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La nueva película del director portugués Miguel Gomes es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión.
Entre las escenas que más me conmueven del cine está la de una multitud de niños que observa, arrebatada, un espectáculo de marionetas en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). François Truffaut se concentra en las caritas, y así los planos abarcan lo que simula ser una infinidad de sonrisas chimuelas, de ojos brillantes, espantados o hasta aburridos. De repente se atraviesa un plano de dos niños más grandes, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) y su mejor amigo, René Bigey (Patrick Auffay), quienes planean un robo sin ponerle tanta atención a las marionetas que narran, aparentemente, el final de “Caperucita Roja”. El rol de los protagonistas es parecido al del crítico, que no se deja impresionar mucho, mientras que los demás niños representan al público ideal: aquello que ven (unas manos disfrazadas de un lobo y otros personajes) es claramente falso, pero los niños lo asumen como real; algunos lucen a punto de llorar, mientras que otros gritan aliviados cuando el maloso cae vencido. De algún modo es una imagen sobre la relación del cine y su público.
En su más reciente película, Grand Tour (2024), el director portugués Miguel Gomes recurre en varias ocasiones a las marionetas. Es la primera vez en su filmografía —si no me equivoco— que aparecen estos objetos, pero desde mucho antes Gomes ha producido un cine que expone los elementos a cuadro como criaturas manipuladas por alguien detrás de la cámara: ficciones. De Entretanto (1999) a Grand Tour se puede ver siempre una artificialidad premeditada y vinculada con el resto del imaginario cinematográfico portugués: Manoel de Oliveira, Margarida Cordeiro, António Reis, Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, João Pedro Rodrigues, João Nicolau, renuncian en conjunto al realismo para hacer un cine que, aunque no haga mención de cámaras y sets, se trata siempre del propio cine. La intención no es desilusionar a esa audiencia inocente de Truffaut, sino retarse a producir una ilusión con algo tan claramente artificioso como un guante en forma de lobo.
La técnica portuguesa es también un acto de memoria, al menos para la generación de Gomes y Costa, quienes remiten de forma militante al cine clásico y mudo. Costa, por ejemplo, se ha dedicado desde Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) a revivir al John Ford de El capitán búfalo (Sergeant Rutledge, 1960), mientras que Gomes adquirió fama internacional gracias a Tabú (Tabu, 2012), que desde el título hasta la forma alude al gran director expresionista F.W. Murnau y su película Tabu: A Story of the South Seas (1931). La Tabú de Gomes, sin embargo, no es pura nostalgia, sino un juego de anacronismos y absurdos donde una banda de rock interpreta la versión de “Baby, I Love You” de los Ramones (el audio es la grabación de 1980), en el Mozambique previo a la revolución, cuando la banda neoyorquina ni siquiera existía.

La trama de Grand Tour debe ser reconocible para los espectadores más dedicados: un hombre huye de una mujer ingenua y obsesiva que lo persigue y pretende enamorarlo contra su voluntad. En esencia es la misma del clásico de Howard Hawks La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938). En una breve entrevista desde Lisboa, Gomes me confirmó el vínculo: “Esa película fue exactamente la que teníamos como referencia. Yo y Crista [Alfaiate], la actriz, discutimos que nuestra película tenía algo que ver con la de Hawks, pero de una manera un poco disfuncional, porque en Bringing Up Baby los actores trabajan juntos, pero aquí nunca se ven, así que sería un screwball comedy un poco disfuncional”.
Te recomendamos leer: El brutalista, de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía
Grand Tour es narrada primero desde la perspectiva de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario colonial inglés que escapa de su prometida a lo largo del sureste asiático en 1917. Su viaje, sin pretenderlo, se convierte en lo que se llamaba a principios del siglo XX el gran tour de Asia, que empezaba en algún punto dominado por el imperio británico y solía terminar en China. Al finalizar esta parte del relato, justo a la mitad de la película, todo vuelve a comenzar pero desde la perspectiva de Molly (Alfaiate), un personaje excéntrico que hace trompetillas cuando se ríe, lo cual pasa a menudo, y que tiene una determinación fanática de casarse con Edward.
La trama es en realidad inspirada por un encuentro con el equivalente a Edward, relatado por Somerset Maugham en su libro de viajes El caballero del salón, aunque Gomes encontró en la historia una oportunidad de aludir al cine clásico, una inspiración irresistible para su filmografía. “La importancia del clasicismo en el cine es como la importancia del propio cine: no puedes sacar el clasicismo porque son lo mismo. Es el momento en donde el cine fue más central en la vida de la gente, más fuerte, más poderoso, entonces es inescapable. Claro que se puede hacer películas sin tener memoria de eso —no es necesario— pero si tienes memoria de eso, si viste algunas de esas películas, no puedes escapar”.
La reciente entrega de Gomes tiene mucho en común con Tabú, desde el contexto colonial y la narración melancólica de romance, hasta su regreso a aspectos del cine silente, como irises e intertítulos. El director dice al respecto de aquella era que “había más talento para —dentro de un sistema más codificado— cumplir la potencialidad del cine, que es la de inventar un nuevo mundo. Filmar nuestro mundo pero inventar también un mundo paralelo, y eso pasó con una fuerza que hoy en el cine es más difícil”. A pesar de ello, su intención no es la sola reproducción de lo extinto: “Para mí lo importante es mezclar todo, es no renunciar al papel que el cine puede tener hoy, filmando el mundo de hoy, intentando pensar el mundo de hoy, pero tampoco carecer de una memoria de lo que fue el cine y su potencialidad”.

Quizá sea por esta razón que Grand Tour se regodea en los anacronismos. La película se filmó en dos etapas: primero, Gomes hizo el viaje del protagonista en Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, donde filmó junto con su equipo en varios formatos, que incluyen el rollo de 16mm a color. Las escenas donde aparecen los protagonistas fueron filmadas en un estudio con decorados y vestimentas de principios del siglo XX, en blanco y negro, y por ello la historia se narra a menudo a partir de la invisibilidad; es decir, encima de las imágenes del viaje de Gomes se oye una narración en el idioma de cada país sobre lo que no podemos ver; en ocasiones se enmudece para dejarnos contemplar el metraje de un filipino que canta “My Way” y, derrotado por la emoción, se atraganta con el último coro. En Saigón, la cámara filma la avenida detrás de un vehículo y observa un espontáneo vals de motociclistas que se mueven como las semillas de un diente de león en el aire.
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Grand Tour es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión. Volvemos a las imágenes de marionetas, en las que a veces se nota la mano o el cuerpo completo del titiritero, cuya presencia no debería bastar para distraernos de las emociones porque es parte inherente de la obra. En una escena de la película contemplamos lo insólito: el montaje de Gomes nos muestra a los iluminadores de Grand Tour observando a un personaje muerto y luego lo vemos revivir. Los cineastas, los titiriteros del personaje , se conmueven y dan un paso atrás en su propia creación. “Lo que es increíble con las marionetas —dice Gomes— es que con ellas es posible obrar milagros. Como en el cine. Yo ya he visto milagros en las películas; nunca los he visto en la vida”. El cine, por la fuerza de la imaginación, es una utopía, un sueño, donde lo imposible tiene cabida, y donde la inocencia del espectador firma un pacto de fe.
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¿En dónde está exhibida Grand Tour de Miguel Gomes?
Grand Tour se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas independientes. A partir del 18 de abril podrá verse en la plataforma MUBI.
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La nueva película del director portugués Miguel Gomes es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión.
Entre las escenas que más me conmueven del cine está la de una multitud de niños que observa, arrebatada, un espectáculo de marionetas en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). François Truffaut se concentra en las caritas, y así los planos abarcan lo que simula ser una infinidad de sonrisas chimuelas, de ojos brillantes, espantados o hasta aburridos. De repente se atraviesa un plano de dos niños más grandes, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) y su mejor amigo, René Bigey (Patrick Auffay), quienes planean un robo sin ponerle tanta atención a las marionetas que narran, aparentemente, el final de “Caperucita Roja”. El rol de los protagonistas es parecido al del crítico, que no se deja impresionar mucho, mientras que los demás niños representan al público ideal: aquello que ven (unas manos disfrazadas de un lobo y otros personajes) es claramente falso, pero los niños lo asumen como real; algunos lucen a punto de llorar, mientras que otros gritan aliviados cuando el maloso cae vencido. De algún modo es una imagen sobre la relación del cine y su público.
En su más reciente película, Grand Tour (2024), el director portugués Miguel Gomes recurre en varias ocasiones a las marionetas. Es la primera vez en su filmografía —si no me equivoco— que aparecen estos objetos, pero desde mucho antes Gomes ha producido un cine que expone los elementos a cuadro como criaturas manipuladas por alguien detrás de la cámara: ficciones. De Entretanto (1999) a Grand Tour se puede ver siempre una artificialidad premeditada y vinculada con el resto del imaginario cinematográfico portugués: Manoel de Oliveira, Margarida Cordeiro, António Reis, Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, João Pedro Rodrigues, João Nicolau, renuncian en conjunto al realismo para hacer un cine que, aunque no haga mención de cámaras y sets, se trata siempre del propio cine. La intención no es desilusionar a esa audiencia inocente de Truffaut, sino retarse a producir una ilusión con algo tan claramente artificioso como un guante en forma de lobo.
La técnica portuguesa es también un acto de memoria, al menos para la generación de Gomes y Costa, quienes remiten de forma militante al cine clásico y mudo. Costa, por ejemplo, se ha dedicado desde Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) a revivir al John Ford de El capitán búfalo (Sergeant Rutledge, 1960), mientras que Gomes adquirió fama internacional gracias a Tabú (Tabu, 2012), que desde el título hasta la forma alude al gran director expresionista F.W. Murnau y su película Tabu: A Story of the South Seas (1931). La Tabú de Gomes, sin embargo, no es pura nostalgia, sino un juego de anacronismos y absurdos donde una banda de rock interpreta la versión de “Baby, I Love You” de los Ramones (el audio es la grabación de 1980), en el Mozambique previo a la revolución, cuando la banda neoyorquina ni siquiera existía.

La trama de Grand Tour debe ser reconocible para los espectadores más dedicados: un hombre huye de una mujer ingenua y obsesiva que lo persigue y pretende enamorarlo contra su voluntad. En esencia es la misma del clásico de Howard Hawks La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938). En una breve entrevista desde Lisboa, Gomes me confirmó el vínculo: “Esa película fue exactamente la que teníamos como referencia. Yo y Crista [Alfaiate], la actriz, discutimos que nuestra película tenía algo que ver con la de Hawks, pero de una manera un poco disfuncional, porque en Bringing Up Baby los actores trabajan juntos, pero aquí nunca se ven, así que sería un screwball comedy un poco disfuncional”.
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Grand Tour es narrada primero desde la perspectiva de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario colonial inglés que escapa de su prometida a lo largo del sureste asiático en 1917. Su viaje, sin pretenderlo, se convierte en lo que se llamaba a principios del siglo XX el gran tour de Asia, que empezaba en algún punto dominado por el imperio británico y solía terminar en China. Al finalizar esta parte del relato, justo a la mitad de la película, todo vuelve a comenzar pero desde la perspectiva de Molly (Alfaiate), un personaje excéntrico que hace trompetillas cuando se ríe, lo cual pasa a menudo, y que tiene una determinación fanática de casarse con Edward.
La trama es en realidad inspirada por un encuentro con el equivalente a Edward, relatado por Somerset Maugham en su libro de viajes El caballero del salón, aunque Gomes encontró en la historia una oportunidad de aludir al cine clásico, una inspiración irresistible para su filmografía. “La importancia del clasicismo en el cine es como la importancia del propio cine: no puedes sacar el clasicismo porque son lo mismo. Es el momento en donde el cine fue más central en la vida de la gente, más fuerte, más poderoso, entonces es inescapable. Claro que se puede hacer películas sin tener memoria de eso —no es necesario— pero si tienes memoria de eso, si viste algunas de esas películas, no puedes escapar”.
La reciente entrega de Gomes tiene mucho en común con Tabú, desde el contexto colonial y la narración melancólica de romance, hasta su regreso a aspectos del cine silente, como irises e intertítulos. El director dice al respecto de aquella era que “había más talento para —dentro de un sistema más codificado— cumplir la potencialidad del cine, que es la de inventar un nuevo mundo. Filmar nuestro mundo pero inventar también un mundo paralelo, y eso pasó con una fuerza que hoy en el cine es más difícil”. A pesar de ello, su intención no es la sola reproducción de lo extinto: “Para mí lo importante es mezclar todo, es no renunciar al papel que el cine puede tener hoy, filmando el mundo de hoy, intentando pensar el mundo de hoy, pero tampoco carecer de una memoria de lo que fue el cine y su potencialidad”.

Quizá sea por esta razón que Grand Tour se regodea en los anacronismos. La película se filmó en dos etapas: primero, Gomes hizo el viaje del protagonista en Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, donde filmó junto con su equipo en varios formatos, que incluyen el rollo de 16mm a color. Las escenas donde aparecen los protagonistas fueron filmadas en un estudio con decorados y vestimentas de principios del siglo XX, en blanco y negro, y por ello la historia se narra a menudo a partir de la invisibilidad; es decir, encima de las imágenes del viaje de Gomes se oye una narración en el idioma de cada país sobre lo que no podemos ver; en ocasiones se enmudece para dejarnos contemplar el metraje de un filipino que canta “My Way” y, derrotado por la emoción, se atraganta con el último coro. En Saigón, la cámara filma la avenida detrás de un vehículo y observa un espontáneo vals de motociclistas que se mueven como las semillas de un diente de león en el aire.
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Grand Tour es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión. Volvemos a las imágenes de marionetas, en las que a veces se nota la mano o el cuerpo completo del titiritero, cuya presencia no debería bastar para distraernos de las emociones porque es parte inherente de la obra. En una escena de la película contemplamos lo insólito: el montaje de Gomes nos muestra a los iluminadores de Grand Tour observando a un personaje muerto y luego lo vemos revivir. Los cineastas, los titiriteros del personaje , se conmueven y dan un paso atrás en su propia creación. “Lo que es increíble con las marionetas —dice Gomes— es que con ellas es posible obrar milagros. Como en el cine. Yo ya he visto milagros en las películas; nunca los he visto en la vida”. El cine, por la fuerza de la imaginación, es una utopía, un sueño, donde lo imposible tiene cabida, y donde la inocencia del espectador firma un pacto de fe.
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¿En dónde está exhibida Grand Tour de Miguel Gomes?
Grand Tour se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas independientes. A partir del 18 de abril podrá verse en la plataforma MUBI.
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La nueva película del director portugués Miguel Gomes es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión.
Entre las escenas que más me conmueven del cine está la de una multitud de niños que observa, arrebatada, un espectáculo de marionetas en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). François Truffaut se concentra en las caritas, y así los planos abarcan lo que simula ser una infinidad de sonrisas chimuelas, de ojos brillantes, espantados o hasta aburridos. De repente se atraviesa un plano de dos niños más grandes, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) y su mejor amigo, René Bigey (Patrick Auffay), quienes planean un robo sin ponerle tanta atención a las marionetas que narran, aparentemente, el final de “Caperucita Roja”. El rol de los protagonistas es parecido al del crítico, que no se deja impresionar mucho, mientras que los demás niños representan al público ideal: aquello que ven (unas manos disfrazadas de un lobo y otros personajes) es claramente falso, pero los niños lo asumen como real; algunos lucen a punto de llorar, mientras que otros gritan aliviados cuando el maloso cae vencido. De algún modo es una imagen sobre la relación del cine y su público.
En su más reciente película, Grand Tour (2024), el director portugués Miguel Gomes recurre en varias ocasiones a las marionetas. Es la primera vez en su filmografía —si no me equivoco— que aparecen estos objetos, pero desde mucho antes Gomes ha producido un cine que expone los elementos a cuadro como criaturas manipuladas por alguien detrás de la cámara: ficciones. De Entretanto (1999) a Grand Tour se puede ver siempre una artificialidad premeditada y vinculada con el resto del imaginario cinematográfico portugués: Manoel de Oliveira, Margarida Cordeiro, António Reis, Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, João Pedro Rodrigues, João Nicolau, renuncian en conjunto al realismo para hacer un cine que, aunque no haga mención de cámaras y sets, se trata siempre del propio cine. La intención no es desilusionar a esa audiencia inocente de Truffaut, sino retarse a producir una ilusión con algo tan claramente artificioso como un guante en forma de lobo.
La técnica portuguesa es también un acto de memoria, al menos para la generación de Gomes y Costa, quienes remiten de forma militante al cine clásico y mudo. Costa, por ejemplo, se ha dedicado desde Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) a revivir al John Ford de El capitán búfalo (Sergeant Rutledge, 1960), mientras que Gomes adquirió fama internacional gracias a Tabú (Tabu, 2012), que desde el título hasta la forma alude al gran director expresionista F.W. Murnau y su película Tabu: A Story of the South Seas (1931). La Tabú de Gomes, sin embargo, no es pura nostalgia, sino un juego de anacronismos y absurdos donde una banda de rock interpreta la versión de “Baby, I Love You” de los Ramones (el audio es la grabación de 1980), en el Mozambique previo a la revolución, cuando la banda neoyorquina ni siquiera existía.

La trama de Grand Tour debe ser reconocible para los espectadores más dedicados: un hombre huye de una mujer ingenua y obsesiva que lo persigue y pretende enamorarlo contra su voluntad. En esencia es la misma del clásico de Howard Hawks La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938). En una breve entrevista desde Lisboa, Gomes me confirmó el vínculo: “Esa película fue exactamente la que teníamos como referencia. Yo y Crista [Alfaiate], la actriz, discutimos que nuestra película tenía algo que ver con la de Hawks, pero de una manera un poco disfuncional, porque en Bringing Up Baby los actores trabajan juntos, pero aquí nunca se ven, así que sería un screwball comedy un poco disfuncional”.
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Grand Tour es narrada primero desde la perspectiva de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario colonial inglés que escapa de su prometida a lo largo del sureste asiático en 1917. Su viaje, sin pretenderlo, se convierte en lo que se llamaba a principios del siglo XX el gran tour de Asia, que empezaba en algún punto dominado por el imperio británico y solía terminar en China. Al finalizar esta parte del relato, justo a la mitad de la película, todo vuelve a comenzar pero desde la perspectiva de Molly (Alfaiate), un personaje excéntrico que hace trompetillas cuando se ríe, lo cual pasa a menudo, y que tiene una determinación fanática de casarse con Edward.
La trama es en realidad inspirada por un encuentro con el equivalente a Edward, relatado por Somerset Maugham en su libro de viajes El caballero del salón, aunque Gomes encontró en la historia una oportunidad de aludir al cine clásico, una inspiración irresistible para su filmografía. “La importancia del clasicismo en el cine es como la importancia del propio cine: no puedes sacar el clasicismo porque son lo mismo. Es el momento en donde el cine fue más central en la vida de la gente, más fuerte, más poderoso, entonces es inescapable. Claro que se puede hacer películas sin tener memoria de eso —no es necesario— pero si tienes memoria de eso, si viste algunas de esas películas, no puedes escapar”.
La reciente entrega de Gomes tiene mucho en común con Tabú, desde el contexto colonial y la narración melancólica de romance, hasta su regreso a aspectos del cine silente, como irises e intertítulos. El director dice al respecto de aquella era que “había más talento para —dentro de un sistema más codificado— cumplir la potencialidad del cine, que es la de inventar un nuevo mundo. Filmar nuestro mundo pero inventar también un mundo paralelo, y eso pasó con una fuerza que hoy en el cine es más difícil”. A pesar de ello, su intención no es la sola reproducción de lo extinto: “Para mí lo importante es mezclar todo, es no renunciar al papel que el cine puede tener hoy, filmando el mundo de hoy, intentando pensar el mundo de hoy, pero tampoco carecer de una memoria de lo que fue el cine y su potencialidad”.

Quizá sea por esta razón que Grand Tour se regodea en los anacronismos. La película se filmó en dos etapas: primero, Gomes hizo el viaje del protagonista en Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, donde filmó junto con su equipo en varios formatos, que incluyen el rollo de 16mm a color. Las escenas donde aparecen los protagonistas fueron filmadas en un estudio con decorados y vestimentas de principios del siglo XX, en blanco y negro, y por ello la historia se narra a menudo a partir de la invisibilidad; es decir, encima de las imágenes del viaje de Gomes se oye una narración en el idioma de cada país sobre lo que no podemos ver; en ocasiones se enmudece para dejarnos contemplar el metraje de un filipino que canta “My Way” y, derrotado por la emoción, se atraganta con el último coro. En Saigón, la cámara filma la avenida detrás de un vehículo y observa un espontáneo vals de motociclistas que se mueven como las semillas de un diente de león en el aire.
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Grand Tour es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión. Volvemos a las imágenes de marionetas, en las que a veces se nota la mano o el cuerpo completo del titiritero, cuya presencia no debería bastar para distraernos de las emociones porque es parte inherente de la obra. En una escena de la película contemplamos lo insólito: el montaje de Gomes nos muestra a los iluminadores de Grand Tour observando a un personaje muerto y luego lo vemos revivir. Los cineastas, los titiriteros del personaje , se conmueven y dan un paso atrás en su propia creación. “Lo que es increíble con las marionetas —dice Gomes— es que con ellas es posible obrar milagros. Como en el cine. Yo ya he visto milagros en las películas; nunca los he visto en la vida”. El cine, por la fuerza de la imaginación, es una utopía, un sueño, donde lo imposible tiene cabida, y donde la inocencia del espectador firma un pacto de fe.
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¿En dónde está exhibida Grand Tour de Miguel Gomes?
Grand Tour se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas independientes. A partir del 18 de abril podrá verse en la plataforma MUBI.
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La nueva película del director portugués Miguel Gomes es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión.
Entre las escenas que más me conmueven del cine está la de una multitud de niños que observa, arrebatada, un espectáculo de marionetas en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). François Truffaut se concentra en las caritas, y así los planos abarcan lo que simula ser una infinidad de sonrisas chimuelas, de ojos brillantes, espantados o hasta aburridos. De repente se atraviesa un plano de dos niños más grandes, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) y su mejor amigo, René Bigey (Patrick Auffay), quienes planean un robo sin ponerle tanta atención a las marionetas que narran, aparentemente, el final de “Caperucita Roja”. El rol de los protagonistas es parecido al del crítico, que no se deja impresionar mucho, mientras que los demás niños representan al público ideal: aquello que ven (unas manos disfrazadas de un lobo y otros personajes) es claramente falso, pero los niños lo asumen como real; algunos lucen a punto de llorar, mientras que otros gritan aliviados cuando el maloso cae vencido. De algún modo es una imagen sobre la relación del cine y su público.
En su más reciente película, Grand Tour (2024), el director portugués Miguel Gomes recurre en varias ocasiones a las marionetas. Es la primera vez en su filmografía —si no me equivoco— que aparecen estos objetos, pero desde mucho antes Gomes ha producido un cine que expone los elementos a cuadro como criaturas manipuladas por alguien detrás de la cámara: ficciones. De Entretanto (1999) a Grand Tour se puede ver siempre una artificialidad premeditada y vinculada con el resto del imaginario cinematográfico portugués: Manoel de Oliveira, Margarida Cordeiro, António Reis, Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, João Pedro Rodrigues, João Nicolau, renuncian en conjunto al realismo para hacer un cine que, aunque no haga mención de cámaras y sets, se trata siempre del propio cine. La intención no es desilusionar a esa audiencia inocente de Truffaut, sino retarse a producir una ilusión con algo tan claramente artificioso como un guante en forma de lobo.
La técnica portuguesa es también un acto de memoria, al menos para la generación de Gomes y Costa, quienes remiten de forma militante al cine clásico y mudo. Costa, por ejemplo, se ha dedicado desde Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) a revivir al John Ford de El capitán búfalo (Sergeant Rutledge, 1960), mientras que Gomes adquirió fama internacional gracias a Tabú (Tabu, 2012), que desde el título hasta la forma alude al gran director expresionista F.W. Murnau y su película Tabu: A Story of the South Seas (1931). La Tabú de Gomes, sin embargo, no es pura nostalgia, sino un juego de anacronismos y absurdos donde una banda de rock interpreta la versión de “Baby, I Love You” de los Ramones (el audio es la grabación de 1980), en el Mozambique previo a la revolución, cuando la banda neoyorquina ni siquiera existía.

La trama de Grand Tour debe ser reconocible para los espectadores más dedicados: un hombre huye de una mujer ingenua y obsesiva que lo persigue y pretende enamorarlo contra su voluntad. En esencia es la misma del clásico de Howard Hawks La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938). En una breve entrevista desde Lisboa, Gomes me confirmó el vínculo: “Esa película fue exactamente la que teníamos como referencia. Yo y Crista [Alfaiate], la actriz, discutimos que nuestra película tenía algo que ver con la de Hawks, pero de una manera un poco disfuncional, porque en Bringing Up Baby los actores trabajan juntos, pero aquí nunca se ven, así que sería un screwball comedy un poco disfuncional”.
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Grand Tour es narrada primero desde la perspectiva de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario colonial inglés que escapa de su prometida a lo largo del sureste asiático en 1917. Su viaje, sin pretenderlo, se convierte en lo que se llamaba a principios del siglo XX el gran tour de Asia, que empezaba en algún punto dominado por el imperio británico y solía terminar en China. Al finalizar esta parte del relato, justo a la mitad de la película, todo vuelve a comenzar pero desde la perspectiva de Molly (Alfaiate), un personaje excéntrico que hace trompetillas cuando se ríe, lo cual pasa a menudo, y que tiene una determinación fanática de casarse con Edward.
La trama es en realidad inspirada por un encuentro con el equivalente a Edward, relatado por Somerset Maugham en su libro de viajes El caballero del salón, aunque Gomes encontró en la historia una oportunidad de aludir al cine clásico, una inspiración irresistible para su filmografía. “La importancia del clasicismo en el cine es como la importancia del propio cine: no puedes sacar el clasicismo porque son lo mismo. Es el momento en donde el cine fue más central en la vida de la gente, más fuerte, más poderoso, entonces es inescapable. Claro que se puede hacer películas sin tener memoria de eso —no es necesario— pero si tienes memoria de eso, si viste algunas de esas películas, no puedes escapar”.
La reciente entrega de Gomes tiene mucho en común con Tabú, desde el contexto colonial y la narración melancólica de romance, hasta su regreso a aspectos del cine silente, como irises e intertítulos. El director dice al respecto de aquella era que “había más talento para —dentro de un sistema más codificado— cumplir la potencialidad del cine, que es la de inventar un nuevo mundo. Filmar nuestro mundo pero inventar también un mundo paralelo, y eso pasó con una fuerza que hoy en el cine es más difícil”. A pesar de ello, su intención no es la sola reproducción de lo extinto: “Para mí lo importante es mezclar todo, es no renunciar al papel que el cine puede tener hoy, filmando el mundo de hoy, intentando pensar el mundo de hoy, pero tampoco carecer de una memoria de lo que fue el cine y su potencialidad”.

Quizá sea por esta razón que Grand Tour se regodea en los anacronismos. La película se filmó en dos etapas: primero, Gomes hizo el viaje del protagonista en Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, donde filmó junto con su equipo en varios formatos, que incluyen el rollo de 16mm a color. Las escenas donde aparecen los protagonistas fueron filmadas en un estudio con decorados y vestimentas de principios del siglo XX, en blanco y negro, y por ello la historia se narra a menudo a partir de la invisibilidad; es decir, encima de las imágenes del viaje de Gomes se oye una narración en el idioma de cada país sobre lo que no podemos ver; en ocasiones se enmudece para dejarnos contemplar el metraje de un filipino que canta “My Way” y, derrotado por la emoción, se atraganta con el último coro. En Saigón, la cámara filma la avenida detrás de un vehículo y observa un espontáneo vals de motociclistas que se mueven como las semillas de un diente de león en el aire.
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Grand Tour es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión. Volvemos a las imágenes de marionetas, en las que a veces se nota la mano o el cuerpo completo del titiritero, cuya presencia no debería bastar para distraernos de las emociones porque es parte inherente de la obra. En una escena de la película contemplamos lo insólito: el montaje de Gomes nos muestra a los iluminadores de Grand Tour observando a un personaje muerto y luego lo vemos revivir. Los cineastas, los titiriteros del personaje , se conmueven y dan un paso atrás en su propia creación. “Lo que es increíble con las marionetas —dice Gomes— es que con ellas es posible obrar milagros. Como en el cine. Yo ya he visto milagros en las películas; nunca los he visto en la vida”. El cine, por la fuerza de la imaginación, es una utopía, un sueño, donde lo imposible tiene cabida, y donde la inocencia del espectador firma un pacto de fe.
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¿En dónde está exhibida Grand Tour de Miguel Gomes?
Grand Tour se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas independientes. A partir del 18 de abril podrá verse en la plataforma MUBI.
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La nueva película del director portugués Miguel Gomes es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión.
Entre las escenas que más me conmueven del cine está la de una multitud de niños que observa, arrebatada, un espectáculo de marionetas en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959). François Truffaut se concentra en las caritas, y así los planos abarcan lo que simula ser una infinidad de sonrisas chimuelas, de ojos brillantes, espantados o hasta aburridos. De repente se atraviesa un plano de dos niños más grandes, Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud) y su mejor amigo, René Bigey (Patrick Auffay), quienes planean un robo sin ponerle tanta atención a las marionetas que narran, aparentemente, el final de “Caperucita Roja”. El rol de los protagonistas es parecido al del crítico, que no se deja impresionar mucho, mientras que los demás niños representan al público ideal: aquello que ven (unas manos disfrazadas de un lobo y otros personajes) es claramente falso, pero los niños lo asumen como real; algunos lucen a punto de llorar, mientras que otros gritan aliviados cuando el maloso cae vencido. De algún modo es una imagen sobre la relación del cine y su público.
En su más reciente película, Grand Tour (2024), el director portugués Miguel Gomes recurre en varias ocasiones a las marionetas. Es la primera vez en su filmografía —si no me equivoco— que aparecen estos objetos, pero desde mucho antes Gomes ha producido un cine que expone los elementos a cuadro como criaturas manipuladas por alguien detrás de la cámara: ficciones. De Entretanto (1999) a Grand Tour se puede ver siempre una artificialidad premeditada y vinculada con el resto del imaginario cinematográfico portugués: Manoel de Oliveira, Margarida Cordeiro, António Reis, Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, João Pedro Rodrigues, João Nicolau, renuncian en conjunto al realismo para hacer un cine que, aunque no haga mención de cámaras y sets, se trata siempre del propio cine. La intención no es desilusionar a esa audiencia inocente de Truffaut, sino retarse a producir una ilusión con algo tan claramente artificioso como un guante en forma de lobo.
La técnica portuguesa es también un acto de memoria, al menos para la generación de Gomes y Costa, quienes remiten de forma militante al cine clásico y mudo. Costa, por ejemplo, se ha dedicado desde Juventud en marcha (Juventude em Marcha, 2006) a revivir al John Ford de El capitán búfalo (Sergeant Rutledge, 1960), mientras que Gomes adquirió fama internacional gracias a Tabú (Tabu, 2012), que desde el título hasta la forma alude al gran director expresionista F.W. Murnau y su película Tabu: A Story of the South Seas (1931). La Tabú de Gomes, sin embargo, no es pura nostalgia, sino un juego de anacronismos y absurdos donde una banda de rock interpreta la versión de “Baby, I Love You” de los Ramones (el audio es la grabación de 1980), en el Mozambique previo a la revolución, cuando la banda neoyorquina ni siquiera existía.

La trama de Grand Tour debe ser reconocible para los espectadores más dedicados: un hombre huye de una mujer ingenua y obsesiva que lo persigue y pretende enamorarlo contra su voluntad. En esencia es la misma del clásico de Howard Hawks La adorable revoltosa (Bringing Up Baby, 1938). En una breve entrevista desde Lisboa, Gomes me confirmó el vínculo: “Esa película fue exactamente la que teníamos como referencia. Yo y Crista [Alfaiate], la actriz, discutimos que nuestra película tenía algo que ver con la de Hawks, pero de una manera un poco disfuncional, porque en Bringing Up Baby los actores trabajan juntos, pero aquí nunca se ven, así que sería un screwball comedy un poco disfuncional”.
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Grand Tour es narrada primero desde la perspectiva de Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario colonial inglés que escapa de su prometida a lo largo del sureste asiático en 1917. Su viaje, sin pretenderlo, se convierte en lo que se llamaba a principios del siglo XX el gran tour de Asia, que empezaba en algún punto dominado por el imperio británico y solía terminar en China. Al finalizar esta parte del relato, justo a la mitad de la película, todo vuelve a comenzar pero desde la perspectiva de Molly (Alfaiate), un personaje excéntrico que hace trompetillas cuando se ríe, lo cual pasa a menudo, y que tiene una determinación fanática de casarse con Edward.
La trama es en realidad inspirada por un encuentro con el equivalente a Edward, relatado por Somerset Maugham en su libro de viajes El caballero del salón, aunque Gomes encontró en la historia una oportunidad de aludir al cine clásico, una inspiración irresistible para su filmografía. “La importancia del clasicismo en el cine es como la importancia del propio cine: no puedes sacar el clasicismo porque son lo mismo. Es el momento en donde el cine fue más central en la vida de la gente, más fuerte, más poderoso, entonces es inescapable. Claro que se puede hacer películas sin tener memoria de eso —no es necesario— pero si tienes memoria de eso, si viste algunas de esas películas, no puedes escapar”.
La reciente entrega de Gomes tiene mucho en común con Tabú, desde el contexto colonial y la narración melancólica de romance, hasta su regreso a aspectos del cine silente, como irises e intertítulos. El director dice al respecto de aquella era que “había más talento para —dentro de un sistema más codificado— cumplir la potencialidad del cine, que es la de inventar un nuevo mundo. Filmar nuestro mundo pero inventar también un mundo paralelo, y eso pasó con una fuerza que hoy en el cine es más difícil”. A pesar de ello, su intención no es la sola reproducción de lo extinto: “Para mí lo importante es mezclar todo, es no renunciar al papel que el cine puede tener hoy, filmando el mundo de hoy, intentando pensar el mundo de hoy, pero tampoco carecer de una memoria de lo que fue el cine y su potencialidad”.

Quizá sea por esta razón que Grand Tour se regodea en los anacronismos. La película se filmó en dos etapas: primero, Gomes hizo el viaje del protagonista en Tailandia, Vietnam, Filipinas, Japón y China, donde filmó junto con su equipo en varios formatos, que incluyen el rollo de 16mm a color. Las escenas donde aparecen los protagonistas fueron filmadas en un estudio con decorados y vestimentas de principios del siglo XX, en blanco y negro, y por ello la historia se narra a menudo a partir de la invisibilidad; es decir, encima de las imágenes del viaje de Gomes se oye una narración en el idioma de cada país sobre lo que no podemos ver; en ocasiones se enmudece para dejarnos contemplar el metraje de un filipino que canta “My Way” y, derrotado por la emoción, se atraganta con el último coro. En Saigón, la cámara filma la avenida detrás de un vehículo y observa un espontáneo vals de motociclistas que se mueven como las semillas de un diente de león en el aire.
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Grand Tour es un teatro de la imagen donde la ficción se entreteje con lo documental para producir una ilusión. Volvemos a las imágenes de marionetas, en las que a veces se nota la mano o el cuerpo completo del titiritero, cuya presencia no debería bastar para distraernos de las emociones porque es parte inherente de la obra. En una escena de la película contemplamos lo insólito: el montaje de Gomes nos muestra a los iluminadores de Grand Tour observando a un personaje muerto y luego lo vemos revivir. Los cineastas, los titiriteros del personaje , se conmueven y dan un paso atrás en su propia creación. “Lo que es increíble con las marionetas —dice Gomes— es que con ellas es posible obrar milagros. Como en el cine. Yo ya he visto milagros en las películas; nunca los he visto en la vida”. El cine, por la fuerza de la imaginación, es una utopía, un sueño, donde lo imposible tiene cabida, y donde la inocencia del espectador firma un pacto de fe.
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¿En dónde está exhibida Grand Tour de Miguel Gomes?
Grand Tour se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas independientes. A partir del 18 de abril podrá verse en la plataforma MUBI.
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