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<i>El selfie stick</i> o la prótesis del yo

<i>El selfie stick</i> o la prótesis del yo

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo.
15
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Con la autorización de la editorial, publicamos este ensayo del libro <i>Fetiches ordinarios</i> (Penguin Random House, 2024) de Luigi Amara.

Si los autorretratos a un brazo de distancia son el espejo que uno elige para exhibirse, el palo extensible que los facilita sería su empuñadura perfecta, el mango ideal para cerrar el círculo del acto de mostrarse. En la búsqueda del ángulo más favorecedor, en el trance de decidir lo que se incluye y lo que se deja de lado en la conformación de la propia imagen, el selfie stick sería algo más que una continuación del cuerpo hasta convertirse en una prótesis de la necesidad suprema de control: una respuesta ergonómica al ansia de hacerse cargo del encuadre con el que se construirá una identidad inmediata, la versión estudiadamente espontánea de uno mismo.

Por lo que se sabe, la primera selfi de la historia se tomó en 1839, en Filadelfia, y fue hecha en daguerrotipo. Robert Cornelius, químico diletante y aficionado a la fotografía, habría levantado la cubierta de la lente y corrido a toda prisa para posar durante un largo minuto delante de la cámara. Su autorretrato parece tan próximo y actual que cualquiera lo confundiría con una de las millones de selfis que desfilan en las redes sociales, acaso beneficiado por un filtro sepia que le da esa aura inconfundible de antigüedad, sometida al lento proceso de difuminarse. La imagen muestra a un joven con la cabeza inclinada ligeramente, no tanto en el gesto de rehuir lo frontal, sino de brindar su perfil más fotogénico, lo cual tal vez incida en que todo converja hacia su mirada, al mismo tiempo elusiva y franca, confiada pero penetrante, como la de quien está consciente de que así sea a través de un desplazamiento —del giro que lo transforma de fotógrafo en modelo—, a fin de cuentas se está mirando a sí mismo.

Lo que en los albores de la fotografía se conseguía con encuadres milimétricos y paciencia de estatua, y a lo largo del siglo XX se experimentó con juegos ante al espejo y cabinas de fotomatón, hoy está al alcance de un botón con la ayuda del palo mecánico. Aunque parezca antediluviano, hubo un tiempo en que las selfis tenían que hacerse a ciegas, adivinando el foco y dejando al azar cualquier idea de composición. Todo cambió con el invento de la cámara frontal y el auge del selfie stick. El delgado brazo telescópico se habría patentado a mediados de los años noventa en el Japón, donde sin embargo no tardaría en arrumbarse como una estrella pasajera de los catálogos de inventos inservibles o francamente delirantes (en la edición de 1995 de los 101 inventos japoneses inútiles ya figura, pero todavía en relación con la cámara instantánea). No sería sino hasta la consagración de las redes sociales como escaparates obsesivos y cambiantes —cuando la idea de aparecer en el espacio virtual se impuso como prueba de la identidad y la valía personal—, que aquel tripié paradójico, que no se apoya en el suelo y ni siquiera cuenta con patas de ninguna clase, cobró nueva vida, ya no como aditamento de la cámara fotográfica, sino como uno más de los efectos personales, al lado del peine y del lápiz labial, con los que suele confabularse para la creación de ese momento irrepetible de afirmación y autobombo mediante el cual gritamos al mundo “aquí estoy”, “así me encuentro ahora mismo”.

A lo que más se asemeja el selfie stick es a una vieja antena extensible. No parece casual que, micropublicación mediante, su propósito sea captar las miradas, como si la atención viajara en ondas por el aire. Puesto que la selfi tiene algo de grito, ya sea de súplica o de alarde, el palo retráctil contribuye a su modulación, a que no tiemble o desentone por torpe o demasiado revelador y excitado. La autofoto podrá confundirse con un llamado de auxilio, con un desplante estridente o una reivindicación personal, pero lo decisivo es que refleje una versión ampliada de nosotros mismos, una continuación escenográfica del yo, en la cual todos los elementos, desde el emplazamiento hasta el decorado, desde la gente que nos acompaña hasta la iluminación, tejan la estampa discursiva no tanto de cómo somos, sino de cómo queremos ser vistos. La imperante cultura de las apariencias tiene como característica ofrecernos la posibilidad de moldear las imágenes a nuestro antojo (y, hasta cierto punto, también su circulación), gracias a una gama de filtros y herramientas de edición.

Freud describió famosamente al hombre como “un dios con prótesis”. Aunque la mente requiera también de sus propias extensiones y postizos —de toda clase de sostenes abstractos y de parches y amplificaciones químicas—, era difícil imaginar que para mantener en alto la autoestima y satisfacer la necesidad de aceptación habría de llegar a nuestro auxilio, como último puntal del ego, un sencillo tubo cromado que, a semejanza del bastón, hace las veces de asidero portátil, de una auténtica muleta del yo.

Te recomendamos leer el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, Y dejé de llamarte papá.

La prueba de que no puede controlarse todo en la proyección de nosotros mismos está en las incontables selfis que, a la postre, quedan como documento involuntario del instante fatídico. En una frontera difusa en que el afán de espectacularidad se confunde con la pulsión suicida, hay gente que ha estirado la búsqueda de ángulos extremos hasta el punto de desafiar la muerte, para terminar capturando lo que quizá se proponían sombríamente: su momento final. Amarga ironía de la pose planeada y la sonrisa deslumbrante al filo del abismo: en un andamio en el piso cuarenta y nueve, o a pocos metros de una bestia salvaje o del paso del ferrocarril, o frente a la panorámica desde la Torre Eiffel, esas imágenes se vuelven virales como instantáneas tétricas de la banalidad, la imprudencia y el sinsentido.

Ya sea que entendamos la selfi como un orificio hacia la intimidad —como el ojo de cerradura que elegimos para que propios y extraños hurguen en nuestro secreto—, ya sea que la publiquemos como una prueba autorizada de que toda- vía sabemos sonreír, el palo mecánico aporta la promesa de tener la sartén por el mango. Esa es su principal función: que el control sobre la imagen se extienda al plano de lo tangible. Una vez que somos dueños de las herramientas para modelar nuestra imagen, y que la proyección de nosotros mismos no está en función de espejos ni de carreras enloquecidas al otro lado del obturador, la selfi puede dejar de ser un simple dispositivo onanista, un juguete efímero y superficial, y convertirse en un instrumento para subvertir las prácticas opresivas o bien para recuperar la confianza y la dignidad frente a las incontables formas de discriminación.

El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo y apostar por el yo como circunstancia. Aunque no falten los poderosos que echan mano de la selfi como propaganda populista, también ha sido usada para contrarrestar estereotipos de belleza, para la defensa del amamantamiento en el espacio público, o para que las mujeres se rían con total desparpajo en países donde se considera inmoral...

En contraste con el autorretrato pionero de Cornelius, desentendido del entorno y centrado en un plano de medio cuerpo, el bastón retráctil permite abrazar lo colectivo y enriquecerse con los detalles de la situación. Una vez que se cuenta con más aire y recursos para enfocarnos a nosotros mismos, las posibilidades de desafiar las fronteras entre lo personal y lo público se multiplican. Sería ingenuo creer que la actuación política al alcance de las redes sociales no ha sido consentida por los poderes sistémicos o es afín a ellos, pero tampoco puede descartarse que, de vez en cuando, en la línea de tiempo de lo inane se cuele alguna imagen subversiva que trastoque el bucle de retroalimentación.

El apogeo de la selfi quizá no responda únicamente a una rebelión contra la fotografía tradicional, en la cual siempre hay una mirada ajena que encuadra y dispara como si se tratara de una cacería. La autofoto ofrece además la oportunidad de tomar las riendas, de ser uno mismo quien se mira y decide, de no depender de nadie más para retratarse (y, dado el caso, retractarse). Después de todo, al empuñar nosotros mismos el selfie stick, no sólo ganamos autonomía, también conjuramos el miedo de que nos roben el alma en una instantánea.

En La sala de los espejos, un ensayo gráfico que participa de la estética del cómic y del arrojo contestatario del fanzine, Liv Strömquist subraya la diferencia entre las fotografías que conocemos de Marilyn Monroe, por ejemplo, tomadas invariablemente por alguien más (casi siempre un varón), y las selfis que vemos desfilar por millones cada día en el torrente incesante del ciberespacio. Pero dada la semejanza entre el teléfono devenido en cámara y el espejo de mano, la autora también detecta una suerte de “síndrome de la madrastra de Blancanieves” por el cual la pantalla se asume como un espejo mágico del que demandamos atención incesante y reconocimiento, y en el que depositamos buena parte de nuestros anhelos e inseguridades. Encandilados por la relación voyerista que establecemos con nosotros mismos, le pedimos día y noche aprobación, y ya que plataformas como Instagram han sido diseñadas para evitar la fricción o el rechazo (de manera que las reacciones converjan en el botón de “me gusta”), tener la seguridad de que obtendremos la respuesta esperada del espejo: una cascada nunca traicionera de corazones.

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Este fragmento es publicado con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial México.

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Fotografía de
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15
.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Con la autorización de la editorial, publicamos este ensayo del libro <i>Fetiches ordinarios</i> (Penguin Random House, 2024) de Luigi Amara.

Si los autorretratos a un brazo de distancia son el espejo que uno elige para exhibirse, el palo extensible que los facilita sería su empuñadura perfecta, el mango ideal para cerrar el círculo del acto de mostrarse. En la búsqueda del ángulo más favorecedor, en el trance de decidir lo que se incluye y lo que se deja de lado en la conformación de la propia imagen, el selfie stick sería algo más que una continuación del cuerpo hasta convertirse en una prótesis de la necesidad suprema de control: una respuesta ergonómica al ansia de hacerse cargo del encuadre con el que se construirá una identidad inmediata, la versión estudiadamente espontánea de uno mismo.

Por lo que se sabe, la primera selfi de la historia se tomó en 1839, en Filadelfia, y fue hecha en daguerrotipo. Robert Cornelius, químico diletante y aficionado a la fotografía, habría levantado la cubierta de la lente y corrido a toda prisa para posar durante un largo minuto delante de la cámara. Su autorretrato parece tan próximo y actual que cualquiera lo confundiría con una de las millones de selfis que desfilan en las redes sociales, acaso beneficiado por un filtro sepia que le da esa aura inconfundible de antigüedad, sometida al lento proceso de difuminarse. La imagen muestra a un joven con la cabeza inclinada ligeramente, no tanto en el gesto de rehuir lo frontal, sino de brindar su perfil más fotogénico, lo cual tal vez incida en que todo converja hacia su mirada, al mismo tiempo elusiva y franca, confiada pero penetrante, como la de quien está consciente de que así sea a través de un desplazamiento —del giro que lo transforma de fotógrafo en modelo—, a fin de cuentas se está mirando a sí mismo.

Lo que en los albores de la fotografía se conseguía con encuadres milimétricos y paciencia de estatua, y a lo largo del siglo XX se experimentó con juegos ante al espejo y cabinas de fotomatón, hoy está al alcance de un botón con la ayuda del palo mecánico. Aunque parezca antediluviano, hubo un tiempo en que las selfis tenían que hacerse a ciegas, adivinando el foco y dejando al azar cualquier idea de composición. Todo cambió con el invento de la cámara frontal y el auge del selfie stick. El delgado brazo telescópico se habría patentado a mediados de los años noventa en el Japón, donde sin embargo no tardaría en arrumbarse como una estrella pasajera de los catálogos de inventos inservibles o francamente delirantes (en la edición de 1995 de los 101 inventos japoneses inútiles ya figura, pero todavía en relación con la cámara instantánea). No sería sino hasta la consagración de las redes sociales como escaparates obsesivos y cambiantes —cuando la idea de aparecer en el espacio virtual se impuso como prueba de la identidad y la valía personal—, que aquel tripié paradójico, que no se apoya en el suelo y ni siquiera cuenta con patas de ninguna clase, cobró nueva vida, ya no como aditamento de la cámara fotográfica, sino como uno más de los efectos personales, al lado del peine y del lápiz labial, con los que suele confabularse para la creación de ese momento irrepetible de afirmación y autobombo mediante el cual gritamos al mundo “aquí estoy”, “así me encuentro ahora mismo”.

A lo que más se asemeja el selfie stick es a una vieja antena extensible. No parece casual que, micropublicación mediante, su propósito sea captar las miradas, como si la atención viajara en ondas por el aire. Puesto que la selfi tiene algo de grito, ya sea de súplica o de alarde, el palo retráctil contribuye a su modulación, a que no tiemble o desentone por torpe o demasiado revelador y excitado. La autofoto podrá confundirse con un llamado de auxilio, con un desplante estridente o una reivindicación personal, pero lo decisivo es que refleje una versión ampliada de nosotros mismos, una continuación escenográfica del yo, en la cual todos los elementos, desde el emplazamiento hasta el decorado, desde la gente que nos acompaña hasta la iluminación, tejan la estampa discursiva no tanto de cómo somos, sino de cómo queremos ser vistos. La imperante cultura de las apariencias tiene como característica ofrecernos la posibilidad de moldear las imágenes a nuestro antojo (y, hasta cierto punto, también su circulación), gracias a una gama de filtros y herramientas de edición.

Freud describió famosamente al hombre como “un dios con prótesis”. Aunque la mente requiera también de sus propias extensiones y postizos —de toda clase de sostenes abstractos y de parches y amplificaciones químicas—, era difícil imaginar que para mantener en alto la autoestima y satisfacer la necesidad de aceptación habría de llegar a nuestro auxilio, como último puntal del ego, un sencillo tubo cromado que, a semejanza del bastón, hace las veces de asidero portátil, de una auténtica muleta del yo.

Te recomendamos leer el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, Y dejé de llamarte papá.

La prueba de que no puede controlarse todo en la proyección de nosotros mismos está en las incontables selfis que, a la postre, quedan como documento involuntario del instante fatídico. En una frontera difusa en que el afán de espectacularidad se confunde con la pulsión suicida, hay gente que ha estirado la búsqueda de ángulos extremos hasta el punto de desafiar la muerte, para terminar capturando lo que quizá se proponían sombríamente: su momento final. Amarga ironía de la pose planeada y la sonrisa deslumbrante al filo del abismo: en un andamio en el piso cuarenta y nueve, o a pocos metros de una bestia salvaje o del paso del ferrocarril, o frente a la panorámica desde la Torre Eiffel, esas imágenes se vuelven virales como instantáneas tétricas de la banalidad, la imprudencia y el sinsentido.

Ya sea que entendamos la selfi como un orificio hacia la intimidad —como el ojo de cerradura que elegimos para que propios y extraños hurguen en nuestro secreto—, ya sea que la publiquemos como una prueba autorizada de que toda- vía sabemos sonreír, el palo mecánico aporta la promesa de tener la sartén por el mango. Esa es su principal función: que el control sobre la imagen se extienda al plano de lo tangible. Una vez que somos dueños de las herramientas para modelar nuestra imagen, y que la proyección de nosotros mismos no está en función de espejos ni de carreras enloquecidas al otro lado del obturador, la selfi puede dejar de ser un simple dispositivo onanista, un juguete efímero y superficial, y convertirse en un instrumento para subvertir las prácticas opresivas o bien para recuperar la confianza y la dignidad frente a las incontables formas de discriminación.

El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo y apostar por el yo como circunstancia. Aunque no falten los poderosos que echan mano de la selfi como propaganda populista, también ha sido usada para contrarrestar estereotipos de belleza, para la defensa del amamantamiento en el espacio público, o para que las mujeres se rían con total desparpajo en países donde se considera inmoral...

En contraste con el autorretrato pionero de Cornelius, desentendido del entorno y centrado en un plano de medio cuerpo, el bastón retráctil permite abrazar lo colectivo y enriquecerse con los detalles de la situación. Una vez que se cuenta con más aire y recursos para enfocarnos a nosotros mismos, las posibilidades de desafiar las fronteras entre lo personal y lo público se multiplican. Sería ingenuo creer que la actuación política al alcance de las redes sociales no ha sido consentida por los poderes sistémicos o es afín a ellos, pero tampoco puede descartarse que, de vez en cuando, en la línea de tiempo de lo inane se cuele alguna imagen subversiva que trastoque el bucle de retroalimentación.

El apogeo de la selfi quizá no responda únicamente a una rebelión contra la fotografía tradicional, en la cual siempre hay una mirada ajena que encuadra y dispara como si se tratara de una cacería. La autofoto ofrece además la oportunidad de tomar las riendas, de ser uno mismo quien se mira y decide, de no depender de nadie más para retratarse (y, dado el caso, retractarse). Después de todo, al empuñar nosotros mismos el selfie stick, no sólo ganamos autonomía, también conjuramos el miedo de que nos roben el alma en una instantánea.

En La sala de los espejos, un ensayo gráfico que participa de la estética del cómic y del arrojo contestatario del fanzine, Liv Strömquist subraya la diferencia entre las fotografías que conocemos de Marilyn Monroe, por ejemplo, tomadas invariablemente por alguien más (casi siempre un varón), y las selfis que vemos desfilar por millones cada día en el torrente incesante del ciberespacio. Pero dada la semejanza entre el teléfono devenido en cámara y el espejo de mano, la autora también detecta una suerte de “síndrome de la madrastra de Blancanieves” por el cual la pantalla se asume como un espejo mágico del que demandamos atención incesante y reconocimiento, y en el que depositamos buena parte de nuestros anhelos e inseguridades. Encandilados por la relación voyerista que establecemos con nosotros mismos, le pedimos día y noche aprobación, y ya que plataformas como Instagram han sido diseñadas para evitar la fricción o el rechazo (de manera que las reacciones converjan en el botón de “me gusta”), tener la seguridad de que obtendremos la respuesta esperada del espejo: una cascada nunca traicionera de corazones.

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Este fragmento es publicado con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial México.

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El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo.
15
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Con la autorización de la editorial, publicamos este ensayo del libro <i>Fetiches ordinarios</i> (Penguin Random House, 2024) de Luigi Amara.

Si los autorretratos a un brazo de distancia son el espejo que uno elige para exhibirse, el palo extensible que los facilita sería su empuñadura perfecta, el mango ideal para cerrar el círculo del acto de mostrarse. En la búsqueda del ángulo más favorecedor, en el trance de decidir lo que se incluye y lo que se deja de lado en la conformación de la propia imagen, el selfie stick sería algo más que una continuación del cuerpo hasta convertirse en una prótesis de la necesidad suprema de control: una respuesta ergonómica al ansia de hacerse cargo del encuadre con el que se construirá una identidad inmediata, la versión estudiadamente espontánea de uno mismo.

Por lo que se sabe, la primera selfi de la historia se tomó en 1839, en Filadelfia, y fue hecha en daguerrotipo. Robert Cornelius, químico diletante y aficionado a la fotografía, habría levantado la cubierta de la lente y corrido a toda prisa para posar durante un largo minuto delante de la cámara. Su autorretrato parece tan próximo y actual que cualquiera lo confundiría con una de las millones de selfis que desfilan en las redes sociales, acaso beneficiado por un filtro sepia que le da esa aura inconfundible de antigüedad, sometida al lento proceso de difuminarse. La imagen muestra a un joven con la cabeza inclinada ligeramente, no tanto en el gesto de rehuir lo frontal, sino de brindar su perfil más fotogénico, lo cual tal vez incida en que todo converja hacia su mirada, al mismo tiempo elusiva y franca, confiada pero penetrante, como la de quien está consciente de que así sea a través de un desplazamiento —del giro que lo transforma de fotógrafo en modelo—, a fin de cuentas se está mirando a sí mismo.

Lo que en los albores de la fotografía se conseguía con encuadres milimétricos y paciencia de estatua, y a lo largo del siglo XX se experimentó con juegos ante al espejo y cabinas de fotomatón, hoy está al alcance de un botón con la ayuda del palo mecánico. Aunque parezca antediluviano, hubo un tiempo en que las selfis tenían que hacerse a ciegas, adivinando el foco y dejando al azar cualquier idea de composición. Todo cambió con el invento de la cámara frontal y el auge del selfie stick. El delgado brazo telescópico se habría patentado a mediados de los años noventa en el Japón, donde sin embargo no tardaría en arrumbarse como una estrella pasajera de los catálogos de inventos inservibles o francamente delirantes (en la edición de 1995 de los 101 inventos japoneses inútiles ya figura, pero todavía en relación con la cámara instantánea). No sería sino hasta la consagración de las redes sociales como escaparates obsesivos y cambiantes —cuando la idea de aparecer en el espacio virtual se impuso como prueba de la identidad y la valía personal—, que aquel tripié paradójico, que no se apoya en el suelo y ni siquiera cuenta con patas de ninguna clase, cobró nueva vida, ya no como aditamento de la cámara fotográfica, sino como uno más de los efectos personales, al lado del peine y del lápiz labial, con los que suele confabularse para la creación de ese momento irrepetible de afirmación y autobombo mediante el cual gritamos al mundo “aquí estoy”, “así me encuentro ahora mismo”.

A lo que más se asemeja el selfie stick es a una vieja antena extensible. No parece casual que, micropublicación mediante, su propósito sea captar las miradas, como si la atención viajara en ondas por el aire. Puesto que la selfi tiene algo de grito, ya sea de súplica o de alarde, el palo retráctil contribuye a su modulación, a que no tiemble o desentone por torpe o demasiado revelador y excitado. La autofoto podrá confundirse con un llamado de auxilio, con un desplante estridente o una reivindicación personal, pero lo decisivo es que refleje una versión ampliada de nosotros mismos, una continuación escenográfica del yo, en la cual todos los elementos, desde el emplazamiento hasta el decorado, desde la gente que nos acompaña hasta la iluminación, tejan la estampa discursiva no tanto de cómo somos, sino de cómo queremos ser vistos. La imperante cultura de las apariencias tiene como característica ofrecernos la posibilidad de moldear las imágenes a nuestro antojo (y, hasta cierto punto, también su circulación), gracias a una gama de filtros y herramientas de edición.

Freud describió famosamente al hombre como “un dios con prótesis”. Aunque la mente requiera también de sus propias extensiones y postizos —de toda clase de sostenes abstractos y de parches y amplificaciones químicas—, era difícil imaginar que para mantener en alto la autoestima y satisfacer la necesidad de aceptación habría de llegar a nuestro auxilio, como último puntal del ego, un sencillo tubo cromado que, a semejanza del bastón, hace las veces de asidero portátil, de una auténtica muleta del yo.

Te recomendamos leer el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, Y dejé de llamarte papá.

La prueba de que no puede controlarse todo en la proyección de nosotros mismos está en las incontables selfis que, a la postre, quedan como documento involuntario del instante fatídico. En una frontera difusa en que el afán de espectacularidad se confunde con la pulsión suicida, hay gente que ha estirado la búsqueda de ángulos extremos hasta el punto de desafiar la muerte, para terminar capturando lo que quizá se proponían sombríamente: su momento final. Amarga ironía de la pose planeada y la sonrisa deslumbrante al filo del abismo: en un andamio en el piso cuarenta y nueve, o a pocos metros de una bestia salvaje o del paso del ferrocarril, o frente a la panorámica desde la Torre Eiffel, esas imágenes se vuelven virales como instantáneas tétricas de la banalidad, la imprudencia y el sinsentido.

Ya sea que entendamos la selfi como un orificio hacia la intimidad —como el ojo de cerradura que elegimos para que propios y extraños hurguen en nuestro secreto—, ya sea que la publiquemos como una prueba autorizada de que toda- vía sabemos sonreír, el palo mecánico aporta la promesa de tener la sartén por el mango. Esa es su principal función: que el control sobre la imagen se extienda al plano de lo tangible. Una vez que somos dueños de las herramientas para modelar nuestra imagen, y que la proyección de nosotros mismos no está en función de espejos ni de carreras enloquecidas al otro lado del obturador, la selfi puede dejar de ser un simple dispositivo onanista, un juguete efímero y superficial, y convertirse en un instrumento para subvertir las prácticas opresivas o bien para recuperar la confianza y la dignidad frente a las incontables formas de discriminación.

El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo y apostar por el yo como circunstancia. Aunque no falten los poderosos que echan mano de la selfi como propaganda populista, también ha sido usada para contrarrestar estereotipos de belleza, para la defensa del amamantamiento en el espacio público, o para que las mujeres se rían con total desparpajo en países donde se considera inmoral...

En contraste con el autorretrato pionero de Cornelius, desentendido del entorno y centrado en un plano de medio cuerpo, el bastón retráctil permite abrazar lo colectivo y enriquecerse con los detalles de la situación. Una vez que se cuenta con más aire y recursos para enfocarnos a nosotros mismos, las posibilidades de desafiar las fronteras entre lo personal y lo público se multiplican. Sería ingenuo creer que la actuación política al alcance de las redes sociales no ha sido consentida por los poderes sistémicos o es afín a ellos, pero tampoco puede descartarse que, de vez en cuando, en la línea de tiempo de lo inane se cuele alguna imagen subversiva que trastoque el bucle de retroalimentación.

El apogeo de la selfi quizá no responda únicamente a una rebelión contra la fotografía tradicional, en la cual siempre hay una mirada ajena que encuadra y dispara como si se tratara de una cacería. La autofoto ofrece además la oportunidad de tomar las riendas, de ser uno mismo quien se mira y decide, de no depender de nadie más para retratarse (y, dado el caso, retractarse). Después de todo, al empuñar nosotros mismos el selfie stick, no sólo ganamos autonomía, también conjuramos el miedo de que nos roben el alma en una instantánea.

En La sala de los espejos, un ensayo gráfico que participa de la estética del cómic y del arrojo contestatario del fanzine, Liv Strömquist subraya la diferencia entre las fotografías que conocemos de Marilyn Monroe, por ejemplo, tomadas invariablemente por alguien más (casi siempre un varón), y las selfis que vemos desfilar por millones cada día en el torrente incesante del ciberespacio. Pero dada la semejanza entre el teléfono devenido en cámara y el espejo de mano, la autora también detecta una suerte de “síndrome de la madrastra de Blancanieves” por el cual la pantalla se asume como un espejo mágico del que demandamos atención incesante y reconocimiento, y en el que depositamos buena parte de nuestros anhelos e inseguridades. Encandilados por la relación voyerista que establecemos con nosotros mismos, le pedimos día y noche aprobación, y ya que plataformas como Instagram han sido diseñadas para evitar la fricción o el rechazo (de manera que las reacciones converjan en el botón de “me gusta”), tener la seguridad de que obtendremos la respuesta esperada del espejo: una cascada nunca traicionera de corazones.

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Si los autorretratos a un brazo de distancia son el espejo que uno elige para exhibirse, el palo extensible que los facilita sería su empuñadura perfecta, el mango ideal para cerrar el círculo del acto de mostrarse. En la búsqueda del ángulo más favorecedor, en el trance de decidir lo que se incluye y lo que se deja de lado en la conformación de la propia imagen, el selfie stick sería algo más que una continuación del cuerpo hasta convertirse en una prótesis de la necesidad suprema de control: una respuesta ergonómica al ansia de hacerse cargo del encuadre con el que se construirá una identidad inmediata, la versión estudiadamente espontánea de uno mismo.

Por lo que se sabe, la primera selfi de la historia se tomó en 1839, en Filadelfia, y fue hecha en daguerrotipo. Robert Cornelius, químico diletante y aficionado a la fotografía, habría levantado la cubierta de la lente y corrido a toda prisa para posar durante un largo minuto delante de la cámara. Su autorretrato parece tan próximo y actual que cualquiera lo confundiría con una de las millones de selfis que desfilan en las redes sociales, acaso beneficiado por un filtro sepia que le da esa aura inconfundible de antigüedad, sometida al lento proceso de difuminarse. La imagen muestra a un joven con la cabeza inclinada ligeramente, no tanto en el gesto de rehuir lo frontal, sino de brindar su perfil más fotogénico, lo cual tal vez incida en que todo converja hacia su mirada, al mismo tiempo elusiva y franca, confiada pero penetrante, como la de quien está consciente de que así sea a través de un desplazamiento —del giro que lo transforma de fotógrafo en modelo—, a fin de cuentas se está mirando a sí mismo.

Lo que en los albores de la fotografía se conseguía con encuadres milimétricos y paciencia de estatua, y a lo largo del siglo XX se experimentó con juegos ante al espejo y cabinas de fotomatón, hoy está al alcance de un botón con la ayuda del palo mecánico. Aunque parezca antediluviano, hubo un tiempo en que las selfis tenían que hacerse a ciegas, adivinando el foco y dejando al azar cualquier idea de composición. Todo cambió con el invento de la cámara frontal y el auge del selfie stick. El delgado brazo telescópico se habría patentado a mediados de los años noventa en el Japón, donde sin embargo no tardaría en arrumbarse como una estrella pasajera de los catálogos de inventos inservibles o francamente delirantes (en la edición de 1995 de los 101 inventos japoneses inútiles ya figura, pero todavía en relación con la cámara instantánea). No sería sino hasta la consagración de las redes sociales como escaparates obsesivos y cambiantes —cuando la idea de aparecer en el espacio virtual se impuso como prueba de la identidad y la valía personal—, que aquel tripié paradójico, que no se apoya en el suelo y ni siquiera cuenta con patas de ninguna clase, cobró nueva vida, ya no como aditamento de la cámara fotográfica, sino como uno más de los efectos personales, al lado del peine y del lápiz labial, con los que suele confabularse para la creación de ese momento irrepetible de afirmación y autobombo mediante el cual gritamos al mundo “aquí estoy”, “así me encuentro ahora mismo”.

A lo que más se asemeja el selfie stick es a una vieja antena extensible. No parece casual que, micropublicación mediante, su propósito sea captar las miradas, como si la atención viajara en ondas por el aire. Puesto que la selfi tiene algo de grito, ya sea de súplica o de alarde, el palo retráctil contribuye a su modulación, a que no tiemble o desentone por torpe o demasiado revelador y excitado. La autofoto podrá confundirse con un llamado de auxilio, con un desplante estridente o una reivindicación personal, pero lo decisivo es que refleje una versión ampliada de nosotros mismos, una continuación escenográfica del yo, en la cual todos los elementos, desde el emplazamiento hasta el decorado, desde la gente que nos acompaña hasta la iluminación, tejan la estampa discursiva no tanto de cómo somos, sino de cómo queremos ser vistos. La imperante cultura de las apariencias tiene como característica ofrecernos la posibilidad de moldear las imágenes a nuestro antojo (y, hasta cierto punto, también su circulación), gracias a una gama de filtros y herramientas de edición.

Freud describió famosamente al hombre como “un dios con prótesis”. Aunque la mente requiera también de sus propias extensiones y postizos —de toda clase de sostenes abstractos y de parches y amplificaciones químicas—, era difícil imaginar que para mantener en alto la autoestima y satisfacer la necesidad de aceptación habría de llegar a nuestro auxilio, como último puntal del ego, un sencillo tubo cromado que, a semejanza del bastón, hace las veces de asidero portátil, de una auténtica muleta del yo.

Te recomendamos leer el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, Y dejé de llamarte papá.

La prueba de que no puede controlarse todo en la proyección de nosotros mismos está en las incontables selfis que, a la postre, quedan como documento involuntario del instante fatídico. En una frontera difusa en que el afán de espectacularidad se confunde con la pulsión suicida, hay gente que ha estirado la búsqueda de ángulos extremos hasta el punto de desafiar la muerte, para terminar capturando lo que quizá se proponían sombríamente: su momento final. Amarga ironía de la pose planeada y la sonrisa deslumbrante al filo del abismo: en un andamio en el piso cuarenta y nueve, o a pocos metros de una bestia salvaje o del paso del ferrocarril, o frente a la panorámica desde la Torre Eiffel, esas imágenes se vuelven virales como instantáneas tétricas de la banalidad, la imprudencia y el sinsentido.

Ya sea que entendamos la selfi como un orificio hacia la intimidad —como el ojo de cerradura que elegimos para que propios y extraños hurguen en nuestro secreto—, ya sea que la publiquemos como una prueba autorizada de que toda- vía sabemos sonreír, el palo mecánico aporta la promesa de tener la sartén por el mango. Esa es su principal función: que el control sobre la imagen se extienda al plano de lo tangible. Una vez que somos dueños de las herramientas para modelar nuestra imagen, y que la proyección de nosotros mismos no está en función de espejos ni de carreras enloquecidas al otro lado del obturador, la selfi puede dejar de ser un simple dispositivo onanista, un juguete efímero y superficial, y convertirse en un instrumento para subvertir las prácticas opresivas o bien para recuperar la confianza y la dignidad frente a las incontables formas de discriminación.

El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo y apostar por el yo como circunstancia. Aunque no falten los poderosos que echan mano de la selfi como propaganda populista, también ha sido usada para contrarrestar estereotipos de belleza, para la defensa del amamantamiento en el espacio público, o para que las mujeres se rían con total desparpajo en países donde se considera inmoral...

En contraste con el autorretrato pionero de Cornelius, desentendido del entorno y centrado en un plano de medio cuerpo, el bastón retráctil permite abrazar lo colectivo y enriquecerse con los detalles de la situación. Una vez que se cuenta con más aire y recursos para enfocarnos a nosotros mismos, las posibilidades de desafiar las fronteras entre lo personal y lo público se multiplican. Sería ingenuo creer que la actuación política al alcance de las redes sociales no ha sido consentida por los poderes sistémicos o es afín a ellos, pero tampoco puede descartarse que, de vez en cuando, en la línea de tiempo de lo inane se cuele alguna imagen subversiva que trastoque el bucle de retroalimentación.

El apogeo de la selfi quizá no responda únicamente a una rebelión contra la fotografía tradicional, en la cual siempre hay una mirada ajena que encuadra y dispara como si se tratara de una cacería. La autofoto ofrece además la oportunidad de tomar las riendas, de ser uno mismo quien se mira y decide, de no depender de nadie más para retratarse (y, dado el caso, retractarse). Después de todo, al empuñar nosotros mismos el selfie stick, no sólo ganamos autonomía, también conjuramos el miedo de que nos roben el alma en una instantánea.

En La sala de los espejos, un ensayo gráfico que participa de la estética del cómic y del arrojo contestatario del fanzine, Liv Strömquist subraya la diferencia entre las fotografías que conocemos de Marilyn Monroe, por ejemplo, tomadas invariablemente por alguien más (casi siempre un varón), y las selfis que vemos desfilar por millones cada día en el torrente incesante del ciberespacio. Pero dada la semejanza entre el teléfono devenido en cámara y el espejo de mano, la autora también detecta una suerte de “síndrome de la madrastra de Blancanieves” por el cual la pantalla se asume como un espejo mágico del que demandamos atención incesante y reconocimiento, y en el que depositamos buena parte de nuestros anhelos e inseguridades. Encandilados por la relación voyerista que establecemos con nosotros mismos, le pedimos día y noche aprobación, y ya que plataformas como Instagram han sido diseñadas para evitar la fricción o el rechazo (de manera que las reacciones converjan en el botón de “me gusta”), tener la seguridad de que obtendremos la respuesta esperada del espejo: una cascada nunca traicionera de corazones.

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Este fragmento es publicado con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial México.

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El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo.

<i>El selfie stick</i> o la prótesis del yo

<i>El selfie stick</i> o la prótesis del yo

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Tiempo de Lectura: 00 min

Con la autorización de la editorial, publicamos este ensayo del libro <i>Fetiches ordinarios</i> (Penguin Random House, 2024) de Luigi Amara.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Si los autorretratos a un brazo de distancia son el espejo que uno elige para exhibirse, el palo extensible que los facilita sería su empuñadura perfecta, el mango ideal para cerrar el círculo del acto de mostrarse. En la búsqueda del ángulo más favorecedor, en el trance de decidir lo que se incluye y lo que se deja de lado en la conformación de la propia imagen, el selfie stick sería algo más que una continuación del cuerpo hasta convertirse en una prótesis de la necesidad suprema de control: una respuesta ergonómica al ansia de hacerse cargo del encuadre con el que se construirá una identidad inmediata, la versión estudiadamente espontánea de uno mismo.

Por lo que se sabe, la primera selfi de la historia se tomó en 1839, en Filadelfia, y fue hecha en daguerrotipo. Robert Cornelius, químico diletante y aficionado a la fotografía, habría levantado la cubierta de la lente y corrido a toda prisa para posar durante un largo minuto delante de la cámara. Su autorretrato parece tan próximo y actual que cualquiera lo confundiría con una de las millones de selfis que desfilan en las redes sociales, acaso beneficiado por un filtro sepia que le da esa aura inconfundible de antigüedad, sometida al lento proceso de difuminarse. La imagen muestra a un joven con la cabeza inclinada ligeramente, no tanto en el gesto de rehuir lo frontal, sino de brindar su perfil más fotogénico, lo cual tal vez incida en que todo converja hacia su mirada, al mismo tiempo elusiva y franca, confiada pero penetrante, como la de quien está consciente de que así sea a través de un desplazamiento —del giro que lo transforma de fotógrafo en modelo—, a fin de cuentas se está mirando a sí mismo.

Lo que en los albores de la fotografía se conseguía con encuadres milimétricos y paciencia de estatua, y a lo largo del siglo XX se experimentó con juegos ante al espejo y cabinas de fotomatón, hoy está al alcance de un botón con la ayuda del palo mecánico. Aunque parezca antediluviano, hubo un tiempo en que las selfis tenían que hacerse a ciegas, adivinando el foco y dejando al azar cualquier idea de composición. Todo cambió con el invento de la cámara frontal y el auge del selfie stick. El delgado brazo telescópico se habría patentado a mediados de los años noventa en el Japón, donde sin embargo no tardaría en arrumbarse como una estrella pasajera de los catálogos de inventos inservibles o francamente delirantes (en la edición de 1995 de los 101 inventos japoneses inútiles ya figura, pero todavía en relación con la cámara instantánea). No sería sino hasta la consagración de las redes sociales como escaparates obsesivos y cambiantes —cuando la idea de aparecer en el espacio virtual se impuso como prueba de la identidad y la valía personal—, que aquel tripié paradójico, que no se apoya en el suelo y ni siquiera cuenta con patas de ninguna clase, cobró nueva vida, ya no como aditamento de la cámara fotográfica, sino como uno más de los efectos personales, al lado del peine y del lápiz labial, con los que suele confabularse para la creación de ese momento irrepetible de afirmación y autobombo mediante el cual gritamos al mundo “aquí estoy”, “así me encuentro ahora mismo”.

A lo que más se asemeja el selfie stick es a una vieja antena extensible. No parece casual que, micropublicación mediante, su propósito sea captar las miradas, como si la atención viajara en ondas por el aire. Puesto que la selfi tiene algo de grito, ya sea de súplica o de alarde, el palo retráctil contribuye a su modulación, a que no tiemble o desentone por torpe o demasiado revelador y excitado. La autofoto podrá confundirse con un llamado de auxilio, con un desplante estridente o una reivindicación personal, pero lo decisivo es que refleje una versión ampliada de nosotros mismos, una continuación escenográfica del yo, en la cual todos los elementos, desde el emplazamiento hasta el decorado, desde la gente que nos acompaña hasta la iluminación, tejan la estampa discursiva no tanto de cómo somos, sino de cómo queremos ser vistos. La imperante cultura de las apariencias tiene como característica ofrecernos la posibilidad de moldear las imágenes a nuestro antojo (y, hasta cierto punto, también su circulación), gracias a una gama de filtros y herramientas de edición.

Freud describió famosamente al hombre como “un dios con prótesis”. Aunque la mente requiera también de sus propias extensiones y postizos —de toda clase de sostenes abstractos y de parches y amplificaciones químicas—, era difícil imaginar que para mantener en alto la autoestima y satisfacer la necesidad de aceptación habría de llegar a nuestro auxilio, como último puntal del ego, un sencillo tubo cromado que, a semejanza del bastón, hace las veces de asidero portátil, de una auténtica muleta del yo.

Te recomendamos leer el adelanto del libro de Caroline Darian, hija de Gisèle Pelicot, Y dejé de llamarte papá.

La prueba de que no puede controlarse todo en la proyección de nosotros mismos está en las incontables selfis que, a la postre, quedan como documento involuntario del instante fatídico. En una frontera difusa en que el afán de espectacularidad se confunde con la pulsión suicida, hay gente que ha estirado la búsqueda de ángulos extremos hasta el punto de desafiar la muerte, para terminar capturando lo que quizá se proponían sombríamente: su momento final. Amarga ironía de la pose planeada y la sonrisa deslumbrante al filo del abismo: en un andamio en el piso cuarenta y nueve, o a pocos metros de una bestia salvaje o del paso del ferrocarril, o frente a la panorámica desde la Torre Eiffel, esas imágenes se vuelven virales como instantáneas tétricas de la banalidad, la imprudencia y el sinsentido.

Ya sea que entendamos la selfi como un orificio hacia la intimidad —como el ojo de cerradura que elegimos para que propios y extraños hurguen en nuestro secreto—, ya sea que la publiquemos como una prueba autorizada de que toda- vía sabemos sonreír, el palo mecánico aporta la promesa de tener la sartén por el mango. Esa es su principal función: que el control sobre la imagen se extienda al plano de lo tangible. Una vez que somos dueños de las herramientas para modelar nuestra imagen, y que la proyección de nosotros mismos no está en función de espejos ni de carreras enloquecidas al otro lado del obturador, la selfi puede dejar de ser un simple dispositivo onanista, un juguete efímero y superficial, y convertirse en un instrumento para subvertir las prácticas opresivas o bien para recuperar la confianza y la dignidad frente a las incontables formas de discriminación.

El potencial político de la selfi depende de su énfasis y proyección, de lo que sea capaz de incluir como correlato de uno mismo. Al ganar en profundidad de campo y abrirse al contexto, el palo de la autofoto contribuye a rebasar la esfera del narcisismo y apostar por el yo como circunstancia. Aunque no falten los poderosos que echan mano de la selfi como propaganda populista, también ha sido usada para contrarrestar estereotipos de belleza, para la defensa del amamantamiento en el espacio público, o para que las mujeres se rían con total desparpajo en países donde se considera inmoral...

En contraste con el autorretrato pionero de Cornelius, desentendido del entorno y centrado en un plano de medio cuerpo, el bastón retráctil permite abrazar lo colectivo y enriquecerse con los detalles de la situación. Una vez que se cuenta con más aire y recursos para enfocarnos a nosotros mismos, las posibilidades de desafiar las fronteras entre lo personal y lo público se multiplican. Sería ingenuo creer que la actuación política al alcance de las redes sociales no ha sido consentida por los poderes sistémicos o es afín a ellos, pero tampoco puede descartarse que, de vez en cuando, en la línea de tiempo de lo inane se cuele alguna imagen subversiva que trastoque el bucle de retroalimentación.

El apogeo de la selfi quizá no responda únicamente a una rebelión contra la fotografía tradicional, en la cual siempre hay una mirada ajena que encuadra y dispara como si se tratara de una cacería. La autofoto ofrece además la oportunidad de tomar las riendas, de ser uno mismo quien se mira y decide, de no depender de nadie más para retratarse (y, dado el caso, retractarse). Después de todo, al empuñar nosotros mismos el selfie stick, no sólo ganamos autonomía, también conjuramos el miedo de que nos roben el alma en una instantánea.

En La sala de los espejos, un ensayo gráfico que participa de la estética del cómic y del arrojo contestatario del fanzine, Liv Strömquist subraya la diferencia entre las fotografías que conocemos de Marilyn Monroe, por ejemplo, tomadas invariablemente por alguien más (casi siempre un varón), y las selfis que vemos desfilar por millones cada día en el torrente incesante del ciberespacio. Pero dada la semejanza entre el teléfono devenido en cámara y el espejo de mano, la autora también detecta una suerte de “síndrome de la madrastra de Blancanieves” por el cual la pantalla se asume como un espejo mágico del que demandamos atención incesante y reconocimiento, y en el que depositamos buena parte de nuestros anhelos e inseguridades. Encandilados por la relación voyerista que establecemos con nosotros mismos, le pedimos día y noche aprobación, y ya que plataformas como Instagram han sido diseñadas para evitar la fricción o el rechazo (de manera que las reacciones converjan en el botón de “me gusta”), tener la seguridad de que obtendremos la respuesta esperada del espejo: una cascada nunca traicionera de corazones.

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Este fragmento es publicado con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial México.

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