En el parlamento abierto sobre la reforma energética, los promotores de la iniciativa han desdeñado la evidencia. Prefieren construir a un enemigo de México y, por supuesto, a una heroína que nos salvará de él: la CFE.
Era de esperarse que los foros del parlamento abierto sobre la reforma energética, propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador, se caracterizaran por la polarización y las casi nulas coincidencias en posturas que no sean obvias –los puntos de acuerdo más redundantes y evidentes fueron: desear que le vaya bien a México y que el país tenga un sistema eléctrico nacional seguro y confiable–. Sin embargo, los debates del parlamento abierto también han carecido de análisis técnicos, algo que se ha visto, principalmente, entre quienes apoyan la reforma. En cambio, predomina la retórica, por ejemplo: un hecho muy normal, que las empresas privadas pidan prestado para construir sus proyectos, se ha satanizado para difundir la idea de que los grandes fondos internacionales están decidiendo el rumbo de México, todo esto sin aclarar que la Comisión Federal de Electricidad (CFE), dirigida por Manuel Bartlett, también tiene deudas en los mercados internacionales.
Debo aclarar que yo fui parte de los debates de este parlamento abierto y que estoy en contra de la reforma energética, como dejé claro en una columna anterior. No pretendo ser neutral ni quiero dibujar una caricatura de rudos contra técnicos. Creo, sin embargo, que es necesario dar cuenta de algunos elementos que han dificultado el debate. Me parece que las ideas, los argumentos y los datos que se exponen en el parlamento abierto no persuadirán a ningún diputado de cambiar su voto, pero la polarización que está ocurriendo en esos foros es una señal más del deterioro de nuestra deliberación pública y democrática.
Empiezo por el segundo foro del parlamento abierto, porque en él Manuel Bartlett definió el tono que seguirían casi todos los representantes de la CFE y el gobierno federal. Fiel a su estilo, Manuel Bartlett fue apasionado y maniqueo, al tiempo que usó una buena cantidad de datos falsos y torció conceptos para favorecer su postura. Un ejemplo: dijo que la CFE vale 370 mil millones de dólares (mmd), pero la suma de sus activos equivale a unos 100 mmd, según los propios estados de resultados la empresa.
Sería un buen ejercicio periodístico verificar los datos y las afirmaciones tanto de su discurso como de las respuestas que ofreció a los legisladores presentes. Por ahora, yo me concentraré en dos elementos centrales que tanto Manuel Bartlett como la mayoría de los promotores de la reforma energética emplearon en el parlamento abierto, y que les han sido útiles para definir un enemigo y, por supuesto, un héroe que rescatará al país.
El primer elemento que han empleado es el siguiente: aseguran que los intereses privados y, sobre todo, los extranjeros están drenando la economía y los recursos nacionales. Es cierto que diferentes empresas invirtieron en el sector eléctrico de México con el objetivo de ser rentables, pero la acusación de que esto le resta a la población o al Estado no se sostiene. Los recursos que las empresas privadas han invertido en generación eléctrica han sido útiles para avanzar en el largo camino de la actualización y la transición del sector; en específico, este tipo de inversiones ha incrementado la generación de energía eléctrica de 3% en 2016 a 12% en 2021, de acuerdo con los datos del Centro Nacional de Control de Energía (Cenace), el operador del sistema. Desde luego, esa transición implica dejar atrás algunos de los activos obsoletos y costosos con los que la CFE opera desde hace décadas, pero hacerlo de ninguna manera supone una amenaza existencial para ella y mucho menos para la soberanía nacional.
En la caricatura de los generadores privados que la postura oficial ha construido se incluyen aseveraciones como que la CFE está subsidiándolos. Los promotores de la reforma energética añaden supuesta información sobre el riesgo cambiario y el de inflación que, según ellos, suman casi cien mil millones de pesos al año. La idea de que la CFE y los mexicanos subsidiamos a las sociedades de autoabasto y a los productores independientes de energía (PIE) con transferencias que casi equivalen a 500 mil millones de pesos ha sido desmentida... por la propia CFE. La empresa estatal ha declarado ante sus acreedores, con quienes tiene bonos de deuda en el mercado internacional, que los PIE le han ayudado a alcanzar sus metas de demanda en condiciones competitivas y sin pagar el costo de construcción. Acerca del supuesto subsidio a las sociedades de autoabastecimiento, la CFE respondió –en una solicitud de información ante el INAI– que lo que se interpreta como subsidio es, en realidad, un ahorro porque esas sociedades generan su propia energía. Esta información se presentó en el foro 10 del parlamento abierto.
Tanto el director Bartlett como los representantes de la CFE podrían haber hecho mejores críticas de las figuras de los PIE y las sociedades de autoabasto, por ejemplo, se pudo haber hablado acerca de su duración, sobre la posibilidad de lograr una transición más acelerada hacia el mercado de lo que estableció la reforma energética de 2013 o sobre sus condiciones de operación. Pero la elección de un lenguaje tan combativo no es accidental: el propósito de la nueva reforma energética no es “ordenar” ni “recuperar la rectoría del Estado”. No puede serlo porque la reforma de 2013 creó un marco institucional en el que el Estado mexicano, mediante la Secretaría de Energía, el Cenace y la Comisión Reguladora de Energía (CRE), mantiene el control del sistema eléctrico y la política energética; lo dice textualmente el artículo 27 constitucional: “Corresponde exclusivamente a la Nación la planeación y el control del sistema eléctrico nacional”. Tan es así que ni siquiera es correcto decir que un órgano autónomo regula el sector: de acuerdo con el artículo 28 constitucional, la CRE es parte del gobierno federal –a diferencia del Inegi o el Banco de México, que son parte del Estado pero no del gobierno–. Por lo tanto, el propósito de la reforma energética es que la CFE, que sigue siendo parte del gobierno y no del Estado, controle, opere y decida todo lo que pasa en el sector eléctrico.
Si el primer elemento de la retórica de Manuel Bartlett es construir a un enemigo –los inversionistas privados–, el segundo es crear un héroe: la CFE, que debe salvarnos del “saqueo y las amenazas a la soberanía nacional”. Según una presentación que supuestamente se hizo para los representantes de la empresa estatal que participarían en los foros del parlamento abierto, la “puesta en escena para la ciudadanía mexicana requiere apelar a las emociones y a algunos datos que le dan buena reputación a la CFE, como el hecho de que esta empresa llevó electricidad a todo el territorio nacional”.
Sin embargo, para que el discurso heroico sea más efectivo, hay que proponer una crisis peligrosa que deba superarse con urgencia. Al saqueo de México se le suma el supuesto intento de desaparecer a la CFE por parte de los intereses extranjeros. Una y otra vez se repite que las empresas privadas no le pagan la transmisión eléctrica y que se le obliga a subutilizar su capacidad con el único objetivo de aniquilarla. Incluso se dice y se reitera que la división de la CFE en empresas subsidiarias es parte de la misión de destruirla.
El mayor problema de este discurso, tan cargado de ideología y falto de evidencia, es que evita la discusión sobre otros problemas que son muy graves. Me refiero, en primer lugar, a la falta de inversión para ampliar la red transmisión eléctrica, necesaria para que el sistema sea más seguro, confiable y que no haya saturaciones –esta carencia provoca incrementos en el costo y riesgos de apagones no controlados– y, en segundo lugar, a los requerimientos financieros que tiene la CFE para modernizar más rápidamente su parque de generación, aunque también es importante mencionar las pérdidas técnicas y las no técnicas, la carga del subsidio eléctrico y la hasta ahora inconclusa condonación de más de 11 mil millones de pesos en adeudos a Tabasco, de donde es originario el presidente, y lo que esto representa para las finanzas públicas. Al respecto, en 1994 López Obrador comenzó una resistencia en ese estado y cientos de mil personas no pagan por ella; el año pasado hubo un convenio con Adán Augusto López Hernández, cuando aún era gobernador. El caso se ha mantenido durante todo el sexenio.
Ante un enemigo tan poderoso como los intereses privados –en especial, los extranjeros– y un héroe nacional, la solución parece lógica: aprobar una reforma energética que le otorgue control total del sector eléctrico a la CFE. Sin embargo, esta parte de la iniciativa se ha discutido poco: casi nada se ha dicho sobre las consecuencias de darle autonomía a la CFE, un estatus que ni la CRE ni el Cenace tienen. Tampoco se ha discutido como se debería que, al desaparecer la figura de las empresas productivas del Estado, Pemex se volvería un organismo estatal. El texto que envió el presidente al Congreso de la Unión no indica si la petrolera gozará de la autonomía que le ofreció a la CFE.
Una preocupación más, que se ha obviado, es lo que representa para la gobernanza petrolera la desaparición de la Comisión Nacional de Hidrocarburos, una instancia que firmó y administra más de cien contratos a nombre del Estado, y que además regula la actividad petrolera de todos los operadores, incluido Pemex, a partir de criterios técnicos y de transparencia que, hasta ahora, le dan certidumbre tanto a los inversionistas como a la ciudadanía. En cambio, los defensores de la reforma energética hablan mucho de la generosidad del gobierno, que le brindaría hasta el 46% del mercado de generación eléctrica a la iniciativa privada, en caso de que la iniciativa se apruebe, sin mencionar que las condiciones de la competencia, como todo lo demás, estarán bajo la discrecionalidad de la CFE.
Por todo lo anterior, la representación simplista y maniquea de quienes promueven esta reforma empobrece la discusión pública, le da un nuevo vigor a la polarización y le resta valor a la evidencia. En entrevista, el doctor Israel Solorio, politólogo, ambientalista y profesor de la UNAM, me comentó que “la politización del debate reduce el nivel técnico de las discusiones, pero amplía la participación”. Estoy de acuerdo con él, aunque, en este caso, la politización se ha profundizado tanto que incluso los hechos más elementales, por ejemplo, que la CFE tiene costos de generación más altos, se ignoran o se desdeñan. En esta álgida discusión, perdemos altura de miras, no sólo definimos a la naturaleza por su potencial para producir crecimiento económico, sino que pasamos por alto las consecuencias para los ciudadanos.