De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
***
El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
***
La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
***
Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
***
La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
***
Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
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Un paisaje de playas de arena blanca, rocas color ocre, palmares, y un mar tan azul como profundo.
De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
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El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
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La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
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Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
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La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
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Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
También te puede interesar:Peregrinación a las dunas
Un paisaje de playas de arena blanca, rocas color ocre, palmares, y un mar tan azul como profundo.
De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
***
El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
***
La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
***
Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
***
La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
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Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
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Un paisaje de playas de arena blanca, rocas color ocre, palmares, y un mar tan azul como profundo.
De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
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El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
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La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
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Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
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La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
***
Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
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Un paisaje de playas de arena blanca, rocas color ocre, palmares, y un mar tan azul como profundo.
De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
***
El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
***
La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
***
Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
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La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
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Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
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De Hermosillo a San Carlos el camino es una línea recta que se alarga hacia el mar. El viaje a esta playa sonorense comienza allí, en la carretera federal número 15 que divide el desierto en dos. El paisaje es plano, la tierra, venosa. Brotan cactus y mezquites de ramas hirsutas que no crecen hacia arriba, sino hacia los lados, como animales reptando. Y en el camino aparecen y desaparecen talleres mecánicos desolados, muros a medio pintar o construcciones improvisadas, cuyo uso es un misterio, y develarlo un despropósito. Quedan atrás moteles de paso sitiados por camiones de carga de doble semirremolque —remansos de traileros exhaustos que reconocen cada zanja, cada desviación de la México-Nogales—. Pasan pickups con cofres ardientes, levantando la grava del pavimento, rompiendo las capas densas del aire atravesado por la luz. Todo vibra, todo es un espejismo fugaz. Mientras tanto, del lado izquierdo de la carretera, se desencadenan cerros de colores sinuosos, definidos por el sol.
Conozco bien ese camino, lo crucé más veces de las que ahora podría recordar. Esta vez vuelvo en julio, dos días antes del inicio de la canícula, para escribir sobre sus lugares y paisajes —y aprovecho para huir del ruido de la Ciudad de México—. En tres días visité, acompañada de Ramiro, fotógrafo, un pueblo pesquero con modestos restaurantes que sirven conchas recién sacadas del mar. Un cañón subtropical en medio del desierto, de piedras rojas y ocre y palmares que son casa de miles de insectos. Un estero mineral blanquísimo y la carretera panorámica que lo rodea: un paseo en sí misma. Visitamos playas con turistas y playas vírgenes, playas de arena blanca, sacarosa, y playas de piedras pulidas por el mar. Vi el mar de Cortés en el mirador escénico recién inaugurado y vertiginoso, que es, según la revista National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”. Tomamos café frente a la Marina San Carlos, donde turistas y locales estacionan sus yates con nombres en inglés, en las faldas de un cerro extraordinario, emblema de San Carlos aún antes de que San Carlos existiera: el Tetakawi. Durante los tres días que estuvimos, el tiempo siempre rozó los 40º C. Hay decenas de lugares, muchas razones para visitar San Carlos. Lo ideal es ir más adelante, de septiembre a octubre o de marzo a mayo, cuando el tiempo es solamente cálido y la humedad precisa.
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El letrero en una colina anuncia que hemos llegado. Un cúmulo de piedras blancas forman las palabras SAN CARLOS con ingenuidad californiana. Comienzo a ver las palmeras y uno que otro molino de energía eólica, blancos y gigantes. A lo lejos se levanta un cerro cuya silueta es distinta a la de los demás. Voy sentada en el asiento del copiloto y, casi mecánicamente, susurro y señalo: el Tetakawi.He repetido ese nombre tantas veces como cualquier sonorense. Es un ícono de San Carlos: lo tienen en sus logos casi la mitad de los locales comerciales, y es un faro que no perdemos nunca de vista. Su nombre es una de las pocas palabras populares en yaqui: Te-ta-ka-wi, que significa “tetas de cabra”. Aunque hasta ahora me vengo a enterar que su etimología es confusa.
Según la creencia popular, el Tetakawi lleva ese nombre por su inusual silueta, que dibujan las tetas de una cabra. Sin embargo, para la tribu yaqui este cerro es el Tákale, que significa “cerro partido”, por la forma de su punta, abierta, como la lengua de una enorme serpiente. Desde la cima, a la que se puede llegar escalando, con suerte uno puede ver la costa de Baja California. La leyenda dice que el nombre de tetas de cabra se lo dio un empresario guaymense y que en ese caso, la palabra en lengua yaqui sería Teta Cagui, sin k ni w, que significa “cerro de piedra”. Al parecer, la confusión es tan grande como insignificante para los sonorenses. La importancia de un ícono, después de todo, no radica en su verdad histórica, sino en lo que representa: lo familiar, un “ya llegamos”.
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La calle principal se llama Manlio Fabio Beltrones. Es amplia y tiene un camellón angosto, con pasto y palmeras que se extienden por seis kilómetros, hasta topar con el cerro. De un lado del boulevard se alcanzan a ver, entre hotel y hotel, pedazos del mar de Cortés, como ventanales azul marino. Del otro lado, los locales comerciales tienen nombres como Gary’s Dive Shop, Barracuda Bob’s, Thrifty’s, Froggy’s, Rosa’s Cantina, Chihuahua’s, Tequila’s. Los anglosajones tienen algo con los posesivos: de los 2 500 habitantes que tiene San Carlos, la mayoría son extranjeros mayores de 40 años, que llegaron de Estados Unidos o Canadá en busca de días más cálidos.
El turismo, en cambio, es principalmente sonorense. Cada vez es más fácil encontrar hospedaje en San Carlos. Además de hoteles, que los hay para todos los presupuestos, de 3, 4, incluso uno 5 estrellas, hay muchas opciones de renta de casas o condominios frente al mar, a las afueras, en las faldas o en la cima de los cerros. La arquitectura suele parecerse a su entorno. Las casas son de tonos ocre, esquinas redondeadas, cúpulas, terrazas y frentes arenosos, rodeados de árboles frutales y sombras de mezquite. Tienen poco alumbrado por las noches, acaso un par de lámparas amarillas atraen chinches y mosquitos. Éste es el estilo más tradicional, pero las hay más modernas, lujosas: blancas, antisépticas y grandes. Un estilo más bien mediterráneo o minimalista. Con ventanales y bien iluminadas por las noches. Como cruceros o como atalayas.
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Entramos a San Carlos y nos dirigimos directo a La Manga en busca de mariscos. Para llegar a esta comunidad pesquera hay que cruzar todo San Carlos y “ahí donde acaban las casas grandes y el pavimento, y comienza el camino de terracería” ahí mismo se encuentra. Se trata de una pequeña ranchería costeña, donde niños juegan cascarita a mitad del camino y aún horas después del mediodía pescadores de todas las edades flotan en lanchas sin motor. Los restaurantes son como casas abiertas que, uno tras otro, prometen el marisco más fresco, la cerveza más fría. Nosotros le seguimos hasta el final del camino para llegar al restaurante Mirador de doña Rosita, el más establecido de todos, sobre una peña que da hacia el mar y, ciertamente, hacia el Tetakawi. Un joven con brackets y ojos bonachones nos lleva hacia una de las mesas de la Coca-Cola, frente a un ventilador casi industrial. El centro de mesa es un montón de botellas de salsas negras, de chiltepín o de chile güero, que sólo se ven en los restaurantes de mariscos sonorenses. Pido una michelada —esperando que me traigan una cerveza con sal y limón— y, en cambio, llega un tarro bien frío lleno de clamato casi negro por las salsas, escarchada con abundante chamoy, sal y chile seco. Más chilito que cerveza. De comer pedimos el aguachile de callo de hacha, los toritos y la tostada cachoreada: una torre de jaiba, camarón, pulpo, caracol y callo de hacha. Yo le eché salsa de chiltepín. Esa misma tostada pediré en todos los lugares a los que vaya.
El cañón del Nacapule está en la Biósfera Cajón del Diablo, que se siente como su nombre. Para no desmayar en el intento, salimos a las seis de la mañana y el clima fue inesperadamente agradable. El cañón, que está 300 metros debajo de la tierra, es un oasis subtropical en medio del desierto. El sendero es estrecho, rocoso y ocre, de pronto interrumpido por palmares altos y bajos, cactus o jitos: árboles endémicos de esta tierra, de copas frondosas, perfectamente redondas. A medida que nos acercamos, parecería que las rocas se vienen encima, pero es el silencio lo que termina de dar el sentimiento envolvente: no es ausencia de ruido, sino un ruido blanco de insectos bochornosos, de pronto interrumpido por el gorjeo de un pichón, el chirrido de gorriones sonorenses o la risotada de la ardilla chichimoco, la única en el mundo que tiene cuerdas vocales y que emite una suerte de risa humana, corta y aguda. En la breve época de lluvia, que dura apenas unos días de agosto, el agua que se filtra de la cima detiene su curso en las cavidades del cañón y entonces se forman pequeñas presas cristalinas. En ese tiempo, más que nunca, el cañón del Nacapule le hace verdadera justicia al cliché del oasis en el desierto.
A las once de la mañana es hora de ir al mar. La temperatura del agua debe estar entre los 25 y 30º C, pero es mucho mejor que estar afuera. Llegamos a la playa Los Algodones, que se llama así por las dunas blancas “como algodón” que la rodean, pero yo las veo más bien bronceadas. Las dunas tienen huellas de motos, caballos y personas, y la luz cae suave sobre ellas. En Los Algodones uno puede rentar equipo para esnórquel, buceo, paseos en lancha. Es una de las playas que, en temporada alta, se llena de turistas que vienen principalmente de lugares cercanos a pasar el fin de semana. A lo largo de la playa hay un hotel y dos bares con hamacas, mesas y una cancha de voleibol improvisada, perfectos para tirarse a no hacer nada: el Hang Out y el Sunset. En otro terreno arenoso de la playa, quienes llegan a San Carlos de ciudades cercanas, estacionan su camioneta ahí y se sientan encima de hieleras llenas de cerveza light y comen ceviche que traen preparado. Por ahí veo a una mujer alta, de ojos brillantes, pelo negro y piel morena que se para, pone su mano debajo del pecho y se mueve de lado a lado al ritmo de la canción de banda que escucha. En el suelo su sombra se mueve dura. Por la orilla de la playa camina una pareja tomada de la mano: él lleva puesta la gorra de un equipo de béisbol y una Coors Light en mano. Ella lleva puesto un sombrero de paja grandísimo, lentes cafés y sus sandalias en las manos. Salgo del mar y la arena ya arde. Sé que es mediodía porque no veo nuestra sombra y el remolino que tengo en la coronilla arde también. En estas fechas, de las doce o una de la tarde hasta las tres o cuatro, lo preciso es encerrarse y cultivar el talento de no hacer nada: acompasarse al ritmo del desierto, procurar que nada se mueva demasiado. Acaso leer el libro de verano, jugar cartas o perder la mirada en la agitación del aire y la luz.
Desde el mirador el mar es jaspe líquido y se ve más grande que nunca. Pensar que si uno cruza ese mar en línea recta llega a Santa Rosalía me hizo sentir poquito vértigo e imaginar tiempos remotos; cuando ese mar que se extiende ahora, era un manto de tierra agrietada. Hace cuatro millones de años, esa tierra se abrió, dando lugar al mar de Cortés. Desde el Mirador Escénico de San Carlos, que el gobierno estatal inauguró hace unos meses y que es, según National Geographic, “la vista oceánica más espectacular en el mundo”, se alcanzan a ver algunas islas que quedaron esparcidas cerca de la orilla, como desprendimientos de la tierra que se quedaron en el camino. Ahora las llamamos islas. Algunas son pequeñas, como el León echado, la Raza o el Venado, y otras, como la que alcanzo a distinguir desde el mirador, son poco más grandes. La isla de San Pedro Nolasco de lejos parece roca estéril, tierra de nadie. Sin embargo, ahí habitan lobos marinos, aves exóticas y una gran diversidad de vida marina. Esta vez no la visitamos, pero he estado ahí algunas veces; uno llega ahí en lancha, que se puede rentar en alguno de los locales de la calle principal. Las rocas de la isla forman arrecifes, acantilados y cuevas que abren espacio a todo un paisaje submarino digno de explorar: desde peces exóticos, tortugas, mantarrayas hasta lobos marinos. De pronto, uno se puede encontrar con un tiburón ballena y, de noviembre a marzo, es un buen punto para el avistamiento de ballenas que visitan las costas de San Carlos. La otra vista del mirador es directo a la playa Piedras Pintas, también en las faldas del Tetakawi. Decidimos ir hacia allá porque a diferencia de la playa Los Algodones, se veía más tranquila. La orilla no es de arena, sino de puras piedras redondas, pequeñas, de colores negros, rosas y verdes brillantes, pulidas por el mar. Lo que me gusta de esa playa es lo que escucho. El ruido de la marea cuando el suelo es de arena suele ser más abrupto: un chasquido que es luego silencio y luego chasquido, para ser luego silencio y chasquido otra vez. El ruido de las olas cuando el suelo es de piedras me parece más especial, es un sonido constante y flemático. Para sentirlo mejor sumergí la mitad de la cabeza en el mar y escuché un ruido como de interferencia, granulosa y constante pero suave. En Piedras Pintas todo se trata de las piedras: busqué entre todas a ver cuál me parecía la más bonita para traerla de recuerdo. Tomé una negra brillante con vetas color rosa y esmeralda que no tardó en secarse y yo en darme cuenta de que así, fuera de su paisaje, sin el mar, lucía como cuaquier piedra de grava.
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La roca El Choyudo o Cactus Island es otro de esos desprendimientos de la tierra que llamamos isla. Quería visitarla porque nunca había estado allí y porque me dijeron que era hermosa: una isla pequeña, solitaria, toda, toda llena de cactus cardón. Esta cactácea, de tronco arbóreo, brazos gruesos y espinas que parecen agujas doradas, puede llegar a crecer más alto que cualquier otra en el mundo. Sobre todo si está rodeada de agua salada, sujeta al calor de resolana. Otra vez salimos temprano para ganarle al bochorno. El Choyudo está en la parte reservada de la Biósfera Cajón del Diablo más cercana al litoral. Para llegar hay que cruzar La Manga y seguir en carro por un camino de terracería. Entre más nos adentramos al camino, el paisaje es más bajo, a la altura de los arbustos, y el verde es más brillante y menos olivo. Cuando estábamos por llegar, nos encontramos con una loma alta, de la que teníamos que desconfiar, porque si el sedán que habíamos rentado no lograba subir, la situación se convertiría en una verdadera catástrofe. En ese caso, hubiéramos tenido que caminar al menos dos kilómetros, a más de 35º C, y pedir ayuda. El terreno cercano a El Choyudo es terreno virgen. Para llegar es preciso llevar una camioneta y, si es posible, hacerlo con un local. De regreso del paseo fallido paramos de nueva cuenta en La Manga. Apenas daban las siete de la mañana, estacionamos el carro debajo de un mezquite y bajamos a caminar. Llegamos a un restaurante que se llama Mariscos La Manga donde ya se veía movimiento. Era un lugar frente al mar, con techo de lámina y paja sostenido por columnas delgadas color azul celeste. En la entrada había arbustos, agaves y rosales en cubetas blancas, en el techo una bandera de México rota y raída por el sol. Decoraban el lugar tendederos de banderitas y móviles de conchas y coral seco, la artesanía de la comunidad. Sonaba la radio local.
El locutor hablaba de un robo a la Nissan de Guaymas, el municipio del que depende San Carlos, pero de cómo todavía quedan, entre los guaymenses, algunos rasgos de decencia. Tres señoras pelaban camarón y separaban conchas en una mesa. Más hacia atrás, enseguida de un arreglo de red de pescar, estaban reunidos tres señores grandes que no hablaban, sólo miraban el mar. Nos recibieron como te reciben en una casa sonorense: con brusca amabilidad. Una niña de siete años y ojos brillantes limpió la mesa de la Coca-Cola, ya rosa por el sol. Mientras llegaba la comida, le di de comer a las gaviotas los totopos de maíz que ofrecen en todos los restaurantes. Debajo del techo que me da sombra, veo un paisaje marítimo azotado por el sol mientras desayuno una docena de almejas chocolatas que acaban de sacar del agua. Allí mismo, me como la mejor tostada cachoreada que he probado en mi vida —me había propuesto descubrir cuál era la mejor de San Carlos y descubrí la que para mí ha sido la ganadora—. Lo cierto es que volvería a todos los restaurantes de San Carlos que visitamos por distintas razones. A Charlie’s Rock para comer con una vista espectacular. Al Mirador de doña Rosita por el trato campechano y su extenso menú de bacanora y cervezas —pues es de los pocos lugares que no sólo ofrece cerveza light—. Y a Los Arbolitos, porque nunca falla, porque tiene el mejor callo de hacha, siempre.
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Son las 7:30 p.m., la hora marciana, la hora espectacular y del ocaso. Es difícil hablar de los atardeceres sonorenses sin que suene exagerado, porque apenas los adjetivos más gastados, como espectacular o maravilloso, le hacen justicia a este cielo inmolado. Así como San Carlos puede tener cielos nocturnos totalmente negros, el cielo del atardecer puede llegar a ser totalmente rojo. Dependiendo de la densidad de las nubes, el horizonte se pinta de naranja y morado. De rosa y azul. O de rojo bermejo, sin exagerar.
Un buen punto para ver el atardecer es el restaurante del hotel Marinaterra, que sirve buena comida, café, bebidas y cervezas. La vista es hacia la Marina San Carlos (y sus yates con nombres en inglés) y frente al Tetakawi, con vista hacia el poniente, donde se mete el sol. Lejos de todo está el estero El Soldado, donde la tierra es yerma y blanca, y el horizonte es siempre horizonte. La tierra de esta laguna de agua salada está incrustada con pedazos de conchas blancas, curtidas por la sal. Tendría que caminar bastante más para llegar a la boca del estero, donde se abre paso el mar de Cortés; un área protegida donde crecen manglares insospechados, raros en el desierto. No vamos hacia allá, pero nos quedamos en El Soldado para ver el último atardecer, a pocos kilómetros de la carretera número 15, una de las más transitadas de todo el país. Allí donde el viaje a San Carlos siempre comienza. Una línea recta que ya no se alarga hacia el mar, sino al destino de regreso.
*Originalmente este reportaje fue publicado en el número 189 de Revista Travesias
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