, no sospeché nada. Ni ella tampoco. Ni rastro, ni el más mínimo atisbo.

Todo se borraba gracias a las frecuentes y diminutas dosis de medicamentos que mi padre solía darle. Recuerdo nuestras conversaciones telefónicas, cuando mi madre estaba desorientada o parecía divagar. Sus ausencias nos preocupaban. Nosotros, sus tres hijos, vivimos a más de setecientos kilómetros de ella. Incluso habíamos pensado en un principio de alzhéimer. Mi padre le restaba importancia. Solía decir:

«Vuestra madre no sabe cuidarse, siempre está de aquí para allá, es hiperactiva, es su forma de gestionar el estrés».

En 2017 instamos a mamá a que pidiera cita con un neurólogo, al que fue a ver a Carpentras. Este primer especialista habló de un ictus amnésico, una especie de agujero negro, una pérdida de memoria sin secuelas. Ignorábamos, como bien saben los especialistas en neurología, que nunca se sufre más de un ictus a la vez.

En otoño de 2018, mi tío, médico de medicina general jubilado, mencionó un mecanismo de descompensación: «Del mismo modo que, cuando la bolsa de una aspiradora está llena, se para la máquina para que no se queme, así te desconectas tú para que se recarguen las pilas», le dijo. Todos nos creímos esa hipótesis, a pesar de que mi madre se había hecho un escáner, claro está, sin ningún resultado. ¿Cómo íbamos a pensar en un análisis toxicológico?

Pero a medida que pasaba el tiempo y se multiplicaban las ausencias, mamá se preocupaba cada vez más. Sufría de insomnio recurrente, perdió el pelo y adelgazó: más de diez kilos en menos de ocho años. Siempre temía sufrir un derrame cerebral, y eso la angustiaba mucho, sobre todo cuando cuidaba de sus nietos o cogía el tren para venir a verme a la región parisina.

Por este motivo, progresivamente, mi madre dejó de conducir. Fue perdiendo cada vez más autonomía.

En 2019 fue a ver a otro neurólogo en Cavaillon, que achacó su trastorno a la ansiedad. Le recetó melatonina para mejorar la calidad del sueño...

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Debo ir a estar con ella. No puedo dejarla allí, sola en el Vaucluse, en esa casa que fue escenario de tantas atrocidades.

Paul lo organiza todo.

Necesito salir, llamar a mis hermanos. Cuando David descuelga, me doy cuenta por su voz de que aún no sabe nada. Me he adelantado a mamá. Me culpo a mí misma. Decido ir directa al grano. David guarda silencio. Tarda diez segundos en asimilar lo que le digo y en formular algo audible:

—Pero... no es posible. Caro, estás de broma, ¿verdad?

Me hace preguntas, pero no tengo todas las respuestas. Me gustaría tranquilizarlo un poco. Siento que se pone tenso. Cuelga para llamar de inmediato a mamá.

Cuando por fin consigo hablar con Florian, nuestro hermano menor, ya ha hablado con mi madre. Está aturdido:

—¿Cómo ha podido hacerle algo así a mamá? ¿Y nosotros? ¿Pensó en nosotros?

Yo lloro como una niña.

Florian me cuenta todo su resentimiento y su odio cuando piensa en el verano de 2018. Me habla de su última cena, la noche en que se fue, después de pasar algunos días en casa de nuestros padres con sus dos hijas. Él y su mujer presenciaron una escena inquietante. Pocos minutos después de sentarse a cenar, mamá desconectó. El codo le flaqueó. Se tambaleó en la silla, como si estuviera borracha. De repente, su cuerpo se quedó sin energía, como una muñeca de trapo.

—Sigo sin encontrar las palabras para describir la relajación de todos sus miembros, Caro. Estábamos hablando con ella, pero era como si estuviera bajo hipnosis. Inmóvil y sin fuerzas, con la mirada perdida. Dejó de responder.

Mi padre decidió acostarla: «Es mejor. Ocurre de vez en cuando, cuando se descompensa por un exceso de actividad».

En realidad, el cóctel de medicamentos que le había administrado en el office, en el vaso de vino rosado del aperitivo, empezaba a hacerle efecto.

Aquella noche, mi padre responsabilizó de aquel malestar a Florian y su familia, que finalmente se marcharon.

Cuelgo. Necesito dar un par de vueltas a la manzana.

Esta noche la temperatura no es ni de cinco grados, y sin embargo ardo de rabia. Paul me sigue.

Decide convencer a mis hermanos para que se marchen conmigo a la mañana siguiente en el primer tren. Los consuela como puede con sus palabras:

—La vida es mucho más fuerte, los tres tenéis que arropar a vuestra madre lo antes posible.

Insiste:

—Tenéis que hacer piña con ella. No podéis pasar por esto cada uno por vuestro lado.

También advierte:

—Vais a tener que ser valientes y estar unidos, porque todo esto acaba de empezar y aún no lo sabemos todo.

Aviso en el trabajo y pido unos días libres. Es hora de ir a la cama. Necesito que estemos juntos los tres. Al final me duermo, con la mano de mi hijo entrelazada con la mía.

Fragmento del libro Y dejé de llamarte papá (Seix Barral), © 2025, Caroline Darian. Traducción del francés por Lola Bermúdez y Lydia Vázquez. © 2025. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

¡Gracias!
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