Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

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Tiempo de Lectura: 00 min

Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

11
.
05
.
23
2023
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

Skinamarink': una alucinación contra el horror clásico

11
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05
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Tras varios meses de hacer ruido en las redes sociales, ya puede verse en pantallas de cine Skinamarink, el primer largometraje del canadiense Kyle Edward Ball. La cinta ha encontrado el entusiasmo de muchos espectadores de horror con sus imágenes de pesadilla inspiradas, en apariencia, por el cine de vanguardia, la creepypasta y la ficción weird.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Se piensa que el cuento clásico “El horla”, de Guy de Maupassant, en el que un hombre es perseguido por un monstruo que le provoca fiebre y locura, está inspirado en la sífilis que antes había contraído su autor. Los síntomas que provocan el monstruo y la enfermedad de transmisión sexual son, al menos, parecidos, y sugieren que en la literatura clásica muchos de los seres que acechan a los protagonistas vienen no de un mundo paralelo, mágico, sino de una intimidad terrible. El cine se ha comportado mucho tiempo bajo este mismo patrón, y a partir de él podemos entender a los hombres pantera que acosan a una protagonista virgen como una expresión del miedo a la sexualidad en Cat people (1942); al tiburón rencoroso de Jaws (1975) como un símbolo de impotencia —aludida, según Peter Biskind, por su forma fálica—; y a la videocasetera de forma vaginal en el abdomen del actor James Woods como una fascinación temerosa ante la fantasía de un cuerpo-máquina en Videodrome (1983). Antes y después de estas películas existen numerosos ejemplos que llegan hasta la popular filmografía de Ari Aster, concentrada en el miedo a la familia, ya sean las madres, las hermanas o un novio irresponsable. Por todo el cine de horror hay símbolos dispersados.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Sin embargo, una forma de hacer las cosas no debería ser, por clásica, normativa, o peor, limitante. Buena parte del cine de horror industrial ha exprimido este recurso hasta el punto en que la sola idea de un monstruo más que simboliza un miedo colectivo —de las enfermedades venéreas en It follows (2014) a la adopción en Lamb (2022)— ya cansa desde el solo tráiler. Muchos espectadores queremos en las películas algo más que una lección cívica o de psicoanálisis elemental: un miedo que nos desconcierte, como los encuentros con lo inexplicable en la realidad, y del que nos arrepintamos de noche, a solas.

Hablando de mi experiencia —que no es hegemónica ni realmente importante, pero es la que mejor conozco en lo afectivo, imprescindible al hablar de cine de horror— pocas películas me han asustado, y no han sido las alegorías sino lo que me resulta incomprensible, grotesco porque sí y no por la expresión de un significado, lo que me ha dejado insomne. Recuerdo sobre todo la casa insólita de The Texas chainsaw massacre (1974), que remite a una casona abandonada como muchas que seguro hemos visitado, pero que también nos habla de un mundo imposible con sus plumas y huesos desperdigados; sus herramientas ensangrentadas y su quietud. No es tanto la trama o el monstruoso Leatherface, sino el espacio y la forma casi amateur en que lo filma Tobe Hooper, lo que le dio realidad, y a mí, miedo.

Quizá con algo parecido en mente el director canadiense Kyle Edward Ball filmó su primer largometraje, Skinamarink (2022). La trama se entiende mejor leyendo las sinopsis, según las cuales un par de niños pequeños —Kevin (Lucas Paul) y Kaylee (Dali Rose Tetreault)— descubren que su mamá ha desaparecido una noche. Después de un rato buscándola al lado de su papá, él también se desvanece y los inocentes se quedan solos, encerrados porque las puertas y ventanas se evaporaron junto con sus padres. Nunca vemos a los niños más que de espaldas o recortados: sobre todo hay imágenes de sus piecitos que se mueven con más curiosidad que miedo por la casa; sus voces hablan en breve sobre la extrañeza de su situación y del jugo que toman de la cocina cuando deciden quedarse en la sala viendo caricaturas antiguas. A veces discuten al ser que está en la casa con ellos. Pero la trama es irrelevante, insisto, porque apenas si se entiende. Ball parece decidido a reproducir una alucinación hipnagógica —lo que conocemos coloquialmente como que se nos suba el muerto— con tan pocos recursos como sea posible, a lo Tobe Hooper, e imitando las técnicas del cine de vanguardia. Hay a quienes les aburre esta estrategia, pero hay, como a mí, a quienes les deja sin dormir tres noches seguidas.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

Otra de las películas que me han generado más inquietud ni siquiera pertenece al género de horror; se trata de Back and forth (1969), del inconmensurable cineasta experimental Michael Snow. Una cámara, situada en medio de lo que parece un salón de clases, hace el movimiento prometido en el título durante una hora. A veces en un paneo de vuelta —o de ida— se aparecen personas, simulando la perspectiva de alguien que agita la cabeza hacia los lados y empieza a ver fantasmas. Ninguna de las figuras pretende agredirnos pero su repentina aparición desconcierta. Ball juega con el montaje de forma similar.

La mayoría de los planos en Skinamarink abarcan marcos de puertas y pasillos, que naturalmente producen miedo en las noches porque sugieren al inconsciente portales. Solo sabemos dónde comienzan pero no dónde terminan ni qué hay al otro lado o qué podría asomarse. Rodney Ascher explora lo mismo en su documental de terror hipnagógico, The Nightmare (2015), donde recoge testimonios de seres entrando a atormentar a sus víctimas paralizadas entre el sueño y el estado consciente. Ball busca esa misma experiencia con planos prolongados donde la saturación de grano en la imagen nos hace ver figuras y movimientos que en realidad no están ahí, de modo que reproduce sensorialmente la noche y los fantasmas en la mirada.

La textura de la imagen remite también a otro cineasta de vanguardia interesado en el cine de horror: el austriaco Peter Tscherkassky, que en Outer space (1999) intervino otra, The entity (1982), provocando un parpadeo en el celuloide, mostrando sus bordes, manipulando el sonido, para hacer de la propia imagen cinematográfica —y no lo que muestra— la productora del miedo. En el caso de Ball son también la propia imagen, que evoca los años ochenta desde los créditos, y el ritmo los que pretenden hacer algo más interesante que manipular al espectador, como muchas películas donde se planea meticulosamente la reacción de la audiencia: permitir que cada quien se asuste por su cuenta; que uno participe integrando sus propios miedos.

Skinamarink, Kyle Edward Ball (2022).

A pesar de todo, Ball no se zafa por completo de la norma y sí provoca sustos donde algún objeto se le viene encima a la cámara y en consecuencia al público; sí hay sangre también y algo de violencia, además de planos desde la perspectiva de los niños que nos muestran lo que ellos ven al asomarse bajo la cama. También me parece haber un arquetipo, el ogro, entendido como una figura paterna que violenta a los niños, pero, en defensa de Ball, no hay una dramaturgia convencional que nos demuestre, bajo la influencia del lugar común, que el mayor miedo está en nuestro interior. Al contrario, Skinamarink evade la significación y la trama para concentrarse en un traslado, es decir, en integrar a la audiencia en el espacio de los niños y producir un suceso, en vez de una historia.

Hacia el desenlace uno de los niños le pregunta su nombre a una figura borrosa en el cuadro que se queda en silencio. Los adjetivos que se me ocurren para definirla están ligados no solo al idioma inglés sino a formas particulares del horror en la cultura anglófona: weird y creepy, que además son géneros: el primero, literario, el segundo, de rumores de apariciones sobrenaturales difundidas en foros de internet, mejor conocido como “creepypasta”. Lo que sucede en Skinamarink no es solo sobrenatural o atemorizante sino raro porque no involucra persecuciones y diálogos más o menos racionales como los de Freddy Krugger con sus víctimas, sino el ataque desde una dimensión ininteligible que sufrimos en la nuestra, donde las apariciones perturban más de lo que agreden. Esto hace a Skinamarink, entonces, producto único de la modernidad, del internet y la hegemonía cultural de H.P. Lovecraft y los herederos de su weirdness.

Como ya lo sugería, el conjunto de todos estos aspectos quizá distancie a la película de un público amplio, más todavía en una época de sobreestimulación en la que se espera del cine un control afectivo total, pero a pesar de sus momentos de anclaje en lo simbólico y el susto de pastelazo, Skinamarink es la rara película que llega a la cartelera comercial buscando el futuro de la imagen de horror: una pesadilla formalista que, siendo más cine que muchas otras, sustituye la realidad.

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