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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Migrar como mujer es más peligroso que hacerlo como hombre; pero a estas mujeres no las detuvo el acoso de la Interpol ni las redes de trata del sureste mexicano, y han logrado sortear el desafío de maternar a la distancia o en un país completamente ajeno.
Migrar es partir; exiliarse es huir. Salir a prisa, planeando poco, dejando mucho. Cada paso es un intento por salvar la vida, la integridad y la familia. Porque salir no implica solo dejar una tierra, una historia o los objetos, es también el suspenso de una vida a medio andar.
Sandy tuvo que exiliarse cuando estaba a punto de parir.
Chaparrita y enérgica, habla mientras revisa su celular. Es comerciante y suspendió su ejercicio profesional por el nacimiento de Paula, su primera hija. En esa época Aníbal, su esposo, comenzó a trabajar en las instituciones de administración de justicia de Guatemala.
Él era parte de la Dirección de Análisis Criminal de la Fiscalía, luego de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Sandy sabía que Aníbal investigaba importantes casos de corrupción y prefería no conocer los detalles para protegerse como familia. Pero cuando veía una noticia en televisión, algún allanamiento importante, la curiosidad le hacía hilar pistas que le permitían entender la relevancia del trabajo de su esposo.
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Te recomendamos leer el reportaje de Daniela Rea y Paula Mónaco: Exilio y justicia.
Sandy compartió poco tiempo con Aníbal durante el primer embarazo. Él pasaba muchas horas en la oficina armando el análisis macrocriminal de grandes casos de corrupción, ella preparaba la llegada de Paula. De pronto, ocurrió todo: nació la bebé, estallaron los escándalos, y pusieron fin a la CICIG. Aquellos fueron días de enojo y tristeza. Aníbal enfermó de hepatitis A y estuvo al borde de la muerte, pero la persecución judicial que sufrió no le permitió siquiera guardar reposo.
Un día llegaron por él, se lo llevaron preso. Práctica, operativa y gestora, Sandy reaccionó. Con su bebé en brazos se encargó de contener a la familia, responder mil mensajes y organizar la defensa. Después de la irrupción policial en su casa, se quitó la pijama, se puso el traje más elegante que encontró y salió rumbo al juzgado. “A mí no me van a ver llorando si eso es lo que quieren”, pensó aquella mañana.
El trabajo de su esposo, hasta entonces secreto, quedó expuesto ante todos. Los vecinos del barrio lo reconocieron como el funcionario que había metido preso al presidente, pero eso también lo sabía el propio presidente. Después de la detención de Aníbal, vinieron audiencias que se extendieron intencionalmente para amedrentar a los acusados. La pareja entendió que debía irse del país tan pronto como fuera posible y trazaron un plan. Aníbal aceptó los cargos que se le imputaron y solicitó un procedimiento abreviado como estrategia jurídica, mientras Sandy se encargó de los trámites necesarios para una decisión inminente: el exilio. El 3 de junio de 2022, cuando Aníbal obtuvo oficialmente su libertad, Sandy ya tenía todo listo para huir y empezar una nueva vida. Compraron boletos de avión, avisaron sólo a sus padres y esa misma madrugada volaron a Costa Rica. “Con nueve maletas, nuestra vida en Guatemala salió en nueve maletas”, dice Sandy ahora sentada en un departamento en la Ciudad de México.
Nueve maletas, una niña en brazos y una barriga de ocho meses. Sandy lo cuenta sin llorar, sin tristeza, porque la salida no fue para ella una tragedia, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Se rehúsa a llamarlo exilio porque no quiere provocar lástima. “Cuando aterrizamos en San José (Costa Rica) nos sentamos, nos miramos ¡y sentimos una paz! Esa noche dormimos como nunca”. Costa Rica fue la primera parada, un trámite para sacar las visas que les permitieran ingresar a México, su destino final
En Costa Rica fueron pocos, pero dolorosos días. Paula, su bebé, lloró una semana completa. Cuando las visas estuvieron listas volaron a México. Sandy ya estaba a días de parir a su segunda hija, pero eso no la detuvo. Apenas aterrizaron, con la barriga a tope, acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) a solicitar refugio. Luego al Instituto Nacional de Migración (INM) para tramitar su residencia y pronto consiguieron un departamento para instalarse. Los ahorros para comprar la casa soñada en Guatemala los usaron para armar un hogar aquí.
La madrugada del 26 de julio de 2022, en la Ciudad de México, nació Pilar, su segunda hija. Fue un parto difícil porque se sentían solos. Sin embargo, también fue crucial para Sandy: el motivo para echar raíces en esta nueva tierra. “Yo amaba México y ahora lo amo más. Nos recibieron. Yo me siento ya de verdad mexicana”.
Hoy se dice —y se ve— feliz. Se ha desconectado de Guatemala, ya no sigue todas las noticias locales. Extraña a su familia y amigos, pero los ven con frecuencia. Es una suerte. Habitan un departamento invadido de juguetes que sus abuelos y tíos mandan a las niñas, para hacerse presentes. Huele a café. Sobre la mesa hay champurradas y un panito de manteca, típico de Guatemala.
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Las madres exiliadas no siempre pueden llevar a sus hijos consigo. Siomara, fiscal guatemalteca perseguida por investigar casos de corrupción, sufre la distancia con su hijo menor. Durante los primeros meses de su salida las cosas con él estaban bien, pero luego ya no: se acabaron las buenas calificaciones, vive enojado y pelea con su hermana mayor. Cada vez que ella le dice: “Por favor, báñate”, o cualquier otra cosa de rutina, sin demasiada importancia, el muchacho responde: “No eres mi mamá; no me digas nada”.
Te puede interesar el reportaje: Exilio se escribe en presente.
Antes de su exilio Siomara recuerda que eran una familia feliz. Vivían juntos en su casa, como cualquier familia. Aquella familia aún existe, pero se ha convertido en un eco disperso en diferentes países, reducida a voces por WhatsApp y a veces también silencios. Cuando huyó, perseguida por los políticos, empresarios y militares a quienes había denunciado, su hijo tenía 16 años. Ahora cumplió 18 y el paso del tiempo no ha facilitado las cosas. De este lado no encuentra cómo resolver la situación: “Quisiera traérmelo, pero ni siquiera para mí tengo seguridad ni estabilidad”.
Brota entonces una tristeza densa, profunda, que ablanda a esa mujer fuerte que creció en el campo entre carencias, estudió hasta lograr ser quien quería y metió presos a muchos funcionarios, incluso al presidente de su país. Ahora, lejos de sus hijas y de su hijo, ya no piensa tanto en qué seguirá, se enfoca en el presente “sin tanto afán por el futuro”.
Pálido fantasma de sí misma
surgía del naufragio
como una creatura intemporal.
Grácil convaleciente
se atrevía
a dar algunos pasos,
a llevar su mirada húmeda
sobre un mundo vago y tierno,
y otra vez el miedo.
[...]
El poema fue escrito por Alaíde Foppa, escritora feminista, guatemalteca como Siomara. También vivió el desarraigo de su país. Llegó a México y desde aquí nombró aquello que le provocaba dolor y las ausencias que la marcaron en ese destierro; como lo nombra este poema inédito encontrado por la escritora mexicana Diana del Ángel y publicado bajo el sello editorial de Antílope.
[...]
Como una niña que despierta en la noche,
esperaba la mano grande,
dulcemente pesada,
que se posara
sobre su corazón enloquecido.
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Ivannia, la opositora nicaragüense, vive en su cotidiano la presencia del exilio y la persecución política. Habla de eso en entrevistas, en juntas por Zoom, e incluso lo hizo ante un foro de Naciones Unidas cuando la invitaron a dar su testimonio en Ginebra. Pero cuando se nombra la palabra futuro, llega el silencio. Se acaba su postura cómoda, entra en profundidades de su ser.
Como Alaíde Foppa, mucho escribió el poeta Juan Gelman acerca del exilio. Tuvo que huir de su país, Argentina, porque la dictadura militar lo perseguía. Dejó atrás a un hijo desaparecido, a una nuera embarazada también desaparecida y a una nieta que había nacido en cautiverio. A ella, a Macarena, la encontró y conoció décadas después.
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda
dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos
destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las
calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del
aire, propiamente del aire.
Esto escribió Gelman y así anda Ivannia, con el cordón umbilical cortado y la memoria intacta. Vive alerta, siempre, a la posibilidad de volver.
—No tener pareja, no tener un perro. No haría algo de meterme a deber por dos años, no haría esas cosas. Ni hacer crédito ni comprometerme con nadie […] Porque pienso: “¿Y si me voy?”. Son compromisos.
—¿No enraizarte te da tranquilidad o te agobia?
—Es una lucha. Yo quisiera ser como esas personas que se andan casando y tienen hijos, pero no se me da.
No se le da. ¿Cómo? Si el cuerpo está aquí, pero el corazón allá.
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Fue una mañana en una carretera de Monterrey. En el carro viajaban Bertha, su hija de 6 años y una amiga. De pronto, vehículos de la Interpol las interceptaron en un operativo con armas, gritos y violencia. “Conmigo no te la llevés de bravita porque te vamos a esposar”, le dijo un agente.
La niña lloraba, aterrada, convencida de que las estaban secuestrando. Bertha —abogada y fiscal durante ocho años— exigía que le mostraran la orden judicial. No la tenían. Sabía que aquél era un procedimiento viciado y un operativo desmedido contra tres mujeres —dos adultas y una menor— que no portaban armas ni representaban peligro.
Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada.
Aunque parecía un asunto criminal, ella tenía en claro que se trataba de un proceso familiar. Una causa cargada de revanchas políticas y de género porque ella, Bertha María de León, abogada reconocida en El Salvador y figura pública que ganó casos emblemáticos de violencia de género contra mujeres, se había ido de aquel país llevándose consigo a su hija menor, a quien por seguridad llamaremos L.
Había escapado no sólo del peligro que representaba su exmarido tras un divorcio conflictivo, sino también de la amenaza política que cernía sobre ella. Tras haber sido abogada defensora de Nayib Bukele cuando era alcalde de San Salvador, criticó públicamente sus primeras decisiones como presidente. El precio fue alto. Le llovieron ataques en redes sociales, amenazas, odio. Ya eran dos hombres quienes querían cobrarle cuentas: su exmarido y el máximo mandatario. Entonces decidió irse sin avisar, fingiendo vacaciones.
Se fue primero a Estados Unidos con el plan de llegar a Islandia, el país donde encontraba mejores condiciones para casos como el suyo. Pero una orden internacional que cancelaba la visa de su hija le impidió tomar el vuelo a Reikiavik.
Entonces llegó a México. Regularizó sus documentos, consiguió la condición de refugiada y se instaló en casa de una amiga en Monterrey. Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada. También le pedía a L que le mandara fotos del lugar donde vivían y así pudieron localizarlas y detenerlas.
Sin permitirles recoger documentos ni pertenencias, con L en pijama y Bertha en pants, con apenas 500 pesos que su amiga pudo darles, los agentes de la Interpol las trasladaron en avión a la Ciudad de México para someterlas a proceso judicial.
L no paraba de gritar y llorar.
A las 11 de la noche, en el Juzgado Noveno de lo Familiar, tuvieron audiencia. El cónsul salvadoreño no la ayudó, más bien intentó presionar a la jueza para que enviara a la niña con su padre. Fue una agente quien le dijo a Bertha lo que realmente estaba en juego. Cuando la llevó al baño le dijo: “Esto se lo voy a decir como mujer, arregle los problemas que usted tiene con el presidente […] con el presidente de El Salvador. Usted le quedó mal a él, arregle los problemas. Yo no sé cuál es el problema, pero todos los días hablan de la cancillería de El Salvador para que la localicemos”.
Ese era el final feliz, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada.
Hoy Bertha lo ve claro: su exesposo, un hombre controlador, se alió con otro hombre, el presidente, que no perdona críticas públicas. Como revancha quieren quitarle a su hija y la persiguen judicialmente. Le han iniciado al menos cinco procesos, la han sentenciado en ausencia y tiene orden de captura vigente en su país.
Esa madrugada de mayo de 2022, la jueza de la Ciudad de México decidió el no retorno de la niña y dictaminó que debía permanecer con su madre, ambas en calidad de refugiadas. Pero las obligó a quedarse en esta ciudad. “Ese era el final feliz —dice Bertha—, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada”.
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Sin conocidos, dinero ni red de apoyo, ¿cómo rentar un departamento si nadie puede ser tu garantía?, ¿cómo y dónde conseguir trabajo mientras se cuida a una niña pequeña y se enfrenta una intensa batalla jurídica?
Bertha sabe que el exilio es aún más difícil aún para las mujeres con hijos: “No son lo mismo las amenazas que enfrenta un hombre defensor de derechos humanos que una mujer. La vulnerabilidad es más alta y generalmente traemos hijos. Huir con niñas es más complejo. Yo, con ella, me sentí en riesgo…”.
En su peregrinar de estos años, Bertha y L fueron resguardadas durante un tiempo en una casa que compañeras solidarias le gestionaron en el sur del país. Entre esas paredes se sentía segura, pero cuando intentaba distraer a su hija en el parque, volvía el temor. Cada vez que tomaba el transporte público, sentía las miradas sobre ella. Su acento la delataba.
“Te ofrecían: ‘Yo tengo un cuarto, te agarro con la niña [...] güerita. Yo creo que podrías sacar 2 000 pesos por día’”. Al principio no lo entendía. Después supo que le ofrecían sumarse a sus redes de trabajo sexual. Están atentos a identificar a cualquier mujer centroamericana: “Los taxistas están aliados con redes. En el sur la desaparición de mujeres migrantes con sus hijos es terrible”.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Se reúnen un fin de semana para compartir comidas típicas, pero también en seminarios académicos acerca del exilio centroamericano o sobre los patrones económicos de desarrollo regional. Anuncian una venta de libros de una editorial guatemalteca, un concierto de hiphop de Rebeca Lane y Audry Funk, y las películas del festival de cine DocsMX que refieren a Centroamérica. Los boletines comunitarios incluyen las noticias más relevantes de los países de la región y ofertas de trabajo diversas, desde cargos pequeños a directivos o un fellowship para expertos anticorrupción. Cada que se encuentran en esos espacios, intercambian datos del abogado que no cobra tan caro, lugares donde comprar ingredientes de cocina a mejor precio y consejos de escuelas, transporte, caminos de sus nuevas vidas. A veces basta con una mirada que entiende.
Hay redes que están tejiéndose.
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Migrar como mujer es más peligroso que hacerlo como hombre; pero a estas mujeres no las detuvo el acoso de la Interpol ni las redes de trata del sureste mexicano, y han logrado sortear el desafío de maternar a la distancia o en un país completamente ajeno.
Migrar es partir; exiliarse es huir. Salir a prisa, planeando poco, dejando mucho. Cada paso es un intento por salvar la vida, la integridad y la familia. Porque salir no implica solo dejar una tierra, una historia o los objetos, es también el suspenso de una vida a medio andar.
Sandy tuvo que exiliarse cuando estaba a punto de parir.
Chaparrita y enérgica, habla mientras revisa su celular. Es comerciante y suspendió su ejercicio profesional por el nacimiento de Paula, su primera hija. En esa época Aníbal, su esposo, comenzó a trabajar en las instituciones de administración de justicia de Guatemala.
Él era parte de la Dirección de Análisis Criminal de la Fiscalía, luego de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Sandy sabía que Aníbal investigaba importantes casos de corrupción y prefería no conocer los detalles para protegerse como familia. Pero cuando veía una noticia en televisión, algún allanamiento importante, la curiosidad le hacía hilar pistas que le permitían entender la relevancia del trabajo de su esposo.
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Te recomendamos leer el reportaje de Daniela Rea y Paula Mónaco: Exilio y justicia.
Sandy compartió poco tiempo con Aníbal durante el primer embarazo. Él pasaba muchas horas en la oficina armando el análisis macrocriminal de grandes casos de corrupción, ella preparaba la llegada de Paula. De pronto, ocurrió todo: nació la bebé, estallaron los escándalos, y pusieron fin a la CICIG. Aquellos fueron días de enojo y tristeza. Aníbal enfermó de hepatitis A y estuvo al borde de la muerte, pero la persecución judicial que sufrió no le permitió siquiera guardar reposo.
Un día llegaron por él, se lo llevaron preso. Práctica, operativa y gestora, Sandy reaccionó. Con su bebé en brazos se encargó de contener a la familia, responder mil mensajes y organizar la defensa. Después de la irrupción policial en su casa, se quitó la pijama, se puso el traje más elegante que encontró y salió rumbo al juzgado. “A mí no me van a ver llorando si eso es lo que quieren”, pensó aquella mañana.
El trabajo de su esposo, hasta entonces secreto, quedó expuesto ante todos. Los vecinos del barrio lo reconocieron como el funcionario que había metido preso al presidente, pero eso también lo sabía el propio presidente. Después de la detención de Aníbal, vinieron audiencias que se extendieron intencionalmente para amedrentar a los acusados. La pareja entendió que debía irse del país tan pronto como fuera posible y trazaron un plan. Aníbal aceptó los cargos que se le imputaron y solicitó un procedimiento abreviado como estrategia jurídica, mientras Sandy se encargó de los trámites necesarios para una decisión inminente: el exilio. El 3 de junio de 2022, cuando Aníbal obtuvo oficialmente su libertad, Sandy ya tenía todo listo para huir y empezar una nueva vida. Compraron boletos de avión, avisaron sólo a sus padres y esa misma madrugada volaron a Costa Rica. “Con nueve maletas, nuestra vida en Guatemala salió en nueve maletas”, dice Sandy ahora sentada en un departamento en la Ciudad de México.
Nueve maletas, una niña en brazos y una barriga de ocho meses. Sandy lo cuenta sin llorar, sin tristeza, porque la salida no fue para ella una tragedia, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Se rehúsa a llamarlo exilio porque no quiere provocar lástima. “Cuando aterrizamos en San José (Costa Rica) nos sentamos, nos miramos ¡y sentimos una paz! Esa noche dormimos como nunca”. Costa Rica fue la primera parada, un trámite para sacar las visas que les permitieran ingresar a México, su destino final
En Costa Rica fueron pocos, pero dolorosos días. Paula, su bebé, lloró una semana completa. Cuando las visas estuvieron listas volaron a México. Sandy ya estaba a días de parir a su segunda hija, pero eso no la detuvo. Apenas aterrizaron, con la barriga a tope, acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) a solicitar refugio. Luego al Instituto Nacional de Migración (INM) para tramitar su residencia y pronto consiguieron un departamento para instalarse. Los ahorros para comprar la casa soñada en Guatemala los usaron para armar un hogar aquí.
La madrugada del 26 de julio de 2022, en la Ciudad de México, nació Pilar, su segunda hija. Fue un parto difícil porque se sentían solos. Sin embargo, también fue crucial para Sandy: el motivo para echar raíces en esta nueva tierra. “Yo amaba México y ahora lo amo más. Nos recibieron. Yo me siento ya de verdad mexicana”.
Hoy se dice —y se ve— feliz. Se ha desconectado de Guatemala, ya no sigue todas las noticias locales. Extraña a su familia y amigos, pero los ven con frecuencia. Es una suerte. Habitan un departamento invadido de juguetes que sus abuelos y tíos mandan a las niñas, para hacerse presentes. Huele a café. Sobre la mesa hay champurradas y un panito de manteca, típico de Guatemala.
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Las madres exiliadas no siempre pueden llevar a sus hijos consigo. Siomara, fiscal guatemalteca perseguida por investigar casos de corrupción, sufre la distancia con su hijo menor. Durante los primeros meses de su salida las cosas con él estaban bien, pero luego ya no: se acabaron las buenas calificaciones, vive enojado y pelea con su hermana mayor. Cada vez que ella le dice: “Por favor, báñate”, o cualquier otra cosa de rutina, sin demasiada importancia, el muchacho responde: “No eres mi mamá; no me digas nada”.
Te puede interesar el reportaje: Exilio se escribe en presente.
Antes de su exilio Siomara recuerda que eran una familia feliz. Vivían juntos en su casa, como cualquier familia. Aquella familia aún existe, pero se ha convertido en un eco disperso en diferentes países, reducida a voces por WhatsApp y a veces también silencios. Cuando huyó, perseguida por los políticos, empresarios y militares a quienes había denunciado, su hijo tenía 16 años. Ahora cumplió 18 y el paso del tiempo no ha facilitado las cosas. De este lado no encuentra cómo resolver la situación: “Quisiera traérmelo, pero ni siquiera para mí tengo seguridad ni estabilidad”.
Brota entonces una tristeza densa, profunda, que ablanda a esa mujer fuerte que creció en el campo entre carencias, estudió hasta lograr ser quien quería y metió presos a muchos funcionarios, incluso al presidente de su país. Ahora, lejos de sus hijas y de su hijo, ya no piensa tanto en qué seguirá, se enfoca en el presente “sin tanto afán por el futuro”.
Pálido fantasma de sí misma
surgía del naufragio
como una creatura intemporal.
Grácil convaleciente
se atrevía
a dar algunos pasos,
a llevar su mirada húmeda
sobre un mundo vago y tierno,
y otra vez el miedo.
[...]
El poema fue escrito por Alaíde Foppa, escritora feminista, guatemalteca como Siomara. También vivió el desarraigo de su país. Llegó a México y desde aquí nombró aquello que le provocaba dolor y las ausencias que la marcaron en ese destierro; como lo nombra este poema inédito encontrado por la escritora mexicana Diana del Ángel y publicado bajo el sello editorial de Antílope.
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Como una niña que despierta en la noche,
esperaba la mano grande,
dulcemente pesada,
que se posara
sobre su corazón enloquecido.
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Ivannia, la opositora nicaragüense, vive en su cotidiano la presencia del exilio y la persecución política. Habla de eso en entrevistas, en juntas por Zoom, e incluso lo hizo ante un foro de Naciones Unidas cuando la invitaron a dar su testimonio en Ginebra. Pero cuando se nombra la palabra futuro, llega el silencio. Se acaba su postura cómoda, entra en profundidades de su ser.
Como Alaíde Foppa, mucho escribió el poeta Juan Gelman acerca del exilio. Tuvo que huir de su país, Argentina, porque la dictadura militar lo perseguía. Dejó atrás a un hijo desaparecido, a una nuera embarazada también desaparecida y a una nieta que había nacido en cautiverio. A ella, a Macarena, la encontró y conoció décadas después.
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda
dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos
destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las
calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del
aire, propiamente del aire.
Esto escribió Gelman y así anda Ivannia, con el cordón umbilical cortado y la memoria intacta. Vive alerta, siempre, a la posibilidad de volver.
—No tener pareja, no tener un perro. No haría algo de meterme a deber por dos años, no haría esas cosas. Ni hacer crédito ni comprometerme con nadie […] Porque pienso: “¿Y si me voy?”. Son compromisos.
—¿No enraizarte te da tranquilidad o te agobia?
—Es una lucha. Yo quisiera ser como esas personas que se andan casando y tienen hijos, pero no se me da.
No se le da. ¿Cómo? Si el cuerpo está aquí, pero el corazón allá.
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Fue una mañana en una carretera de Monterrey. En el carro viajaban Bertha, su hija de 6 años y una amiga. De pronto, vehículos de la Interpol las interceptaron en un operativo con armas, gritos y violencia. “Conmigo no te la llevés de bravita porque te vamos a esposar”, le dijo un agente.
La niña lloraba, aterrada, convencida de que las estaban secuestrando. Bertha —abogada y fiscal durante ocho años— exigía que le mostraran la orden judicial. No la tenían. Sabía que aquél era un procedimiento viciado y un operativo desmedido contra tres mujeres —dos adultas y una menor— que no portaban armas ni representaban peligro.
Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada.
Aunque parecía un asunto criminal, ella tenía en claro que se trataba de un proceso familiar. Una causa cargada de revanchas políticas y de género porque ella, Bertha María de León, abogada reconocida en El Salvador y figura pública que ganó casos emblemáticos de violencia de género contra mujeres, se había ido de aquel país llevándose consigo a su hija menor, a quien por seguridad llamaremos L.
Había escapado no sólo del peligro que representaba su exmarido tras un divorcio conflictivo, sino también de la amenaza política que cernía sobre ella. Tras haber sido abogada defensora de Nayib Bukele cuando era alcalde de San Salvador, criticó públicamente sus primeras decisiones como presidente. El precio fue alto. Le llovieron ataques en redes sociales, amenazas, odio. Ya eran dos hombres quienes querían cobrarle cuentas: su exmarido y el máximo mandatario. Entonces decidió irse sin avisar, fingiendo vacaciones.
Se fue primero a Estados Unidos con el plan de llegar a Islandia, el país donde encontraba mejores condiciones para casos como el suyo. Pero una orden internacional que cancelaba la visa de su hija le impidió tomar el vuelo a Reikiavik.
Entonces llegó a México. Regularizó sus documentos, consiguió la condición de refugiada y se instaló en casa de una amiga en Monterrey. Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada. También le pedía a L que le mandara fotos del lugar donde vivían y así pudieron localizarlas y detenerlas.
Sin permitirles recoger documentos ni pertenencias, con L en pijama y Bertha en pants, con apenas 500 pesos que su amiga pudo darles, los agentes de la Interpol las trasladaron en avión a la Ciudad de México para someterlas a proceso judicial.
L no paraba de gritar y llorar.
A las 11 de la noche, en el Juzgado Noveno de lo Familiar, tuvieron audiencia. El cónsul salvadoreño no la ayudó, más bien intentó presionar a la jueza para que enviara a la niña con su padre. Fue una agente quien le dijo a Bertha lo que realmente estaba en juego. Cuando la llevó al baño le dijo: “Esto se lo voy a decir como mujer, arregle los problemas que usted tiene con el presidente […] con el presidente de El Salvador. Usted le quedó mal a él, arregle los problemas. Yo no sé cuál es el problema, pero todos los días hablan de la cancillería de El Salvador para que la localicemos”.
Ese era el final feliz, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada.
Hoy Bertha lo ve claro: su exesposo, un hombre controlador, se alió con otro hombre, el presidente, que no perdona críticas públicas. Como revancha quieren quitarle a su hija y la persiguen judicialmente. Le han iniciado al menos cinco procesos, la han sentenciado en ausencia y tiene orden de captura vigente en su país.
Esa madrugada de mayo de 2022, la jueza de la Ciudad de México decidió el no retorno de la niña y dictaminó que debía permanecer con su madre, ambas en calidad de refugiadas. Pero las obligó a quedarse en esta ciudad. “Ese era el final feliz —dice Bertha—, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada”.
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Sin conocidos, dinero ni red de apoyo, ¿cómo rentar un departamento si nadie puede ser tu garantía?, ¿cómo y dónde conseguir trabajo mientras se cuida a una niña pequeña y se enfrenta una intensa batalla jurídica?
Bertha sabe que el exilio es aún más difícil aún para las mujeres con hijos: “No son lo mismo las amenazas que enfrenta un hombre defensor de derechos humanos que una mujer. La vulnerabilidad es más alta y generalmente traemos hijos. Huir con niñas es más complejo. Yo, con ella, me sentí en riesgo…”.
En su peregrinar de estos años, Bertha y L fueron resguardadas durante un tiempo en una casa que compañeras solidarias le gestionaron en el sur del país. Entre esas paredes se sentía segura, pero cuando intentaba distraer a su hija en el parque, volvía el temor. Cada vez que tomaba el transporte público, sentía las miradas sobre ella. Su acento la delataba.
“Te ofrecían: ‘Yo tengo un cuarto, te agarro con la niña [...] güerita. Yo creo que podrías sacar 2 000 pesos por día’”. Al principio no lo entendía. Después supo que le ofrecían sumarse a sus redes de trabajo sexual. Están atentos a identificar a cualquier mujer centroamericana: “Los taxistas están aliados con redes. En el sur la desaparición de mujeres migrantes con sus hijos es terrible”.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Se reúnen un fin de semana para compartir comidas típicas, pero también en seminarios académicos acerca del exilio centroamericano o sobre los patrones económicos de desarrollo regional. Anuncian una venta de libros de una editorial guatemalteca, un concierto de hiphop de Rebeca Lane y Audry Funk, y las películas del festival de cine DocsMX que refieren a Centroamérica. Los boletines comunitarios incluyen las noticias más relevantes de los países de la región y ofertas de trabajo diversas, desde cargos pequeños a directivos o un fellowship para expertos anticorrupción. Cada que se encuentran en esos espacios, intercambian datos del abogado que no cobra tan caro, lugares donde comprar ingredientes de cocina a mejor precio y consejos de escuelas, transporte, caminos de sus nuevas vidas. A veces basta con una mirada que entiende.
Hay redes que están tejiéndose.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Migrar como mujer es más peligroso que hacerlo como hombre; pero a estas mujeres no las detuvo el acoso de la Interpol ni las redes de trata del sureste mexicano, y han logrado sortear el desafío de maternar a la distancia o en un país completamente ajeno.
Migrar es partir; exiliarse es huir. Salir a prisa, planeando poco, dejando mucho. Cada paso es un intento por salvar la vida, la integridad y la familia. Porque salir no implica solo dejar una tierra, una historia o los objetos, es también el suspenso de una vida a medio andar.
Sandy tuvo que exiliarse cuando estaba a punto de parir.
Chaparrita y enérgica, habla mientras revisa su celular. Es comerciante y suspendió su ejercicio profesional por el nacimiento de Paula, su primera hija. En esa época Aníbal, su esposo, comenzó a trabajar en las instituciones de administración de justicia de Guatemala.
Él era parte de la Dirección de Análisis Criminal de la Fiscalía, luego de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Sandy sabía que Aníbal investigaba importantes casos de corrupción y prefería no conocer los detalles para protegerse como familia. Pero cuando veía una noticia en televisión, algún allanamiento importante, la curiosidad le hacía hilar pistas que le permitían entender la relevancia del trabajo de su esposo.
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Sandy compartió poco tiempo con Aníbal durante el primer embarazo. Él pasaba muchas horas en la oficina armando el análisis macrocriminal de grandes casos de corrupción, ella preparaba la llegada de Paula. De pronto, ocurrió todo: nació la bebé, estallaron los escándalos, y pusieron fin a la CICIG. Aquellos fueron días de enojo y tristeza. Aníbal enfermó de hepatitis A y estuvo al borde de la muerte, pero la persecución judicial que sufrió no le permitió siquiera guardar reposo.
Un día llegaron por él, se lo llevaron preso. Práctica, operativa y gestora, Sandy reaccionó. Con su bebé en brazos se encargó de contener a la familia, responder mil mensajes y organizar la defensa. Después de la irrupción policial en su casa, se quitó la pijama, se puso el traje más elegante que encontró y salió rumbo al juzgado. “A mí no me van a ver llorando si eso es lo que quieren”, pensó aquella mañana.
El trabajo de su esposo, hasta entonces secreto, quedó expuesto ante todos. Los vecinos del barrio lo reconocieron como el funcionario que había metido preso al presidente, pero eso también lo sabía el propio presidente. Después de la detención de Aníbal, vinieron audiencias que se extendieron intencionalmente para amedrentar a los acusados. La pareja entendió que debía irse del país tan pronto como fuera posible y trazaron un plan. Aníbal aceptó los cargos que se le imputaron y solicitó un procedimiento abreviado como estrategia jurídica, mientras Sandy se encargó de los trámites necesarios para una decisión inminente: el exilio. El 3 de junio de 2022, cuando Aníbal obtuvo oficialmente su libertad, Sandy ya tenía todo listo para huir y empezar una nueva vida. Compraron boletos de avión, avisaron sólo a sus padres y esa misma madrugada volaron a Costa Rica. “Con nueve maletas, nuestra vida en Guatemala salió en nueve maletas”, dice Sandy ahora sentada en un departamento en la Ciudad de México.
Nueve maletas, una niña en brazos y una barriga de ocho meses. Sandy lo cuenta sin llorar, sin tristeza, porque la salida no fue para ella una tragedia, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Se rehúsa a llamarlo exilio porque no quiere provocar lástima. “Cuando aterrizamos en San José (Costa Rica) nos sentamos, nos miramos ¡y sentimos una paz! Esa noche dormimos como nunca”. Costa Rica fue la primera parada, un trámite para sacar las visas que les permitieran ingresar a México, su destino final
En Costa Rica fueron pocos, pero dolorosos días. Paula, su bebé, lloró una semana completa. Cuando las visas estuvieron listas volaron a México. Sandy ya estaba a días de parir a su segunda hija, pero eso no la detuvo. Apenas aterrizaron, con la barriga a tope, acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) a solicitar refugio. Luego al Instituto Nacional de Migración (INM) para tramitar su residencia y pronto consiguieron un departamento para instalarse. Los ahorros para comprar la casa soñada en Guatemala los usaron para armar un hogar aquí.
La madrugada del 26 de julio de 2022, en la Ciudad de México, nació Pilar, su segunda hija. Fue un parto difícil porque se sentían solos. Sin embargo, también fue crucial para Sandy: el motivo para echar raíces en esta nueva tierra. “Yo amaba México y ahora lo amo más. Nos recibieron. Yo me siento ya de verdad mexicana”.
Hoy se dice —y se ve— feliz. Se ha desconectado de Guatemala, ya no sigue todas las noticias locales. Extraña a su familia y amigos, pero los ven con frecuencia. Es una suerte. Habitan un departamento invadido de juguetes que sus abuelos y tíos mandan a las niñas, para hacerse presentes. Huele a café. Sobre la mesa hay champurradas y un panito de manteca, típico de Guatemala.
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Las madres exiliadas no siempre pueden llevar a sus hijos consigo. Siomara, fiscal guatemalteca perseguida por investigar casos de corrupción, sufre la distancia con su hijo menor. Durante los primeros meses de su salida las cosas con él estaban bien, pero luego ya no: se acabaron las buenas calificaciones, vive enojado y pelea con su hermana mayor. Cada vez que ella le dice: “Por favor, báñate”, o cualquier otra cosa de rutina, sin demasiada importancia, el muchacho responde: “No eres mi mamá; no me digas nada”.
Te puede interesar el reportaje: Exilio se escribe en presente.
Antes de su exilio Siomara recuerda que eran una familia feliz. Vivían juntos en su casa, como cualquier familia. Aquella familia aún existe, pero se ha convertido en un eco disperso en diferentes países, reducida a voces por WhatsApp y a veces también silencios. Cuando huyó, perseguida por los políticos, empresarios y militares a quienes había denunciado, su hijo tenía 16 años. Ahora cumplió 18 y el paso del tiempo no ha facilitado las cosas. De este lado no encuentra cómo resolver la situación: “Quisiera traérmelo, pero ni siquiera para mí tengo seguridad ni estabilidad”.
Brota entonces una tristeza densa, profunda, que ablanda a esa mujer fuerte que creció en el campo entre carencias, estudió hasta lograr ser quien quería y metió presos a muchos funcionarios, incluso al presidente de su país. Ahora, lejos de sus hijas y de su hijo, ya no piensa tanto en qué seguirá, se enfoca en el presente “sin tanto afán por el futuro”.
Pálido fantasma de sí misma
surgía del naufragio
como una creatura intemporal.
Grácil convaleciente
se atrevía
a dar algunos pasos,
a llevar su mirada húmeda
sobre un mundo vago y tierno,
y otra vez el miedo.
[...]
El poema fue escrito por Alaíde Foppa, escritora feminista, guatemalteca como Siomara. También vivió el desarraigo de su país. Llegó a México y desde aquí nombró aquello que le provocaba dolor y las ausencias que la marcaron en ese destierro; como lo nombra este poema inédito encontrado por la escritora mexicana Diana del Ángel y publicado bajo el sello editorial de Antílope.
[...]
Como una niña que despierta en la noche,
esperaba la mano grande,
dulcemente pesada,
que se posara
sobre su corazón enloquecido.
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Ivannia, la opositora nicaragüense, vive en su cotidiano la presencia del exilio y la persecución política. Habla de eso en entrevistas, en juntas por Zoom, e incluso lo hizo ante un foro de Naciones Unidas cuando la invitaron a dar su testimonio en Ginebra. Pero cuando se nombra la palabra futuro, llega el silencio. Se acaba su postura cómoda, entra en profundidades de su ser.
Como Alaíde Foppa, mucho escribió el poeta Juan Gelman acerca del exilio. Tuvo que huir de su país, Argentina, porque la dictadura militar lo perseguía. Dejó atrás a un hijo desaparecido, a una nuera embarazada también desaparecida y a una nieta que había nacido en cautiverio. A ella, a Macarena, la encontró y conoció décadas después.
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda
dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos
destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las
calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del
aire, propiamente del aire.
Esto escribió Gelman y así anda Ivannia, con el cordón umbilical cortado y la memoria intacta. Vive alerta, siempre, a la posibilidad de volver.
—No tener pareja, no tener un perro. No haría algo de meterme a deber por dos años, no haría esas cosas. Ni hacer crédito ni comprometerme con nadie […] Porque pienso: “¿Y si me voy?”. Son compromisos.
—¿No enraizarte te da tranquilidad o te agobia?
—Es una lucha. Yo quisiera ser como esas personas que se andan casando y tienen hijos, pero no se me da.
No se le da. ¿Cómo? Si el cuerpo está aquí, pero el corazón allá.
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Fue una mañana en una carretera de Monterrey. En el carro viajaban Bertha, su hija de 6 años y una amiga. De pronto, vehículos de la Interpol las interceptaron en un operativo con armas, gritos y violencia. “Conmigo no te la llevés de bravita porque te vamos a esposar”, le dijo un agente.
La niña lloraba, aterrada, convencida de que las estaban secuestrando. Bertha —abogada y fiscal durante ocho años— exigía que le mostraran la orden judicial. No la tenían. Sabía que aquél era un procedimiento viciado y un operativo desmedido contra tres mujeres —dos adultas y una menor— que no portaban armas ni representaban peligro.
Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada.
Aunque parecía un asunto criminal, ella tenía en claro que se trataba de un proceso familiar. Una causa cargada de revanchas políticas y de género porque ella, Bertha María de León, abogada reconocida en El Salvador y figura pública que ganó casos emblemáticos de violencia de género contra mujeres, se había ido de aquel país llevándose consigo a su hija menor, a quien por seguridad llamaremos L.
Había escapado no sólo del peligro que representaba su exmarido tras un divorcio conflictivo, sino también de la amenaza política que cernía sobre ella. Tras haber sido abogada defensora de Nayib Bukele cuando era alcalde de San Salvador, criticó públicamente sus primeras decisiones como presidente. El precio fue alto. Le llovieron ataques en redes sociales, amenazas, odio. Ya eran dos hombres quienes querían cobrarle cuentas: su exmarido y el máximo mandatario. Entonces decidió irse sin avisar, fingiendo vacaciones.
Se fue primero a Estados Unidos con el plan de llegar a Islandia, el país donde encontraba mejores condiciones para casos como el suyo. Pero una orden internacional que cancelaba la visa de su hija le impidió tomar el vuelo a Reikiavik.
Entonces llegó a México. Regularizó sus documentos, consiguió la condición de refugiada y se instaló en casa de una amiga en Monterrey. Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada. También le pedía a L que le mandara fotos del lugar donde vivían y así pudieron localizarlas y detenerlas.
Sin permitirles recoger documentos ni pertenencias, con L en pijama y Bertha en pants, con apenas 500 pesos que su amiga pudo darles, los agentes de la Interpol las trasladaron en avión a la Ciudad de México para someterlas a proceso judicial.
L no paraba de gritar y llorar.
A las 11 de la noche, en el Juzgado Noveno de lo Familiar, tuvieron audiencia. El cónsul salvadoreño no la ayudó, más bien intentó presionar a la jueza para que enviara a la niña con su padre. Fue una agente quien le dijo a Bertha lo que realmente estaba en juego. Cuando la llevó al baño le dijo: “Esto se lo voy a decir como mujer, arregle los problemas que usted tiene con el presidente […] con el presidente de El Salvador. Usted le quedó mal a él, arregle los problemas. Yo no sé cuál es el problema, pero todos los días hablan de la cancillería de El Salvador para que la localicemos”.
Ese era el final feliz, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada.
Hoy Bertha lo ve claro: su exesposo, un hombre controlador, se alió con otro hombre, el presidente, que no perdona críticas públicas. Como revancha quieren quitarle a su hija y la persiguen judicialmente. Le han iniciado al menos cinco procesos, la han sentenciado en ausencia y tiene orden de captura vigente en su país.
Esa madrugada de mayo de 2022, la jueza de la Ciudad de México decidió el no retorno de la niña y dictaminó que debía permanecer con su madre, ambas en calidad de refugiadas. Pero las obligó a quedarse en esta ciudad. “Ese era el final feliz —dice Bertha—, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada”.
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Sin conocidos, dinero ni red de apoyo, ¿cómo rentar un departamento si nadie puede ser tu garantía?, ¿cómo y dónde conseguir trabajo mientras se cuida a una niña pequeña y se enfrenta una intensa batalla jurídica?
Bertha sabe que el exilio es aún más difícil aún para las mujeres con hijos: “No son lo mismo las amenazas que enfrenta un hombre defensor de derechos humanos que una mujer. La vulnerabilidad es más alta y generalmente traemos hijos. Huir con niñas es más complejo. Yo, con ella, me sentí en riesgo…”.
En su peregrinar de estos años, Bertha y L fueron resguardadas durante un tiempo en una casa que compañeras solidarias le gestionaron en el sur del país. Entre esas paredes se sentía segura, pero cuando intentaba distraer a su hija en el parque, volvía el temor. Cada vez que tomaba el transporte público, sentía las miradas sobre ella. Su acento la delataba.
“Te ofrecían: ‘Yo tengo un cuarto, te agarro con la niña [...] güerita. Yo creo que podrías sacar 2 000 pesos por día’”. Al principio no lo entendía. Después supo que le ofrecían sumarse a sus redes de trabajo sexual. Están atentos a identificar a cualquier mujer centroamericana: “Los taxistas están aliados con redes. En el sur la desaparición de mujeres migrantes con sus hijos es terrible”.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Se reúnen un fin de semana para compartir comidas típicas, pero también en seminarios académicos acerca del exilio centroamericano o sobre los patrones económicos de desarrollo regional. Anuncian una venta de libros de una editorial guatemalteca, un concierto de hiphop de Rebeca Lane y Audry Funk, y las películas del festival de cine DocsMX que refieren a Centroamérica. Los boletines comunitarios incluyen las noticias más relevantes de los países de la región y ofertas de trabajo diversas, desde cargos pequeños a directivos o un fellowship para expertos anticorrupción. Cada que se encuentran en esos espacios, intercambian datos del abogado que no cobra tan caro, lugares donde comprar ingredientes de cocina a mejor precio y consejos de escuelas, transporte, caminos de sus nuevas vidas. A veces basta con una mirada que entiende.
Hay redes que están tejiéndose.
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Migrar como mujer es más peligroso que hacerlo como hombre; pero a estas mujeres no las detuvo el acoso de la Interpol ni las redes de trata del sureste mexicano, y han logrado sortear el desafío de maternar a la distancia o en un país completamente ajeno.
Migrar es partir; exiliarse es huir. Salir a prisa, planeando poco, dejando mucho. Cada paso es un intento por salvar la vida, la integridad y la familia. Porque salir no implica solo dejar una tierra, una historia o los objetos, es también el suspenso de una vida a medio andar.
Sandy tuvo que exiliarse cuando estaba a punto de parir.
Chaparrita y enérgica, habla mientras revisa su celular. Es comerciante y suspendió su ejercicio profesional por el nacimiento de Paula, su primera hija. En esa época Aníbal, su esposo, comenzó a trabajar en las instituciones de administración de justicia de Guatemala.
Él era parte de la Dirección de Análisis Criminal de la Fiscalía, luego de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Sandy sabía que Aníbal investigaba importantes casos de corrupción y prefería no conocer los detalles para protegerse como familia. Pero cuando veía una noticia en televisión, algún allanamiento importante, la curiosidad le hacía hilar pistas que le permitían entender la relevancia del trabajo de su esposo.
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Te recomendamos leer el reportaje de Daniela Rea y Paula Mónaco: Exilio y justicia.
Sandy compartió poco tiempo con Aníbal durante el primer embarazo. Él pasaba muchas horas en la oficina armando el análisis macrocriminal de grandes casos de corrupción, ella preparaba la llegada de Paula. De pronto, ocurrió todo: nació la bebé, estallaron los escándalos, y pusieron fin a la CICIG. Aquellos fueron días de enojo y tristeza. Aníbal enfermó de hepatitis A y estuvo al borde de la muerte, pero la persecución judicial que sufrió no le permitió siquiera guardar reposo.
Un día llegaron por él, se lo llevaron preso. Práctica, operativa y gestora, Sandy reaccionó. Con su bebé en brazos se encargó de contener a la familia, responder mil mensajes y organizar la defensa. Después de la irrupción policial en su casa, se quitó la pijama, se puso el traje más elegante que encontró y salió rumbo al juzgado. “A mí no me van a ver llorando si eso es lo que quieren”, pensó aquella mañana.
El trabajo de su esposo, hasta entonces secreto, quedó expuesto ante todos. Los vecinos del barrio lo reconocieron como el funcionario que había metido preso al presidente, pero eso también lo sabía el propio presidente. Después de la detención de Aníbal, vinieron audiencias que se extendieron intencionalmente para amedrentar a los acusados. La pareja entendió que debía irse del país tan pronto como fuera posible y trazaron un plan. Aníbal aceptó los cargos que se le imputaron y solicitó un procedimiento abreviado como estrategia jurídica, mientras Sandy se encargó de los trámites necesarios para una decisión inminente: el exilio. El 3 de junio de 2022, cuando Aníbal obtuvo oficialmente su libertad, Sandy ya tenía todo listo para huir y empezar una nueva vida. Compraron boletos de avión, avisaron sólo a sus padres y esa misma madrugada volaron a Costa Rica. “Con nueve maletas, nuestra vida en Guatemala salió en nueve maletas”, dice Sandy ahora sentada en un departamento en la Ciudad de México.
Nueve maletas, una niña en brazos y una barriga de ocho meses. Sandy lo cuenta sin llorar, sin tristeza, porque la salida no fue para ella una tragedia, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Se rehúsa a llamarlo exilio porque no quiere provocar lástima. “Cuando aterrizamos en San José (Costa Rica) nos sentamos, nos miramos ¡y sentimos una paz! Esa noche dormimos como nunca”. Costa Rica fue la primera parada, un trámite para sacar las visas que les permitieran ingresar a México, su destino final
En Costa Rica fueron pocos, pero dolorosos días. Paula, su bebé, lloró una semana completa. Cuando las visas estuvieron listas volaron a México. Sandy ya estaba a días de parir a su segunda hija, pero eso no la detuvo. Apenas aterrizaron, con la barriga a tope, acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) a solicitar refugio. Luego al Instituto Nacional de Migración (INM) para tramitar su residencia y pronto consiguieron un departamento para instalarse. Los ahorros para comprar la casa soñada en Guatemala los usaron para armar un hogar aquí.
La madrugada del 26 de julio de 2022, en la Ciudad de México, nació Pilar, su segunda hija. Fue un parto difícil porque se sentían solos. Sin embargo, también fue crucial para Sandy: el motivo para echar raíces en esta nueva tierra. “Yo amaba México y ahora lo amo más. Nos recibieron. Yo me siento ya de verdad mexicana”.
Hoy se dice —y se ve— feliz. Se ha desconectado de Guatemala, ya no sigue todas las noticias locales. Extraña a su familia y amigos, pero los ven con frecuencia. Es una suerte. Habitan un departamento invadido de juguetes que sus abuelos y tíos mandan a las niñas, para hacerse presentes. Huele a café. Sobre la mesa hay champurradas y un panito de manteca, típico de Guatemala.
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Las madres exiliadas no siempre pueden llevar a sus hijos consigo. Siomara, fiscal guatemalteca perseguida por investigar casos de corrupción, sufre la distancia con su hijo menor. Durante los primeros meses de su salida las cosas con él estaban bien, pero luego ya no: se acabaron las buenas calificaciones, vive enojado y pelea con su hermana mayor. Cada vez que ella le dice: “Por favor, báñate”, o cualquier otra cosa de rutina, sin demasiada importancia, el muchacho responde: “No eres mi mamá; no me digas nada”.
Te puede interesar el reportaje: Exilio se escribe en presente.
Antes de su exilio Siomara recuerda que eran una familia feliz. Vivían juntos en su casa, como cualquier familia. Aquella familia aún existe, pero se ha convertido en un eco disperso en diferentes países, reducida a voces por WhatsApp y a veces también silencios. Cuando huyó, perseguida por los políticos, empresarios y militares a quienes había denunciado, su hijo tenía 16 años. Ahora cumplió 18 y el paso del tiempo no ha facilitado las cosas. De este lado no encuentra cómo resolver la situación: “Quisiera traérmelo, pero ni siquiera para mí tengo seguridad ni estabilidad”.
Brota entonces una tristeza densa, profunda, que ablanda a esa mujer fuerte que creció en el campo entre carencias, estudió hasta lograr ser quien quería y metió presos a muchos funcionarios, incluso al presidente de su país. Ahora, lejos de sus hijas y de su hijo, ya no piensa tanto en qué seguirá, se enfoca en el presente “sin tanto afán por el futuro”.
Pálido fantasma de sí misma
surgía del naufragio
como una creatura intemporal.
Grácil convaleciente
se atrevía
a dar algunos pasos,
a llevar su mirada húmeda
sobre un mundo vago y tierno,
y otra vez el miedo.
[...]
El poema fue escrito por Alaíde Foppa, escritora feminista, guatemalteca como Siomara. También vivió el desarraigo de su país. Llegó a México y desde aquí nombró aquello que le provocaba dolor y las ausencias que la marcaron en ese destierro; como lo nombra este poema inédito encontrado por la escritora mexicana Diana del Ángel y publicado bajo el sello editorial de Antílope.
[...]
Como una niña que despierta en la noche,
esperaba la mano grande,
dulcemente pesada,
que se posara
sobre su corazón enloquecido.
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Ivannia, la opositora nicaragüense, vive en su cotidiano la presencia del exilio y la persecución política. Habla de eso en entrevistas, en juntas por Zoom, e incluso lo hizo ante un foro de Naciones Unidas cuando la invitaron a dar su testimonio en Ginebra. Pero cuando se nombra la palabra futuro, llega el silencio. Se acaba su postura cómoda, entra en profundidades de su ser.
Como Alaíde Foppa, mucho escribió el poeta Juan Gelman acerca del exilio. Tuvo que huir de su país, Argentina, porque la dictadura militar lo perseguía. Dejó atrás a un hijo desaparecido, a una nuera embarazada también desaparecida y a una nieta que había nacido en cautiverio. A ella, a Macarena, la encontró y conoció décadas después.
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda
dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos
destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las
calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del
aire, propiamente del aire.
Esto escribió Gelman y así anda Ivannia, con el cordón umbilical cortado y la memoria intacta. Vive alerta, siempre, a la posibilidad de volver.
—No tener pareja, no tener un perro. No haría algo de meterme a deber por dos años, no haría esas cosas. Ni hacer crédito ni comprometerme con nadie […] Porque pienso: “¿Y si me voy?”. Son compromisos.
—¿No enraizarte te da tranquilidad o te agobia?
—Es una lucha. Yo quisiera ser como esas personas que se andan casando y tienen hijos, pero no se me da.
No se le da. ¿Cómo? Si el cuerpo está aquí, pero el corazón allá.
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Fue una mañana en una carretera de Monterrey. En el carro viajaban Bertha, su hija de 6 años y una amiga. De pronto, vehículos de la Interpol las interceptaron en un operativo con armas, gritos y violencia. “Conmigo no te la llevés de bravita porque te vamos a esposar”, le dijo un agente.
La niña lloraba, aterrada, convencida de que las estaban secuestrando. Bertha —abogada y fiscal durante ocho años— exigía que le mostraran la orden judicial. No la tenían. Sabía que aquél era un procedimiento viciado y un operativo desmedido contra tres mujeres —dos adultas y una menor— que no portaban armas ni representaban peligro.
Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada.
Aunque parecía un asunto criminal, ella tenía en claro que se trataba de un proceso familiar. Una causa cargada de revanchas políticas y de género porque ella, Bertha María de León, abogada reconocida en El Salvador y figura pública que ganó casos emblemáticos de violencia de género contra mujeres, se había ido de aquel país llevándose consigo a su hija menor, a quien por seguridad llamaremos L.
Había escapado no sólo del peligro que representaba su exmarido tras un divorcio conflictivo, sino también de la amenaza política que cernía sobre ella. Tras haber sido abogada defensora de Nayib Bukele cuando era alcalde de San Salvador, criticó públicamente sus primeras decisiones como presidente. El precio fue alto. Le llovieron ataques en redes sociales, amenazas, odio. Ya eran dos hombres quienes querían cobrarle cuentas: su exmarido y el máximo mandatario. Entonces decidió irse sin avisar, fingiendo vacaciones.
Se fue primero a Estados Unidos con el plan de llegar a Islandia, el país donde encontraba mejores condiciones para casos como el suyo. Pero una orden internacional que cancelaba la visa de su hija le impidió tomar el vuelo a Reikiavik.
Entonces llegó a México. Regularizó sus documentos, consiguió la condición de refugiada y se instaló en casa de una amiga en Monterrey. Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada. También le pedía a L que le mandara fotos del lugar donde vivían y así pudieron localizarlas y detenerlas.
Sin permitirles recoger documentos ni pertenencias, con L en pijama y Bertha en pants, con apenas 500 pesos que su amiga pudo darles, los agentes de la Interpol las trasladaron en avión a la Ciudad de México para someterlas a proceso judicial.
L no paraba de gritar y llorar.
A las 11 de la noche, en el Juzgado Noveno de lo Familiar, tuvieron audiencia. El cónsul salvadoreño no la ayudó, más bien intentó presionar a la jueza para que enviara a la niña con su padre. Fue una agente quien le dijo a Bertha lo que realmente estaba en juego. Cuando la llevó al baño le dijo: “Esto se lo voy a decir como mujer, arregle los problemas que usted tiene con el presidente […] con el presidente de El Salvador. Usted le quedó mal a él, arregle los problemas. Yo no sé cuál es el problema, pero todos los días hablan de la cancillería de El Salvador para que la localicemos”.
Ese era el final feliz, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada.
Hoy Bertha lo ve claro: su exesposo, un hombre controlador, se alió con otro hombre, el presidente, que no perdona críticas públicas. Como revancha quieren quitarle a su hija y la persiguen judicialmente. Le han iniciado al menos cinco procesos, la han sentenciado en ausencia y tiene orden de captura vigente en su país.
Esa madrugada de mayo de 2022, la jueza de la Ciudad de México decidió el no retorno de la niña y dictaminó que debía permanecer con su madre, ambas en calidad de refugiadas. Pero las obligó a quedarse en esta ciudad. “Ese era el final feliz —dice Bertha—, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada”.
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Sin conocidos, dinero ni red de apoyo, ¿cómo rentar un departamento si nadie puede ser tu garantía?, ¿cómo y dónde conseguir trabajo mientras se cuida a una niña pequeña y se enfrenta una intensa batalla jurídica?
Bertha sabe que el exilio es aún más difícil aún para las mujeres con hijos: “No son lo mismo las amenazas que enfrenta un hombre defensor de derechos humanos que una mujer. La vulnerabilidad es más alta y generalmente traemos hijos. Huir con niñas es más complejo. Yo, con ella, me sentí en riesgo…”.
En su peregrinar de estos años, Bertha y L fueron resguardadas durante un tiempo en una casa que compañeras solidarias le gestionaron en el sur del país. Entre esas paredes se sentía segura, pero cuando intentaba distraer a su hija en el parque, volvía el temor. Cada vez que tomaba el transporte público, sentía las miradas sobre ella. Su acento la delataba.
“Te ofrecían: ‘Yo tengo un cuarto, te agarro con la niña [...] güerita. Yo creo que podrías sacar 2 000 pesos por día’”. Al principio no lo entendía. Después supo que le ofrecían sumarse a sus redes de trabajo sexual. Están atentos a identificar a cualquier mujer centroamericana: “Los taxistas están aliados con redes. En el sur la desaparición de mujeres migrantes con sus hijos es terrible”.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Se reúnen un fin de semana para compartir comidas típicas, pero también en seminarios académicos acerca del exilio centroamericano o sobre los patrones económicos de desarrollo regional. Anuncian una venta de libros de una editorial guatemalteca, un concierto de hiphop de Rebeca Lane y Audry Funk, y las películas del festival de cine DocsMX que refieren a Centroamérica. Los boletines comunitarios incluyen las noticias más relevantes de los países de la región y ofertas de trabajo diversas, desde cargos pequeños a directivos o un fellowship para expertos anticorrupción. Cada que se encuentran en esos espacios, intercambian datos del abogado que no cobra tan caro, lugares donde comprar ingredientes de cocina a mejor precio y consejos de escuelas, transporte, caminos de sus nuevas vidas. A veces basta con una mirada que entiende.
Hay redes que están tejiéndose.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Migrar es partir; exiliarse es huir. Salir a prisa, planeando poco, dejando mucho. Cada paso es un intento por salvar la vida, la integridad y la familia. Porque salir no implica solo dejar una tierra, una historia o los objetos, es también el suspenso de una vida a medio andar.
Sandy tuvo que exiliarse cuando estaba a punto de parir.
Chaparrita y enérgica, habla mientras revisa su celular. Es comerciante y suspendió su ejercicio profesional por el nacimiento de Paula, su primera hija. En esa época Aníbal, su esposo, comenzó a trabajar en las instituciones de administración de justicia de Guatemala.
Él era parte de la Dirección de Análisis Criminal de la Fiscalía, luego de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Sandy sabía que Aníbal investigaba importantes casos de corrupción y prefería no conocer los detalles para protegerse como familia. Pero cuando veía una noticia en televisión, algún allanamiento importante, la curiosidad le hacía hilar pistas que le permitían entender la relevancia del trabajo de su esposo.
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Sandy compartió poco tiempo con Aníbal durante el primer embarazo. Él pasaba muchas horas en la oficina armando el análisis macrocriminal de grandes casos de corrupción, ella preparaba la llegada de Paula. De pronto, ocurrió todo: nació la bebé, estallaron los escándalos, y pusieron fin a la CICIG. Aquellos fueron días de enojo y tristeza. Aníbal enfermó de hepatitis A y estuvo al borde de la muerte, pero la persecución judicial que sufrió no le permitió siquiera guardar reposo.
Un día llegaron por él, se lo llevaron preso. Práctica, operativa y gestora, Sandy reaccionó. Con su bebé en brazos se encargó de contener a la familia, responder mil mensajes y organizar la defensa. Después de la irrupción policial en su casa, se quitó la pijama, se puso el traje más elegante que encontró y salió rumbo al juzgado. “A mí no me van a ver llorando si eso es lo que quieren”, pensó aquella mañana.
El trabajo de su esposo, hasta entonces secreto, quedó expuesto ante todos. Los vecinos del barrio lo reconocieron como el funcionario que había metido preso al presidente, pero eso también lo sabía el propio presidente. Después de la detención de Aníbal, vinieron audiencias que se extendieron intencionalmente para amedrentar a los acusados. La pareja entendió que debía irse del país tan pronto como fuera posible y trazaron un plan. Aníbal aceptó los cargos que se le imputaron y solicitó un procedimiento abreviado como estrategia jurídica, mientras Sandy se encargó de los trámites necesarios para una decisión inminente: el exilio. El 3 de junio de 2022, cuando Aníbal obtuvo oficialmente su libertad, Sandy ya tenía todo listo para huir y empezar una nueva vida. Compraron boletos de avión, avisaron sólo a sus padres y esa misma madrugada volaron a Costa Rica. “Con nueve maletas, nuestra vida en Guatemala salió en nueve maletas”, dice Sandy ahora sentada en un departamento en la Ciudad de México.
Nueve maletas, una niña en brazos y una barriga de ocho meses. Sandy lo cuenta sin llorar, sin tristeza, porque la salida no fue para ella una tragedia, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Se rehúsa a llamarlo exilio porque no quiere provocar lástima. “Cuando aterrizamos en San José (Costa Rica) nos sentamos, nos miramos ¡y sentimos una paz! Esa noche dormimos como nunca”. Costa Rica fue la primera parada, un trámite para sacar las visas que les permitieran ingresar a México, su destino final
En Costa Rica fueron pocos, pero dolorosos días. Paula, su bebé, lloró una semana completa. Cuando las visas estuvieron listas volaron a México. Sandy ya estaba a días de parir a su segunda hija, pero eso no la detuvo. Apenas aterrizaron, con la barriga a tope, acudió a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) a solicitar refugio. Luego al Instituto Nacional de Migración (INM) para tramitar su residencia y pronto consiguieron un departamento para instalarse. Los ahorros para comprar la casa soñada en Guatemala los usaron para armar un hogar aquí.
La madrugada del 26 de julio de 2022, en la Ciudad de México, nació Pilar, su segunda hija. Fue un parto difícil porque se sentían solos. Sin embargo, también fue crucial para Sandy: el motivo para echar raíces en esta nueva tierra. “Yo amaba México y ahora lo amo más. Nos recibieron. Yo me siento ya de verdad mexicana”.
Hoy se dice —y se ve— feliz. Se ha desconectado de Guatemala, ya no sigue todas las noticias locales. Extraña a su familia y amigos, pero los ven con frecuencia. Es una suerte. Habitan un departamento invadido de juguetes que sus abuelos y tíos mandan a las niñas, para hacerse presentes. Huele a café. Sobre la mesa hay champurradas y un panito de manteca, típico de Guatemala.
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Las madres exiliadas no siempre pueden llevar a sus hijos consigo. Siomara, fiscal guatemalteca perseguida por investigar casos de corrupción, sufre la distancia con su hijo menor. Durante los primeros meses de su salida las cosas con él estaban bien, pero luego ya no: se acabaron las buenas calificaciones, vive enojado y pelea con su hermana mayor. Cada vez que ella le dice: “Por favor, báñate”, o cualquier otra cosa de rutina, sin demasiada importancia, el muchacho responde: “No eres mi mamá; no me digas nada”.
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Antes de su exilio Siomara recuerda que eran una familia feliz. Vivían juntos en su casa, como cualquier familia. Aquella familia aún existe, pero se ha convertido en un eco disperso en diferentes países, reducida a voces por WhatsApp y a veces también silencios. Cuando huyó, perseguida por los políticos, empresarios y militares a quienes había denunciado, su hijo tenía 16 años. Ahora cumplió 18 y el paso del tiempo no ha facilitado las cosas. De este lado no encuentra cómo resolver la situación: “Quisiera traérmelo, pero ni siquiera para mí tengo seguridad ni estabilidad”.
Brota entonces una tristeza densa, profunda, que ablanda a esa mujer fuerte que creció en el campo entre carencias, estudió hasta lograr ser quien quería y metió presos a muchos funcionarios, incluso al presidente de su país. Ahora, lejos de sus hijas y de su hijo, ya no piensa tanto en qué seguirá, se enfoca en el presente “sin tanto afán por el futuro”.
Pálido fantasma de sí misma
surgía del naufragio
como una creatura intemporal.
Grácil convaleciente
se atrevía
a dar algunos pasos,
a llevar su mirada húmeda
sobre un mundo vago y tierno,
y otra vez el miedo.
[...]
El poema fue escrito por Alaíde Foppa, escritora feminista, guatemalteca como Siomara. También vivió el desarraigo de su país. Llegó a México y desde aquí nombró aquello que le provocaba dolor y las ausencias que la marcaron en ese destierro; como lo nombra este poema inédito encontrado por la escritora mexicana Diana del Ángel y publicado bajo el sello editorial de Antílope.
[...]
Como una niña que despierta en la noche,
esperaba la mano grande,
dulcemente pesada,
que se posara
sobre su corazón enloquecido.
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Ivannia, la opositora nicaragüense, vive en su cotidiano la presencia del exilio y la persecución política. Habla de eso en entrevistas, en juntas por Zoom, e incluso lo hizo ante un foro de Naciones Unidas cuando la invitaron a dar su testimonio en Ginebra. Pero cuando se nombra la palabra futuro, llega el silencio. Se acaba su postura cómoda, entra en profundidades de su ser.
Como Alaíde Foppa, mucho escribió el poeta Juan Gelman acerca del exilio. Tuvo que huir de su país, Argentina, porque la dictadura militar lo perseguía. Dejó atrás a un hijo desaparecido, a una nuera embarazada también desaparecida y a una nieta que había nacido en cautiverio. A ella, a Macarena, la encontró y conoció décadas después.
No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país,
no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda
dolorida.
Nacemos y nos cortan el cordón umbilical. Nos
destierran y nadie nos corta la memoria, la lengua, las
calores. Tenemos que aprender a vivir como el clavel del
aire, propiamente del aire.
Esto escribió Gelman y así anda Ivannia, con el cordón umbilical cortado y la memoria intacta. Vive alerta, siempre, a la posibilidad de volver.
—No tener pareja, no tener un perro. No haría algo de meterme a deber por dos años, no haría esas cosas. Ni hacer crédito ni comprometerme con nadie […] Porque pienso: “¿Y si me voy?”. Son compromisos.
—¿No enraizarte te da tranquilidad o te agobia?
—Es una lucha. Yo quisiera ser como esas personas que se andan casando y tienen hijos, pero no se me da.
No se le da. ¿Cómo? Si el cuerpo está aquí, pero el corazón allá.
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Fue una mañana en una carretera de Monterrey. En el carro viajaban Bertha, su hija de 6 años y una amiga. De pronto, vehículos de la Interpol las interceptaron en un operativo con armas, gritos y violencia. “Conmigo no te la llevés de bravita porque te vamos a esposar”, le dijo un agente.
La niña lloraba, aterrada, convencida de que las estaban secuestrando. Bertha —abogada y fiscal durante ocho años— exigía que le mostraran la orden judicial. No la tenían. Sabía que aquél era un procedimiento viciado y un operativo desmedido contra tres mujeres —dos adultas y una menor— que no portaban armas ni representaban peligro.
Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada.
Aunque parecía un asunto criminal, ella tenía en claro que se trataba de un proceso familiar. Una causa cargada de revanchas políticas y de género porque ella, Bertha María de León, abogada reconocida en El Salvador y figura pública que ganó casos emblemáticos de violencia de género contra mujeres, se había ido de aquel país llevándose consigo a su hija menor, a quien por seguridad llamaremos L.
Había escapado no sólo del peligro que representaba su exmarido tras un divorcio conflictivo, sino también de la amenaza política que cernía sobre ella. Tras haber sido abogada defensora de Nayib Bukele cuando era alcalde de San Salvador, criticó públicamente sus primeras decisiones como presidente. El precio fue alto. Le llovieron ataques en redes sociales, amenazas, odio. Ya eran dos hombres quienes querían cobrarle cuentas: su exmarido y el máximo mandatario. Entonces decidió irse sin avisar, fingiendo vacaciones.
Se fue primero a Estados Unidos con el plan de llegar a Islandia, el país donde encontraba mejores condiciones para casos como el suyo. Pero una orden internacional que cancelaba la visa de su hija le impidió tomar el vuelo a Reikiavik.
Entonces llegó a México. Regularizó sus documentos, consiguió la condición de refugiada y se instaló en casa de una amiga en Monterrey. Lo que no sabía era que el padre de su hija la vigilaba: la niña llevaba consigo una tableta con geolocalización activada. También le pedía a L que le mandara fotos del lugar donde vivían y así pudieron localizarlas y detenerlas.
Sin permitirles recoger documentos ni pertenencias, con L en pijama y Bertha en pants, con apenas 500 pesos que su amiga pudo darles, los agentes de la Interpol las trasladaron en avión a la Ciudad de México para someterlas a proceso judicial.
L no paraba de gritar y llorar.
A las 11 de la noche, en el Juzgado Noveno de lo Familiar, tuvieron audiencia. El cónsul salvadoreño no la ayudó, más bien intentó presionar a la jueza para que enviara a la niña con su padre. Fue una agente quien le dijo a Bertha lo que realmente estaba en juego. Cuando la llevó al baño le dijo: “Esto se lo voy a decir como mujer, arregle los problemas que usted tiene con el presidente […] con el presidente de El Salvador. Usted le quedó mal a él, arregle los problemas. Yo no sé cuál es el problema, pero todos los días hablan de la cancillería de El Salvador para que la localicemos”.
Ese era el final feliz, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada.
Hoy Bertha lo ve claro: su exesposo, un hombre controlador, se alió con otro hombre, el presidente, que no perdona críticas públicas. Como revancha quieren quitarle a su hija y la persiguen judicialmente. Le han iniciado al menos cinco procesos, la han sentenciado en ausencia y tiene orden de captura vigente en su país.
Esa madrugada de mayo de 2022, la jueza de la Ciudad de México decidió el no retorno de la niña y dictaminó que debía permanecer con su madre, ambas en calidad de refugiadas. Pero las obligó a quedarse en esta ciudad. “Ese era el final feliz —dice Bertha—, pero empezó la pesadilla de cómo establecerte en una ciudad donde no tenés nada”.
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Sin conocidos, dinero ni red de apoyo, ¿cómo rentar un departamento si nadie puede ser tu garantía?, ¿cómo y dónde conseguir trabajo mientras se cuida a una niña pequeña y se enfrenta una intensa batalla jurídica?
Bertha sabe que el exilio es aún más difícil aún para las mujeres con hijos: “No son lo mismo las amenazas que enfrenta un hombre defensor de derechos humanos que una mujer. La vulnerabilidad es más alta y generalmente traemos hijos. Huir con niñas es más complejo. Yo, con ella, me sentí en riesgo…”.
En su peregrinar de estos años, Bertha y L fueron resguardadas durante un tiempo en una casa que compañeras solidarias le gestionaron en el sur del país. Entre esas paredes se sentía segura, pero cuando intentaba distraer a su hija en el parque, volvía el temor. Cada vez que tomaba el transporte público, sentía las miradas sobre ella. Su acento la delataba.
“Te ofrecían: ‘Yo tengo un cuarto, te agarro con la niña [...] güerita. Yo creo que podrías sacar 2 000 pesos por día’”. Al principio no lo entendía. Después supo que le ofrecían sumarse a sus redes de trabajo sexual. Están atentos a identificar a cualquier mujer centroamericana: “Los taxistas están aliados con redes. En el sur la desaparición de mujeres migrantes con sus hijos es terrible”.
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Como ellas, con poco o nada, siguen llegando mujeres activistas centroamericanas a México. Al menos en la capital la existencia de Casa Centroamérica cambia la situación: ya no llegan solas y a la nada.
Se reúnen un fin de semana para compartir comidas típicas, pero también en seminarios académicos acerca del exilio centroamericano o sobre los patrones económicos de desarrollo regional. Anuncian una venta de libros de una editorial guatemalteca, un concierto de hiphop de Rebeca Lane y Audry Funk, y las películas del festival de cine DocsMX que refieren a Centroamérica. Los boletines comunitarios incluyen las noticias más relevantes de los países de la región y ofertas de trabajo diversas, desde cargos pequeños a directivos o un fellowship para expertos anticorrupción. Cada que se encuentran en esos espacios, intercambian datos del abogado que no cobra tan caro, lugares donde comprar ingredientes de cocina a mejor precio y consejos de escuelas, transporte, caminos de sus nuevas vidas. A veces basta con una mirada que entiende.
Hay redes que están tejiéndose.
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