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Rápida, furiosa y juiciosa

Rápida, furiosa y juiciosa

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Un civil armado en medio de un enfrentamiento con el Cártel de Jalisco Nueva Generación, en Michoacán. En sus manos, un rifle de asalto que muy probablemente entró de manera ilegal a México, proveniente de Estados Unidos. Cada año entre 200 000 y 500 000 armas ilegales cruzan la frontera, según la estimación oficial.
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Así se forjó la histórica demanda mexicana contra las armerías estadounidenses.

La agenda de seguridad en las relaciones México-Estados Unidos siempre ha estado expuesta a los dobles discursos, los intereses inconfesables, el unilateralismo y el chantaje. Sin embargo, la deriva de arbitrariedad a la que asistimos desde la segunda llegada al poder de Donald Trump siembra un escenario imprevisible, en el que se corre el riesgo de vaciar de significado términos como “soberanía”, “derechos humanos” o “diplomacia profesional”. Como parte de la necesidad de recordar la base de la dignidad de las naciones, revisitamos los días de zozobra y excitación en los que México se plantó y llevó a tribunales a los fabricantes de las armas con las que se asesina en su territorio.

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Cuando llegaron al restaurante cerca del kilómetro 100 de la Carretera Federal 57, la que cruza Matehuala, San Luis Potosí, Víctor Ávila, el agente especial de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de Estados Unidos (HSI, por sus siglas en inglés), y su compañero Jaime Zapata vieron la Suburban azul. Estaba ahí, detenida, con la carrocería brillando al sol, en un tramo donde solo hay matorrales secos y traileros estacionados que intentan mitigar el sueño. Era la mañana del 15 de febrero de 2011, un día después del Valentine’s Day.

Ávila, un mexicano-estadounidense al que habían comisionado dos años antes como agente especial de esa oficina en la Ciudad de México, realmente no quería estar ahí. Un día antes le había dicho a su jefe: “¡Cómo chingados me vas a mandar!”. Pero las órdenes de un superior fueron claras: “Quiero el equipo en Ciudad de México”.

Su experiencia en operativos encubiertos y trabajos de inteligencia le habían enseñado que la Federal 57 —una de las vías más importantes de México, conexión entre la frontera norte y el centro— tenía dueño. Los Zetas, un grupo paramilitar metido en el tráfico de drogas, se habían hecho ya con el control de las carreteras en la zona, y habían sacudido la conciencia del país entero con la masacre de 72 migrantes en un ejido del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Ávila quería hacer la transacción rápido.

Otros compañeros de oficina en Estados Unidos habían cruzado la frontera y manejaron hasta ese punto de San Luis Potosí, en el que le entregaron a Ávila y Zapata varias cajas con equipo de vigilancia y rastreadores. La hsi realizaba en ese momento una operación encubierta llamada Pacific Rim, una investigación en conjunto con México y Colombia con el objetivo de desarticular una red de lavado de dinero. Así que un saludo rápido a pie de carretera, a cargar las cajas en la Suburban y ¡vámonos!

Ávila fue el primero en tomar el volante de la camioneta rumbo a la Ciudad de México. Aceleró y unos 20 minutos después se encontró con un retén de la entonces Policía Federal; recuerda que alguien ahí apostado lanzó una sonrisa medio siniestra. A la 1:30 de la tarde llegaron a un área de descanso, donde los hombres se comieron un subway. Cuando retomaron la marcha, ya su compañero Zapata conducía la camioneta, pues Ávila debía preparar la jornada de papeleo que tendrían en la oficina en la Ciudad de México.

“No pasaron ni 20 minutos cuando nos adelantaron dos camionetas. Jaime es el que me dice: ‘Oye, ¿viste el rifle?’ —continúa la narración—. ‘Sí, pero acá en México quién sabe de quién será. Déjalos pasar’”, fue la respuesta, y Ávila siguió a lo suyo. Unos segundos después, una especie de pulsación nerviosa hizo voltear al agente ensimismado: vio que la misma camioneta con hombres armados había bajado la velocidad, hasta quedar justo frente a ellos.

“¡Acelera!”, exclamó Ávila. No alcanzó a terminar de darle instrucciones a su compañero, cuando se dieron cuenta de que otra camioneta los alcanzó por el costado. El agente conocía esa forma de proceder por sus años en la academia de policía; se trataba de un “obstáculo rodante”, maniobra difícil de burlar.

Alcanzó a escuchar que les gritaban: “¡Párate, hijo de la chingada!”, mientras sacaban sus rifles AK-47 —“cuernos de chivo”, en su bautizo mexicano— por las ventanas del copiloto. No les quedó otra más que parar a lado de la cinta asfáltica.

Los hombres que los rodearon eran morenos, con el bigote bien recortado y corte de pelo estilo militar. Se colocaron en formación de U y les apuntaron con sus armas. Los agentes permanecieron petrificados en sus asientos. Levantaron las manos y escucharon por primera vez la voz sorda. Hoy se sabe que Julián Zapata Espinoza, un sicario de Los Zetas apodado el Piolín, fue el que le gritaba: “¡Que te bajes del pinche carro!”. Ávila le rogó a su compañero Zapata que no se apeara. El Piolín empezó a forcejear con la manija de la puerta y, aunque logró abrirla, con lagrimones en los ojos el oficial del Gobierno estadounidense volvió a cerrarla de golpe.

“¡Abre la puta puerta!”, seguían los gritos, como en una pesadilla. El sicario lanzó los primeros balazos. Ávila asegura que ahí, finalmente, “le cayó el veinte”, y jugó su última carta: “¡Somos americanos, nos están confundiendo, no somos quienes piensan que somos! —les gritaba desde el asiento del copiloto—. “¡Déjame sacar mi pasaporte diplomático, somos de la embajada!”, exclamaba desesperado. En el forcejeo, en el abrir y cerrar de puertas, los agentes presionaron el botón que bajaba las ventanas. Los sicarios metieron los cañones humeantes de un cuerno de chivo y de un arma corta. Ávila intentó subir el vidrio y empujar su cuerpo hacia atrás para que el cañón no quedara justo en su cabeza, pero las cajas con equipo que ocupaban las plazas traseras se lo impidieron.

Los cañones de las armas ya estaban adentro y los sicarios empezaron a disparar; las balas se impactaron en el techo y rebotaron a los asientos. Las explosiones fueron tan intensas que dejaron sordo a Ávila.

A mitad del caos, entrevió que Zapata se sostenía el vientre entre los brazos y que entre sus dedos se escurría su propia sangre. Ávila volvió en sí y gritó: “¡El acelerador, acelera, Jaime!”. Su colega apenas pudo responderle: “Me dieron”.

Con la última de sus fuerzas, Zapata pisó el acelerador. Chocaron contra una de las camionetas de Los Zetas. Lo último que Ávila escuchó de su compañero fue “me voy a morir”. Mientras el primero intentaba reanimarlo con cachetadas, vio a otra camioneta que se ponía frente a él. Dos hombres armados se bajaron y caminaron hacia el frente de la Suburban. Lo miraron y sin decir nada dispararon una ráfaga más. Sin corroborar si Ávila estaba muerto, se fueron.

Víctor Ávila sobrevivió al ataque de Los Zetas.

Han pasado 14 años. El hombre está impecable, nadie sospecharía que varias balas lo atravesaron, que vive en dolor constante: anda de traje, peinado para atrás, es bien parecido. Habla desde su estudio en una ciudad del sur de Texas. En una de las paredes, a pesar de todo, tiene colgada una bandera de Estados Unidos y todas las condecoraciones al valor que recibió después del ataque.

Su acento norteño delata el origen: su familia es de Ciudad Juárez, ahí viven varios de los suyos aún. Aunque no derrama una lágrima, me da la impresión de que el colofón de esta historia le rompe el corazón patriota. Tras una investigación judicial se descubrió que las armas con las que lo atacaron fueron compradas en una tienda legal en Estados Unidos, e introducidas a México de manera ilegal por tres traficantes, todo con el aval de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, otro organismo estadounidense. Fueron sus propios colegas quienes dejaron pasar las armas con las que casi lo matan, con las que destrozaron a Jaime Zapata.

Después de todos estos años, todavía resulta difícil de creer, pero sucedió. Entre 2006 y 2011, las autoridades estadounidenses permitieron que traficantes introdujeran 2 000 armas de fuego a México —“trasiego controlado”, lo llamaría un burócrata—. Y lo hicieron sin informar a su contraparte mexicana. Era parte de un operativo llamado Fast and Furious, con el que pretendían trazar una ruta hasta los cabecillas de los cárteles. Pero nunca siguieron el rastro, y las armas se quedaron en manos de los narcotraficantes. Se han recuperado unas pocas en balaceras y enfrentamientos armados; aún se busca el lote completo.

“¡¿Quién chingado se pone a decir: ‘Voy a mandar armas a México’?! ¿Por qué lo hicieron? ¡¿Por qué nadie le avisó al Gobierno mexicano?!”. Ávila abandona la calma.

En diciembre de 2019, un presidente mexicano finalmente se pronunciaría sobre el operativo Rápido y Furioso. El morenista Andrés Manuel López Obrador denunció, sin medias tintas, que se trató de una violación flagrante “contra la soberanía”. Con un agravante: se permitió el ingreso de las armas que luego, según se demostró, se usaron para cometer crímenes.

El ambiente, por lo demás, justificaba la reacción. Ese sexenio arrancó con una crisis acentuada: la de la violencia letal perpetrada con armas de fuego. El número de personas asesinadas con ese tipo de armas pasó de 10 464 en 2015 a 23 873 en 2018: un aumento de 128% en apenas 36 meses. Más datos: a finales de 2012 el 53% de los homicidios dolosos fue cometido con armas de fuego, pero en 2018 esta cifra aumentó a 70%. Son cifras oficiales, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Las declaraciones del entonces presidente, a la distancia, parece que marcaron el inicio del movimiento de una maquinaria. De otra estrategia.

La demanda de México a las armerías estadounidenses
Diferentes armas de fuego reposan en una caja tras su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz se instaló durante dos semanas de enero de 2025 en la explanada de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México. En la primera semana se destruyeron 213 armas cortas, 49 armas largas, 13 granadas, 14 887 cartuchos y 153 cargadores.
Una pistola calibre .45, antes de su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz es una iniciativa que permite a los ciudadanos entregar, de manera confidencial, las armas que poseen —presumiblemente de origen ilegal— a cambio de una compensación en efectivo.
Un soldado de la Secretaría de la Defensa Nacional mexicana (Sedena) lleva a cabo la destrucción de un arma de fuego, como parte de dicho programa.

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Es 4 de agosto de 2021. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha convocado a una conferencia de prensa. Citan en un recinto no oficial: el Museo Memoria y Tolerancia, un edificio del centro de la Ciudad de México, con una museografía que recorre diferentes genocidios históricos.

En uno de los salones principales han colocado una mesa con mantel negro y cinco sillas. Van llegando los participantes y ocupan su lugar. Al centro está el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y a su izquierda, Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política de Morena, el partido que gobierna México. Vienen formales, trajes, corbatas señoriales y maletines de los de antes. Al lado derecho del canciller hay un hombre con corbata amarilla que no reconozco.

Mientras hablan y hacen política entre sí y frente al público, él manda mensajes rápidos desde su teléfono. Hasta sus dedos parecen desesperados. Después me enteraré de que ese hombre se llama Alejandro Celorio, consultor jurídico de la SRE, el abogado general, digamos. Más tarde sabré también que durante dos años preparó, cabildeó y orquestó lo que se está a punto de anunciar.

El maestro de ceremonias suelta la noticia: “Hoy presentamos acciones en contra de la comercialización de armas y su tráfico ilícito a México”, dice casi titubeando. Una frase larga e inentendible a primer golpe.

De pronto se proyecta un video que abre con la fotografía de un rótulo callejero. La imagen me lleva a Tijuana, a los años de mi niñez. Cada sábado, a lo largo de 30 años, mis padres cruzaban la frontera en una panel destartalada Dodge 79, a comprar muebles usados en Poway, una ciudad en el condado de San Diego. Regresábamos por la garita de San Ysidro y vendíamos los muebles en un swap meet en Tijuana.

Yo contemplaba por horas el letrero, mientras esperábamos a que los agentes de aduanas en México revisaran cada mueble y sus compartimientos en busca de armas o drogas. Un tedio eterno. “Illegal to carry firearms into Mexico”. O sea, “es ilegal llevar armas de fuego a México”.

En el video, una voz en off de un hombre dice que cada año se trafican ilegalmente "más de medio millón de armas desde Estados Unidos a México", que son utilizadas en actividades ilícitas. Se nos informa de una tragedia palpable: el 70% de las armas con las que se cometen homicidios en México venían de Estados Unidos.

Ese día en el museo, en el corazón de México, en avenida Juárez, justo al lado de su edificio sede, la SRE nos informa que interpuso esa mañana una demanda civil ante un tribunal de Massachusetts, en Estados Unidos, en contra de 10 empresas armamentísticas internacionales. Estamos atónitos: es la primera vez que México les declara una guerra frontal y legal a las empresas que abastecen de insumos a los países en conflictos bélicos. La compensación del daño exigida: 15 000 millones de dólares.

Entre las acusadas se cuentan Barrett —fabricante del terriblemente famoso fusil M82, capaz de ‘bajar’ helicópteros—, Beretta —de origen italiano, pero establecida en Estados Unidos, creadora de las pistolas semiautomáticas favoritas de los policías—, Glock —de origen austriaco, también fabricante de avanzadas pistolas semiautomáticas— y la estrella del juicio: Smith & Wesson, todo un nombre propio en rifles y revólveres, el mayor fabricante de armas de fuego cortas en Estados Unidos.

Marcelo Ebrard, un hombre que suele reflejar prudencia, se pone de pie frente al estrado. Se quita, se pone los lentes, se zangolotea de un lado a otro. Las manos le tiemblan, pero después de unos segundos, se planta firme y dispara: “Estas empresas tienen responsabilidad e información sobre quiénes compran hasta cinco Barrett. Que paguen los estudios enfocados a prevenir el tráfico de armas y que las empresas cesen de inmediato las prácticas negligentes que ocasionan daños en México”.

El Gobierno mexicano, históricamente el que ha tenido las de perder en sus relaciones asimétricas con potencias extranjeras, mira de frente y acusa: los fabricantes de armas están desarrollando diferentes modelos específicos para el narco, hechos para ponerlos en sus manos, y hasta les hacen arreglos, adecuaciones. Por si fuera necesario, acaso para dejar claro que no es una ocurrencia de su dependencia, Ebrard dice que el presidente de México —el mismo que condenó el operativo Rápido y Furioso— les dio la bendición. “Nos ha dado la autorización de emprender este paso, consciente [de] que no tiene precedente que el Gobierno de México participe en un litigio de esta naturaleza”. Muy pronto vienen los aplausos, las exaltaciones nacionalistas en redes sociales; todos a favor de la batalla de David contra Goliat, según se interpreta en la superficie, en el código de los gestos, lo que se ha puesto enfrente de nosotros.

En Estados Unidos las reacciones llegan unas horas después: la Asociación Industrial del Comercio de las Armas y la Asociación Nacional del Rifle —dos de las agrupaciones más poderosas, cabilderas por las armas— acusan al Gobierno mexicano de ser culpables de su propia violencia, de su incapacidad para frenar al crimen y la corrupción.

En ese verano de 2021, la relación bilateral ya estaba lo suficientemente tensa. El 11 de mayo de 2020, el canciller Ebrard había presentado una solicitud de información exigiendo a la Embajada de Estados Unidos los pormenores de cómo se llevó a cabo la operación Fast and Furious. Y en diciembre de ese año el Congreso mexicano había aprobado una ley que pretendía regular a los agentes extranjeros que trabajaban para agencias como la dea —acostumbrados a pasearse como Pedrito por su casa— y los obligaba a entregar a las autoridades de este lado de la frontera toda la información que recopilaran en territorio nacional. La última parte de la relación con el primer Donald Trump en el poder quedaba sembrada con bombas.

Por todo lo anterior, en ese momento la demanda podía ser leída solo como el clímax de una serie de escaramuzas en la política bilateral, de encontronazos diplomáticos que empezaron cuando llegó al poder el presidente de izquierda López Obrador: “No somos una colonia de Estados Unidos”, decía en las conferencias que realizaba todas las mañanas desde Palacio Nacional. Era una de las herramientas de la caja dialéctica del viejo nacionalismo mexicano que el mandatario abría un día sí y otro también para mover sentimientos, crear adeptos, cohesión al interior.

Sin embargo, el litigio estaba llamado a ser más que un acontecimiento sexenal.

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Es diciembre de 2024 en la Ciudad de México. Lo encuentro entre una pila de libros en un café de Polanco, muy, pero muy sonriente. No se parece nada al de la conferencia del 4 de agosto de tres años atrás. Se ve relajado, anda en pantalón de mezclilla y un saco de vestir.

Durante casi dos décadas Alejandro Celorio Alcántara fue miembro del Servicio Exterior Mexicano: transitó entre la jefatura de la Sección de Asuntos Hispanos y Migratorios en la Embajada de México en Washington y el Consulado en Sacramento, California. Me dice que desde hace unas semanas ya no es miembro del servicio, pero la forma en que se dirige a mí, al mesero, cómo pide y da las gracias, podría ser la de un cónsul. Siempre educado pero firme.

Admite que su vida cambió ese 4 de agosto, cuando su nombre y su rostro aparecieron en las portadas de todas las televisoras, periódicos y portales de México y Estados Unidos. Las notas se titulaban “¿Quién es Alejandro Celorio Alcántara?”, como si fuera una celebridad en ascenso.

Nos sentamos en una esquina, en una mesita apartada, y a pesar de mis preguntas insistentes y mi falta de conocimientos técnicos, responde a todo sin perder el temple y la paciencia. Le pregunto por qué decidieron enfrentarse a las armerías de la mayor potencia del mundo, entes que juegan con ventaja en un mercado inmenso, apabullante (apenas una referencia: en 2022 la mercancía despachada por la industria de las armas de fuego alcanzó los 5 800 millones de dólares, solo en Estados Unidos).

Una tragedia fue dando forma a la estrategia, en el relato de Celorio. El 3 de agosto de 2019, Patrick Wood Crusius, un joven supremacista, entró a una tienda Walmart en el área de Cielo Vista, a pocos kilómetros de la frontera de Juárez con Texas. Con un fusil semiautomático recorrió los pasillos y asesinó a 23 personas. La mitad eran mexicanos. Patrick dijo que quería terminar con la invasión hispana en Estados Unidos.

Alejandro Celorio
A partir de 2019, en la cabeza de Alejandro Celorio comenzó a tomar forma la estrategia detrás de la demanda. Ya no trabaja en la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero su visión, empeño y, sobre todo, su capacidad de rodearse de las personas correctas han marcado una época.

La evocación de Celorio me refresca el recuerdo. En 2022 me encontré con Margarita Arbizu, juarense y madre de Daisy, que tenía 24 años en 2019. Me contó que ese era el primer día de trabajo de su hija en el Walmart texano. Cuando llegó el atacante, Daisy alcanzó a llamar a su madre por teléfono: 

—¡Mamá, están disparando!

—¡Corre! ¡Escóndete!

Y sí, corrió. Logró escapar. Pero años después aún piensa: “¿Y si regresa la gente de Patrick?”.

Celorio recuerda que Marcelo Ebrard estaba conmocionado con la masacre de Texas: quería emprender inmediatamente una acción legal para que no se repitiera un atentado como ese, contra mexicanos. “Teníamos que demandar a Walmart por daños; el problema es que el Gobierno no podía ser parte [en la demanda], porque no fuimos afectados”, explica el exdiplomático.

Siguiente paso: contactar al reconocido abogado estadounidense Jonathan Lowy, un hombre grande y señorial, con esa expresión que perpetuamente parece decir: “Everything is OK”. Durante 27 años había litigado casos relacionados con el uso negligente de armas; no por nada era presidente de la asociación Global Action on Gun Violence. Los dos hombres comenzaron a idear estrategias, a darles vueltas a otros casos, pero ninguno era contundente. Ninguno les permitía vislumbrar algún elemento para armar una argumentación-modelo, para sustentar una lógica jurídica. Hasta el 19 de octubre de 2019.

Ese jueves Celorio veía la televisión en vivo, como todo el país: Culiacán estaba en llamas a causa de un operativo con el que el Gobierno mexicano logró la detención (momentánea) de Ovidio Guzmán, el Ratón, el heredero del imperio criminal de su padre, Joaquín el Chapo Guzmán. Pero el Cártel de Sinaloa no tardó en reaccionar: paralizó durante horas la ciudad, capital del estado, cortó vías de comunicación, incendió vehículos y secuestró a ciudadanos. El presidente López Obrador reconoció que dio la orden de liberarlo para preservar, dijo, la vida de las personas.

“Recuerdo que los veo [a los sicarios] y empiezo a mandarle mensajes a Marcelo: ‘¡Eso es un Barrett!, ¡y eso es un Browning y se compra en una tienda de Estados Unidos!’”, dice Celorio. Justo en ese momento le vinieron a la mente las posibles acciones legales que no habían logrado cuadrar: “La estrategia podría ir dirigida a las armas que tiene el narco y [que] provienen de Estados Unidos”.

Le preguntó a Lowy si una tienda de armas en Estados Unidos podría ser responsable de la negligencia con la que venden sus productos y de la falta de control. Una cadena de irresponsabilidad que podría llegar hasta el propio fabricante de las armas. El litigante le dijo que sí, y se le ocurrió que podrían establecer en un juicio que la violencia y los daños que había sufrido México eran producto de esta irresponsabilidad.

Durante dos años, Celorio y un pequeño equipo que trabajaba con él en la Consultoría Jurídica de Relaciones Exteriores cuidaron cada paso: seleccionaron a los despachos en Estados Unidos que los representarían; lograron una tarifa negociada de un millón de dólares al año —una bobada en un país donde el trabajo de litigio se cobra en hasta 500 dólares la hora—. Durante ese tiempo se apoyaron en la académica Mariana Aparicio, que coordinaba el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en sus 10 estudiantes.

En esos dos años se enfrentaron a multitud de retos domésticos. Uno de los mayores: convencer a algunos funcionarios del Gobierno federal, que temían enfrentarse a las armerías. “Va a molestar a los norteamericanos”, se les mandaba decir en la Consultoría.

“Había que explicarle a la Fiscalía, a Gertz Manero, a Seguridad Pública, al Ejército. Porque el mito es que muchas de las armas las perdía el Ejército, y eso no es cierto en la magnitud que la gente cree”, rememora Celorio.

También había que definir el estado del país vecino en el que interpondrían la demanda. Sabían que en tribunales de estados conservadores era probable que fuera desechada inmediatamente. Un tribunal en Boston, en Massachusetts, terminó siendo el elegido, después de descubrir que las armerías objeto de la demanda tenían operaciones en ese estado.

“Fuimos muy discretos en estos dos años [...], pero desafortunadamente no conté con el apoyo de nadie más que de la Consultoría Jurídica y el canciller”, me asegura Celorio. No entra en detalles, son secretos del litigio que se llevará con él.

Le pregunto cómo vivió el día antes de aquel 4 de agosto de 2021, cuando se presentó la demanda. Se le corta la voz: “Cuando te das cuenta de lo que estamos haciendo… Al final, la demanda era una demanda contra el narcotráfico”. Hace otra pausa, pasa saliva, toma un sorbo de agua y contiene las lágrimas. Y abunda: “Sabíamos que jurídicamente tenía fundamento, pero estaba muerto de miedo. [Equivalía a] cerrarle la llave al narcotráfico”. El día antes también platicó con su equipo en la Consultoría Jurídica, un grupo de jovencitos, y les dijo que ya tenía autorización para presentar la demanda. Les explicó que se haría público, que era su deber poner la cara, estar en esa conferencia, pero de ellos, no. La mayoría le dijo: “Si nos necesitas, vamos”. Significó mucho para él.

El propio Jonathan Lowy le preguntó si tenía miedo. Y desde el Centro Nacional de Inteligencia, la agencia que reemplazó al famoso Cisen, le advirtieron: “Si te hablamos y te decimos ‘corre’, tú corres”. Un día antes de presentar la demanda se despidió de sus hijos. Frente a mí, trata de explicar lo que sintió, pero se queda en silencio. No puede hablar más. En cualquier caso, Celorio afirma que aquel 4 de agosto tuvo la oportunidad “de hacer algo que pocas veces puedes hacer por tu país […]. Mis hijos son americanos, mi esposa es americana. En 2012 mi niño tenía menos de un año y pasó el atentado de Sandy Hook [una escuela primaria en Newtown, Connecticut, en la que un joven de 20 años asesinó a 26 personas con un rifle de alto poder]. A los niños los despedazaron. Pensar que uno puede hacer algo desde el escritorio para salvar vidas es enorme”.

El exconsejero jurídico nunca se lleva el crédito solo. Me dice a quién buscar, me da tips, y así llego hasta Ioan Grillo, un periodista y autor inglés que publicó un libro que fue una biblia para Alejandro. Lo ayudó a entender paso a paso cómo las armas que salían legalmente de tiendas en Estados Unidos llegaban directo a las manos de los cárteles.

Un comprador viajó desde el estado de Oaxaca para adquirir un arma larga y dos armas cortas en la tienda de armas de la Sedena, en enero de 2025.
Una cultura de armas muy diferente a la de Estados Unidos: vista general de la Dirección de Comercialización de Armamento y Municiones de la Sedena, en la Ciudad de México.

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Ya es enero de 2025. Son las 12 del mediodía en la colonia Roma, Ciudad de México. Llega corriendo y, sin esperar al mesero, se va directo a la barra a pedir dos cafés. Me saluda con afecto, como si me conociera de hace mucho. No puedo dejar de notar un crucifijo de plata que abarca buena parte de su pecho. Pienso que es tan grande como el tamaño del riesgo que Ioan Grillo ha enfrentado en los últimos 25 años.

Grillo nació en Brighton, Inglaterra, pero habla español como si fuera chilango de cuna, o casi. Llegó a México en 2000, y lo recibió “la narcoguerra”, como la llama. Se ha convertido en uno de los mejores especialistas en narcotráfico y crimen organizado transnacional. Le pregunto qué le parece que una demanda legal histórica esté de alguna forma inspirada en su libro. Lo toma sin presunción; con tono ligero dice que se siente “bien”.

Blood Gun Money: How America Arms Gangs and Cartels (2021) es el libro que reporteó durante media década. Al leerlo se nota la meticulosidad y la obsesión por entender cómo las armas que están colgadas en los mostradores de tiendas gringas son compradas por residentes estadounidenses con historiales limpios. Después son traficadas a México para los cárteles. Logró construir la historia completa del tráfico de armas a México en 350 páginas.

Este libro comenzó a nacer en 2017, cuando Grillo fue a una prisión en Ciudad Juárez. Ahí se entrevistó con un traficante de armas: “Me contó a detalle cómo iba cada semana a Dallas, a las ferias de armas, y cómo sin ninguna verificación se las vendían. Eran una pequeña operación de tráfico”.

Gracias a ese convicto entendió que había dos maneras en que las armas llegaban a México: las que se compraban en las tiendas de armas legalmente y las que se vendían en las ferias. Grillo lo vio con sus propios ojos: “Es como si vas a una feria de discos o a un mercado como El Chopo, y como es una venta entre particulares no necesito una licencia”, relata

Grillo explica que las armas pasan escondidas en refrigeradores, en estufas, desarmadas, sin que los agentes migratorios se den cuenta. Los traficantes las recogen y las llevan en sus camionetas por caminos de terracería, hasta las tierras controladas por el narcotráfico. Y esto se repite semana tras semana. Un tráfico hormiga que se traduce en un volumen de entre 200 000 y 500 000 armas al año, la estimación oficial hoy aceptada.

“Hay personas que van gastando medio millón de dólares en armas de fuego. Hay compras de más de 500 armas que alimentan al mercado negro”, detalla el escritor.

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Las armerías, claro, no se iban a quedar así como así. En noviembre de 2021 comenzó su defensa. En un alegato de 58 páginas solicitaron al juez F. Dennis Saylor que desestimara la demanda del Gobierno de México.

Entre sus argumentos, reconocieron que no había duda de que todos los fabricantes de productos peligrosos, entre ellos las armas, sabían que los usuarios finales pueden emplearlas para dañar a otros. Sin embargo, en el caso de México, las supuestas lesiones eran totalmente derivadas de terceros, como los cárteles de la droga.

En la respuesta a la demanda, los fabricantes de armas se describieron a sí mismos como “respetuosos empresarios”, y aseguraron que por múltiples razones la ley no puede ser estirada para imponer responsabilidad sobre ese abismo llamado “tráfico de armas”. Llegaron a recomendar a México la implementación de medidas como mejorar la seguridad fronteriza, erradicar la corrupción y financiar adecuadamente a la policía y al Ejército, y asumir la responsabilidad de un problema social.

El 31 de enero de 2022, el Gobierno de México contrargumentó en un documento que se presentó ante el juez: señaló que las armerías fabricaban y vendían rifles de calibre .50 BMG —justamente el del Barrett M82, con el que, por cierto, se atentó contra la vida de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, el 26 de junio de 2020—, que pueden penetrar algunos blindajes de vehículos; y diseñaban rifles semiautomáticos que se convierten en ametralladoras. Alegó, sin filtro: “Saben que sus distribuidores y vendedores venden estas armas militares a granel, sin restricciones, claramente destinadas a los traficantes”.

En ese mes también se logró que países como Haití, Belice y Antigua y Barbuda, junto con procuradores generales de 14 estados y 27 fiscales de distrito en Estados Unidos, entre otros, enviaran un amicus curiae (amigos de la corte) —informes con su opinión jurídica— para solidarizarse con la demanda.

Tras más recursos, contestaciones y abogados confrontados, finalmente el juez llegó a una decisión. El 30 de septiembre de 2022 desestimó la demanda del Gobierno de México en contra de las armerías estadounidenses. Dijo que la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas prohíbe “inequívocamente” las demandas que buscaban responsabilizar a los fabricantes de armas cuando la gente las usa para el propósito con el que se crearon.

México presentó un recurso ante la Corte de Apelaciones del Primer Circuito en Massachusetts. En marzo de 2023 dos magistrados y una magistrada resolvieron, de manera unánime, que México demostró exitosamente que las empresas fabricantes y distribuidoras de armas no gozaban de inmunidad por sus prácticas comerciales negligentes. Y ahí quedó la cristalización de esa intuición original, a la que Celorio y Lowy fueron dando forma.

Finalmente, en agosto de 2023, la Corte de Apelaciones citó cara a cara a los abogados de las demandadas y a los representantes del Gobierno mexicano. Alejandro Celorio recuerda que el nivel de sus litigantes era top: uno de ellos fue abogado del mismísimo presidente Donald Trump.

“¿Cómo fue estar ahí, de frente?”, le pregunto. Sintió, sin más, que traía a 130 millones de personas detrás de él. Guarda silencio, trata de hablar, pero se le rompe la voz. Celorio se sentía gigante; ellos eran el arrojo de todo un país. Estaban enfrentados en una corte estadounidense. “Nos metimos a sus tripas, y México nunca lo había hecho”.

Desgrana un instante: “Recuerdo que uno de ellos [abogado de las armerías] les dice a los jueces: ‘Mis clientes no tienen la culpa de que criminales compren sus armas en México”. El juez contestó: ‘Entonces ¡¿ustedes saben que los delincuentes compran sus armas?!’. Mejor se calló”.

Ese día los jueces anularon la decisión de 2021, la de F. Dennis Saylor, que desechaba la demanda. “Esa apelación fue la mayor victoria que ha logrado México jurídicamente”, pondera Celorio. El país logró revertir la decisión y se convirtió en el primer gobierno extranjero que supera la inmunidad de la que gozan las armerías.

Más recursos, abogados, documentos: para el 8 de agosto de 2024, de nuevo F. Dennis Saylor rechazó la demanda de México. Consideró que el país fue incapaz de presentar pruebas suficientes para establecer una relación entre los daños alegados y las transacciones comerciales de seis demandados en Massachusetts. Así es, desestimó seis de las ocho demandas: aún sigue activo el litigio contra Smith & Wesson y Witmer Public Safety Group.

Wilhelm González enseña a Enrique, un estudiante, a disparar con un arma larga tipo francotirador. Según González, las estrictas leyes sobre las armas de fuego en México afectan principalmente a los aficionados y deportistas, sin tener un impacto significativo en el tráfico ilegal y el narcotráfico.
Enrique es entrenador deportivo y por primera vez va a probar el tiro con arma de fuego, durante una clase impartida por Wilhelm González en su escuela, Boei Gan. Según Wilhelm, tres tipos de personas asisten a sus clases: quienes quieren vivir la experiencia, quienes tienen un arma en casa (legal o ilegal) y desean aprender a usarla, y quienes han sido víctimas de un robo y quieren aprender a defenderse. En este último caso, Wilhelm aconseja a sus alumnos no responder a las agresiones.

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Hablamos a través de la pantalla de una computadora, a más de 3 000 kilómetros de distancia. Por fin puede sentarse a charlar. Jonathan Lowy, el presidente de Global Action on Gun Violence, va de caso en caso, de corte en corte, representando (incluso pro bono) a las víctimas de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.

Lo más complejo de enfrentarse a las armerías es que no hay ninguna industria en Estados Unidos que tenga tanto poder político, me explica. Cuando presentas una demanda jurídica, en general, si puedes probar el caso lo usual es que lo ganes. Contra este demandado, no: “No hay otra industria que puede llamar a sus amigos en el Congreso y hacer que cambien las reglas”.

Cuando Lowy recuerda a los miles de inocentes en México que año con año son asesinados, heridos o sometidos a la violencia de cárteles con una potencia de fuego inaudita, con armas que nunca debieron llegar a México, se reafirma y concluye que cada minuto de esta pelea de David contra Goliat ha valido la pena. La batalla, además, no ha terminado: “Si algo de ese trabajo tiene éxito, los criminales tendrán menos acceso a las armas”, me dice tranquilo.

Por supuesto, durante estos meses otras personas han colaborado en la demanda histórica. Con un papel muy especial tenemos a Mariana Aparicio, la doctora en Ciencias Sociales que coordinó el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la UNAM. Empezó a trabajar desde el primer año de la demanda.

Aparicio me confía: en agosto de 2021, Alejandro Celorio se sinceró con ella y le dijo, apesadumbrado, que había muy poca gente trabajando en la demanda civil. Fue así que entró al quite: con 10 estudiantes de primer, cuarto y quinto semestre, arrancó la investigación y el análisis del tráfico de armas. Bases de datos, estudios, papers, procesos monitorios… todo era enviado a la Consultoría Jurídica para ayudar a construir el litigio.

Chelsea Vázquez Solís tiene 21 años. Es estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales. Me habla con voz dulce, se emociona: nunca pensó que sería parte de una demanda de este tamaño. Ella, específicamente, se encargó de revisar cómo han evolucionado las leyes que regulan las armas, información clave que enviaba cada semana a la SRE. Una mujer en el inicio de su carrera profesional, cumpliendo una función, encargándose de una pieza, entre muchas otras, de una maquinaria compleja.

Trabajando en esa pieza, desde ese balcón, Vázquez comprobó la forma en que la demanda prendió las alarmas de manera extraordinaria, del otro lado de la frontera. Nunca un gobierno extranjero, un vecino, había demandado a un puñado de las compañías política y económicamente más poderosas del mundo.

Por primera vez, la estudiante vio algo que la maravilló: “Los tomó completamente por sorpresa, porque estos grupos que defienden las armas son supremacistas racistas y están en contra de México […], es un parteaguas no solo para México […], otros países también lo pueden hacer”.

Quizá la victoria no esté en los tribunales. Sí, quedará en la memoria la calidad de una argumentación jurídica; la voluntad de demostrarle al vecino, y al mundo entero, que acabar con la crisis de violencia letal es una responsabilidad compartida. Pero quizá, solo quizá, lo que en verdad se ha ganado es la apertura de un camino al futuro, la posibilidad de un cambio en la conciencia de las mexicanas y mexicanos que apenas se están abriendo a la vida cívica.

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Rápida, furiosa y juiciosa

Rápida, furiosa y juiciosa

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Así se forjó la histórica demanda mexicana contra las armerías estadounidenses.

La agenda de seguridad en las relaciones México-Estados Unidos siempre ha estado expuesta a los dobles discursos, los intereses inconfesables, el unilateralismo y el chantaje. Sin embargo, la deriva de arbitrariedad a la que asistimos desde la segunda llegada al poder de Donald Trump siembra un escenario imprevisible, en el que se corre el riesgo de vaciar de significado términos como “soberanía”, “derechos humanos” o “diplomacia profesional”. Como parte de la necesidad de recordar la base de la dignidad de las naciones, revisitamos los días de zozobra y excitación en los que México se plantó y llevó a tribunales a los fabricantes de las armas con las que se asesina en su territorio.

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Cuando llegaron al restaurante cerca del kilómetro 100 de la Carretera Federal 57, la que cruza Matehuala, San Luis Potosí, Víctor Ávila, el agente especial de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de Estados Unidos (HSI, por sus siglas en inglés), y su compañero Jaime Zapata vieron la Suburban azul. Estaba ahí, detenida, con la carrocería brillando al sol, en un tramo donde solo hay matorrales secos y traileros estacionados que intentan mitigar el sueño. Era la mañana del 15 de febrero de 2011, un día después del Valentine’s Day.

Ávila, un mexicano-estadounidense al que habían comisionado dos años antes como agente especial de esa oficina en la Ciudad de México, realmente no quería estar ahí. Un día antes le había dicho a su jefe: “¡Cómo chingados me vas a mandar!”. Pero las órdenes de un superior fueron claras: “Quiero el equipo en Ciudad de México”.

Su experiencia en operativos encubiertos y trabajos de inteligencia le habían enseñado que la Federal 57 —una de las vías más importantes de México, conexión entre la frontera norte y el centro— tenía dueño. Los Zetas, un grupo paramilitar metido en el tráfico de drogas, se habían hecho ya con el control de las carreteras en la zona, y habían sacudido la conciencia del país entero con la masacre de 72 migrantes en un ejido del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Ávila quería hacer la transacción rápido.

Otros compañeros de oficina en Estados Unidos habían cruzado la frontera y manejaron hasta ese punto de San Luis Potosí, en el que le entregaron a Ávila y Zapata varias cajas con equipo de vigilancia y rastreadores. La hsi realizaba en ese momento una operación encubierta llamada Pacific Rim, una investigación en conjunto con México y Colombia con el objetivo de desarticular una red de lavado de dinero. Así que un saludo rápido a pie de carretera, a cargar las cajas en la Suburban y ¡vámonos!

Ávila fue el primero en tomar el volante de la camioneta rumbo a la Ciudad de México. Aceleró y unos 20 minutos después se encontró con un retén de la entonces Policía Federal; recuerda que alguien ahí apostado lanzó una sonrisa medio siniestra. A la 1:30 de la tarde llegaron a un área de descanso, donde los hombres se comieron un subway. Cuando retomaron la marcha, ya su compañero Zapata conducía la camioneta, pues Ávila debía preparar la jornada de papeleo que tendrían en la oficina en la Ciudad de México.

“No pasaron ni 20 minutos cuando nos adelantaron dos camionetas. Jaime es el que me dice: ‘Oye, ¿viste el rifle?’ —continúa la narración—. ‘Sí, pero acá en México quién sabe de quién será. Déjalos pasar’”, fue la respuesta, y Ávila siguió a lo suyo. Unos segundos después, una especie de pulsación nerviosa hizo voltear al agente ensimismado: vio que la misma camioneta con hombres armados había bajado la velocidad, hasta quedar justo frente a ellos.

“¡Acelera!”, exclamó Ávila. No alcanzó a terminar de darle instrucciones a su compañero, cuando se dieron cuenta de que otra camioneta los alcanzó por el costado. El agente conocía esa forma de proceder por sus años en la academia de policía; se trataba de un “obstáculo rodante”, maniobra difícil de burlar.

Alcanzó a escuchar que les gritaban: “¡Párate, hijo de la chingada!”, mientras sacaban sus rifles AK-47 —“cuernos de chivo”, en su bautizo mexicano— por las ventanas del copiloto. No les quedó otra más que parar a lado de la cinta asfáltica.

Los hombres que los rodearon eran morenos, con el bigote bien recortado y corte de pelo estilo militar. Se colocaron en formación de U y les apuntaron con sus armas. Los agentes permanecieron petrificados en sus asientos. Levantaron las manos y escucharon por primera vez la voz sorda. Hoy se sabe que Julián Zapata Espinoza, un sicario de Los Zetas apodado el Piolín, fue el que le gritaba: “¡Que te bajes del pinche carro!”. Ávila le rogó a su compañero Zapata que no se apeara. El Piolín empezó a forcejear con la manija de la puerta y, aunque logró abrirla, con lagrimones en los ojos el oficial del Gobierno estadounidense volvió a cerrarla de golpe.

“¡Abre la puta puerta!”, seguían los gritos, como en una pesadilla. El sicario lanzó los primeros balazos. Ávila asegura que ahí, finalmente, “le cayó el veinte”, y jugó su última carta: “¡Somos americanos, nos están confundiendo, no somos quienes piensan que somos! —les gritaba desde el asiento del copiloto—. “¡Déjame sacar mi pasaporte diplomático, somos de la embajada!”, exclamaba desesperado. En el forcejeo, en el abrir y cerrar de puertas, los agentes presionaron el botón que bajaba las ventanas. Los sicarios metieron los cañones humeantes de un cuerno de chivo y de un arma corta. Ávila intentó subir el vidrio y empujar su cuerpo hacia atrás para que el cañón no quedara justo en su cabeza, pero las cajas con equipo que ocupaban las plazas traseras se lo impidieron.

Los cañones de las armas ya estaban adentro y los sicarios empezaron a disparar; las balas se impactaron en el techo y rebotaron a los asientos. Las explosiones fueron tan intensas que dejaron sordo a Ávila.

A mitad del caos, entrevió que Zapata se sostenía el vientre entre los brazos y que entre sus dedos se escurría su propia sangre. Ávila volvió en sí y gritó: “¡El acelerador, acelera, Jaime!”. Su colega apenas pudo responderle: “Me dieron”.

Con la última de sus fuerzas, Zapata pisó el acelerador. Chocaron contra una de las camionetas de Los Zetas. Lo último que Ávila escuchó de su compañero fue “me voy a morir”. Mientras el primero intentaba reanimarlo con cachetadas, vio a otra camioneta que se ponía frente a él. Dos hombres armados se bajaron y caminaron hacia el frente de la Suburban. Lo miraron y sin decir nada dispararon una ráfaga más. Sin corroborar si Ávila estaba muerto, se fueron.

Víctor Ávila sobrevivió al ataque de Los Zetas.

Han pasado 14 años. El hombre está impecable, nadie sospecharía que varias balas lo atravesaron, que vive en dolor constante: anda de traje, peinado para atrás, es bien parecido. Habla desde su estudio en una ciudad del sur de Texas. En una de las paredes, a pesar de todo, tiene colgada una bandera de Estados Unidos y todas las condecoraciones al valor que recibió después del ataque.

Su acento norteño delata el origen: su familia es de Ciudad Juárez, ahí viven varios de los suyos aún. Aunque no derrama una lágrima, me da la impresión de que el colofón de esta historia le rompe el corazón patriota. Tras una investigación judicial se descubrió que las armas con las que lo atacaron fueron compradas en una tienda legal en Estados Unidos, e introducidas a México de manera ilegal por tres traficantes, todo con el aval de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, otro organismo estadounidense. Fueron sus propios colegas quienes dejaron pasar las armas con las que casi lo matan, con las que destrozaron a Jaime Zapata.

Después de todos estos años, todavía resulta difícil de creer, pero sucedió. Entre 2006 y 2011, las autoridades estadounidenses permitieron que traficantes introdujeran 2 000 armas de fuego a México —“trasiego controlado”, lo llamaría un burócrata—. Y lo hicieron sin informar a su contraparte mexicana. Era parte de un operativo llamado Fast and Furious, con el que pretendían trazar una ruta hasta los cabecillas de los cárteles. Pero nunca siguieron el rastro, y las armas se quedaron en manos de los narcotraficantes. Se han recuperado unas pocas en balaceras y enfrentamientos armados; aún se busca el lote completo.

“¡¿Quién chingado se pone a decir: ‘Voy a mandar armas a México’?! ¿Por qué lo hicieron? ¡¿Por qué nadie le avisó al Gobierno mexicano?!”. Ávila abandona la calma.

En diciembre de 2019, un presidente mexicano finalmente se pronunciaría sobre el operativo Rápido y Furioso. El morenista Andrés Manuel López Obrador denunció, sin medias tintas, que se trató de una violación flagrante “contra la soberanía”. Con un agravante: se permitió el ingreso de las armas que luego, según se demostró, se usaron para cometer crímenes.

El ambiente, por lo demás, justificaba la reacción. Ese sexenio arrancó con una crisis acentuada: la de la violencia letal perpetrada con armas de fuego. El número de personas asesinadas con ese tipo de armas pasó de 10 464 en 2015 a 23 873 en 2018: un aumento de 128% en apenas 36 meses. Más datos: a finales de 2012 el 53% de los homicidios dolosos fue cometido con armas de fuego, pero en 2018 esta cifra aumentó a 70%. Son cifras oficiales, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Las declaraciones del entonces presidente, a la distancia, parece que marcaron el inicio del movimiento de una maquinaria. De otra estrategia.

La demanda de México a las armerías estadounidenses
Diferentes armas de fuego reposan en una caja tras su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz se instaló durante dos semanas de enero de 2025 en la explanada de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México. En la primera semana se destruyeron 213 armas cortas, 49 armas largas, 13 granadas, 14 887 cartuchos y 153 cargadores.
Una pistola calibre .45, antes de su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz es una iniciativa que permite a los ciudadanos entregar, de manera confidencial, las armas que poseen —presumiblemente de origen ilegal— a cambio de una compensación en efectivo.
Un soldado de la Secretaría de la Defensa Nacional mexicana (Sedena) lleva a cabo la destrucción de un arma de fuego, como parte de dicho programa.

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Es 4 de agosto de 2021. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha convocado a una conferencia de prensa. Citan en un recinto no oficial: el Museo Memoria y Tolerancia, un edificio del centro de la Ciudad de México, con una museografía que recorre diferentes genocidios históricos.

En uno de los salones principales han colocado una mesa con mantel negro y cinco sillas. Van llegando los participantes y ocupan su lugar. Al centro está el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y a su izquierda, Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política de Morena, el partido que gobierna México. Vienen formales, trajes, corbatas señoriales y maletines de los de antes. Al lado derecho del canciller hay un hombre con corbata amarilla que no reconozco.

Mientras hablan y hacen política entre sí y frente al público, él manda mensajes rápidos desde su teléfono. Hasta sus dedos parecen desesperados. Después me enteraré de que ese hombre se llama Alejandro Celorio, consultor jurídico de la SRE, el abogado general, digamos. Más tarde sabré también que durante dos años preparó, cabildeó y orquestó lo que se está a punto de anunciar.

El maestro de ceremonias suelta la noticia: “Hoy presentamos acciones en contra de la comercialización de armas y su tráfico ilícito a México”, dice casi titubeando. Una frase larga e inentendible a primer golpe.

De pronto se proyecta un video que abre con la fotografía de un rótulo callejero. La imagen me lleva a Tijuana, a los años de mi niñez. Cada sábado, a lo largo de 30 años, mis padres cruzaban la frontera en una panel destartalada Dodge 79, a comprar muebles usados en Poway, una ciudad en el condado de San Diego. Regresábamos por la garita de San Ysidro y vendíamos los muebles en un swap meet en Tijuana.

Yo contemplaba por horas el letrero, mientras esperábamos a que los agentes de aduanas en México revisaran cada mueble y sus compartimientos en busca de armas o drogas. Un tedio eterno. “Illegal to carry firearms into Mexico”. O sea, “es ilegal llevar armas de fuego a México”.

En el video, una voz en off de un hombre dice que cada año se trafican ilegalmente "más de medio millón de armas desde Estados Unidos a México", que son utilizadas en actividades ilícitas. Se nos informa de una tragedia palpable: el 70% de las armas con las que se cometen homicidios en México venían de Estados Unidos.

Ese día en el museo, en el corazón de México, en avenida Juárez, justo al lado de su edificio sede, la SRE nos informa que interpuso esa mañana una demanda civil ante un tribunal de Massachusetts, en Estados Unidos, en contra de 10 empresas armamentísticas internacionales. Estamos atónitos: es la primera vez que México les declara una guerra frontal y legal a las empresas que abastecen de insumos a los países en conflictos bélicos. La compensación del daño exigida: 15 000 millones de dólares.

Entre las acusadas se cuentan Barrett —fabricante del terriblemente famoso fusil M82, capaz de ‘bajar’ helicópteros—, Beretta —de origen italiano, pero establecida en Estados Unidos, creadora de las pistolas semiautomáticas favoritas de los policías—, Glock —de origen austriaco, también fabricante de avanzadas pistolas semiautomáticas— y la estrella del juicio: Smith & Wesson, todo un nombre propio en rifles y revólveres, el mayor fabricante de armas de fuego cortas en Estados Unidos.

Marcelo Ebrard, un hombre que suele reflejar prudencia, se pone de pie frente al estrado. Se quita, se pone los lentes, se zangolotea de un lado a otro. Las manos le tiemblan, pero después de unos segundos, se planta firme y dispara: “Estas empresas tienen responsabilidad e información sobre quiénes compran hasta cinco Barrett. Que paguen los estudios enfocados a prevenir el tráfico de armas y que las empresas cesen de inmediato las prácticas negligentes que ocasionan daños en México”.

El Gobierno mexicano, históricamente el que ha tenido las de perder en sus relaciones asimétricas con potencias extranjeras, mira de frente y acusa: los fabricantes de armas están desarrollando diferentes modelos específicos para el narco, hechos para ponerlos en sus manos, y hasta les hacen arreglos, adecuaciones. Por si fuera necesario, acaso para dejar claro que no es una ocurrencia de su dependencia, Ebrard dice que el presidente de México —el mismo que condenó el operativo Rápido y Furioso— les dio la bendición. “Nos ha dado la autorización de emprender este paso, consciente [de] que no tiene precedente que el Gobierno de México participe en un litigio de esta naturaleza”. Muy pronto vienen los aplausos, las exaltaciones nacionalistas en redes sociales; todos a favor de la batalla de David contra Goliat, según se interpreta en la superficie, en el código de los gestos, lo que se ha puesto enfrente de nosotros.

En Estados Unidos las reacciones llegan unas horas después: la Asociación Industrial del Comercio de las Armas y la Asociación Nacional del Rifle —dos de las agrupaciones más poderosas, cabilderas por las armas— acusan al Gobierno mexicano de ser culpables de su propia violencia, de su incapacidad para frenar al crimen y la corrupción.

En ese verano de 2021, la relación bilateral ya estaba lo suficientemente tensa. El 11 de mayo de 2020, el canciller Ebrard había presentado una solicitud de información exigiendo a la Embajada de Estados Unidos los pormenores de cómo se llevó a cabo la operación Fast and Furious. Y en diciembre de ese año el Congreso mexicano había aprobado una ley que pretendía regular a los agentes extranjeros que trabajaban para agencias como la dea —acostumbrados a pasearse como Pedrito por su casa— y los obligaba a entregar a las autoridades de este lado de la frontera toda la información que recopilaran en territorio nacional. La última parte de la relación con el primer Donald Trump en el poder quedaba sembrada con bombas.

Por todo lo anterior, en ese momento la demanda podía ser leída solo como el clímax de una serie de escaramuzas en la política bilateral, de encontronazos diplomáticos que empezaron cuando llegó al poder el presidente de izquierda López Obrador: “No somos una colonia de Estados Unidos”, decía en las conferencias que realizaba todas las mañanas desde Palacio Nacional. Era una de las herramientas de la caja dialéctica del viejo nacionalismo mexicano que el mandatario abría un día sí y otro también para mover sentimientos, crear adeptos, cohesión al interior.

Sin embargo, el litigio estaba llamado a ser más que un acontecimiento sexenal.

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Es diciembre de 2024 en la Ciudad de México. Lo encuentro entre una pila de libros en un café de Polanco, muy, pero muy sonriente. No se parece nada al de la conferencia del 4 de agosto de tres años atrás. Se ve relajado, anda en pantalón de mezclilla y un saco de vestir.

Durante casi dos décadas Alejandro Celorio Alcántara fue miembro del Servicio Exterior Mexicano: transitó entre la jefatura de la Sección de Asuntos Hispanos y Migratorios en la Embajada de México en Washington y el Consulado en Sacramento, California. Me dice que desde hace unas semanas ya no es miembro del servicio, pero la forma en que se dirige a mí, al mesero, cómo pide y da las gracias, podría ser la de un cónsul. Siempre educado pero firme.

Admite que su vida cambió ese 4 de agosto, cuando su nombre y su rostro aparecieron en las portadas de todas las televisoras, periódicos y portales de México y Estados Unidos. Las notas se titulaban “¿Quién es Alejandro Celorio Alcántara?”, como si fuera una celebridad en ascenso.

Nos sentamos en una esquina, en una mesita apartada, y a pesar de mis preguntas insistentes y mi falta de conocimientos técnicos, responde a todo sin perder el temple y la paciencia. Le pregunto por qué decidieron enfrentarse a las armerías de la mayor potencia del mundo, entes que juegan con ventaja en un mercado inmenso, apabullante (apenas una referencia: en 2022 la mercancía despachada por la industria de las armas de fuego alcanzó los 5 800 millones de dólares, solo en Estados Unidos).

Una tragedia fue dando forma a la estrategia, en el relato de Celorio. El 3 de agosto de 2019, Patrick Wood Crusius, un joven supremacista, entró a una tienda Walmart en el área de Cielo Vista, a pocos kilómetros de la frontera de Juárez con Texas. Con un fusil semiautomático recorrió los pasillos y asesinó a 23 personas. La mitad eran mexicanos. Patrick dijo que quería terminar con la invasión hispana en Estados Unidos.

Alejandro Celorio
A partir de 2019, en la cabeza de Alejandro Celorio comenzó a tomar forma la estrategia detrás de la demanda. Ya no trabaja en la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero su visión, empeño y, sobre todo, su capacidad de rodearse de las personas correctas han marcado una época.

La evocación de Celorio me refresca el recuerdo. En 2022 me encontré con Margarita Arbizu, juarense y madre de Daisy, que tenía 24 años en 2019. Me contó que ese era el primer día de trabajo de su hija en el Walmart texano. Cuando llegó el atacante, Daisy alcanzó a llamar a su madre por teléfono: 

—¡Mamá, están disparando!

—¡Corre! ¡Escóndete!

Y sí, corrió. Logró escapar. Pero años después aún piensa: “¿Y si regresa la gente de Patrick?”.

Celorio recuerda que Marcelo Ebrard estaba conmocionado con la masacre de Texas: quería emprender inmediatamente una acción legal para que no se repitiera un atentado como ese, contra mexicanos. “Teníamos que demandar a Walmart por daños; el problema es que el Gobierno no podía ser parte [en la demanda], porque no fuimos afectados”, explica el exdiplomático.

Siguiente paso: contactar al reconocido abogado estadounidense Jonathan Lowy, un hombre grande y señorial, con esa expresión que perpetuamente parece decir: “Everything is OK”. Durante 27 años había litigado casos relacionados con el uso negligente de armas; no por nada era presidente de la asociación Global Action on Gun Violence. Los dos hombres comenzaron a idear estrategias, a darles vueltas a otros casos, pero ninguno era contundente. Ninguno les permitía vislumbrar algún elemento para armar una argumentación-modelo, para sustentar una lógica jurídica. Hasta el 19 de octubre de 2019.

Ese jueves Celorio veía la televisión en vivo, como todo el país: Culiacán estaba en llamas a causa de un operativo con el que el Gobierno mexicano logró la detención (momentánea) de Ovidio Guzmán, el Ratón, el heredero del imperio criminal de su padre, Joaquín el Chapo Guzmán. Pero el Cártel de Sinaloa no tardó en reaccionar: paralizó durante horas la ciudad, capital del estado, cortó vías de comunicación, incendió vehículos y secuestró a ciudadanos. El presidente López Obrador reconoció que dio la orden de liberarlo para preservar, dijo, la vida de las personas.

“Recuerdo que los veo [a los sicarios] y empiezo a mandarle mensajes a Marcelo: ‘¡Eso es un Barrett!, ¡y eso es un Browning y se compra en una tienda de Estados Unidos!’”, dice Celorio. Justo en ese momento le vinieron a la mente las posibles acciones legales que no habían logrado cuadrar: “La estrategia podría ir dirigida a las armas que tiene el narco y [que] provienen de Estados Unidos”.

Le preguntó a Lowy si una tienda de armas en Estados Unidos podría ser responsable de la negligencia con la que venden sus productos y de la falta de control. Una cadena de irresponsabilidad que podría llegar hasta el propio fabricante de las armas. El litigante le dijo que sí, y se le ocurrió que podrían establecer en un juicio que la violencia y los daños que había sufrido México eran producto de esta irresponsabilidad.

Durante dos años, Celorio y un pequeño equipo que trabajaba con él en la Consultoría Jurídica de Relaciones Exteriores cuidaron cada paso: seleccionaron a los despachos en Estados Unidos que los representarían; lograron una tarifa negociada de un millón de dólares al año —una bobada en un país donde el trabajo de litigio se cobra en hasta 500 dólares la hora—. Durante ese tiempo se apoyaron en la académica Mariana Aparicio, que coordinaba el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en sus 10 estudiantes.

En esos dos años se enfrentaron a multitud de retos domésticos. Uno de los mayores: convencer a algunos funcionarios del Gobierno federal, que temían enfrentarse a las armerías. “Va a molestar a los norteamericanos”, se les mandaba decir en la Consultoría.

“Había que explicarle a la Fiscalía, a Gertz Manero, a Seguridad Pública, al Ejército. Porque el mito es que muchas de las armas las perdía el Ejército, y eso no es cierto en la magnitud que la gente cree”, rememora Celorio.

También había que definir el estado del país vecino en el que interpondrían la demanda. Sabían que en tribunales de estados conservadores era probable que fuera desechada inmediatamente. Un tribunal en Boston, en Massachusetts, terminó siendo el elegido, después de descubrir que las armerías objeto de la demanda tenían operaciones en ese estado.

“Fuimos muy discretos en estos dos años [...], pero desafortunadamente no conté con el apoyo de nadie más que de la Consultoría Jurídica y el canciller”, me asegura Celorio. No entra en detalles, son secretos del litigio que se llevará con él.

Le pregunto cómo vivió el día antes de aquel 4 de agosto de 2021, cuando se presentó la demanda. Se le corta la voz: “Cuando te das cuenta de lo que estamos haciendo… Al final, la demanda era una demanda contra el narcotráfico”. Hace otra pausa, pasa saliva, toma un sorbo de agua y contiene las lágrimas. Y abunda: “Sabíamos que jurídicamente tenía fundamento, pero estaba muerto de miedo. [Equivalía a] cerrarle la llave al narcotráfico”. El día antes también platicó con su equipo en la Consultoría Jurídica, un grupo de jovencitos, y les dijo que ya tenía autorización para presentar la demanda. Les explicó que se haría público, que era su deber poner la cara, estar en esa conferencia, pero de ellos, no. La mayoría le dijo: “Si nos necesitas, vamos”. Significó mucho para él.

El propio Jonathan Lowy le preguntó si tenía miedo. Y desde el Centro Nacional de Inteligencia, la agencia que reemplazó al famoso Cisen, le advirtieron: “Si te hablamos y te decimos ‘corre’, tú corres”. Un día antes de presentar la demanda se despidió de sus hijos. Frente a mí, trata de explicar lo que sintió, pero se queda en silencio. No puede hablar más. En cualquier caso, Celorio afirma que aquel 4 de agosto tuvo la oportunidad “de hacer algo que pocas veces puedes hacer por tu país […]. Mis hijos son americanos, mi esposa es americana. En 2012 mi niño tenía menos de un año y pasó el atentado de Sandy Hook [una escuela primaria en Newtown, Connecticut, en la que un joven de 20 años asesinó a 26 personas con un rifle de alto poder]. A los niños los despedazaron. Pensar que uno puede hacer algo desde el escritorio para salvar vidas es enorme”.

El exconsejero jurídico nunca se lleva el crédito solo. Me dice a quién buscar, me da tips, y así llego hasta Ioan Grillo, un periodista y autor inglés que publicó un libro que fue una biblia para Alejandro. Lo ayudó a entender paso a paso cómo las armas que salían legalmente de tiendas en Estados Unidos llegaban directo a las manos de los cárteles.

Un comprador viajó desde el estado de Oaxaca para adquirir un arma larga y dos armas cortas en la tienda de armas de la Sedena, en enero de 2025.
Una cultura de armas muy diferente a la de Estados Unidos: vista general de la Dirección de Comercialización de Armamento y Municiones de la Sedena, en la Ciudad de México.

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Ya es enero de 2025. Son las 12 del mediodía en la colonia Roma, Ciudad de México. Llega corriendo y, sin esperar al mesero, se va directo a la barra a pedir dos cafés. Me saluda con afecto, como si me conociera de hace mucho. No puedo dejar de notar un crucifijo de plata que abarca buena parte de su pecho. Pienso que es tan grande como el tamaño del riesgo que Ioan Grillo ha enfrentado en los últimos 25 años.

Grillo nació en Brighton, Inglaterra, pero habla español como si fuera chilango de cuna, o casi. Llegó a México en 2000, y lo recibió “la narcoguerra”, como la llama. Se ha convertido en uno de los mejores especialistas en narcotráfico y crimen organizado transnacional. Le pregunto qué le parece que una demanda legal histórica esté de alguna forma inspirada en su libro. Lo toma sin presunción; con tono ligero dice que se siente “bien”.

Blood Gun Money: How America Arms Gangs and Cartels (2021) es el libro que reporteó durante media década. Al leerlo se nota la meticulosidad y la obsesión por entender cómo las armas que están colgadas en los mostradores de tiendas gringas son compradas por residentes estadounidenses con historiales limpios. Después son traficadas a México para los cárteles. Logró construir la historia completa del tráfico de armas a México en 350 páginas.

Este libro comenzó a nacer en 2017, cuando Grillo fue a una prisión en Ciudad Juárez. Ahí se entrevistó con un traficante de armas: “Me contó a detalle cómo iba cada semana a Dallas, a las ferias de armas, y cómo sin ninguna verificación se las vendían. Eran una pequeña operación de tráfico”.

Gracias a ese convicto entendió que había dos maneras en que las armas llegaban a México: las que se compraban en las tiendas de armas legalmente y las que se vendían en las ferias. Grillo lo vio con sus propios ojos: “Es como si vas a una feria de discos o a un mercado como El Chopo, y como es una venta entre particulares no necesito una licencia”, relata

Grillo explica que las armas pasan escondidas en refrigeradores, en estufas, desarmadas, sin que los agentes migratorios se den cuenta. Los traficantes las recogen y las llevan en sus camionetas por caminos de terracería, hasta las tierras controladas por el narcotráfico. Y esto se repite semana tras semana. Un tráfico hormiga que se traduce en un volumen de entre 200 000 y 500 000 armas al año, la estimación oficial hoy aceptada.

“Hay personas que van gastando medio millón de dólares en armas de fuego. Hay compras de más de 500 armas que alimentan al mercado negro”, detalla el escritor.

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Las armerías, claro, no se iban a quedar así como así. En noviembre de 2021 comenzó su defensa. En un alegato de 58 páginas solicitaron al juez F. Dennis Saylor que desestimara la demanda del Gobierno de México.

Entre sus argumentos, reconocieron que no había duda de que todos los fabricantes de productos peligrosos, entre ellos las armas, sabían que los usuarios finales pueden emplearlas para dañar a otros. Sin embargo, en el caso de México, las supuestas lesiones eran totalmente derivadas de terceros, como los cárteles de la droga.

En la respuesta a la demanda, los fabricantes de armas se describieron a sí mismos como “respetuosos empresarios”, y aseguraron que por múltiples razones la ley no puede ser estirada para imponer responsabilidad sobre ese abismo llamado “tráfico de armas”. Llegaron a recomendar a México la implementación de medidas como mejorar la seguridad fronteriza, erradicar la corrupción y financiar adecuadamente a la policía y al Ejército, y asumir la responsabilidad de un problema social.

El 31 de enero de 2022, el Gobierno de México contrargumentó en un documento que se presentó ante el juez: señaló que las armerías fabricaban y vendían rifles de calibre .50 BMG —justamente el del Barrett M82, con el que, por cierto, se atentó contra la vida de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, el 26 de junio de 2020—, que pueden penetrar algunos blindajes de vehículos; y diseñaban rifles semiautomáticos que se convierten en ametralladoras. Alegó, sin filtro: “Saben que sus distribuidores y vendedores venden estas armas militares a granel, sin restricciones, claramente destinadas a los traficantes”.

En ese mes también se logró que países como Haití, Belice y Antigua y Barbuda, junto con procuradores generales de 14 estados y 27 fiscales de distrito en Estados Unidos, entre otros, enviaran un amicus curiae (amigos de la corte) —informes con su opinión jurídica— para solidarizarse con la demanda.

Tras más recursos, contestaciones y abogados confrontados, finalmente el juez llegó a una decisión. El 30 de septiembre de 2022 desestimó la demanda del Gobierno de México en contra de las armerías estadounidenses. Dijo que la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas prohíbe “inequívocamente” las demandas que buscaban responsabilizar a los fabricantes de armas cuando la gente las usa para el propósito con el que se crearon.

México presentó un recurso ante la Corte de Apelaciones del Primer Circuito en Massachusetts. En marzo de 2023 dos magistrados y una magistrada resolvieron, de manera unánime, que México demostró exitosamente que las empresas fabricantes y distribuidoras de armas no gozaban de inmunidad por sus prácticas comerciales negligentes. Y ahí quedó la cristalización de esa intuición original, a la que Celorio y Lowy fueron dando forma.

Finalmente, en agosto de 2023, la Corte de Apelaciones citó cara a cara a los abogados de las demandadas y a los representantes del Gobierno mexicano. Alejandro Celorio recuerda que el nivel de sus litigantes era top: uno de ellos fue abogado del mismísimo presidente Donald Trump.

“¿Cómo fue estar ahí, de frente?”, le pregunto. Sintió, sin más, que traía a 130 millones de personas detrás de él. Guarda silencio, trata de hablar, pero se le rompe la voz. Celorio se sentía gigante; ellos eran el arrojo de todo un país. Estaban enfrentados en una corte estadounidense. “Nos metimos a sus tripas, y México nunca lo había hecho”.

Desgrana un instante: “Recuerdo que uno de ellos [abogado de las armerías] les dice a los jueces: ‘Mis clientes no tienen la culpa de que criminales compren sus armas en México”. El juez contestó: ‘Entonces ¡¿ustedes saben que los delincuentes compran sus armas?!’. Mejor se calló”.

Ese día los jueces anularon la decisión de 2021, la de F. Dennis Saylor, que desechaba la demanda. “Esa apelación fue la mayor victoria que ha logrado México jurídicamente”, pondera Celorio. El país logró revertir la decisión y se convirtió en el primer gobierno extranjero que supera la inmunidad de la que gozan las armerías.

Más recursos, abogados, documentos: para el 8 de agosto de 2024, de nuevo F. Dennis Saylor rechazó la demanda de México. Consideró que el país fue incapaz de presentar pruebas suficientes para establecer una relación entre los daños alegados y las transacciones comerciales de seis demandados en Massachusetts. Así es, desestimó seis de las ocho demandas: aún sigue activo el litigio contra Smith & Wesson y Witmer Public Safety Group.

Wilhelm González enseña a Enrique, un estudiante, a disparar con un arma larga tipo francotirador. Según González, las estrictas leyes sobre las armas de fuego en México afectan principalmente a los aficionados y deportistas, sin tener un impacto significativo en el tráfico ilegal y el narcotráfico.
Enrique es entrenador deportivo y por primera vez va a probar el tiro con arma de fuego, durante una clase impartida por Wilhelm González en su escuela, Boei Gan. Según Wilhelm, tres tipos de personas asisten a sus clases: quienes quieren vivir la experiencia, quienes tienen un arma en casa (legal o ilegal) y desean aprender a usarla, y quienes han sido víctimas de un robo y quieren aprender a defenderse. En este último caso, Wilhelm aconseja a sus alumnos no responder a las agresiones.

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Hablamos a través de la pantalla de una computadora, a más de 3 000 kilómetros de distancia. Por fin puede sentarse a charlar. Jonathan Lowy, el presidente de Global Action on Gun Violence, va de caso en caso, de corte en corte, representando (incluso pro bono) a las víctimas de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.

Lo más complejo de enfrentarse a las armerías es que no hay ninguna industria en Estados Unidos que tenga tanto poder político, me explica. Cuando presentas una demanda jurídica, en general, si puedes probar el caso lo usual es que lo ganes. Contra este demandado, no: “No hay otra industria que puede llamar a sus amigos en el Congreso y hacer que cambien las reglas”.

Cuando Lowy recuerda a los miles de inocentes en México que año con año son asesinados, heridos o sometidos a la violencia de cárteles con una potencia de fuego inaudita, con armas que nunca debieron llegar a México, se reafirma y concluye que cada minuto de esta pelea de David contra Goliat ha valido la pena. La batalla, además, no ha terminado: “Si algo de ese trabajo tiene éxito, los criminales tendrán menos acceso a las armas”, me dice tranquilo.

Por supuesto, durante estos meses otras personas han colaborado en la demanda histórica. Con un papel muy especial tenemos a Mariana Aparicio, la doctora en Ciencias Sociales que coordinó el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la UNAM. Empezó a trabajar desde el primer año de la demanda.

Aparicio me confía: en agosto de 2021, Alejandro Celorio se sinceró con ella y le dijo, apesadumbrado, que había muy poca gente trabajando en la demanda civil. Fue así que entró al quite: con 10 estudiantes de primer, cuarto y quinto semestre, arrancó la investigación y el análisis del tráfico de armas. Bases de datos, estudios, papers, procesos monitorios… todo era enviado a la Consultoría Jurídica para ayudar a construir el litigio.

Chelsea Vázquez Solís tiene 21 años. Es estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales. Me habla con voz dulce, se emociona: nunca pensó que sería parte de una demanda de este tamaño. Ella, específicamente, se encargó de revisar cómo han evolucionado las leyes que regulan las armas, información clave que enviaba cada semana a la SRE. Una mujer en el inicio de su carrera profesional, cumpliendo una función, encargándose de una pieza, entre muchas otras, de una maquinaria compleja.

Trabajando en esa pieza, desde ese balcón, Vázquez comprobó la forma en que la demanda prendió las alarmas de manera extraordinaria, del otro lado de la frontera. Nunca un gobierno extranjero, un vecino, había demandado a un puñado de las compañías política y económicamente más poderosas del mundo.

Por primera vez, la estudiante vio algo que la maravilló: “Los tomó completamente por sorpresa, porque estos grupos que defienden las armas son supremacistas racistas y están en contra de México […], es un parteaguas no solo para México […], otros países también lo pueden hacer”.

Quizá la victoria no esté en los tribunales. Sí, quedará en la memoria la calidad de una argumentación jurídica; la voluntad de demostrarle al vecino, y al mundo entero, que acabar con la crisis de violencia letal es una responsabilidad compartida. Pero quizá, solo quizá, lo que en verdad se ha ganado es la apertura de un camino al futuro, la posibilidad de un cambio en la conciencia de las mexicanas y mexicanos que apenas se están abriendo a la vida cívica.

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Rápida, furiosa y juiciosa

Rápida, furiosa y juiciosa

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Un civil armado en medio de un enfrentamiento con el Cártel de Jalisco Nueva Generación, en Michoacán. En sus manos, un rifle de asalto que muy probablemente entró de manera ilegal a México, proveniente de Estados Unidos. Cada año entre 200 000 y 500 000 armas ilegales cruzan la frontera, según la estimación oficial.
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Así se forjó la histórica demanda mexicana contra las armerías estadounidenses.

La agenda de seguridad en las relaciones México-Estados Unidos siempre ha estado expuesta a los dobles discursos, los intereses inconfesables, el unilateralismo y el chantaje. Sin embargo, la deriva de arbitrariedad a la que asistimos desde la segunda llegada al poder de Donald Trump siembra un escenario imprevisible, en el que se corre el riesgo de vaciar de significado términos como “soberanía”, “derechos humanos” o “diplomacia profesional”. Como parte de la necesidad de recordar la base de la dignidad de las naciones, revisitamos los días de zozobra y excitación en los que México se plantó y llevó a tribunales a los fabricantes de las armas con las que se asesina en su territorio.

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Cuando llegaron al restaurante cerca del kilómetro 100 de la Carretera Federal 57, la que cruza Matehuala, San Luis Potosí, Víctor Ávila, el agente especial de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de Estados Unidos (HSI, por sus siglas en inglés), y su compañero Jaime Zapata vieron la Suburban azul. Estaba ahí, detenida, con la carrocería brillando al sol, en un tramo donde solo hay matorrales secos y traileros estacionados que intentan mitigar el sueño. Era la mañana del 15 de febrero de 2011, un día después del Valentine’s Day.

Ávila, un mexicano-estadounidense al que habían comisionado dos años antes como agente especial de esa oficina en la Ciudad de México, realmente no quería estar ahí. Un día antes le había dicho a su jefe: “¡Cómo chingados me vas a mandar!”. Pero las órdenes de un superior fueron claras: “Quiero el equipo en Ciudad de México”.

Su experiencia en operativos encubiertos y trabajos de inteligencia le habían enseñado que la Federal 57 —una de las vías más importantes de México, conexión entre la frontera norte y el centro— tenía dueño. Los Zetas, un grupo paramilitar metido en el tráfico de drogas, se habían hecho ya con el control de las carreteras en la zona, y habían sacudido la conciencia del país entero con la masacre de 72 migrantes en un ejido del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Ávila quería hacer la transacción rápido.

Otros compañeros de oficina en Estados Unidos habían cruzado la frontera y manejaron hasta ese punto de San Luis Potosí, en el que le entregaron a Ávila y Zapata varias cajas con equipo de vigilancia y rastreadores. La hsi realizaba en ese momento una operación encubierta llamada Pacific Rim, una investigación en conjunto con México y Colombia con el objetivo de desarticular una red de lavado de dinero. Así que un saludo rápido a pie de carretera, a cargar las cajas en la Suburban y ¡vámonos!

Ávila fue el primero en tomar el volante de la camioneta rumbo a la Ciudad de México. Aceleró y unos 20 minutos después se encontró con un retén de la entonces Policía Federal; recuerda que alguien ahí apostado lanzó una sonrisa medio siniestra. A la 1:30 de la tarde llegaron a un área de descanso, donde los hombres se comieron un subway. Cuando retomaron la marcha, ya su compañero Zapata conducía la camioneta, pues Ávila debía preparar la jornada de papeleo que tendrían en la oficina en la Ciudad de México.

“No pasaron ni 20 minutos cuando nos adelantaron dos camionetas. Jaime es el que me dice: ‘Oye, ¿viste el rifle?’ —continúa la narración—. ‘Sí, pero acá en México quién sabe de quién será. Déjalos pasar’”, fue la respuesta, y Ávila siguió a lo suyo. Unos segundos después, una especie de pulsación nerviosa hizo voltear al agente ensimismado: vio que la misma camioneta con hombres armados había bajado la velocidad, hasta quedar justo frente a ellos.

“¡Acelera!”, exclamó Ávila. No alcanzó a terminar de darle instrucciones a su compañero, cuando se dieron cuenta de que otra camioneta los alcanzó por el costado. El agente conocía esa forma de proceder por sus años en la academia de policía; se trataba de un “obstáculo rodante”, maniobra difícil de burlar.

Alcanzó a escuchar que les gritaban: “¡Párate, hijo de la chingada!”, mientras sacaban sus rifles AK-47 —“cuernos de chivo”, en su bautizo mexicano— por las ventanas del copiloto. No les quedó otra más que parar a lado de la cinta asfáltica.

Los hombres que los rodearon eran morenos, con el bigote bien recortado y corte de pelo estilo militar. Se colocaron en formación de U y les apuntaron con sus armas. Los agentes permanecieron petrificados en sus asientos. Levantaron las manos y escucharon por primera vez la voz sorda. Hoy se sabe que Julián Zapata Espinoza, un sicario de Los Zetas apodado el Piolín, fue el que le gritaba: “¡Que te bajes del pinche carro!”. Ávila le rogó a su compañero Zapata que no se apeara. El Piolín empezó a forcejear con la manija de la puerta y, aunque logró abrirla, con lagrimones en los ojos el oficial del Gobierno estadounidense volvió a cerrarla de golpe.

“¡Abre la puta puerta!”, seguían los gritos, como en una pesadilla. El sicario lanzó los primeros balazos. Ávila asegura que ahí, finalmente, “le cayó el veinte”, y jugó su última carta: “¡Somos americanos, nos están confundiendo, no somos quienes piensan que somos! —les gritaba desde el asiento del copiloto—. “¡Déjame sacar mi pasaporte diplomático, somos de la embajada!”, exclamaba desesperado. En el forcejeo, en el abrir y cerrar de puertas, los agentes presionaron el botón que bajaba las ventanas. Los sicarios metieron los cañones humeantes de un cuerno de chivo y de un arma corta. Ávila intentó subir el vidrio y empujar su cuerpo hacia atrás para que el cañón no quedara justo en su cabeza, pero las cajas con equipo que ocupaban las plazas traseras se lo impidieron.

Los cañones de las armas ya estaban adentro y los sicarios empezaron a disparar; las balas se impactaron en el techo y rebotaron a los asientos. Las explosiones fueron tan intensas que dejaron sordo a Ávila.

A mitad del caos, entrevió que Zapata se sostenía el vientre entre los brazos y que entre sus dedos se escurría su propia sangre. Ávila volvió en sí y gritó: “¡El acelerador, acelera, Jaime!”. Su colega apenas pudo responderle: “Me dieron”.

Con la última de sus fuerzas, Zapata pisó el acelerador. Chocaron contra una de las camionetas de Los Zetas. Lo último que Ávila escuchó de su compañero fue “me voy a morir”. Mientras el primero intentaba reanimarlo con cachetadas, vio a otra camioneta que se ponía frente a él. Dos hombres armados se bajaron y caminaron hacia el frente de la Suburban. Lo miraron y sin decir nada dispararon una ráfaga más. Sin corroborar si Ávila estaba muerto, se fueron.

Víctor Ávila sobrevivió al ataque de Los Zetas.

Han pasado 14 años. El hombre está impecable, nadie sospecharía que varias balas lo atravesaron, que vive en dolor constante: anda de traje, peinado para atrás, es bien parecido. Habla desde su estudio en una ciudad del sur de Texas. En una de las paredes, a pesar de todo, tiene colgada una bandera de Estados Unidos y todas las condecoraciones al valor que recibió después del ataque.

Su acento norteño delata el origen: su familia es de Ciudad Juárez, ahí viven varios de los suyos aún. Aunque no derrama una lágrima, me da la impresión de que el colofón de esta historia le rompe el corazón patriota. Tras una investigación judicial se descubrió que las armas con las que lo atacaron fueron compradas en una tienda legal en Estados Unidos, e introducidas a México de manera ilegal por tres traficantes, todo con el aval de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, otro organismo estadounidense. Fueron sus propios colegas quienes dejaron pasar las armas con las que casi lo matan, con las que destrozaron a Jaime Zapata.

Después de todos estos años, todavía resulta difícil de creer, pero sucedió. Entre 2006 y 2011, las autoridades estadounidenses permitieron que traficantes introdujeran 2 000 armas de fuego a México —“trasiego controlado”, lo llamaría un burócrata—. Y lo hicieron sin informar a su contraparte mexicana. Era parte de un operativo llamado Fast and Furious, con el que pretendían trazar una ruta hasta los cabecillas de los cárteles. Pero nunca siguieron el rastro, y las armas se quedaron en manos de los narcotraficantes. Se han recuperado unas pocas en balaceras y enfrentamientos armados; aún se busca el lote completo.

“¡¿Quién chingado se pone a decir: ‘Voy a mandar armas a México’?! ¿Por qué lo hicieron? ¡¿Por qué nadie le avisó al Gobierno mexicano?!”. Ávila abandona la calma.

En diciembre de 2019, un presidente mexicano finalmente se pronunciaría sobre el operativo Rápido y Furioso. El morenista Andrés Manuel López Obrador denunció, sin medias tintas, que se trató de una violación flagrante “contra la soberanía”. Con un agravante: se permitió el ingreso de las armas que luego, según se demostró, se usaron para cometer crímenes.

El ambiente, por lo demás, justificaba la reacción. Ese sexenio arrancó con una crisis acentuada: la de la violencia letal perpetrada con armas de fuego. El número de personas asesinadas con ese tipo de armas pasó de 10 464 en 2015 a 23 873 en 2018: un aumento de 128% en apenas 36 meses. Más datos: a finales de 2012 el 53% de los homicidios dolosos fue cometido con armas de fuego, pero en 2018 esta cifra aumentó a 70%. Son cifras oficiales, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Las declaraciones del entonces presidente, a la distancia, parece que marcaron el inicio del movimiento de una maquinaria. De otra estrategia.

La demanda de México a las armerías estadounidenses
Diferentes armas de fuego reposan en una caja tras su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz se instaló durante dos semanas de enero de 2025 en la explanada de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México. En la primera semana se destruyeron 213 armas cortas, 49 armas largas, 13 granadas, 14 887 cartuchos y 153 cargadores.
Una pistola calibre .45, antes de su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz es una iniciativa que permite a los ciudadanos entregar, de manera confidencial, las armas que poseen —presumiblemente de origen ilegal— a cambio de una compensación en efectivo.
Un soldado de la Secretaría de la Defensa Nacional mexicana (Sedena) lleva a cabo la destrucción de un arma de fuego, como parte de dicho programa.

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Es 4 de agosto de 2021. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha convocado a una conferencia de prensa. Citan en un recinto no oficial: el Museo Memoria y Tolerancia, un edificio del centro de la Ciudad de México, con una museografía que recorre diferentes genocidios históricos.

En uno de los salones principales han colocado una mesa con mantel negro y cinco sillas. Van llegando los participantes y ocupan su lugar. Al centro está el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y a su izquierda, Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política de Morena, el partido que gobierna México. Vienen formales, trajes, corbatas señoriales y maletines de los de antes. Al lado derecho del canciller hay un hombre con corbata amarilla que no reconozco.

Mientras hablan y hacen política entre sí y frente al público, él manda mensajes rápidos desde su teléfono. Hasta sus dedos parecen desesperados. Después me enteraré de que ese hombre se llama Alejandro Celorio, consultor jurídico de la SRE, el abogado general, digamos. Más tarde sabré también que durante dos años preparó, cabildeó y orquestó lo que se está a punto de anunciar.

El maestro de ceremonias suelta la noticia: “Hoy presentamos acciones en contra de la comercialización de armas y su tráfico ilícito a México”, dice casi titubeando. Una frase larga e inentendible a primer golpe.

De pronto se proyecta un video que abre con la fotografía de un rótulo callejero. La imagen me lleva a Tijuana, a los años de mi niñez. Cada sábado, a lo largo de 30 años, mis padres cruzaban la frontera en una panel destartalada Dodge 79, a comprar muebles usados en Poway, una ciudad en el condado de San Diego. Regresábamos por la garita de San Ysidro y vendíamos los muebles en un swap meet en Tijuana.

Yo contemplaba por horas el letrero, mientras esperábamos a que los agentes de aduanas en México revisaran cada mueble y sus compartimientos en busca de armas o drogas. Un tedio eterno. “Illegal to carry firearms into Mexico”. O sea, “es ilegal llevar armas de fuego a México”.

En el video, una voz en off de un hombre dice que cada año se trafican ilegalmente "más de medio millón de armas desde Estados Unidos a México", que son utilizadas en actividades ilícitas. Se nos informa de una tragedia palpable: el 70% de las armas con las que se cometen homicidios en México venían de Estados Unidos.

Ese día en el museo, en el corazón de México, en avenida Juárez, justo al lado de su edificio sede, la SRE nos informa que interpuso esa mañana una demanda civil ante un tribunal de Massachusetts, en Estados Unidos, en contra de 10 empresas armamentísticas internacionales. Estamos atónitos: es la primera vez que México les declara una guerra frontal y legal a las empresas que abastecen de insumos a los países en conflictos bélicos. La compensación del daño exigida: 15 000 millones de dólares.

Entre las acusadas se cuentan Barrett —fabricante del terriblemente famoso fusil M82, capaz de ‘bajar’ helicópteros—, Beretta —de origen italiano, pero establecida en Estados Unidos, creadora de las pistolas semiautomáticas favoritas de los policías—, Glock —de origen austriaco, también fabricante de avanzadas pistolas semiautomáticas— y la estrella del juicio: Smith & Wesson, todo un nombre propio en rifles y revólveres, el mayor fabricante de armas de fuego cortas en Estados Unidos.

Marcelo Ebrard, un hombre que suele reflejar prudencia, se pone de pie frente al estrado. Se quita, se pone los lentes, se zangolotea de un lado a otro. Las manos le tiemblan, pero después de unos segundos, se planta firme y dispara: “Estas empresas tienen responsabilidad e información sobre quiénes compran hasta cinco Barrett. Que paguen los estudios enfocados a prevenir el tráfico de armas y que las empresas cesen de inmediato las prácticas negligentes que ocasionan daños en México”.

El Gobierno mexicano, históricamente el que ha tenido las de perder en sus relaciones asimétricas con potencias extranjeras, mira de frente y acusa: los fabricantes de armas están desarrollando diferentes modelos específicos para el narco, hechos para ponerlos en sus manos, y hasta les hacen arreglos, adecuaciones. Por si fuera necesario, acaso para dejar claro que no es una ocurrencia de su dependencia, Ebrard dice que el presidente de México —el mismo que condenó el operativo Rápido y Furioso— les dio la bendición. “Nos ha dado la autorización de emprender este paso, consciente [de] que no tiene precedente que el Gobierno de México participe en un litigio de esta naturaleza”. Muy pronto vienen los aplausos, las exaltaciones nacionalistas en redes sociales; todos a favor de la batalla de David contra Goliat, según se interpreta en la superficie, en el código de los gestos, lo que se ha puesto enfrente de nosotros.

En Estados Unidos las reacciones llegan unas horas después: la Asociación Industrial del Comercio de las Armas y la Asociación Nacional del Rifle —dos de las agrupaciones más poderosas, cabilderas por las armas— acusan al Gobierno mexicano de ser culpables de su propia violencia, de su incapacidad para frenar al crimen y la corrupción.

En ese verano de 2021, la relación bilateral ya estaba lo suficientemente tensa. El 11 de mayo de 2020, el canciller Ebrard había presentado una solicitud de información exigiendo a la Embajada de Estados Unidos los pormenores de cómo se llevó a cabo la operación Fast and Furious. Y en diciembre de ese año el Congreso mexicano había aprobado una ley que pretendía regular a los agentes extranjeros que trabajaban para agencias como la dea —acostumbrados a pasearse como Pedrito por su casa— y los obligaba a entregar a las autoridades de este lado de la frontera toda la información que recopilaran en territorio nacional. La última parte de la relación con el primer Donald Trump en el poder quedaba sembrada con bombas.

Por todo lo anterior, en ese momento la demanda podía ser leída solo como el clímax de una serie de escaramuzas en la política bilateral, de encontronazos diplomáticos que empezaron cuando llegó al poder el presidente de izquierda López Obrador: “No somos una colonia de Estados Unidos”, decía en las conferencias que realizaba todas las mañanas desde Palacio Nacional. Era una de las herramientas de la caja dialéctica del viejo nacionalismo mexicano que el mandatario abría un día sí y otro también para mover sentimientos, crear adeptos, cohesión al interior.

Sin embargo, el litigio estaba llamado a ser más que un acontecimiento sexenal.

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Es diciembre de 2024 en la Ciudad de México. Lo encuentro entre una pila de libros en un café de Polanco, muy, pero muy sonriente. No se parece nada al de la conferencia del 4 de agosto de tres años atrás. Se ve relajado, anda en pantalón de mezclilla y un saco de vestir.

Durante casi dos décadas Alejandro Celorio Alcántara fue miembro del Servicio Exterior Mexicano: transitó entre la jefatura de la Sección de Asuntos Hispanos y Migratorios en la Embajada de México en Washington y el Consulado en Sacramento, California. Me dice que desde hace unas semanas ya no es miembro del servicio, pero la forma en que se dirige a mí, al mesero, cómo pide y da las gracias, podría ser la de un cónsul. Siempre educado pero firme.

Admite que su vida cambió ese 4 de agosto, cuando su nombre y su rostro aparecieron en las portadas de todas las televisoras, periódicos y portales de México y Estados Unidos. Las notas se titulaban “¿Quién es Alejandro Celorio Alcántara?”, como si fuera una celebridad en ascenso.

Nos sentamos en una esquina, en una mesita apartada, y a pesar de mis preguntas insistentes y mi falta de conocimientos técnicos, responde a todo sin perder el temple y la paciencia. Le pregunto por qué decidieron enfrentarse a las armerías de la mayor potencia del mundo, entes que juegan con ventaja en un mercado inmenso, apabullante (apenas una referencia: en 2022 la mercancía despachada por la industria de las armas de fuego alcanzó los 5 800 millones de dólares, solo en Estados Unidos).

Una tragedia fue dando forma a la estrategia, en el relato de Celorio. El 3 de agosto de 2019, Patrick Wood Crusius, un joven supremacista, entró a una tienda Walmart en el área de Cielo Vista, a pocos kilómetros de la frontera de Juárez con Texas. Con un fusil semiautomático recorrió los pasillos y asesinó a 23 personas. La mitad eran mexicanos. Patrick dijo que quería terminar con la invasión hispana en Estados Unidos.

Alejandro Celorio
A partir de 2019, en la cabeza de Alejandro Celorio comenzó a tomar forma la estrategia detrás de la demanda. Ya no trabaja en la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero su visión, empeño y, sobre todo, su capacidad de rodearse de las personas correctas han marcado una época.

La evocación de Celorio me refresca el recuerdo. En 2022 me encontré con Margarita Arbizu, juarense y madre de Daisy, que tenía 24 años en 2019. Me contó que ese era el primer día de trabajo de su hija en el Walmart texano. Cuando llegó el atacante, Daisy alcanzó a llamar a su madre por teléfono: 

—¡Mamá, están disparando!

—¡Corre! ¡Escóndete!

Y sí, corrió. Logró escapar. Pero años después aún piensa: “¿Y si regresa la gente de Patrick?”.

Celorio recuerda que Marcelo Ebrard estaba conmocionado con la masacre de Texas: quería emprender inmediatamente una acción legal para que no se repitiera un atentado como ese, contra mexicanos. “Teníamos que demandar a Walmart por daños; el problema es que el Gobierno no podía ser parte [en la demanda], porque no fuimos afectados”, explica el exdiplomático.

Siguiente paso: contactar al reconocido abogado estadounidense Jonathan Lowy, un hombre grande y señorial, con esa expresión que perpetuamente parece decir: “Everything is OK”. Durante 27 años había litigado casos relacionados con el uso negligente de armas; no por nada era presidente de la asociación Global Action on Gun Violence. Los dos hombres comenzaron a idear estrategias, a darles vueltas a otros casos, pero ninguno era contundente. Ninguno les permitía vislumbrar algún elemento para armar una argumentación-modelo, para sustentar una lógica jurídica. Hasta el 19 de octubre de 2019.

Ese jueves Celorio veía la televisión en vivo, como todo el país: Culiacán estaba en llamas a causa de un operativo con el que el Gobierno mexicano logró la detención (momentánea) de Ovidio Guzmán, el Ratón, el heredero del imperio criminal de su padre, Joaquín el Chapo Guzmán. Pero el Cártel de Sinaloa no tardó en reaccionar: paralizó durante horas la ciudad, capital del estado, cortó vías de comunicación, incendió vehículos y secuestró a ciudadanos. El presidente López Obrador reconoció que dio la orden de liberarlo para preservar, dijo, la vida de las personas.

“Recuerdo que los veo [a los sicarios] y empiezo a mandarle mensajes a Marcelo: ‘¡Eso es un Barrett!, ¡y eso es un Browning y se compra en una tienda de Estados Unidos!’”, dice Celorio. Justo en ese momento le vinieron a la mente las posibles acciones legales que no habían logrado cuadrar: “La estrategia podría ir dirigida a las armas que tiene el narco y [que] provienen de Estados Unidos”.

Le preguntó a Lowy si una tienda de armas en Estados Unidos podría ser responsable de la negligencia con la que venden sus productos y de la falta de control. Una cadena de irresponsabilidad que podría llegar hasta el propio fabricante de las armas. El litigante le dijo que sí, y se le ocurrió que podrían establecer en un juicio que la violencia y los daños que había sufrido México eran producto de esta irresponsabilidad.

Durante dos años, Celorio y un pequeño equipo que trabajaba con él en la Consultoría Jurídica de Relaciones Exteriores cuidaron cada paso: seleccionaron a los despachos en Estados Unidos que los representarían; lograron una tarifa negociada de un millón de dólares al año —una bobada en un país donde el trabajo de litigio se cobra en hasta 500 dólares la hora—. Durante ese tiempo se apoyaron en la académica Mariana Aparicio, que coordinaba el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en sus 10 estudiantes.

En esos dos años se enfrentaron a multitud de retos domésticos. Uno de los mayores: convencer a algunos funcionarios del Gobierno federal, que temían enfrentarse a las armerías. “Va a molestar a los norteamericanos”, se les mandaba decir en la Consultoría.

“Había que explicarle a la Fiscalía, a Gertz Manero, a Seguridad Pública, al Ejército. Porque el mito es que muchas de las armas las perdía el Ejército, y eso no es cierto en la magnitud que la gente cree”, rememora Celorio.

También había que definir el estado del país vecino en el que interpondrían la demanda. Sabían que en tribunales de estados conservadores era probable que fuera desechada inmediatamente. Un tribunal en Boston, en Massachusetts, terminó siendo el elegido, después de descubrir que las armerías objeto de la demanda tenían operaciones en ese estado.

“Fuimos muy discretos en estos dos años [...], pero desafortunadamente no conté con el apoyo de nadie más que de la Consultoría Jurídica y el canciller”, me asegura Celorio. No entra en detalles, son secretos del litigio que se llevará con él.

Le pregunto cómo vivió el día antes de aquel 4 de agosto de 2021, cuando se presentó la demanda. Se le corta la voz: “Cuando te das cuenta de lo que estamos haciendo… Al final, la demanda era una demanda contra el narcotráfico”. Hace otra pausa, pasa saliva, toma un sorbo de agua y contiene las lágrimas. Y abunda: “Sabíamos que jurídicamente tenía fundamento, pero estaba muerto de miedo. [Equivalía a] cerrarle la llave al narcotráfico”. El día antes también platicó con su equipo en la Consultoría Jurídica, un grupo de jovencitos, y les dijo que ya tenía autorización para presentar la demanda. Les explicó que se haría público, que era su deber poner la cara, estar en esa conferencia, pero de ellos, no. La mayoría le dijo: “Si nos necesitas, vamos”. Significó mucho para él.

El propio Jonathan Lowy le preguntó si tenía miedo. Y desde el Centro Nacional de Inteligencia, la agencia que reemplazó al famoso Cisen, le advirtieron: “Si te hablamos y te decimos ‘corre’, tú corres”. Un día antes de presentar la demanda se despidió de sus hijos. Frente a mí, trata de explicar lo que sintió, pero se queda en silencio. No puede hablar más. En cualquier caso, Celorio afirma que aquel 4 de agosto tuvo la oportunidad “de hacer algo que pocas veces puedes hacer por tu país […]. Mis hijos son americanos, mi esposa es americana. En 2012 mi niño tenía menos de un año y pasó el atentado de Sandy Hook [una escuela primaria en Newtown, Connecticut, en la que un joven de 20 años asesinó a 26 personas con un rifle de alto poder]. A los niños los despedazaron. Pensar que uno puede hacer algo desde el escritorio para salvar vidas es enorme”.

El exconsejero jurídico nunca se lleva el crédito solo. Me dice a quién buscar, me da tips, y así llego hasta Ioan Grillo, un periodista y autor inglés que publicó un libro que fue una biblia para Alejandro. Lo ayudó a entender paso a paso cómo las armas que salían legalmente de tiendas en Estados Unidos llegaban directo a las manos de los cárteles.

Un comprador viajó desde el estado de Oaxaca para adquirir un arma larga y dos armas cortas en la tienda de armas de la Sedena, en enero de 2025.
Una cultura de armas muy diferente a la de Estados Unidos: vista general de la Dirección de Comercialización de Armamento y Municiones de la Sedena, en la Ciudad de México.

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Ya es enero de 2025. Son las 12 del mediodía en la colonia Roma, Ciudad de México. Llega corriendo y, sin esperar al mesero, se va directo a la barra a pedir dos cafés. Me saluda con afecto, como si me conociera de hace mucho. No puedo dejar de notar un crucifijo de plata que abarca buena parte de su pecho. Pienso que es tan grande como el tamaño del riesgo que Ioan Grillo ha enfrentado en los últimos 25 años.

Grillo nació en Brighton, Inglaterra, pero habla español como si fuera chilango de cuna, o casi. Llegó a México en 2000, y lo recibió “la narcoguerra”, como la llama. Se ha convertido en uno de los mejores especialistas en narcotráfico y crimen organizado transnacional. Le pregunto qué le parece que una demanda legal histórica esté de alguna forma inspirada en su libro. Lo toma sin presunción; con tono ligero dice que se siente “bien”.

Blood Gun Money: How America Arms Gangs and Cartels (2021) es el libro que reporteó durante media década. Al leerlo se nota la meticulosidad y la obsesión por entender cómo las armas que están colgadas en los mostradores de tiendas gringas son compradas por residentes estadounidenses con historiales limpios. Después son traficadas a México para los cárteles. Logró construir la historia completa del tráfico de armas a México en 350 páginas.

Este libro comenzó a nacer en 2017, cuando Grillo fue a una prisión en Ciudad Juárez. Ahí se entrevistó con un traficante de armas: “Me contó a detalle cómo iba cada semana a Dallas, a las ferias de armas, y cómo sin ninguna verificación se las vendían. Eran una pequeña operación de tráfico”.

Gracias a ese convicto entendió que había dos maneras en que las armas llegaban a México: las que se compraban en las tiendas de armas legalmente y las que se vendían en las ferias. Grillo lo vio con sus propios ojos: “Es como si vas a una feria de discos o a un mercado como El Chopo, y como es una venta entre particulares no necesito una licencia”, relata

Grillo explica que las armas pasan escondidas en refrigeradores, en estufas, desarmadas, sin que los agentes migratorios se den cuenta. Los traficantes las recogen y las llevan en sus camionetas por caminos de terracería, hasta las tierras controladas por el narcotráfico. Y esto se repite semana tras semana. Un tráfico hormiga que se traduce en un volumen de entre 200 000 y 500 000 armas al año, la estimación oficial hoy aceptada.

“Hay personas que van gastando medio millón de dólares en armas de fuego. Hay compras de más de 500 armas que alimentan al mercado negro”, detalla el escritor.

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Las armerías, claro, no se iban a quedar así como así. En noviembre de 2021 comenzó su defensa. En un alegato de 58 páginas solicitaron al juez F. Dennis Saylor que desestimara la demanda del Gobierno de México.

Entre sus argumentos, reconocieron que no había duda de que todos los fabricantes de productos peligrosos, entre ellos las armas, sabían que los usuarios finales pueden emplearlas para dañar a otros. Sin embargo, en el caso de México, las supuestas lesiones eran totalmente derivadas de terceros, como los cárteles de la droga.

En la respuesta a la demanda, los fabricantes de armas se describieron a sí mismos como “respetuosos empresarios”, y aseguraron que por múltiples razones la ley no puede ser estirada para imponer responsabilidad sobre ese abismo llamado “tráfico de armas”. Llegaron a recomendar a México la implementación de medidas como mejorar la seguridad fronteriza, erradicar la corrupción y financiar adecuadamente a la policía y al Ejército, y asumir la responsabilidad de un problema social.

El 31 de enero de 2022, el Gobierno de México contrargumentó en un documento que se presentó ante el juez: señaló que las armerías fabricaban y vendían rifles de calibre .50 BMG —justamente el del Barrett M82, con el que, por cierto, se atentó contra la vida de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, el 26 de junio de 2020—, que pueden penetrar algunos blindajes de vehículos; y diseñaban rifles semiautomáticos que se convierten en ametralladoras. Alegó, sin filtro: “Saben que sus distribuidores y vendedores venden estas armas militares a granel, sin restricciones, claramente destinadas a los traficantes”.

En ese mes también se logró que países como Haití, Belice y Antigua y Barbuda, junto con procuradores generales de 14 estados y 27 fiscales de distrito en Estados Unidos, entre otros, enviaran un amicus curiae (amigos de la corte) —informes con su opinión jurídica— para solidarizarse con la demanda.

Tras más recursos, contestaciones y abogados confrontados, finalmente el juez llegó a una decisión. El 30 de septiembre de 2022 desestimó la demanda del Gobierno de México en contra de las armerías estadounidenses. Dijo que la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas prohíbe “inequívocamente” las demandas que buscaban responsabilizar a los fabricantes de armas cuando la gente las usa para el propósito con el que se crearon.

México presentó un recurso ante la Corte de Apelaciones del Primer Circuito en Massachusetts. En marzo de 2023 dos magistrados y una magistrada resolvieron, de manera unánime, que México demostró exitosamente que las empresas fabricantes y distribuidoras de armas no gozaban de inmunidad por sus prácticas comerciales negligentes. Y ahí quedó la cristalización de esa intuición original, a la que Celorio y Lowy fueron dando forma.

Finalmente, en agosto de 2023, la Corte de Apelaciones citó cara a cara a los abogados de las demandadas y a los representantes del Gobierno mexicano. Alejandro Celorio recuerda que el nivel de sus litigantes era top: uno de ellos fue abogado del mismísimo presidente Donald Trump.

“¿Cómo fue estar ahí, de frente?”, le pregunto. Sintió, sin más, que traía a 130 millones de personas detrás de él. Guarda silencio, trata de hablar, pero se le rompe la voz. Celorio se sentía gigante; ellos eran el arrojo de todo un país. Estaban enfrentados en una corte estadounidense. “Nos metimos a sus tripas, y México nunca lo había hecho”.

Desgrana un instante: “Recuerdo que uno de ellos [abogado de las armerías] les dice a los jueces: ‘Mis clientes no tienen la culpa de que criminales compren sus armas en México”. El juez contestó: ‘Entonces ¡¿ustedes saben que los delincuentes compran sus armas?!’. Mejor se calló”.

Ese día los jueces anularon la decisión de 2021, la de F. Dennis Saylor, que desechaba la demanda. “Esa apelación fue la mayor victoria que ha logrado México jurídicamente”, pondera Celorio. El país logró revertir la decisión y se convirtió en el primer gobierno extranjero que supera la inmunidad de la que gozan las armerías.

Más recursos, abogados, documentos: para el 8 de agosto de 2024, de nuevo F. Dennis Saylor rechazó la demanda de México. Consideró que el país fue incapaz de presentar pruebas suficientes para establecer una relación entre los daños alegados y las transacciones comerciales de seis demandados en Massachusetts. Así es, desestimó seis de las ocho demandas: aún sigue activo el litigio contra Smith & Wesson y Witmer Public Safety Group.

Wilhelm González enseña a Enrique, un estudiante, a disparar con un arma larga tipo francotirador. Según González, las estrictas leyes sobre las armas de fuego en México afectan principalmente a los aficionados y deportistas, sin tener un impacto significativo en el tráfico ilegal y el narcotráfico.
Enrique es entrenador deportivo y por primera vez va a probar el tiro con arma de fuego, durante una clase impartida por Wilhelm González en su escuela, Boei Gan. Según Wilhelm, tres tipos de personas asisten a sus clases: quienes quieren vivir la experiencia, quienes tienen un arma en casa (legal o ilegal) y desean aprender a usarla, y quienes han sido víctimas de un robo y quieren aprender a defenderse. En este último caso, Wilhelm aconseja a sus alumnos no responder a las agresiones.

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Hablamos a través de la pantalla de una computadora, a más de 3 000 kilómetros de distancia. Por fin puede sentarse a charlar. Jonathan Lowy, el presidente de Global Action on Gun Violence, va de caso en caso, de corte en corte, representando (incluso pro bono) a las víctimas de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.

Lo más complejo de enfrentarse a las armerías es que no hay ninguna industria en Estados Unidos que tenga tanto poder político, me explica. Cuando presentas una demanda jurídica, en general, si puedes probar el caso lo usual es que lo ganes. Contra este demandado, no: “No hay otra industria que puede llamar a sus amigos en el Congreso y hacer que cambien las reglas”.

Cuando Lowy recuerda a los miles de inocentes en México que año con año son asesinados, heridos o sometidos a la violencia de cárteles con una potencia de fuego inaudita, con armas que nunca debieron llegar a México, se reafirma y concluye que cada minuto de esta pelea de David contra Goliat ha valido la pena. La batalla, además, no ha terminado: “Si algo de ese trabajo tiene éxito, los criminales tendrán menos acceso a las armas”, me dice tranquilo.

Por supuesto, durante estos meses otras personas han colaborado en la demanda histórica. Con un papel muy especial tenemos a Mariana Aparicio, la doctora en Ciencias Sociales que coordinó el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la UNAM. Empezó a trabajar desde el primer año de la demanda.

Aparicio me confía: en agosto de 2021, Alejandro Celorio se sinceró con ella y le dijo, apesadumbrado, que había muy poca gente trabajando en la demanda civil. Fue así que entró al quite: con 10 estudiantes de primer, cuarto y quinto semestre, arrancó la investigación y el análisis del tráfico de armas. Bases de datos, estudios, papers, procesos monitorios… todo era enviado a la Consultoría Jurídica para ayudar a construir el litigio.

Chelsea Vázquez Solís tiene 21 años. Es estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales. Me habla con voz dulce, se emociona: nunca pensó que sería parte de una demanda de este tamaño. Ella, específicamente, se encargó de revisar cómo han evolucionado las leyes que regulan las armas, información clave que enviaba cada semana a la SRE. Una mujer en el inicio de su carrera profesional, cumpliendo una función, encargándose de una pieza, entre muchas otras, de una maquinaria compleja.

Trabajando en esa pieza, desde ese balcón, Vázquez comprobó la forma en que la demanda prendió las alarmas de manera extraordinaria, del otro lado de la frontera. Nunca un gobierno extranjero, un vecino, había demandado a un puñado de las compañías política y económicamente más poderosas del mundo.

Por primera vez, la estudiante vio algo que la maravilló: “Los tomó completamente por sorpresa, porque estos grupos que defienden las armas son supremacistas racistas y están en contra de México […], es un parteaguas no solo para México […], otros países también lo pueden hacer”.

Quizá la victoria no esté en los tribunales. Sí, quedará en la memoria la calidad de una argumentación jurídica; la voluntad de demostrarle al vecino, y al mundo entero, que acabar con la crisis de violencia letal es una responsabilidad compartida. Pero quizá, solo quizá, lo que en verdad se ha ganado es la apertura de un camino al futuro, la posibilidad de un cambio en la conciencia de las mexicanas y mexicanos que apenas se están abriendo a la vida cívica.

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Rápida, furiosa y juiciosa

Rápida, furiosa y juiciosa

07
.
04
.
25
2025
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Así se forjó la histórica demanda mexicana contra las armerías estadounidenses.

La agenda de seguridad en las relaciones México-Estados Unidos siempre ha estado expuesta a los dobles discursos, los intereses inconfesables, el unilateralismo y el chantaje. Sin embargo, la deriva de arbitrariedad a la que asistimos desde la segunda llegada al poder de Donald Trump siembra un escenario imprevisible, en el que se corre el riesgo de vaciar de significado términos como “soberanía”, “derechos humanos” o “diplomacia profesional”. Como parte de la necesidad de recordar la base de la dignidad de las naciones, revisitamos los días de zozobra y excitación en los que México se plantó y llevó a tribunales a los fabricantes de las armas con las que se asesina en su territorio.

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Cuando llegaron al restaurante cerca del kilómetro 100 de la Carretera Federal 57, la que cruza Matehuala, San Luis Potosí, Víctor Ávila, el agente especial de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de Estados Unidos (HSI, por sus siglas en inglés), y su compañero Jaime Zapata vieron la Suburban azul. Estaba ahí, detenida, con la carrocería brillando al sol, en un tramo donde solo hay matorrales secos y traileros estacionados que intentan mitigar el sueño. Era la mañana del 15 de febrero de 2011, un día después del Valentine’s Day.

Ávila, un mexicano-estadounidense al que habían comisionado dos años antes como agente especial de esa oficina en la Ciudad de México, realmente no quería estar ahí. Un día antes le había dicho a su jefe: “¡Cómo chingados me vas a mandar!”. Pero las órdenes de un superior fueron claras: “Quiero el equipo en Ciudad de México”.

Su experiencia en operativos encubiertos y trabajos de inteligencia le habían enseñado que la Federal 57 —una de las vías más importantes de México, conexión entre la frontera norte y el centro— tenía dueño. Los Zetas, un grupo paramilitar metido en el tráfico de drogas, se habían hecho ya con el control de las carreteras en la zona, y habían sacudido la conciencia del país entero con la masacre de 72 migrantes en un ejido del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Ávila quería hacer la transacción rápido.

Otros compañeros de oficina en Estados Unidos habían cruzado la frontera y manejaron hasta ese punto de San Luis Potosí, en el que le entregaron a Ávila y Zapata varias cajas con equipo de vigilancia y rastreadores. La hsi realizaba en ese momento una operación encubierta llamada Pacific Rim, una investigación en conjunto con México y Colombia con el objetivo de desarticular una red de lavado de dinero. Así que un saludo rápido a pie de carretera, a cargar las cajas en la Suburban y ¡vámonos!

Ávila fue el primero en tomar el volante de la camioneta rumbo a la Ciudad de México. Aceleró y unos 20 minutos después se encontró con un retén de la entonces Policía Federal; recuerda que alguien ahí apostado lanzó una sonrisa medio siniestra. A la 1:30 de la tarde llegaron a un área de descanso, donde los hombres se comieron un subway. Cuando retomaron la marcha, ya su compañero Zapata conducía la camioneta, pues Ávila debía preparar la jornada de papeleo que tendrían en la oficina en la Ciudad de México.

“No pasaron ni 20 minutos cuando nos adelantaron dos camionetas. Jaime es el que me dice: ‘Oye, ¿viste el rifle?’ —continúa la narración—. ‘Sí, pero acá en México quién sabe de quién será. Déjalos pasar’”, fue la respuesta, y Ávila siguió a lo suyo. Unos segundos después, una especie de pulsación nerviosa hizo voltear al agente ensimismado: vio que la misma camioneta con hombres armados había bajado la velocidad, hasta quedar justo frente a ellos.

“¡Acelera!”, exclamó Ávila. No alcanzó a terminar de darle instrucciones a su compañero, cuando se dieron cuenta de que otra camioneta los alcanzó por el costado. El agente conocía esa forma de proceder por sus años en la academia de policía; se trataba de un “obstáculo rodante”, maniobra difícil de burlar.

Alcanzó a escuchar que les gritaban: “¡Párate, hijo de la chingada!”, mientras sacaban sus rifles AK-47 —“cuernos de chivo”, en su bautizo mexicano— por las ventanas del copiloto. No les quedó otra más que parar a lado de la cinta asfáltica.

Los hombres que los rodearon eran morenos, con el bigote bien recortado y corte de pelo estilo militar. Se colocaron en formación de U y les apuntaron con sus armas. Los agentes permanecieron petrificados en sus asientos. Levantaron las manos y escucharon por primera vez la voz sorda. Hoy se sabe que Julián Zapata Espinoza, un sicario de Los Zetas apodado el Piolín, fue el que le gritaba: “¡Que te bajes del pinche carro!”. Ávila le rogó a su compañero Zapata que no se apeara. El Piolín empezó a forcejear con la manija de la puerta y, aunque logró abrirla, con lagrimones en los ojos el oficial del Gobierno estadounidense volvió a cerrarla de golpe.

“¡Abre la puta puerta!”, seguían los gritos, como en una pesadilla. El sicario lanzó los primeros balazos. Ávila asegura que ahí, finalmente, “le cayó el veinte”, y jugó su última carta: “¡Somos americanos, nos están confundiendo, no somos quienes piensan que somos! —les gritaba desde el asiento del copiloto—. “¡Déjame sacar mi pasaporte diplomático, somos de la embajada!”, exclamaba desesperado. En el forcejeo, en el abrir y cerrar de puertas, los agentes presionaron el botón que bajaba las ventanas. Los sicarios metieron los cañones humeantes de un cuerno de chivo y de un arma corta. Ávila intentó subir el vidrio y empujar su cuerpo hacia atrás para que el cañón no quedara justo en su cabeza, pero las cajas con equipo que ocupaban las plazas traseras se lo impidieron.

Los cañones de las armas ya estaban adentro y los sicarios empezaron a disparar; las balas se impactaron en el techo y rebotaron a los asientos. Las explosiones fueron tan intensas que dejaron sordo a Ávila.

A mitad del caos, entrevió que Zapata se sostenía el vientre entre los brazos y que entre sus dedos se escurría su propia sangre. Ávila volvió en sí y gritó: “¡El acelerador, acelera, Jaime!”. Su colega apenas pudo responderle: “Me dieron”.

Con la última de sus fuerzas, Zapata pisó el acelerador. Chocaron contra una de las camionetas de Los Zetas. Lo último que Ávila escuchó de su compañero fue “me voy a morir”. Mientras el primero intentaba reanimarlo con cachetadas, vio a otra camioneta que se ponía frente a él. Dos hombres armados se bajaron y caminaron hacia el frente de la Suburban. Lo miraron y sin decir nada dispararon una ráfaga más. Sin corroborar si Ávila estaba muerto, se fueron.

Víctor Ávila sobrevivió al ataque de Los Zetas.

Han pasado 14 años. El hombre está impecable, nadie sospecharía que varias balas lo atravesaron, que vive en dolor constante: anda de traje, peinado para atrás, es bien parecido. Habla desde su estudio en una ciudad del sur de Texas. En una de las paredes, a pesar de todo, tiene colgada una bandera de Estados Unidos y todas las condecoraciones al valor que recibió después del ataque.

Su acento norteño delata el origen: su familia es de Ciudad Juárez, ahí viven varios de los suyos aún. Aunque no derrama una lágrima, me da la impresión de que el colofón de esta historia le rompe el corazón patriota. Tras una investigación judicial se descubrió que las armas con las que lo atacaron fueron compradas en una tienda legal en Estados Unidos, e introducidas a México de manera ilegal por tres traficantes, todo con el aval de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, otro organismo estadounidense. Fueron sus propios colegas quienes dejaron pasar las armas con las que casi lo matan, con las que destrozaron a Jaime Zapata.

Después de todos estos años, todavía resulta difícil de creer, pero sucedió. Entre 2006 y 2011, las autoridades estadounidenses permitieron que traficantes introdujeran 2 000 armas de fuego a México —“trasiego controlado”, lo llamaría un burócrata—. Y lo hicieron sin informar a su contraparte mexicana. Era parte de un operativo llamado Fast and Furious, con el que pretendían trazar una ruta hasta los cabecillas de los cárteles. Pero nunca siguieron el rastro, y las armas se quedaron en manos de los narcotraficantes. Se han recuperado unas pocas en balaceras y enfrentamientos armados; aún se busca el lote completo.

“¡¿Quién chingado se pone a decir: ‘Voy a mandar armas a México’?! ¿Por qué lo hicieron? ¡¿Por qué nadie le avisó al Gobierno mexicano?!”. Ávila abandona la calma.

En diciembre de 2019, un presidente mexicano finalmente se pronunciaría sobre el operativo Rápido y Furioso. El morenista Andrés Manuel López Obrador denunció, sin medias tintas, que se trató de una violación flagrante “contra la soberanía”. Con un agravante: se permitió el ingreso de las armas que luego, según se demostró, se usaron para cometer crímenes.

El ambiente, por lo demás, justificaba la reacción. Ese sexenio arrancó con una crisis acentuada: la de la violencia letal perpetrada con armas de fuego. El número de personas asesinadas con ese tipo de armas pasó de 10 464 en 2015 a 23 873 en 2018: un aumento de 128% en apenas 36 meses. Más datos: a finales de 2012 el 53% de los homicidios dolosos fue cometido con armas de fuego, pero en 2018 esta cifra aumentó a 70%. Son cifras oficiales, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Las declaraciones del entonces presidente, a la distancia, parece que marcaron el inicio del movimiento de una maquinaria. De otra estrategia.

La demanda de México a las armerías estadounidenses
Diferentes armas de fuego reposan en una caja tras su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz se instaló durante dos semanas de enero de 2025 en la explanada de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México. En la primera semana se destruyeron 213 armas cortas, 49 armas largas, 13 granadas, 14 887 cartuchos y 153 cargadores.
Una pistola calibre .45, antes de su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz es una iniciativa que permite a los ciudadanos entregar, de manera confidencial, las armas que poseen —presumiblemente de origen ilegal— a cambio de una compensación en efectivo.
Un soldado de la Secretaría de la Defensa Nacional mexicana (Sedena) lleva a cabo la destrucción de un arma de fuego, como parte de dicho programa.

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Es 4 de agosto de 2021. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha convocado a una conferencia de prensa. Citan en un recinto no oficial: el Museo Memoria y Tolerancia, un edificio del centro de la Ciudad de México, con una museografía que recorre diferentes genocidios históricos.

En uno de los salones principales han colocado una mesa con mantel negro y cinco sillas. Van llegando los participantes y ocupan su lugar. Al centro está el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y a su izquierda, Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política de Morena, el partido que gobierna México. Vienen formales, trajes, corbatas señoriales y maletines de los de antes. Al lado derecho del canciller hay un hombre con corbata amarilla que no reconozco.

Mientras hablan y hacen política entre sí y frente al público, él manda mensajes rápidos desde su teléfono. Hasta sus dedos parecen desesperados. Después me enteraré de que ese hombre se llama Alejandro Celorio, consultor jurídico de la SRE, el abogado general, digamos. Más tarde sabré también que durante dos años preparó, cabildeó y orquestó lo que se está a punto de anunciar.

El maestro de ceremonias suelta la noticia: “Hoy presentamos acciones en contra de la comercialización de armas y su tráfico ilícito a México”, dice casi titubeando. Una frase larga e inentendible a primer golpe.

De pronto se proyecta un video que abre con la fotografía de un rótulo callejero. La imagen me lleva a Tijuana, a los años de mi niñez. Cada sábado, a lo largo de 30 años, mis padres cruzaban la frontera en una panel destartalada Dodge 79, a comprar muebles usados en Poway, una ciudad en el condado de San Diego. Regresábamos por la garita de San Ysidro y vendíamos los muebles en un swap meet en Tijuana.

Yo contemplaba por horas el letrero, mientras esperábamos a que los agentes de aduanas en México revisaran cada mueble y sus compartimientos en busca de armas o drogas. Un tedio eterno. “Illegal to carry firearms into Mexico”. O sea, “es ilegal llevar armas de fuego a México”.

En el video, una voz en off de un hombre dice que cada año se trafican ilegalmente "más de medio millón de armas desde Estados Unidos a México", que son utilizadas en actividades ilícitas. Se nos informa de una tragedia palpable: el 70% de las armas con las que se cometen homicidios en México venían de Estados Unidos.

Ese día en el museo, en el corazón de México, en avenida Juárez, justo al lado de su edificio sede, la SRE nos informa que interpuso esa mañana una demanda civil ante un tribunal de Massachusetts, en Estados Unidos, en contra de 10 empresas armamentísticas internacionales. Estamos atónitos: es la primera vez que México les declara una guerra frontal y legal a las empresas que abastecen de insumos a los países en conflictos bélicos. La compensación del daño exigida: 15 000 millones de dólares.

Entre las acusadas se cuentan Barrett —fabricante del terriblemente famoso fusil M82, capaz de ‘bajar’ helicópteros—, Beretta —de origen italiano, pero establecida en Estados Unidos, creadora de las pistolas semiautomáticas favoritas de los policías—, Glock —de origen austriaco, también fabricante de avanzadas pistolas semiautomáticas— y la estrella del juicio: Smith & Wesson, todo un nombre propio en rifles y revólveres, el mayor fabricante de armas de fuego cortas en Estados Unidos.

Marcelo Ebrard, un hombre que suele reflejar prudencia, se pone de pie frente al estrado. Se quita, se pone los lentes, se zangolotea de un lado a otro. Las manos le tiemblan, pero después de unos segundos, se planta firme y dispara: “Estas empresas tienen responsabilidad e información sobre quiénes compran hasta cinco Barrett. Que paguen los estudios enfocados a prevenir el tráfico de armas y que las empresas cesen de inmediato las prácticas negligentes que ocasionan daños en México”.

El Gobierno mexicano, históricamente el que ha tenido las de perder en sus relaciones asimétricas con potencias extranjeras, mira de frente y acusa: los fabricantes de armas están desarrollando diferentes modelos específicos para el narco, hechos para ponerlos en sus manos, y hasta les hacen arreglos, adecuaciones. Por si fuera necesario, acaso para dejar claro que no es una ocurrencia de su dependencia, Ebrard dice que el presidente de México —el mismo que condenó el operativo Rápido y Furioso— les dio la bendición. “Nos ha dado la autorización de emprender este paso, consciente [de] que no tiene precedente que el Gobierno de México participe en un litigio de esta naturaleza”. Muy pronto vienen los aplausos, las exaltaciones nacionalistas en redes sociales; todos a favor de la batalla de David contra Goliat, según se interpreta en la superficie, en el código de los gestos, lo que se ha puesto enfrente de nosotros.

En Estados Unidos las reacciones llegan unas horas después: la Asociación Industrial del Comercio de las Armas y la Asociación Nacional del Rifle —dos de las agrupaciones más poderosas, cabilderas por las armas— acusan al Gobierno mexicano de ser culpables de su propia violencia, de su incapacidad para frenar al crimen y la corrupción.

En ese verano de 2021, la relación bilateral ya estaba lo suficientemente tensa. El 11 de mayo de 2020, el canciller Ebrard había presentado una solicitud de información exigiendo a la Embajada de Estados Unidos los pormenores de cómo se llevó a cabo la operación Fast and Furious. Y en diciembre de ese año el Congreso mexicano había aprobado una ley que pretendía regular a los agentes extranjeros que trabajaban para agencias como la dea —acostumbrados a pasearse como Pedrito por su casa— y los obligaba a entregar a las autoridades de este lado de la frontera toda la información que recopilaran en territorio nacional. La última parte de la relación con el primer Donald Trump en el poder quedaba sembrada con bombas.

Por todo lo anterior, en ese momento la demanda podía ser leída solo como el clímax de una serie de escaramuzas en la política bilateral, de encontronazos diplomáticos que empezaron cuando llegó al poder el presidente de izquierda López Obrador: “No somos una colonia de Estados Unidos”, decía en las conferencias que realizaba todas las mañanas desde Palacio Nacional. Era una de las herramientas de la caja dialéctica del viejo nacionalismo mexicano que el mandatario abría un día sí y otro también para mover sentimientos, crear adeptos, cohesión al interior.

Sin embargo, el litigio estaba llamado a ser más que un acontecimiento sexenal.

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Es diciembre de 2024 en la Ciudad de México. Lo encuentro entre una pila de libros en un café de Polanco, muy, pero muy sonriente. No se parece nada al de la conferencia del 4 de agosto de tres años atrás. Se ve relajado, anda en pantalón de mezclilla y un saco de vestir.

Durante casi dos décadas Alejandro Celorio Alcántara fue miembro del Servicio Exterior Mexicano: transitó entre la jefatura de la Sección de Asuntos Hispanos y Migratorios en la Embajada de México en Washington y el Consulado en Sacramento, California. Me dice que desde hace unas semanas ya no es miembro del servicio, pero la forma en que se dirige a mí, al mesero, cómo pide y da las gracias, podría ser la de un cónsul. Siempre educado pero firme.

Admite que su vida cambió ese 4 de agosto, cuando su nombre y su rostro aparecieron en las portadas de todas las televisoras, periódicos y portales de México y Estados Unidos. Las notas se titulaban “¿Quién es Alejandro Celorio Alcántara?”, como si fuera una celebridad en ascenso.

Nos sentamos en una esquina, en una mesita apartada, y a pesar de mis preguntas insistentes y mi falta de conocimientos técnicos, responde a todo sin perder el temple y la paciencia. Le pregunto por qué decidieron enfrentarse a las armerías de la mayor potencia del mundo, entes que juegan con ventaja en un mercado inmenso, apabullante (apenas una referencia: en 2022 la mercancía despachada por la industria de las armas de fuego alcanzó los 5 800 millones de dólares, solo en Estados Unidos).

Una tragedia fue dando forma a la estrategia, en el relato de Celorio. El 3 de agosto de 2019, Patrick Wood Crusius, un joven supremacista, entró a una tienda Walmart en el área de Cielo Vista, a pocos kilómetros de la frontera de Juárez con Texas. Con un fusil semiautomático recorrió los pasillos y asesinó a 23 personas. La mitad eran mexicanos. Patrick dijo que quería terminar con la invasión hispana en Estados Unidos.

Alejandro Celorio
A partir de 2019, en la cabeza de Alejandro Celorio comenzó a tomar forma la estrategia detrás de la demanda. Ya no trabaja en la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero su visión, empeño y, sobre todo, su capacidad de rodearse de las personas correctas han marcado una época.

La evocación de Celorio me refresca el recuerdo. En 2022 me encontré con Margarita Arbizu, juarense y madre de Daisy, que tenía 24 años en 2019. Me contó que ese era el primer día de trabajo de su hija en el Walmart texano. Cuando llegó el atacante, Daisy alcanzó a llamar a su madre por teléfono: 

—¡Mamá, están disparando!

—¡Corre! ¡Escóndete!

Y sí, corrió. Logró escapar. Pero años después aún piensa: “¿Y si regresa la gente de Patrick?”.

Celorio recuerda que Marcelo Ebrard estaba conmocionado con la masacre de Texas: quería emprender inmediatamente una acción legal para que no se repitiera un atentado como ese, contra mexicanos. “Teníamos que demandar a Walmart por daños; el problema es que el Gobierno no podía ser parte [en la demanda], porque no fuimos afectados”, explica el exdiplomático.

Siguiente paso: contactar al reconocido abogado estadounidense Jonathan Lowy, un hombre grande y señorial, con esa expresión que perpetuamente parece decir: “Everything is OK”. Durante 27 años había litigado casos relacionados con el uso negligente de armas; no por nada era presidente de la asociación Global Action on Gun Violence. Los dos hombres comenzaron a idear estrategias, a darles vueltas a otros casos, pero ninguno era contundente. Ninguno les permitía vislumbrar algún elemento para armar una argumentación-modelo, para sustentar una lógica jurídica. Hasta el 19 de octubre de 2019.

Ese jueves Celorio veía la televisión en vivo, como todo el país: Culiacán estaba en llamas a causa de un operativo con el que el Gobierno mexicano logró la detención (momentánea) de Ovidio Guzmán, el Ratón, el heredero del imperio criminal de su padre, Joaquín el Chapo Guzmán. Pero el Cártel de Sinaloa no tardó en reaccionar: paralizó durante horas la ciudad, capital del estado, cortó vías de comunicación, incendió vehículos y secuestró a ciudadanos. El presidente López Obrador reconoció que dio la orden de liberarlo para preservar, dijo, la vida de las personas.

“Recuerdo que los veo [a los sicarios] y empiezo a mandarle mensajes a Marcelo: ‘¡Eso es un Barrett!, ¡y eso es un Browning y se compra en una tienda de Estados Unidos!’”, dice Celorio. Justo en ese momento le vinieron a la mente las posibles acciones legales que no habían logrado cuadrar: “La estrategia podría ir dirigida a las armas que tiene el narco y [que] provienen de Estados Unidos”.

Le preguntó a Lowy si una tienda de armas en Estados Unidos podría ser responsable de la negligencia con la que venden sus productos y de la falta de control. Una cadena de irresponsabilidad que podría llegar hasta el propio fabricante de las armas. El litigante le dijo que sí, y se le ocurrió que podrían establecer en un juicio que la violencia y los daños que había sufrido México eran producto de esta irresponsabilidad.

Durante dos años, Celorio y un pequeño equipo que trabajaba con él en la Consultoría Jurídica de Relaciones Exteriores cuidaron cada paso: seleccionaron a los despachos en Estados Unidos que los representarían; lograron una tarifa negociada de un millón de dólares al año —una bobada en un país donde el trabajo de litigio se cobra en hasta 500 dólares la hora—. Durante ese tiempo se apoyaron en la académica Mariana Aparicio, que coordinaba el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en sus 10 estudiantes.

En esos dos años se enfrentaron a multitud de retos domésticos. Uno de los mayores: convencer a algunos funcionarios del Gobierno federal, que temían enfrentarse a las armerías. “Va a molestar a los norteamericanos”, se les mandaba decir en la Consultoría.

“Había que explicarle a la Fiscalía, a Gertz Manero, a Seguridad Pública, al Ejército. Porque el mito es que muchas de las armas las perdía el Ejército, y eso no es cierto en la magnitud que la gente cree”, rememora Celorio.

También había que definir el estado del país vecino en el que interpondrían la demanda. Sabían que en tribunales de estados conservadores era probable que fuera desechada inmediatamente. Un tribunal en Boston, en Massachusetts, terminó siendo el elegido, después de descubrir que las armerías objeto de la demanda tenían operaciones en ese estado.

“Fuimos muy discretos en estos dos años [...], pero desafortunadamente no conté con el apoyo de nadie más que de la Consultoría Jurídica y el canciller”, me asegura Celorio. No entra en detalles, son secretos del litigio que se llevará con él.

Le pregunto cómo vivió el día antes de aquel 4 de agosto de 2021, cuando se presentó la demanda. Se le corta la voz: “Cuando te das cuenta de lo que estamos haciendo… Al final, la demanda era una demanda contra el narcotráfico”. Hace otra pausa, pasa saliva, toma un sorbo de agua y contiene las lágrimas. Y abunda: “Sabíamos que jurídicamente tenía fundamento, pero estaba muerto de miedo. [Equivalía a] cerrarle la llave al narcotráfico”. El día antes también platicó con su equipo en la Consultoría Jurídica, un grupo de jovencitos, y les dijo que ya tenía autorización para presentar la demanda. Les explicó que se haría público, que era su deber poner la cara, estar en esa conferencia, pero de ellos, no. La mayoría le dijo: “Si nos necesitas, vamos”. Significó mucho para él.

El propio Jonathan Lowy le preguntó si tenía miedo. Y desde el Centro Nacional de Inteligencia, la agencia que reemplazó al famoso Cisen, le advirtieron: “Si te hablamos y te decimos ‘corre’, tú corres”. Un día antes de presentar la demanda se despidió de sus hijos. Frente a mí, trata de explicar lo que sintió, pero se queda en silencio. No puede hablar más. En cualquier caso, Celorio afirma que aquel 4 de agosto tuvo la oportunidad “de hacer algo que pocas veces puedes hacer por tu país […]. Mis hijos son americanos, mi esposa es americana. En 2012 mi niño tenía menos de un año y pasó el atentado de Sandy Hook [una escuela primaria en Newtown, Connecticut, en la que un joven de 20 años asesinó a 26 personas con un rifle de alto poder]. A los niños los despedazaron. Pensar que uno puede hacer algo desde el escritorio para salvar vidas es enorme”.

El exconsejero jurídico nunca se lleva el crédito solo. Me dice a quién buscar, me da tips, y así llego hasta Ioan Grillo, un periodista y autor inglés que publicó un libro que fue una biblia para Alejandro. Lo ayudó a entender paso a paso cómo las armas que salían legalmente de tiendas en Estados Unidos llegaban directo a las manos de los cárteles.

Un comprador viajó desde el estado de Oaxaca para adquirir un arma larga y dos armas cortas en la tienda de armas de la Sedena, en enero de 2025.
Una cultura de armas muy diferente a la de Estados Unidos: vista general de la Dirección de Comercialización de Armamento y Municiones de la Sedena, en la Ciudad de México.

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Ya es enero de 2025. Son las 12 del mediodía en la colonia Roma, Ciudad de México. Llega corriendo y, sin esperar al mesero, se va directo a la barra a pedir dos cafés. Me saluda con afecto, como si me conociera de hace mucho. No puedo dejar de notar un crucifijo de plata que abarca buena parte de su pecho. Pienso que es tan grande como el tamaño del riesgo que Ioan Grillo ha enfrentado en los últimos 25 años.

Grillo nació en Brighton, Inglaterra, pero habla español como si fuera chilango de cuna, o casi. Llegó a México en 2000, y lo recibió “la narcoguerra”, como la llama. Se ha convertido en uno de los mejores especialistas en narcotráfico y crimen organizado transnacional. Le pregunto qué le parece que una demanda legal histórica esté de alguna forma inspirada en su libro. Lo toma sin presunción; con tono ligero dice que se siente “bien”.

Blood Gun Money: How America Arms Gangs and Cartels (2021) es el libro que reporteó durante media década. Al leerlo se nota la meticulosidad y la obsesión por entender cómo las armas que están colgadas en los mostradores de tiendas gringas son compradas por residentes estadounidenses con historiales limpios. Después son traficadas a México para los cárteles. Logró construir la historia completa del tráfico de armas a México en 350 páginas.

Este libro comenzó a nacer en 2017, cuando Grillo fue a una prisión en Ciudad Juárez. Ahí se entrevistó con un traficante de armas: “Me contó a detalle cómo iba cada semana a Dallas, a las ferias de armas, y cómo sin ninguna verificación se las vendían. Eran una pequeña operación de tráfico”.

Gracias a ese convicto entendió que había dos maneras en que las armas llegaban a México: las que se compraban en las tiendas de armas legalmente y las que se vendían en las ferias. Grillo lo vio con sus propios ojos: “Es como si vas a una feria de discos o a un mercado como El Chopo, y como es una venta entre particulares no necesito una licencia”, relata

Grillo explica que las armas pasan escondidas en refrigeradores, en estufas, desarmadas, sin que los agentes migratorios se den cuenta. Los traficantes las recogen y las llevan en sus camionetas por caminos de terracería, hasta las tierras controladas por el narcotráfico. Y esto se repite semana tras semana. Un tráfico hormiga que se traduce en un volumen de entre 200 000 y 500 000 armas al año, la estimación oficial hoy aceptada.

“Hay personas que van gastando medio millón de dólares en armas de fuego. Hay compras de más de 500 armas que alimentan al mercado negro”, detalla el escritor.

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Las armerías, claro, no se iban a quedar así como así. En noviembre de 2021 comenzó su defensa. En un alegato de 58 páginas solicitaron al juez F. Dennis Saylor que desestimara la demanda del Gobierno de México.

Entre sus argumentos, reconocieron que no había duda de que todos los fabricantes de productos peligrosos, entre ellos las armas, sabían que los usuarios finales pueden emplearlas para dañar a otros. Sin embargo, en el caso de México, las supuestas lesiones eran totalmente derivadas de terceros, como los cárteles de la droga.

En la respuesta a la demanda, los fabricantes de armas se describieron a sí mismos como “respetuosos empresarios”, y aseguraron que por múltiples razones la ley no puede ser estirada para imponer responsabilidad sobre ese abismo llamado “tráfico de armas”. Llegaron a recomendar a México la implementación de medidas como mejorar la seguridad fronteriza, erradicar la corrupción y financiar adecuadamente a la policía y al Ejército, y asumir la responsabilidad de un problema social.

El 31 de enero de 2022, el Gobierno de México contrargumentó en un documento que se presentó ante el juez: señaló que las armerías fabricaban y vendían rifles de calibre .50 BMG —justamente el del Barrett M82, con el que, por cierto, se atentó contra la vida de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, el 26 de junio de 2020—, que pueden penetrar algunos blindajes de vehículos; y diseñaban rifles semiautomáticos que se convierten en ametralladoras. Alegó, sin filtro: “Saben que sus distribuidores y vendedores venden estas armas militares a granel, sin restricciones, claramente destinadas a los traficantes”.

En ese mes también se logró que países como Haití, Belice y Antigua y Barbuda, junto con procuradores generales de 14 estados y 27 fiscales de distrito en Estados Unidos, entre otros, enviaran un amicus curiae (amigos de la corte) —informes con su opinión jurídica— para solidarizarse con la demanda.

Tras más recursos, contestaciones y abogados confrontados, finalmente el juez llegó a una decisión. El 30 de septiembre de 2022 desestimó la demanda del Gobierno de México en contra de las armerías estadounidenses. Dijo que la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas prohíbe “inequívocamente” las demandas que buscaban responsabilizar a los fabricantes de armas cuando la gente las usa para el propósito con el que se crearon.

México presentó un recurso ante la Corte de Apelaciones del Primer Circuito en Massachusetts. En marzo de 2023 dos magistrados y una magistrada resolvieron, de manera unánime, que México demostró exitosamente que las empresas fabricantes y distribuidoras de armas no gozaban de inmunidad por sus prácticas comerciales negligentes. Y ahí quedó la cristalización de esa intuición original, a la que Celorio y Lowy fueron dando forma.

Finalmente, en agosto de 2023, la Corte de Apelaciones citó cara a cara a los abogados de las demandadas y a los representantes del Gobierno mexicano. Alejandro Celorio recuerda que el nivel de sus litigantes era top: uno de ellos fue abogado del mismísimo presidente Donald Trump.

“¿Cómo fue estar ahí, de frente?”, le pregunto. Sintió, sin más, que traía a 130 millones de personas detrás de él. Guarda silencio, trata de hablar, pero se le rompe la voz. Celorio se sentía gigante; ellos eran el arrojo de todo un país. Estaban enfrentados en una corte estadounidense. “Nos metimos a sus tripas, y México nunca lo había hecho”.

Desgrana un instante: “Recuerdo que uno de ellos [abogado de las armerías] les dice a los jueces: ‘Mis clientes no tienen la culpa de que criminales compren sus armas en México”. El juez contestó: ‘Entonces ¡¿ustedes saben que los delincuentes compran sus armas?!’. Mejor se calló”.

Ese día los jueces anularon la decisión de 2021, la de F. Dennis Saylor, que desechaba la demanda. “Esa apelación fue la mayor victoria que ha logrado México jurídicamente”, pondera Celorio. El país logró revertir la decisión y se convirtió en el primer gobierno extranjero que supera la inmunidad de la que gozan las armerías.

Más recursos, abogados, documentos: para el 8 de agosto de 2024, de nuevo F. Dennis Saylor rechazó la demanda de México. Consideró que el país fue incapaz de presentar pruebas suficientes para establecer una relación entre los daños alegados y las transacciones comerciales de seis demandados en Massachusetts. Así es, desestimó seis de las ocho demandas: aún sigue activo el litigio contra Smith & Wesson y Witmer Public Safety Group.

Wilhelm González enseña a Enrique, un estudiante, a disparar con un arma larga tipo francotirador. Según González, las estrictas leyes sobre las armas de fuego en México afectan principalmente a los aficionados y deportistas, sin tener un impacto significativo en el tráfico ilegal y el narcotráfico.
Enrique es entrenador deportivo y por primera vez va a probar el tiro con arma de fuego, durante una clase impartida por Wilhelm González en su escuela, Boei Gan. Según Wilhelm, tres tipos de personas asisten a sus clases: quienes quieren vivir la experiencia, quienes tienen un arma en casa (legal o ilegal) y desean aprender a usarla, y quienes han sido víctimas de un robo y quieren aprender a defenderse. En este último caso, Wilhelm aconseja a sus alumnos no responder a las agresiones.

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Hablamos a través de la pantalla de una computadora, a más de 3 000 kilómetros de distancia. Por fin puede sentarse a charlar. Jonathan Lowy, el presidente de Global Action on Gun Violence, va de caso en caso, de corte en corte, representando (incluso pro bono) a las víctimas de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.

Lo más complejo de enfrentarse a las armerías es que no hay ninguna industria en Estados Unidos que tenga tanto poder político, me explica. Cuando presentas una demanda jurídica, en general, si puedes probar el caso lo usual es que lo ganes. Contra este demandado, no: “No hay otra industria que puede llamar a sus amigos en el Congreso y hacer que cambien las reglas”.

Cuando Lowy recuerda a los miles de inocentes en México que año con año son asesinados, heridos o sometidos a la violencia de cárteles con una potencia de fuego inaudita, con armas que nunca debieron llegar a México, se reafirma y concluye que cada minuto de esta pelea de David contra Goliat ha valido la pena. La batalla, además, no ha terminado: “Si algo de ese trabajo tiene éxito, los criminales tendrán menos acceso a las armas”, me dice tranquilo.

Por supuesto, durante estos meses otras personas han colaborado en la demanda histórica. Con un papel muy especial tenemos a Mariana Aparicio, la doctora en Ciencias Sociales que coordinó el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la UNAM. Empezó a trabajar desde el primer año de la demanda.

Aparicio me confía: en agosto de 2021, Alejandro Celorio se sinceró con ella y le dijo, apesadumbrado, que había muy poca gente trabajando en la demanda civil. Fue así que entró al quite: con 10 estudiantes de primer, cuarto y quinto semestre, arrancó la investigación y el análisis del tráfico de armas. Bases de datos, estudios, papers, procesos monitorios… todo era enviado a la Consultoría Jurídica para ayudar a construir el litigio.

Chelsea Vázquez Solís tiene 21 años. Es estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales. Me habla con voz dulce, se emociona: nunca pensó que sería parte de una demanda de este tamaño. Ella, específicamente, se encargó de revisar cómo han evolucionado las leyes que regulan las armas, información clave que enviaba cada semana a la SRE. Una mujer en el inicio de su carrera profesional, cumpliendo una función, encargándose de una pieza, entre muchas otras, de una maquinaria compleja.

Trabajando en esa pieza, desde ese balcón, Vázquez comprobó la forma en que la demanda prendió las alarmas de manera extraordinaria, del otro lado de la frontera. Nunca un gobierno extranjero, un vecino, había demandado a un puñado de las compañías política y económicamente más poderosas del mundo.

Por primera vez, la estudiante vio algo que la maravilló: “Los tomó completamente por sorpresa, porque estos grupos que defienden las armas son supremacistas racistas y están en contra de México […], es un parteaguas no solo para México […], otros países también lo pueden hacer”.

Quizá la victoria no esté en los tribunales. Sí, quedará en la memoria la calidad de una argumentación jurídica; la voluntad de demostrarle al vecino, y al mundo entero, que acabar con la crisis de violencia letal es una responsabilidad compartida. Pero quizá, solo quizá, lo que en verdad se ha ganado es la apertura de un camino al futuro, la posibilidad de un cambio en la conciencia de las mexicanas y mexicanos que apenas se están abriendo a la vida cívica.

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Un civil armado en medio de un enfrentamiento con el Cártel de Jalisco Nueva Generación, en Michoacán. En sus manos, un rifle de asalto que muy probablemente entró de manera ilegal a México, proveniente de Estados Unidos. Cada año entre 200 000 y 500 000 armas ilegales cruzan la frontera, según la estimación oficial.

Rápida, furiosa y juiciosa

Rápida, furiosa y juiciosa

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Así se forjó la histórica demanda mexicana contra las armerías estadounidenses.

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La agenda de seguridad en las relaciones México-Estados Unidos siempre ha estado expuesta a los dobles discursos, los intereses inconfesables, el unilateralismo y el chantaje. Sin embargo, la deriva de arbitrariedad a la que asistimos desde la segunda llegada al poder de Donald Trump siembra un escenario imprevisible, en el que se corre el riesgo de vaciar de significado términos como “soberanía”, “derechos humanos” o “diplomacia profesional”. Como parte de la necesidad de recordar la base de la dignidad de las naciones, revisitamos los días de zozobra y excitación en los que México se plantó y llevó a tribunales a los fabricantes de las armas con las que se asesina en su territorio.

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Cuando llegaron al restaurante cerca del kilómetro 100 de la Carretera Federal 57, la que cruza Matehuala, San Luis Potosí, Víctor Ávila, el agente especial de la Oficina de Investigaciones de Seguridad Nacional de Estados Unidos (HSI, por sus siglas en inglés), y su compañero Jaime Zapata vieron la Suburban azul. Estaba ahí, detenida, con la carrocería brillando al sol, en un tramo donde solo hay matorrales secos y traileros estacionados que intentan mitigar el sueño. Era la mañana del 15 de febrero de 2011, un día después del Valentine’s Day.

Ávila, un mexicano-estadounidense al que habían comisionado dos años antes como agente especial de esa oficina en la Ciudad de México, realmente no quería estar ahí. Un día antes le había dicho a su jefe: “¡Cómo chingados me vas a mandar!”. Pero las órdenes de un superior fueron claras: “Quiero el equipo en Ciudad de México”.

Su experiencia en operativos encubiertos y trabajos de inteligencia le habían enseñado que la Federal 57 —una de las vías más importantes de México, conexión entre la frontera norte y el centro— tenía dueño. Los Zetas, un grupo paramilitar metido en el tráfico de drogas, se habían hecho ya con el control de las carreteras en la zona, y habían sacudido la conciencia del país entero con la masacre de 72 migrantes en un ejido del municipio de San Fernando, en Tamaulipas. Ávila quería hacer la transacción rápido.

Otros compañeros de oficina en Estados Unidos habían cruzado la frontera y manejaron hasta ese punto de San Luis Potosí, en el que le entregaron a Ávila y Zapata varias cajas con equipo de vigilancia y rastreadores. La hsi realizaba en ese momento una operación encubierta llamada Pacific Rim, una investigación en conjunto con México y Colombia con el objetivo de desarticular una red de lavado de dinero. Así que un saludo rápido a pie de carretera, a cargar las cajas en la Suburban y ¡vámonos!

Ávila fue el primero en tomar el volante de la camioneta rumbo a la Ciudad de México. Aceleró y unos 20 minutos después se encontró con un retén de la entonces Policía Federal; recuerda que alguien ahí apostado lanzó una sonrisa medio siniestra. A la 1:30 de la tarde llegaron a un área de descanso, donde los hombres se comieron un subway. Cuando retomaron la marcha, ya su compañero Zapata conducía la camioneta, pues Ávila debía preparar la jornada de papeleo que tendrían en la oficina en la Ciudad de México.

“No pasaron ni 20 minutos cuando nos adelantaron dos camionetas. Jaime es el que me dice: ‘Oye, ¿viste el rifle?’ —continúa la narración—. ‘Sí, pero acá en México quién sabe de quién será. Déjalos pasar’”, fue la respuesta, y Ávila siguió a lo suyo. Unos segundos después, una especie de pulsación nerviosa hizo voltear al agente ensimismado: vio que la misma camioneta con hombres armados había bajado la velocidad, hasta quedar justo frente a ellos.

“¡Acelera!”, exclamó Ávila. No alcanzó a terminar de darle instrucciones a su compañero, cuando se dieron cuenta de que otra camioneta los alcanzó por el costado. El agente conocía esa forma de proceder por sus años en la academia de policía; se trataba de un “obstáculo rodante”, maniobra difícil de burlar.

Alcanzó a escuchar que les gritaban: “¡Párate, hijo de la chingada!”, mientras sacaban sus rifles AK-47 —“cuernos de chivo”, en su bautizo mexicano— por las ventanas del copiloto. No les quedó otra más que parar a lado de la cinta asfáltica.

Los hombres que los rodearon eran morenos, con el bigote bien recortado y corte de pelo estilo militar. Se colocaron en formación de U y les apuntaron con sus armas. Los agentes permanecieron petrificados en sus asientos. Levantaron las manos y escucharon por primera vez la voz sorda. Hoy se sabe que Julián Zapata Espinoza, un sicario de Los Zetas apodado el Piolín, fue el que le gritaba: “¡Que te bajes del pinche carro!”. Ávila le rogó a su compañero Zapata que no se apeara. El Piolín empezó a forcejear con la manija de la puerta y, aunque logró abrirla, con lagrimones en los ojos el oficial del Gobierno estadounidense volvió a cerrarla de golpe.

“¡Abre la puta puerta!”, seguían los gritos, como en una pesadilla. El sicario lanzó los primeros balazos. Ávila asegura que ahí, finalmente, “le cayó el veinte”, y jugó su última carta: “¡Somos americanos, nos están confundiendo, no somos quienes piensan que somos! —les gritaba desde el asiento del copiloto—. “¡Déjame sacar mi pasaporte diplomático, somos de la embajada!”, exclamaba desesperado. En el forcejeo, en el abrir y cerrar de puertas, los agentes presionaron el botón que bajaba las ventanas. Los sicarios metieron los cañones humeantes de un cuerno de chivo y de un arma corta. Ávila intentó subir el vidrio y empujar su cuerpo hacia atrás para que el cañón no quedara justo en su cabeza, pero las cajas con equipo que ocupaban las plazas traseras se lo impidieron.

Los cañones de las armas ya estaban adentro y los sicarios empezaron a disparar; las balas se impactaron en el techo y rebotaron a los asientos. Las explosiones fueron tan intensas que dejaron sordo a Ávila.

A mitad del caos, entrevió que Zapata se sostenía el vientre entre los brazos y que entre sus dedos se escurría su propia sangre. Ávila volvió en sí y gritó: “¡El acelerador, acelera, Jaime!”. Su colega apenas pudo responderle: “Me dieron”.

Con la última de sus fuerzas, Zapata pisó el acelerador. Chocaron contra una de las camionetas de Los Zetas. Lo último que Ávila escuchó de su compañero fue “me voy a morir”. Mientras el primero intentaba reanimarlo con cachetadas, vio a otra camioneta que se ponía frente a él. Dos hombres armados se bajaron y caminaron hacia el frente de la Suburban. Lo miraron y sin decir nada dispararon una ráfaga más. Sin corroborar si Ávila estaba muerto, se fueron.

Víctor Ávila sobrevivió al ataque de Los Zetas.

Han pasado 14 años. El hombre está impecable, nadie sospecharía que varias balas lo atravesaron, que vive en dolor constante: anda de traje, peinado para atrás, es bien parecido. Habla desde su estudio en una ciudad del sur de Texas. En una de las paredes, a pesar de todo, tiene colgada una bandera de Estados Unidos y todas las condecoraciones al valor que recibió después del ataque.

Su acento norteño delata el origen: su familia es de Ciudad Juárez, ahí viven varios de los suyos aún. Aunque no derrama una lágrima, me da la impresión de que el colofón de esta historia le rompe el corazón patriota. Tras una investigación judicial se descubrió que las armas con las que lo atacaron fueron compradas en una tienda legal en Estados Unidos, e introducidas a México de manera ilegal por tres traficantes, todo con el aval de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos, otro organismo estadounidense. Fueron sus propios colegas quienes dejaron pasar las armas con las que casi lo matan, con las que destrozaron a Jaime Zapata.

Después de todos estos años, todavía resulta difícil de creer, pero sucedió. Entre 2006 y 2011, las autoridades estadounidenses permitieron que traficantes introdujeran 2 000 armas de fuego a México —“trasiego controlado”, lo llamaría un burócrata—. Y lo hicieron sin informar a su contraparte mexicana. Era parte de un operativo llamado Fast and Furious, con el que pretendían trazar una ruta hasta los cabecillas de los cárteles. Pero nunca siguieron el rastro, y las armas se quedaron en manos de los narcotraficantes. Se han recuperado unas pocas en balaceras y enfrentamientos armados; aún se busca el lote completo.

“¡¿Quién chingado se pone a decir: ‘Voy a mandar armas a México’?! ¿Por qué lo hicieron? ¡¿Por qué nadie le avisó al Gobierno mexicano?!”. Ávila abandona la calma.

En diciembre de 2019, un presidente mexicano finalmente se pronunciaría sobre el operativo Rápido y Furioso. El morenista Andrés Manuel López Obrador denunció, sin medias tintas, que se trató de una violación flagrante “contra la soberanía”. Con un agravante: se permitió el ingreso de las armas que luego, según se demostró, se usaron para cometer crímenes.

El ambiente, por lo demás, justificaba la reacción. Ese sexenio arrancó con una crisis acentuada: la de la violencia letal perpetrada con armas de fuego. El número de personas asesinadas con ese tipo de armas pasó de 10 464 en 2015 a 23 873 en 2018: un aumento de 128% en apenas 36 meses. Más datos: a finales de 2012 el 53% de los homicidios dolosos fue cometido con armas de fuego, pero en 2018 esta cifra aumentó a 70%. Son cifras oficiales, del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Las declaraciones del entonces presidente, a la distancia, parece que marcaron el inicio del movimiento de una maquinaria. De otra estrategia.

La demanda de México a las armerías estadounidenses
Diferentes armas de fuego reposan en una caja tras su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz se instaló durante dos semanas de enero de 2025 en la explanada de la Basílica de Guadalupe, Ciudad de México. En la primera semana se destruyeron 213 armas cortas, 49 armas largas, 13 granadas, 14 887 cartuchos y 153 cargadores.
Una pistola calibre .45, antes de su destrucción. El programa Sí al Desarme, Sí a la Paz es una iniciativa que permite a los ciudadanos entregar, de manera confidencial, las armas que poseen —presumiblemente de origen ilegal— a cambio de una compensación en efectivo.
Un soldado de la Secretaría de la Defensa Nacional mexicana (Sedena) lleva a cabo la destrucción de un arma de fuego, como parte de dicho programa.

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Es 4 de agosto de 2021. La Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) ha convocado a una conferencia de prensa. Citan en un recinto no oficial: el Museo Memoria y Tolerancia, un edificio del centro de la Ciudad de México, con una museografía que recorre diferentes genocidios históricos.

En uno de los salones principales han colocado una mesa con mantel negro y cinco sillas. Van llegando los participantes y ocupan su lugar. Al centro está el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, y a su izquierda, Ricardo Monreal, el presidente de la Junta de Coordinación Política de Morena, el partido que gobierna México. Vienen formales, trajes, corbatas señoriales y maletines de los de antes. Al lado derecho del canciller hay un hombre con corbata amarilla que no reconozco.

Mientras hablan y hacen política entre sí y frente al público, él manda mensajes rápidos desde su teléfono. Hasta sus dedos parecen desesperados. Después me enteraré de que ese hombre se llama Alejandro Celorio, consultor jurídico de la SRE, el abogado general, digamos. Más tarde sabré también que durante dos años preparó, cabildeó y orquestó lo que se está a punto de anunciar.

El maestro de ceremonias suelta la noticia: “Hoy presentamos acciones en contra de la comercialización de armas y su tráfico ilícito a México”, dice casi titubeando. Una frase larga e inentendible a primer golpe.

De pronto se proyecta un video que abre con la fotografía de un rótulo callejero. La imagen me lleva a Tijuana, a los años de mi niñez. Cada sábado, a lo largo de 30 años, mis padres cruzaban la frontera en una panel destartalada Dodge 79, a comprar muebles usados en Poway, una ciudad en el condado de San Diego. Regresábamos por la garita de San Ysidro y vendíamos los muebles en un swap meet en Tijuana.

Yo contemplaba por horas el letrero, mientras esperábamos a que los agentes de aduanas en México revisaran cada mueble y sus compartimientos en busca de armas o drogas. Un tedio eterno. “Illegal to carry firearms into Mexico”. O sea, “es ilegal llevar armas de fuego a México”.

En el video, una voz en off de un hombre dice que cada año se trafican ilegalmente "más de medio millón de armas desde Estados Unidos a México", que son utilizadas en actividades ilícitas. Se nos informa de una tragedia palpable: el 70% de las armas con las que se cometen homicidios en México venían de Estados Unidos.

Ese día en el museo, en el corazón de México, en avenida Juárez, justo al lado de su edificio sede, la SRE nos informa que interpuso esa mañana una demanda civil ante un tribunal de Massachusetts, en Estados Unidos, en contra de 10 empresas armamentísticas internacionales. Estamos atónitos: es la primera vez que México les declara una guerra frontal y legal a las empresas que abastecen de insumos a los países en conflictos bélicos. La compensación del daño exigida: 15 000 millones de dólares.

Entre las acusadas se cuentan Barrett —fabricante del terriblemente famoso fusil M82, capaz de ‘bajar’ helicópteros—, Beretta —de origen italiano, pero establecida en Estados Unidos, creadora de las pistolas semiautomáticas favoritas de los policías—, Glock —de origen austriaco, también fabricante de avanzadas pistolas semiautomáticas— y la estrella del juicio: Smith & Wesson, todo un nombre propio en rifles y revólveres, el mayor fabricante de armas de fuego cortas en Estados Unidos.

Marcelo Ebrard, un hombre que suele reflejar prudencia, se pone de pie frente al estrado. Se quita, se pone los lentes, se zangolotea de un lado a otro. Las manos le tiemblan, pero después de unos segundos, se planta firme y dispara: “Estas empresas tienen responsabilidad e información sobre quiénes compran hasta cinco Barrett. Que paguen los estudios enfocados a prevenir el tráfico de armas y que las empresas cesen de inmediato las prácticas negligentes que ocasionan daños en México”.

El Gobierno mexicano, históricamente el que ha tenido las de perder en sus relaciones asimétricas con potencias extranjeras, mira de frente y acusa: los fabricantes de armas están desarrollando diferentes modelos específicos para el narco, hechos para ponerlos en sus manos, y hasta les hacen arreglos, adecuaciones. Por si fuera necesario, acaso para dejar claro que no es una ocurrencia de su dependencia, Ebrard dice que el presidente de México —el mismo que condenó el operativo Rápido y Furioso— les dio la bendición. “Nos ha dado la autorización de emprender este paso, consciente [de] que no tiene precedente que el Gobierno de México participe en un litigio de esta naturaleza”. Muy pronto vienen los aplausos, las exaltaciones nacionalistas en redes sociales; todos a favor de la batalla de David contra Goliat, según se interpreta en la superficie, en el código de los gestos, lo que se ha puesto enfrente de nosotros.

En Estados Unidos las reacciones llegan unas horas después: la Asociación Industrial del Comercio de las Armas y la Asociación Nacional del Rifle —dos de las agrupaciones más poderosas, cabilderas por las armas— acusan al Gobierno mexicano de ser culpables de su propia violencia, de su incapacidad para frenar al crimen y la corrupción.

En ese verano de 2021, la relación bilateral ya estaba lo suficientemente tensa. El 11 de mayo de 2020, el canciller Ebrard había presentado una solicitud de información exigiendo a la Embajada de Estados Unidos los pormenores de cómo se llevó a cabo la operación Fast and Furious. Y en diciembre de ese año el Congreso mexicano había aprobado una ley que pretendía regular a los agentes extranjeros que trabajaban para agencias como la dea —acostumbrados a pasearse como Pedrito por su casa— y los obligaba a entregar a las autoridades de este lado de la frontera toda la información que recopilaran en territorio nacional. La última parte de la relación con el primer Donald Trump en el poder quedaba sembrada con bombas.

Por todo lo anterior, en ese momento la demanda podía ser leída solo como el clímax de una serie de escaramuzas en la política bilateral, de encontronazos diplomáticos que empezaron cuando llegó al poder el presidente de izquierda López Obrador: “No somos una colonia de Estados Unidos”, decía en las conferencias que realizaba todas las mañanas desde Palacio Nacional. Era una de las herramientas de la caja dialéctica del viejo nacionalismo mexicano que el mandatario abría un día sí y otro también para mover sentimientos, crear adeptos, cohesión al interior.

Sin embargo, el litigio estaba llamado a ser más que un acontecimiento sexenal.

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Es diciembre de 2024 en la Ciudad de México. Lo encuentro entre una pila de libros en un café de Polanco, muy, pero muy sonriente. No se parece nada al de la conferencia del 4 de agosto de tres años atrás. Se ve relajado, anda en pantalón de mezclilla y un saco de vestir.

Durante casi dos décadas Alejandro Celorio Alcántara fue miembro del Servicio Exterior Mexicano: transitó entre la jefatura de la Sección de Asuntos Hispanos y Migratorios en la Embajada de México en Washington y el Consulado en Sacramento, California. Me dice que desde hace unas semanas ya no es miembro del servicio, pero la forma en que se dirige a mí, al mesero, cómo pide y da las gracias, podría ser la de un cónsul. Siempre educado pero firme.

Admite que su vida cambió ese 4 de agosto, cuando su nombre y su rostro aparecieron en las portadas de todas las televisoras, periódicos y portales de México y Estados Unidos. Las notas se titulaban “¿Quién es Alejandro Celorio Alcántara?”, como si fuera una celebridad en ascenso.

Nos sentamos en una esquina, en una mesita apartada, y a pesar de mis preguntas insistentes y mi falta de conocimientos técnicos, responde a todo sin perder el temple y la paciencia. Le pregunto por qué decidieron enfrentarse a las armerías de la mayor potencia del mundo, entes que juegan con ventaja en un mercado inmenso, apabullante (apenas una referencia: en 2022 la mercancía despachada por la industria de las armas de fuego alcanzó los 5 800 millones de dólares, solo en Estados Unidos).

Una tragedia fue dando forma a la estrategia, en el relato de Celorio. El 3 de agosto de 2019, Patrick Wood Crusius, un joven supremacista, entró a una tienda Walmart en el área de Cielo Vista, a pocos kilómetros de la frontera de Juárez con Texas. Con un fusil semiautomático recorrió los pasillos y asesinó a 23 personas. La mitad eran mexicanos. Patrick dijo que quería terminar con la invasión hispana en Estados Unidos.

Alejandro Celorio
A partir de 2019, en la cabeza de Alejandro Celorio comenzó a tomar forma la estrategia detrás de la demanda. Ya no trabaja en la Secretaría de Relaciones Exteriores, pero su visión, empeño y, sobre todo, su capacidad de rodearse de las personas correctas han marcado una época.

La evocación de Celorio me refresca el recuerdo. En 2022 me encontré con Margarita Arbizu, juarense y madre de Daisy, que tenía 24 años en 2019. Me contó que ese era el primer día de trabajo de su hija en el Walmart texano. Cuando llegó el atacante, Daisy alcanzó a llamar a su madre por teléfono: 

—¡Mamá, están disparando!

—¡Corre! ¡Escóndete!

Y sí, corrió. Logró escapar. Pero años después aún piensa: “¿Y si regresa la gente de Patrick?”.

Celorio recuerda que Marcelo Ebrard estaba conmocionado con la masacre de Texas: quería emprender inmediatamente una acción legal para que no se repitiera un atentado como ese, contra mexicanos. “Teníamos que demandar a Walmart por daños; el problema es que el Gobierno no podía ser parte [en la demanda], porque no fuimos afectados”, explica el exdiplomático.

Siguiente paso: contactar al reconocido abogado estadounidense Jonathan Lowy, un hombre grande y señorial, con esa expresión que perpetuamente parece decir: “Everything is OK”. Durante 27 años había litigado casos relacionados con el uso negligente de armas; no por nada era presidente de la asociación Global Action on Gun Violence. Los dos hombres comenzaron a idear estrategias, a darles vueltas a otros casos, pero ninguno era contundente. Ninguno les permitía vislumbrar algún elemento para armar una argumentación-modelo, para sustentar una lógica jurídica. Hasta el 19 de octubre de 2019.

Ese jueves Celorio veía la televisión en vivo, como todo el país: Culiacán estaba en llamas a causa de un operativo con el que el Gobierno mexicano logró la detención (momentánea) de Ovidio Guzmán, el Ratón, el heredero del imperio criminal de su padre, Joaquín el Chapo Guzmán. Pero el Cártel de Sinaloa no tardó en reaccionar: paralizó durante horas la ciudad, capital del estado, cortó vías de comunicación, incendió vehículos y secuestró a ciudadanos. El presidente López Obrador reconoció que dio la orden de liberarlo para preservar, dijo, la vida de las personas.

“Recuerdo que los veo [a los sicarios] y empiezo a mandarle mensajes a Marcelo: ‘¡Eso es un Barrett!, ¡y eso es un Browning y se compra en una tienda de Estados Unidos!’”, dice Celorio. Justo en ese momento le vinieron a la mente las posibles acciones legales que no habían logrado cuadrar: “La estrategia podría ir dirigida a las armas que tiene el narco y [que] provienen de Estados Unidos”.

Le preguntó a Lowy si una tienda de armas en Estados Unidos podría ser responsable de la negligencia con la que venden sus productos y de la falta de control. Una cadena de irresponsabilidad que podría llegar hasta el propio fabricante de las armas. El litigante le dijo que sí, y se le ocurrió que podrían establecer en un juicio que la violencia y los daños que había sufrido México eran producto de esta irresponsabilidad.

Durante dos años, Celorio y un pequeño equipo que trabajaba con él en la Consultoría Jurídica de Relaciones Exteriores cuidaron cada paso: seleccionaron a los despachos en Estados Unidos que los representarían; lograron una tarifa negociada de un millón de dólares al año —una bobada en un país donde el trabajo de litigio se cobra en hasta 500 dólares la hora—. Durante ese tiempo se apoyaron en la académica Mariana Aparicio, que coordinaba el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y en sus 10 estudiantes.

En esos dos años se enfrentaron a multitud de retos domésticos. Uno de los mayores: convencer a algunos funcionarios del Gobierno federal, que temían enfrentarse a las armerías. “Va a molestar a los norteamericanos”, se les mandaba decir en la Consultoría.

“Había que explicarle a la Fiscalía, a Gertz Manero, a Seguridad Pública, al Ejército. Porque el mito es que muchas de las armas las perdía el Ejército, y eso no es cierto en la magnitud que la gente cree”, rememora Celorio.

También había que definir el estado del país vecino en el que interpondrían la demanda. Sabían que en tribunales de estados conservadores era probable que fuera desechada inmediatamente. Un tribunal en Boston, en Massachusetts, terminó siendo el elegido, después de descubrir que las armerías objeto de la demanda tenían operaciones en ese estado.

“Fuimos muy discretos en estos dos años [...], pero desafortunadamente no conté con el apoyo de nadie más que de la Consultoría Jurídica y el canciller”, me asegura Celorio. No entra en detalles, son secretos del litigio que se llevará con él.

Le pregunto cómo vivió el día antes de aquel 4 de agosto de 2021, cuando se presentó la demanda. Se le corta la voz: “Cuando te das cuenta de lo que estamos haciendo… Al final, la demanda era una demanda contra el narcotráfico”. Hace otra pausa, pasa saliva, toma un sorbo de agua y contiene las lágrimas. Y abunda: “Sabíamos que jurídicamente tenía fundamento, pero estaba muerto de miedo. [Equivalía a] cerrarle la llave al narcotráfico”. El día antes también platicó con su equipo en la Consultoría Jurídica, un grupo de jovencitos, y les dijo que ya tenía autorización para presentar la demanda. Les explicó que se haría público, que era su deber poner la cara, estar en esa conferencia, pero de ellos, no. La mayoría le dijo: “Si nos necesitas, vamos”. Significó mucho para él.

El propio Jonathan Lowy le preguntó si tenía miedo. Y desde el Centro Nacional de Inteligencia, la agencia que reemplazó al famoso Cisen, le advirtieron: “Si te hablamos y te decimos ‘corre’, tú corres”. Un día antes de presentar la demanda se despidió de sus hijos. Frente a mí, trata de explicar lo que sintió, pero se queda en silencio. No puede hablar más. En cualquier caso, Celorio afirma que aquel 4 de agosto tuvo la oportunidad “de hacer algo que pocas veces puedes hacer por tu país […]. Mis hijos son americanos, mi esposa es americana. En 2012 mi niño tenía menos de un año y pasó el atentado de Sandy Hook [una escuela primaria en Newtown, Connecticut, en la que un joven de 20 años asesinó a 26 personas con un rifle de alto poder]. A los niños los despedazaron. Pensar que uno puede hacer algo desde el escritorio para salvar vidas es enorme”.

El exconsejero jurídico nunca se lleva el crédito solo. Me dice a quién buscar, me da tips, y así llego hasta Ioan Grillo, un periodista y autor inglés que publicó un libro que fue una biblia para Alejandro. Lo ayudó a entender paso a paso cómo las armas que salían legalmente de tiendas en Estados Unidos llegaban directo a las manos de los cárteles.

Un comprador viajó desde el estado de Oaxaca para adquirir un arma larga y dos armas cortas en la tienda de armas de la Sedena, en enero de 2025.
Una cultura de armas muy diferente a la de Estados Unidos: vista general de la Dirección de Comercialización de Armamento y Municiones de la Sedena, en la Ciudad de México.

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Ya es enero de 2025. Son las 12 del mediodía en la colonia Roma, Ciudad de México. Llega corriendo y, sin esperar al mesero, se va directo a la barra a pedir dos cafés. Me saluda con afecto, como si me conociera de hace mucho. No puedo dejar de notar un crucifijo de plata que abarca buena parte de su pecho. Pienso que es tan grande como el tamaño del riesgo que Ioan Grillo ha enfrentado en los últimos 25 años.

Grillo nació en Brighton, Inglaterra, pero habla español como si fuera chilango de cuna, o casi. Llegó a México en 2000, y lo recibió “la narcoguerra”, como la llama. Se ha convertido en uno de los mejores especialistas en narcotráfico y crimen organizado transnacional. Le pregunto qué le parece que una demanda legal histórica esté de alguna forma inspirada en su libro. Lo toma sin presunción; con tono ligero dice que se siente “bien”.

Blood Gun Money: How America Arms Gangs and Cartels (2021) es el libro que reporteó durante media década. Al leerlo se nota la meticulosidad y la obsesión por entender cómo las armas que están colgadas en los mostradores de tiendas gringas son compradas por residentes estadounidenses con historiales limpios. Después son traficadas a México para los cárteles. Logró construir la historia completa del tráfico de armas a México en 350 páginas.

Este libro comenzó a nacer en 2017, cuando Grillo fue a una prisión en Ciudad Juárez. Ahí se entrevistó con un traficante de armas: “Me contó a detalle cómo iba cada semana a Dallas, a las ferias de armas, y cómo sin ninguna verificación se las vendían. Eran una pequeña operación de tráfico”.

Gracias a ese convicto entendió que había dos maneras en que las armas llegaban a México: las que se compraban en las tiendas de armas legalmente y las que se vendían en las ferias. Grillo lo vio con sus propios ojos: “Es como si vas a una feria de discos o a un mercado como El Chopo, y como es una venta entre particulares no necesito una licencia”, relata

Grillo explica que las armas pasan escondidas en refrigeradores, en estufas, desarmadas, sin que los agentes migratorios se den cuenta. Los traficantes las recogen y las llevan en sus camionetas por caminos de terracería, hasta las tierras controladas por el narcotráfico. Y esto se repite semana tras semana. Un tráfico hormiga que se traduce en un volumen de entre 200 000 y 500 000 armas al año, la estimación oficial hoy aceptada.

“Hay personas que van gastando medio millón de dólares en armas de fuego. Hay compras de más de 500 armas que alimentan al mercado negro”, detalla el escritor.

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Las armerías, claro, no se iban a quedar así como así. En noviembre de 2021 comenzó su defensa. En un alegato de 58 páginas solicitaron al juez F. Dennis Saylor que desestimara la demanda del Gobierno de México.

Entre sus argumentos, reconocieron que no había duda de que todos los fabricantes de productos peligrosos, entre ellos las armas, sabían que los usuarios finales pueden emplearlas para dañar a otros. Sin embargo, en el caso de México, las supuestas lesiones eran totalmente derivadas de terceros, como los cárteles de la droga.

En la respuesta a la demanda, los fabricantes de armas se describieron a sí mismos como “respetuosos empresarios”, y aseguraron que por múltiples razones la ley no puede ser estirada para imponer responsabilidad sobre ese abismo llamado “tráfico de armas”. Llegaron a recomendar a México la implementación de medidas como mejorar la seguridad fronteriza, erradicar la corrupción y financiar adecuadamente a la policía y al Ejército, y asumir la responsabilidad de un problema social.

El 31 de enero de 2022, el Gobierno de México contrargumentó en un documento que se presentó ante el juez: señaló que las armerías fabricaban y vendían rifles de calibre .50 BMG —justamente el del Barrett M82, con el que, por cierto, se atentó contra la vida de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, el 26 de junio de 2020—, que pueden penetrar algunos blindajes de vehículos; y diseñaban rifles semiautomáticos que se convierten en ametralladoras. Alegó, sin filtro: “Saben que sus distribuidores y vendedores venden estas armas militares a granel, sin restricciones, claramente destinadas a los traficantes”.

En ese mes también se logró que países como Haití, Belice y Antigua y Barbuda, junto con procuradores generales de 14 estados y 27 fiscales de distrito en Estados Unidos, entre otros, enviaran un amicus curiae (amigos de la corte) —informes con su opinión jurídica— para solidarizarse con la demanda.

Tras más recursos, contestaciones y abogados confrontados, finalmente el juez llegó a una decisión. El 30 de septiembre de 2022 desestimó la demanda del Gobierno de México en contra de las armerías estadounidenses. Dijo que la Ley de Protección del Comercio Legal de Armas prohíbe “inequívocamente” las demandas que buscaban responsabilizar a los fabricantes de armas cuando la gente las usa para el propósito con el que se crearon.

México presentó un recurso ante la Corte de Apelaciones del Primer Circuito en Massachusetts. En marzo de 2023 dos magistrados y una magistrada resolvieron, de manera unánime, que México demostró exitosamente que las empresas fabricantes y distribuidoras de armas no gozaban de inmunidad por sus prácticas comerciales negligentes. Y ahí quedó la cristalización de esa intuición original, a la que Celorio y Lowy fueron dando forma.

Finalmente, en agosto de 2023, la Corte de Apelaciones citó cara a cara a los abogados de las demandadas y a los representantes del Gobierno mexicano. Alejandro Celorio recuerda que el nivel de sus litigantes era top: uno de ellos fue abogado del mismísimo presidente Donald Trump.

“¿Cómo fue estar ahí, de frente?”, le pregunto. Sintió, sin más, que traía a 130 millones de personas detrás de él. Guarda silencio, trata de hablar, pero se le rompe la voz. Celorio se sentía gigante; ellos eran el arrojo de todo un país. Estaban enfrentados en una corte estadounidense. “Nos metimos a sus tripas, y México nunca lo había hecho”.

Desgrana un instante: “Recuerdo que uno de ellos [abogado de las armerías] les dice a los jueces: ‘Mis clientes no tienen la culpa de que criminales compren sus armas en México”. El juez contestó: ‘Entonces ¡¿ustedes saben que los delincuentes compran sus armas?!’. Mejor se calló”.

Ese día los jueces anularon la decisión de 2021, la de F. Dennis Saylor, que desechaba la demanda. “Esa apelación fue la mayor victoria que ha logrado México jurídicamente”, pondera Celorio. El país logró revertir la decisión y se convirtió en el primer gobierno extranjero que supera la inmunidad de la que gozan las armerías.

Más recursos, abogados, documentos: para el 8 de agosto de 2024, de nuevo F. Dennis Saylor rechazó la demanda de México. Consideró que el país fue incapaz de presentar pruebas suficientes para establecer una relación entre los daños alegados y las transacciones comerciales de seis demandados en Massachusetts. Así es, desestimó seis de las ocho demandas: aún sigue activo el litigio contra Smith & Wesson y Witmer Public Safety Group.

Wilhelm González enseña a Enrique, un estudiante, a disparar con un arma larga tipo francotirador. Según González, las estrictas leyes sobre las armas de fuego en México afectan principalmente a los aficionados y deportistas, sin tener un impacto significativo en el tráfico ilegal y el narcotráfico.
Enrique es entrenador deportivo y por primera vez va a probar el tiro con arma de fuego, durante una clase impartida por Wilhelm González en su escuela, Boei Gan. Según Wilhelm, tres tipos de personas asisten a sus clases: quienes quieren vivir la experiencia, quienes tienen un arma en casa (legal o ilegal) y desean aprender a usarla, y quienes han sido víctimas de un robo y quieren aprender a defenderse. En este último caso, Wilhelm aconseja a sus alumnos no responder a las agresiones.

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Hablamos a través de la pantalla de una computadora, a más de 3 000 kilómetros de distancia. Por fin puede sentarse a charlar. Jonathan Lowy, el presidente de Global Action on Gun Violence, va de caso en caso, de corte en corte, representando (incluso pro bono) a las víctimas de la violencia con armas de fuego en Estados Unidos.

Lo más complejo de enfrentarse a las armerías es que no hay ninguna industria en Estados Unidos que tenga tanto poder político, me explica. Cuando presentas una demanda jurídica, en general, si puedes probar el caso lo usual es que lo ganes. Contra este demandado, no: “No hay otra industria que puede llamar a sus amigos en el Congreso y hacer que cambien las reglas”.

Cuando Lowy recuerda a los miles de inocentes en México que año con año son asesinados, heridos o sometidos a la violencia de cárteles con una potencia de fuego inaudita, con armas que nunca debieron llegar a México, se reafirma y concluye que cada minuto de esta pelea de David contra Goliat ha valido la pena. La batalla, además, no ha terminado: “Si algo de ese trabajo tiene éxito, los criminales tendrán menos acceso a las armas”, me dice tranquilo.

Por supuesto, durante estos meses otras personas han colaborado en la demanda histórica. Con un papel muy especial tenemos a Mariana Aparicio, la doctora en Ciencias Sociales que coordinó el Observatorio de la Relación Binacional México-Estados Unidos de la UNAM. Empezó a trabajar desde el primer año de la demanda.

Aparicio me confía: en agosto de 2021, Alejandro Celorio se sinceró con ella y le dijo, apesadumbrado, que había muy poca gente trabajando en la demanda civil. Fue así que entró al quite: con 10 estudiantes de primer, cuarto y quinto semestre, arrancó la investigación y el análisis del tráfico de armas. Bases de datos, estudios, papers, procesos monitorios… todo era enviado a la Consultoría Jurídica para ayudar a construir el litigio.

Chelsea Vázquez Solís tiene 21 años. Es estudiante de la carrera de Relaciones Internacionales. Me habla con voz dulce, se emociona: nunca pensó que sería parte de una demanda de este tamaño. Ella, específicamente, se encargó de revisar cómo han evolucionado las leyes que regulan las armas, información clave que enviaba cada semana a la SRE. Una mujer en el inicio de su carrera profesional, cumpliendo una función, encargándose de una pieza, entre muchas otras, de una maquinaria compleja.

Trabajando en esa pieza, desde ese balcón, Vázquez comprobó la forma en que la demanda prendió las alarmas de manera extraordinaria, del otro lado de la frontera. Nunca un gobierno extranjero, un vecino, había demandado a un puñado de las compañías política y económicamente más poderosas del mundo.

Por primera vez, la estudiante vio algo que la maravilló: “Los tomó completamente por sorpresa, porque estos grupos que defienden las armas son supremacistas racistas y están en contra de México […], es un parteaguas no solo para México […], otros países también lo pueden hacer”.

Quizá la victoria no esté en los tribunales. Sí, quedará en la memoria la calidad de una argumentación jurídica; la voluntad de demostrarle al vecino, y al mundo entero, que acabar con la crisis de violencia letal es una responsabilidad compartida. Pero quizá, solo quizá, lo que en verdad se ha ganado es la apertura de un camino al futuro, la posibilidad de un cambio en la conciencia de las mexicanas y mexicanos que apenas se están abriendo a la vida cívica.

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