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<i>La luz que imaginamos</i>: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano

<i>La luz que imaginamos</i>: lo sensorial y lo mágico contra el dolor cotidiano

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
12
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Payal Kapadia se empapa de la visión de Claire Denis para ofrecer un filme que indaga las emociones, deseos y sensaciones de tres mujeres en India.

Como toda disciplina, el cine es un árbol: de un tronco de pioneros, de originales, se desprenden ramas que a su vez se bifurcan y producen una historia de las imágenes. El cine tiene poco más de un siglo de existencia y, sin embargo, ya hay genealogías como para equipararse con la historia de la novela. Quizá se deba a esta juventud y a lo cerca que se sienten incluso las películas más primigenias de Claire Denis, hechas a finales de los ochenta, que cuesta trabajo pensar que ya influenciaron a generaciones más jóvenes. Su obra es tan moderna —¡tan posmoderna!— que ninguna de sus películas parece tener más de unos años de edad. Sin embargo, ya es tiempo de sus descendientes: mujeres que, por experiencia y afiliación intelectual, abordan el deseo como una expresión poética de lo humano. De Claire Denis a Mati Diop —quien actuó bajo la dirección de la gran cineasta francesa— y a Payal Kapadia, se empieza a tejer una de las genealogías más significativas del cine y del mundo contemporáneos.

En estos tiempos de perfección fascistoide, los cuerpos son una materia reaccionaria: los superhéroes poseen músculos desproporcionados para reflejar un bienestar concebido no para el amor y el sexo, sino para pelear, como lo sugiere la escritora RS Benedict en su texto “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”. Las tendencias en las redes muestran que amplios grupos de personas se obsesionan con lo que los estadounidenses han llamado wellness, al tiempo que se asquean de imágenes de sexualidad en la pantalla. En el cine de Denis el cuerpo, como esté, tiene la máxima función de encimarse en otro, de acariciarlo, de abrazarlo. En películas como la poco conocida Viernes noche (Vendredi soir, 2002), o la más reciente Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017), inspirada por Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, Denis filma los encuentros sexuales mediante planos tan cerrados que las formas humanas se convierten en manchas de piel, apenas distinguibles por las líneas de los brazos, del cuello. El sexo es absolutamente íntimo y por ello hace, de dos personas, una sola. 

Te recomendamos leer: Val Kilmer, el peso de la ausencia

Denis también ha hecho películas sobre la vulnerabilidad de la forma física y su explotación a manos de los poderosos, pero las que celebran el encuentro erótico son un acto de desafío ante nuestra cultura de limpidez y asco a todo lo animal; es decir, a la humanidad misma. De esa filmografía viene, en parte, la espectral historia de amor Atlantics (Atlantique, 2019), de Diop, en la que la separación de los cuerpos es consecuencia de un orden económico destructivo; también viene de ahí La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024), de Kapadia, una cineasta india que debuta en el largometraje de ficción, después de hacerse un nombre con su documental Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021).

Aquel primer largometraje fue un ensayo sobre la vida universitaria en India, narrado mediante cartas entre una muchacha y su novio, a quien su familia le prohibió seguir saliendo con ella debido a la diferencia de castas. La juventud india divide su tiempo entre la resistencia colectiva (contra el neofascista Narendra Modi) y la resistencia privada, síntoma de una sociedad construida a partir de tradiciones excluyentes, crueles. La luz que imaginamos sigue también esa línea y, para ello, se vale de dos segmentos distintos en cuanto a sus temas y sus formas. 

La primera parte es más que un movimiento expositivo (dónde estamos, quiénes son los personajes, qué quieren y cómo lo obtienen): es una película entera, de aspiraciones neorrealistas, sobre la vida en una ciudad enajenante, en este caso Mumbai. El primer plano del montaje es un travelling que, desde un vehículo, nos muestra un mercado en la aparente madrugada. Unas voces que parecen provenir de entrevistas narran las heridas que causa la ciudad: “He vivido 23 años aquí, pero temo llamarla mi hogar”, dice un hombre. Nada de esto tiene que ver, en principio, con la trama de la película, aunque si nos basamos en las ideas de Una noche sin saber nada, está plenamente conectada con las historias de Prabha (Kani Kusruti), Anu (Divya Prabha) y Parvathy (Chhaya Kadam), tres trabajadoras de un hospital que enfrentan problemas típicos en India moderna: Prabha coquetea con un médico pero se mantiene fiel a su esposo, que migró a Alemania en busca de trabajo y no le ha llamado en más de un año; Anu tiene un novio musulmán con quien desea tener una vida sexual ordinaria, pero, debido a sus diferencias y a la precariedad, no encuentran dónde disfrutarse en paz; Parvathy está a punto de ser desalojada de su casa por una constructora que compró el terreno.

Si la película suena panfletaria es porque nos hemos acostumbrado a pensar que todo cine sobre los malestares sociales busca subrayar el bien y enfrentar el mal, pero Kapadia es una directora más sutil. Es cierto que en ocasiones cae en señalamientos cercanos a la caricatura, como cuando Prabha y Parvathy apedrean un anuncio de los malévolos condominios. El eslogan dice: “La clase es un privilegio reservado para los privilegiados”; pero fuera de algunos detalles por el estilo, Kapadia espera que comprendamos por nuestra cuenta el significado de los espacios y las conversaciones de las protagonistas. 

Al principio, Prabha y Anu, que viven juntas, hablan de sus gastos, de cómo una le presta a la otra para la renta, pero sin mucho énfasis: su escasez de recursos es evidente de solo observar los lugares que frecuentan; es decir, el transporte, el trabajo y la casa; a veces algún restaurante barato. A pesar del cansancio y el cinturón apretado, hay momentos de felicidad y de resistencia, términos que a menudo se pueden intercambiar entre sí. La influencia de Claire Denis se percibe durante esta primera mitad en la cámara al hombro, que capta todo con naturalidad. También se ve en una escena en la que Prabha envuelve con sus piernas abiertas una arrocera que le mandó su esposo desde Alemania. Su enajenación erótica es tan grande que un regalo puede sustituir a su esposo; las limitaciones que le impone su mundo son tales, que no puede reemplazarlo con un hombre mejor que vive cerca de ella. 

Cuando Denis se manifiesta de manera más contundente es al inicio, en la historia de Anu y en la forma en que se besa con su novio musulmán, Shiaz (Hridhu Haroon): en una escena les cae la lluvia y se jalan uno al otro con desesperación; no obstante, es en la segunda parte en la que, con todos los temas de sociedad ya abordados, Kapadia abandona el neorrealismo para concentrarse en una poesía que hace de La luz que imaginamos una película tan especial. 

Te podría interesar: "Grand Tour", de Miguel Gomes, un cine donde es posible

Parvathy es finalmente desalojada y se regresa a su aldea junto al mar. Prabha, su amiga del trabajo, la ayuda a mudarse e invita a Anu a cargar cosas. Ahí empieza otra película, con otras ideas, otro tono y hasta otras imágenes. Si la ciudad es un espacio abarrotado, sudoroso, el mar se caracteriza por una sensualidad diferente: el calor, el agua, la arena, son sensaciones de bienvenida. Parvathy va desapareciendo conforme se acerca al océano, en una imagen extática, y Shiaz, que sigue a Anu, se pierde con ella en una cueva tatuada de promesas románticas. No vale la pena revelar mucho más, pero la poesía de la piel, al estilo de Claire Denis, encuentra su mayor expresión aquí, y Kapadia se permite incluso un milagro, de esos que pasan solamente en el cine. La luz que imaginamos está concebida como un viaje, de la opresión observada desde el naturalismo a la sanación sensorial, mágica. Si se percibe una ternura en la dirección de Kapadia, no se debe solamente a la amistad de sus protagonistas y a la inocencia fundamental de sus deseos, sino a la forma que tiene su creadora de mirarlas y complacerlas. Su perspectiva es el antídoto a la negligencia y la tortura del más reciente Bong Joon-ho, y orienta al cine hacia donde lo han querido llevar Chaplin, Kaurismäki y, a su modo más ambivalente, Denis: a la esperanza que da el amor. 

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Payal Kapadia se empapa de la visión de Claire Denis para ofrecer un filme que indaga las emociones, deseos y sensaciones de tres mujeres en India.

Como toda disciplina, el cine es un árbol: de un tronco de pioneros, de originales, se desprenden ramas que a su vez se bifurcan y producen una historia de las imágenes. El cine tiene poco más de un siglo de existencia y, sin embargo, ya hay genealogías como para equipararse con la historia de la novela. Quizá se deba a esta juventud y a lo cerca que se sienten incluso las películas más primigenias de Claire Denis, hechas a finales de los ochenta, que cuesta trabajo pensar que ya influenciaron a generaciones más jóvenes. Su obra es tan moderna —¡tan posmoderna!— que ninguna de sus películas parece tener más de unos años de edad. Sin embargo, ya es tiempo de sus descendientes: mujeres que, por experiencia y afiliación intelectual, abordan el deseo como una expresión poética de lo humano. De Claire Denis a Mati Diop —quien actuó bajo la dirección de la gran cineasta francesa— y a Payal Kapadia, se empieza a tejer una de las genealogías más significativas del cine y del mundo contemporáneos.

En estos tiempos de perfección fascistoide, los cuerpos son una materia reaccionaria: los superhéroes poseen músculos desproporcionados para reflejar un bienestar concebido no para el amor y el sexo, sino para pelear, como lo sugiere la escritora RS Benedict en su texto “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”. Las tendencias en las redes muestran que amplios grupos de personas se obsesionan con lo que los estadounidenses han llamado wellness, al tiempo que se asquean de imágenes de sexualidad en la pantalla. En el cine de Denis el cuerpo, como esté, tiene la máxima función de encimarse en otro, de acariciarlo, de abrazarlo. En películas como la poco conocida Viernes noche (Vendredi soir, 2002), o la más reciente Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017), inspirada por Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, Denis filma los encuentros sexuales mediante planos tan cerrados que las formas humanas se convierten en manchas de piel, apenas distinguibles por las líneas de los brazos, del cuello. El sexo es absolutamente íntimo y por ello hace, de dos personas, una sola. 

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Denis también ha hecho películas sobre la vulnerabilidad de la forma física y su explotación a manos de los poderosos, pero las que celebran el encuentro erótico son un acto de desafío ante nuestra cultura de limpidez y asco a todo lo animal; es decir, a la humanidad misma. De esa filmografía viene, en parte, la espectral historia de amor Atlantics (Atlantique, 2019), de Diop, en la que la separación de los cuerpos es consecuencia de un orden económico destructivo; también viene de ahí La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024), de Kapadia, una cineasta india que debuta en el largometraje de ficción, después de hacerse un nombre con su documental Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021).

Aquel primer largometraje fue un ensayo sobre la vida universitaria en India, narrado mediante cartas entre una muchacha y su novio, a quien su familia le prohibió seguir saliendo con ella debido a la diferencia de castas. La juventud india divide su tiempo entre la resistencia colectiva (contra el neofascista Narendra Modi) y la resistencia privada, síntoma de una sociedad construida a partir de tradiciones excluyentes, crueles. La luz que imaginamos sigue también esa línea y, para ello, se vale de dos segmentos distintos en cuanto a sus temas y sus formas. 

La primera parte es más que un movimiento expositivo (dónde estamos, quiénes son los personajes, qué quieren y cómo lo obtienen): es una película entera, de aspiraciones neorrealistas, sobre la vida en una ciudad enajenante, en este caso Mumbai. El primer plano del montaje es un travelling que, desde un vehículo, nos muestra un mercado en la aparente madrugada. Unas voces que parecen provenir de entrevistas narran las heridas que causa la ciudad: “He vivido 23 años aquí, pero temo llamarla mi hogar”, dice un hombre. Nada de esto tiene que ver, en principio, con la trama de la película, aunque si nos basamos en las ideas de Una noche sin saber nada, está plenamente conectada con las historias de Prabha (Kani Kusruti), Anu (Divya Prabha) y Parvathy (Chhaya Kadam), tres trabajadoras de un hospital que enfrentan problemas típicos en India moderna: Prabha coquetea con un médico pero se mantiene fiel a su esposo, que migró a Alemania en busca de trabajo y no le ha llamado en más de un año; Anu tiene un novio musulmán con quien desea tener una vida sexual ordinaria, pero, debido a sus diferencias y a la precariedad, no encuentran dónde disfrutarse en paz; Parvathy está a punto de ser desalojada de su casa por una constructora que compró el terreno.

Si la película suena panfletaria es porque nos hemos acostumbrado a pensar que todo cine sobre los malestares sociales busca subrayar el bien y enfrentar el mal, pero Kapadia es una directora más sutil. Es cierto que en ocasiones cae en señalamientos cercanos a la caricatura, como cuando Prabha y Parvathy apedrean un anuncio de los malévolos condominios. El eslogan dice: “La clase es un privilegio reservado para los privilegiados”; pero fuera de algunos detalles por el estilo, Kapadia espera que comprendamos por nuestra cuenta el significado de los espacios y las conversaciones de las protagonistas. 

Al principio, Prabha y Anu, que viven juntas, hablan de sus gastos, de cómo una le presta a la otra para la renta, pero sin mucho énfasis: su escasez de recursos es evidente de solo observar los lugares que frecuentan; es decir, el transporte, el trabajo y la casa; a veces algún restaurante barato. A pesar del cansancio y el cinturón apretado, hay momentos de felicidad y de resistencia, términos que a menudo se pueden intercambiar entre sí. La influencia de Claire Denis se percibe durante esta primera mitad en la cámara al hombro, que capta todo con naturalidad. También se ve en una escena en la que Prabha envuelve con sus piernas abiertas una arrocera que le mandó su esposo desde Alemania. Su enajenación erótica es tan grande que un regalo puede sustituir a su esposo; las limitaciones que le impone su mundo son tales, que no puede reemplazarlo con un hombre mejor que vive cerca de ella. 

Cuando Denis se manifiesta de manera más contundente es al inicio, en la historia de Anu y en la forma en que se besa con su novio musulmán, Shiaz (Hridhu Haroon): en una escena les cae la lluvia y se jalan uno al otro con desesperación; no obstante, es en la segunda parte en la que, con todos los temas de sociedad ya abordados, Kapadia abandona el neorrealismo para concentrarse en una poesía que hace de La luz que imaginamos una película tan especial. 

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Parvathy es finalmente desalojada y se regresa a su aldea junto al mar. Prabha, su amiga del trabajo, la ayuda a mudarse e invita a Anu a cargar cosas. Ahí empieza otra película, con otras ideas, otro tono y hasta otras imágenes. Si la ciudad es un espacio abarrotado, sudoroso, el mar se caracteriza por una sensualidad diferente: el calor, el agua, la arena, son sensaciones de bienvenida. Parvathy va desapareciendo conforme se acerca al océano, en una imagen extática, y Shiaz, que sigue a Anu, se pierde con ella en una cueva tatuada de promesas románticas. No vale la pena revelar mucho más, pero la poesía de la piel, al estilo de Claire Denis, encuentra su mayor expresión aquí, y Kapadia se permite incluso un milagro, de esos que pasan solamente en el cine. La luz que imaginamos está concebida como un viaje, de la opresión observada desde el naturalismo a la sanación sensorial, mágica. Si se percibe una ternura en la dirección de Kapadia, no se debe solamente a la amistad de sus protagonistas y a la inocencia fundamental de sus deseos, sino a la forma que tiene su creadora de mirarlas y complacerlas. Su perspectiva es el antídoto a la negligencia y la tortura del más reciente Bong Joon-ho, y orienta al cine hacia donde lo han querido llevar Chaplin, Kaurismäki y, a su modo más ambivalente, Denis: a la esperanza que da el amor. 

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Payal Kapadia se empapa de la visión de Claire Denis para ofrecer un filme que indaga las emociones, deseos y sensaciones de tres mujeres en India.

Como toda disciplina, el cine es un árbol: de un tronco de pioneros, de originales, se desprenden ramas que a su vez se bifurcan y producen una historia de las imágenes. El cine tiene poco más de un siglo de existencia y, sin embargo, ya hay genealogías como para equipararse con la historia de la novela. Quizá se deba a esta juventud y a lo cerca que se sienten incluso las películas más primigenias de Claire Denis, hechas a finales de los ochenta, que cuesta trabajo pensar que ya influenciaron a generaciones más jóvenes. Su obra es tan moderna —¡tan posmoderna!— que ninguna de sus películas parece tener más de unos años de edad. Sin embargo, ya es tiempo de sus descendientes: mujeres que, por experiencia y afiliación intelectual, abordan el deseo como una expresión poética de lo humano. De Claire Denis a Mati Diop —quien actuó bajo la dirección de la gran cineasta francesa— y a Payal Kapadia, se empieza a tejer una de las genealogías más significativas del cine y del mundo contemporáneos.

En estos tiempos de perfección fascistoide, los cuerpos son una materia reaccionaria: los superhéroes poseen músculos desproporcionados para reflejar un bienestar concebido no para el amor y el sexo, sino para pelear, como lo sugiere la escritora RS Benedict en su texto “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”. Las tendencias en las redes muestran que amplios grupos de personas se obsesionan con lo que los estadounidenses han llamado wellness, al tiempo que se asquean de imágenes de sexualidad en la pantalla. En el cine de Denis el cuerpo, como esté, tiene la máxima función de encimarse en otro, de acariciarlo, de abrazarlo. En películas como la poco conocida Viernes noche (Vendredi soir, 2002), o la más reciente Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017), inspirada por Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, Denis filma los encuentros sexuales mediante planos tan cerrados que las formas humanas se convierten en manchas de piel, apenas distinguibles por las líneas de los brazos, del cuello. El sexo es absolutamente íntimo y por ello hace, de dos personas, una sola. 

Te recomendamos leer: Val Kilmer, el peso de la ausencia

Denis también ha hecho películas sobre la vulnerabilidad de la forma física y su explotación a manos de los poderosos, pero las que celebran el encuentro erótico son un acto de desafío ante nuestra cultura de limpidez y asco a todo lo animal; es decir, a la humanidad misma. De esa filmografía viene, en parte, la espectral historia de amor Atlantics (Atlantique, 2019), de Diop, en la que la separación de los cuerpos es consecuencia de un orden económico destructivo; también viene de ahí La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024), de Kapadia, una cineasta india que debuta en el largometraje de ficción, después de hacerse un nombre con su documental Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021).

Aquel primer largometraje fue un ensayo sobre la vida universitaria en India, narrado mediante cartas entre una muchacha y su novio, a quien su familia le prohibió seguir saliendo con ella debido a la diferencia de castas. La juventud india divide su tiempo entre la resistencia colectiva (contra el neofascista Narendra Modi) y la resistencia privada, síntoma de una sociedad construida a partir de tradiciones excluyentes, crueles. La luz que imaginamos sigue también esa línea y, para ello, se vale de dos segmentos distintos en cuanto a sus temas y sus formas. 

La primera parte es más que un movimiento expositivo (dónde estamos, quiénes son los personajes, qué quieren y cómo lo obtienen): es una película entera, de aspiraciones neorrealistas, sobre la vida en una ciudad enajenante, en este caso Mumbai. El primer plano del montaje es un travelling que, desde un vehículo, nos muestra un mercado en la aparente madrugada. Unas voces que parecen provenir de entrevistas narran las heridas que causa la ciudad: “He vivido 23 años aquí, pero temo llamarla mi hogar”, dice un hombre. Nada de esto tiene que ver, en principio, con la trama de la película, aunque si nos basamos en las ideas de Una noche sin saber nada, está plenamente conectada con las historias de Prabha (Kani Kusruti), Anu (Divya Prabha) y Parvathy (Chhaya Kadam), tres trabajadoras de un hospital que enfrentan problemas típicos en India moderna: Prabha coquetea con un médico pero se mantiene fiel a su esposo, que migró a Alemania en busca de trabajo y no le ha llamado en más de un año; Anu tiene un novio musulmán con quien desea tener una vida sexual ordinaria, pero, debido a sus diferencias y a la precariedad, no encuentran dónde disfrutarse en paz; Parvathy está a punto de ser desalojada de su casa por una constructora que compró el terreno.

Si la película suena panfletaria es porque nos hemos acostumbrado a pensar que todo cine sobre los malestares sociales busca subrayar el bien y enfrentar el mal, pero Kapadia es una directora más sutil. Es cierto que en ocasiones cae en señalamientos cercanos a la caricatura, como cuando Prabha y Parvathy apedrean un anuncio de los malévolos condominios. El eslogan dice: “La clase es un privilegio reservado para los privilegiados”; pero fuera de algunos detalles por el estilo, Kapadia espera que comprendamos por nuestra cuenta el significado de los espacios y las conversaciones de las protagonistas. 

Al principio, Prabha y Anu, que viven juntas, hablan de sus gastos, de cómo una le presta a la otra para la renta, pero sin mucho énfasis: su escasez de recursos es evidente de solo observar los lugares que frecuentan; es decir, el transporte, el trabajo y la casa; a veces algún restaurante barato. A pesar del cansancio y el cinturón apretado, hay momentos de felicidad y de resistencia, términos que a menudo se pueden intercambiar entre sí. La influencia de Claire Denis se percibe durante esta primera mitad en la cámara al hombro, que capta todo con naturalidad. También se ve en una escena en la que Prabha envuelve con sus piernas abiertas una arrocera que le mandó su esposo desde Alemania. Su enajenación erótica es tan grande que un regalo puede sustituir a su esposo; las limitaciones que le impone su mundo son tales, que no puede reemplazarlo con un hombre mejor que vive cerca de ella. 

Cuando Denis se manifiesta de manera más contundente es al inicio, en la historia de Anu y en la forma en que se besa con su novio musulmán, Shiaz (Hridhu Haroon): en una escena les cae la lluvia y se jalan uno al otro con desesperación; no obstante, es en la segunda parte en la que, con todos los temas de sociedad ya abordados, Kapadia abandona el neorrealismo para concentrarse en una poesía que hace de La luz que imaginamos una película tan especial. 

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Parvathy es finalmente desalojada y se regresa a su aldea junto al mar. Prabha, su amiga del trabajo, la ayuda a mudarse e invita a Anu a cargar cosas. Ahí empieza otra película, con otras ideas, otro tono y hasta otras imágenes. Si la ciudad es un espacio abarrotado, sudoroso, el mar se caracteriza por una sensualidad diferente: el calor, el agua, la arena, son sensaciones de bienvenida. Parvathy va desapareciendo conforme se acerca al océano, en una imagen extática, y Shiaz, que sigue a Anu, se pierde con ella en una cueva tatuada de promesas románticas. No vale la pena revelar mucho más, pero la poesía de la piel, al estilo de Claire Denis, encuentra su mayor expresión aquí, y Kapadia se permite incluso un milagro, de esos que pasan solamente en el cine. La luz que imaginamos está concebida como un viaje, de la opresión observada desde el naturalismo a la sanación sensorial, mágica. Si se percibe una ternura en la dirección de Kapadia, no se debe solamente a la amistad de sus protagonistas y a la inocencia fundamental de sus deseos, sino a la forma que tiene su creadora de mirarlas y complacerlas. Su perspectiva es el antídoto a la negligencia y la tortura del más reciente Bong Joon-ho, y orienta al cine hacia donde lo han querido llevar Chaplin, Kaurismäki y, a su modo más ambivalente, Denis: a la esperanza que da el amor. 

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Como toda disciplina, el cine es un árbol: de un tronco de pioneros, de originales, se desprenden ramas que a su vez se bifurcan y producen una historia de las imágenes. El cine tiene poco más de un siglo de existencia y, sin embargo, ya hay genealogías como para equipararse con la historia de la novela. Quizá se deba a esta juventud y a lo cerca que se sienten incluso las películas más primigenias de Claire Denis, hechas a finales de los ochenta, que cuesta trabajo pensar que ya influenciaron a generaciones más jóvenes. Su obra es tan moderna —¡tan posmoderna!— que ninguna de sus películas parece tener más de unos años de edad. Sin embargo, ya es tiempo de sus descendientes: mujeres que, por experiencia y afiliación intelectual, abordan el deseo como una expresión poética de lo humano. De Claire Denis a Mati Diop —quien actuó bajo la dirección de la gran cineasta francesa— y a Payal Kapadia, se empieza a tejer una de las genealogías más significativas del cine y del mundo contemporáneos.

En estos tiempos de perfección fascistoide, los cuerpos son una materia reaccionaria: los superhéroes poseen músculos desproporcionados para reflejar un bienestar concebido no para el amor y el sexo, sino para pelear, como lo sugiere la escritora RS Benedict en su texto “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”. Las tendencias en las redes muestran que amplios grupos de personas se obsesionan con lo que los estadounidenses han llamado wellness, al tiempo que se asquean de imágenes de sexualidad en la pantalla. En el cine de Denis el cuerpo, como esté, tiene la máxima función de encimarse en otro, de acariciarlo, de abrazarlo. En películas como la poco conocida Viernes noche (Vendredi soir, 2002), o la más reciente Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017), inspirada por Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, Denis filma los encuentros sexuales mediante planos tan cerrados que las formas humanas se convierten en manchas de piel, apenas distinguibles por las líneas de los brazos, del cuello. El sexo es absolutamente íntimo y por ello hace, de dos personas, una sola. 

Te recomendamos leer: Val Kilmer, el peso de la ausencia

Denis también ha hecho películas sobre la vulnerabilidad de la forma física y su explotación a manos de los poderosos, pero las que celebran el encuentro erótico son un acto de desafío ante nuestra cultura de limpidez y asco a todo lo animal; es decir, a la humanidad misma. De esa filmografía viene, en parte, la espectral historia de amor Atlantics (Atlantique, 2019), de Diop, en la que la separación de los cuerpos es consecuencia de un orden económico destructivo; también viene de ahí La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024), de Kapadia, una cineasta india que debuta en el largometraje de ficción, después de hacerse un nombre con su documental Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021).

Aquel primer largometraje fue un ensayo sobre la vida universitaria en India, narrado mediante cartas entre una muchacha y su novio, a quien su familia le prohibió seguir saliendo con ella debido a la diferencia de castas. La juventud india divide su tiempo entre la resistencia colectiva (contra el neofascista Narendra Modi) y la resistencia privada, síntoma de una sociedad construida a partir de tradiciones excluyentes, crueles. La luz que imaginamos sigue también esa línea y, para ello, se vale de dos segmentos distintos en cuanto a sus temas y sus formas. 

La primera parte es más que un movimiento expositivo (dónde estamos, quiénes son los personajes, qué quieren y cómo lo obtienen): es una película entera, de aspiraciones neorrealistas, sobre la vida en una ciudad enajenante, en este caso Mumbai. El primer plano del montaje es un travelling que, desde un vehículo, nos muestra un mercado en la aparente madrugada. Unas voces que parecen provenir de entrevistas narran las heridas que causa la ciudad: “He vivido 23 años aquí, pero temo llamarla mi hogar”, dice un hombre. Nada de esto tiene que ver, en principio, con la trama de la película, aunque si nos basamos en las ideas de Una noche sin saber nada, está plenamente conectada con las historias de Prabha (Kani Kusruti), Anu (Divya Prabha) y Parvathy (Chhaya Kadam), tres trabajadoras de un hospital que enfrentan problemas típicos en India moderna: Prabha coquetea con un médico pero se mantiene fiel a su esposo, que migró a Alemania en busca de trabajo y no le ha llamado en más de un año; Anu tiene un novio musulmán con quien desea tener una vida sexual ordinaria, pero, debido a sus diferencias y a la precariedad, no encuentran dónde disfrutarse en paz; Parvathy está a punto de ser desalojada de su casa por una constructora que compró el terreno.

Si la película suena panfletaria es porque nos hemos acostumbrado a pensar que todo cine sobre los malestares sociales busca subrayar el bien y enfrentar el mal, pero Kapadia es una directora más sutil. Es cierto que en ocasiones cae en señalamientos cercanos a la caricatura, como cuando Prabha y Parvathy apedrean un anuncio de los malévolos condominios. El eslogan dice: “La clase es un privilegio reservado para los privilegiados”; pero fuera de algunos detalles por el estilo, Kapadia espera que comprendamos por nuestra cuenta el significado de los espacios y las conversaciones de las protagonistas. 

Al principio, Prabha y Anu, que viven juntas, hablan de sus gastos, de cómo una le presta a la otra para la renta, pero sin mucho énfasis: su escasez de recursos es evidente de solo observar los lugares que frecuentan; es decir, el transporte, el trabajo y la casa; a veces algún restaurante barato. A pesar del cansancio y el cinturón apretado, hay momentos de felicidad y de resistencia, términos que a menudo se pueden intercambiar entre sí. La influencia de Claire Denis se percibe durante esta primera mitad en la cámara al hombro, que capta todo con naturalidad. También se ve en una escena en la que Prabha envuelve con sus piernas abiertas una arrocera que le mandó su esposo desde Alemania. Su enajenación erótica es tan grande que un regalo puede sustituir a su esposo; las limitaciones que le impone su mundo son tales, que no puede reemplazarlo con un hombre mejor que vive cerca de ella. 

Cuando Denis se manifiesta de manera más contundente es al inicio, en la historia de Anu y en la forma en que se besa con su novio musulmán, Shiaz (Hridhu Haroon): en una escena les cae la lluvia y se jalan uno al otro con desesperación; no obstante, es en la segunda parte en la que, con todos los temas de sociedad ya abordados, Kapadia abandona el neorrealismo para concentrarse en una poesía que hace de La luz que imaginamos una película tan especial. 

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Parvathy es finalmente desalojada y se regresa a su aldea junto al mar. Prabha, su amiga del trabajo, la ayuda a mudarse e invita a Anu a cargar cosas. Ahí empieza otra película, con otras ideas, otro tono y hasta otras imágenes. Si la ciudad es un espacio abarrotado, sudoroso, el mar se caracteriza por una sensualidad diferente: el calor, el agua, la arena, son sensaciones de bienvenida. Parvathy va desapareciendo conforme se acerca al océano, en una imagen extática, y Shiaz, que sigue a Anu, se pierde con ella en una cueva tatuada de promesas románticas. No vale la pena revelar mucho más, pero la poesía de la piel, al estilo de Claire Denis, encuentra su mayor expresión aquí, y Kapadia se permite incluso un milagro, de esos que pasan solamente en el cine. La luz que imaginamos está concebida como un viaje, de la opresión observada desde el naturalismo a la sanación sensorial, mágica. Si se percibe una ternura en la dirección de Kapadia, no se debe solamente a la amistad de sus protagonistas y a la inocencia fundamental de sus deseos, sino a la forma que tiene su creadora de mirarlas y complacerlas. Su perspectiva es el antídoto a la negligencia y la tortura del más reciente Bong Joon-ho, y orienta al cine hacia donde lo han querido llevar Chaplin, Kaurismäki y, a su modo más ambivalente, Denis: a la esperanza que da el amor. 

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Payal Kapadia se empapa de la visión de Claire Denis para ofrecer un filme que indaga las emociones, deseos y sensaciones de tres mujeres en India.

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Como toda disciplina, el cine es un árbol: de un tronco de pioneros, de originales, se desprenden ramas que a su vez se bifurcan y producen una historia de las imágenes. El cine tiene poco más de un siglo de existencia y, sin embargo, ya hay genealogías como para equipararse con la historia de la novela. Quizá se deba a esta juventud y a lo cerca que se sienten incluso las películas más primigenias de Claire Denis, hechas a finales de los ochenta, que cuesta trabajo pensar que ya influenciaron a generaciones más jóvenes. Su obra es tan moderna —¡tan posmoderna!— que ninguna de sus películas parece tener más de unos años de edad. Sin embargo, ya es tiempo de sus descendientes: mujeres que, por experiencia y afiliación intelectual, abordan el deseo como una expresión poética de lo humano. De Claire Denis a Mati Diop —quien actuó bajo la dirección de la gran cineasta francesa— y a Payal Kapadia, se empieza a tejer una de las genealogías más significativas del cine y del mundo contemporáneos.

En estos tiempos de perfección fascistoide, los cuerpos son una materia reaccionaria: los superhéroes poseen músculos desproporcionados para reflejar un bienestar concebido no para el amor y el sexo, sino para pelear, como lo sugiere la escritora RS Benedict en su texto “Everyone Is Beautiful and No One Is Horny”. Las tendencias en las redes muestran que amplios grupos de personas se obsesionan con lo que los estadounidenses han llamado wellness, al tiempo que se asquean de imágenes de sexualidad en la pantalla. En el cine de Denis el cuerpo, como esté, tiene la máxima función de encimarse en otro, de acariciarlo, de abrazarlo. En películas como la poco conocida Viernes noche (Vendredi soir, 2002), o la más reciente Una bella luz interior (Un beau soleil intérieur, 2017), inspirada por Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, Denis filma los encuentros sexuales mediante planos tan cerrados que las formas humanas se convierten en manchas de piel, apenas distinguibles por las líneas de los brazos, del cuello. El sexo es absolutamente íntimo y por ello hace, de dos personas, una sola. 

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Denis también ha hecho películas sobre la vulnerabilidad de la forma física y su explotación a manos de los poderosos, pero las que celebran el encuentro erótico son un acto de desafío ante nuestra cultura de limpidez y asco a todo lo animal; es decir, a la humanidad misma. De esa filmografía viene, en parte, la espectral historia de amor Atlantics (Atlantique, 2019), de Diop, en la que la separación de los cuerpos es consecuencia de un orden económico destructivo; también viene de ahí La luz que imaginamos (All We Imagine as Light, 2024), de Kapadia, una cineasta india que debuta en el largometraje de ficción, después de hacerse un nombre con su documental Una noche sin saber nada (A Night of Knowing Nothing, 2021).

Aquel primer largometraje fue un ensayo sobre la vida universitaria en India, narrado mediante cartas entre una muchacha y su novio, a quien su familia le prohibió seguir saliendo con ella debido a la diferencia de castas. La juventud india divide su tiempo entre la resistencia colectiva (contra el neofascista Narendra Modi) y la resistencia privada, síntoma de una sociedad construida a partir de tradiciones excluyentes, crueles. La luz que imaginamos sigue también esa línea y, para ello, se vale de dos segmentos distintos en cuanto a sus temas y sus formas. 

La primera parte es más que un movimiento expositivo (dónde estamos, quiénes son los personajes, qué quieren y cómo lo obtienen): es una película entera, de aspiraciones neorrealistas, sobre la vida en una ciudad enajenante, en este caso Mumbai. El primer plano del montaje es un travelling que, desde un vehículo, nos muestra un mercado en la aparente madrugada. Unas voces que parecen provenir de entrevistas narran las heridas que causa la ciudad: “He vivido 23 años aquí, pero temo llamarla mi hogar”, dice un hombre. Nada de esto tiene que ver, en principio, con la trama de la película, aunque si nos basamos en las ideas de Una noche sin saber nada, está plenamente conectada con las historias de Prabha (Kani Kusruti), Anu (Divya Prabha) y Parvathy (Chhaya Kadam), tres trabajadoras de un hospital que enfrentan problemas típicos en India moderna: Prabha coquetea con un médico pero se mantiene fiel a su esposo, que migró a Alemania en busca de trabajo y no le ha llamado en más de un año; Anu tiene un novio musulmán con quien desea tener una vida sexual ordinaria, pero, debido a sus diferencias y a la precariedad, no encuentran dónde disfrutarse en paz; Parvathy está a punto de ser desalojada de su casa por una constructora que compró el terreno.

Si la película suena panfletaria es porque nos hemos acostumbrado a pensar que todo cine sobre los malestares sociales busca subrayar el bien y enfrentar el mal, pero Kapadia es una directora más sutil. Es cierto que en ocasiones cae en señalamientos cercanos a la caricatura, como cuando Prabha y Parvathy apedrean un anuncio de los malévolos condominios. El eslogan dice: “La clase es un privilegio reservado para los privilegiados”; pero fuera de algunos detalles por el estilo, Kapadia espera que comprendamos por nuestra cuenta el significado de los espacios y las conversaciones de las protagonistas. 

Al principio, Prabha y Anu, que viven juntas, hablan de sus gastos, de cómo una le presta a la otra para la renta, pero sin mucho énfasis: su escasez de recursos es evidente de solo observar los lugares que frecuentan; es decir, el transporte, el trabajo y la casa; a veces algún restaurante barato. A pesar del cansancio y el cinturón apretado, hay momentos de felicidad y de resistencia, términos que a menudo se pueden intercambiar entre sí. La influencia de Claire Denis se percibe durante esta primera mitad en la cámara al hombro, que capta todo con naturalidad. También se ve en una escena en la que Prabha envuelve con sus piernas abiertas una arrocera que le mandó su esposo desde Alemania. Su enajenación erótica es tan grande que un regalo puede sustituir a su esposo; las limitaciones que le impone su mundo son tales, que no puede reemplazarlo con un hombre mejor que vive cerca de ella. 

Cuando Denis se manifiesta de manera más contundente es al inicio, en la historia de Anu y en la forma en que se besa con su novio musulmán, Shiaz (Hridhu Haroon): en una escena les cae la lluvia y se jalan uno al otro con desesperación; no obstante, es en la segunda parte en la que, con todos los temas de sociedad ya abordados, Kapadia abandona el neorrealismo para concentrarse en una poesía que hace de La luz que imaginamos una película tan especial. 

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Parvathy es finalmente desalojada y se regresa a su aldea junto al mar. Prabha, su amiga del trabajo, la ayuda a mudarse e invita a Anu a cargar cosas. Ahí empieza otra película, con otras ideas, otro tono y hasta otras imágenes. Si la ciudad es un espacio abarrotado, sudoroso, el mar se caracteriza por una sensualidad diferente: el calor, el agua, la arena, son sensaciones de bienvenida. Parvathy va desapareciendo conforme se acerca al océano, en una imagen extática, y Shiaz, que sigue a Anu, se pierde con ella en una cueva tatuada de promesas románticas. No vale la pena revelar mucho más, pero la poesía de la piel, al estilo de Claire Denis, encuentra su mayor expresión aquí, y Kapadia se permite incluso un milagro, de esos que pasan solamente en el cine. La luz que imaginamos está concebida como un viaje, de la opresión observada desde el naturalismo a la sanación sensorial, mágica. Si se percibe una ternura en la dirección de Kapadia, no se debe solamente a la amistad de sus protagonistas y a la inocencia fundamental de sus deseos, sino a la forma que tiene su creadora de mirarlas y complacerlas. Su perspectiva es el antídoto a la negligencia y la tortura del más reciente Bong Joon-ho, y orienta al cine hacia donde lo han querido llevar Chaplin, Kaurismäki y, a su modo más ambivalente, Denis: a la esperanza que da el amor. 

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