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Ryan Coogler, separatista y conciliador en <i>Pecadores</i>

Ryan Coogler, separatista y conciliador en <i>Pecadores</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
‍Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi.
26
.
04
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El director Ryan Coogler abreva del viejo cine de <i>blaxploitation</i> para distanciarse del aleccionamiento y entregar una cinta de vampiros bastante peculiar.

Las últimas semanas han sido, para mí, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una película de la que solo había escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). También me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; también miré películas de gánsters del colosal Johnnie To. 

Mi dieta durante estos días me provocó una nostalgia por la época en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una película de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; también por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller político cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavía por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonés, aunque descerebrado, partía de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los géneros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenológicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresión máxima del cine. 

El cine puede ser filosófico, pero no es filosofía; puede ser político, pero no es política. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de él es la imaginación no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocó no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la técnica. Soporté exactamente dieciséis películas de Marvel a lo largo de casi dos décadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idénticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero también creo que Marvel es una expresión mínima de imaginación debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas películas.

Por esta razón no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante película de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentó por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentúan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. Después de ver la película puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemónico o —en términos más desdeñosos— normal. ¡Qué corto se queda! Entre la alegoría política, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitió por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una película que, por complaciente, acaba siendo anómala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcción. Con eso basta.

Te recomendamos leer: "Warfare", de Alex Garland, la cara distraída de la guerra

Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, así como la ambición imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la Prohibición, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecía espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la película de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus víctimas, enfatizó el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesía de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.

Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus películas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujía 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificación e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensación de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atención a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organización de su establecimiento. Pareciera que se trata de una película de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegórico.

Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su líder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indígenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahí comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonía blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la película, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklóricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el género atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; también hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vínculo entre las raíces y el futuro de la música afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergüenza: Coogler ejecuta una planeada expresión de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legó Europa. 

La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampíricas; es decir, el miedo victoriano a la seducción y el placer físico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas eróticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cómo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrínseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canción de folk. Coogler politiza el deseo, la música y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritó a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon. 

Para el desenlace, hay que decirlo, la alegoría se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores también cojea formalmente debido a la extraña decisión de cambiar a menudo la relación de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acción: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbólico que describe la propia película al transformarse de un viejo pianista alcohólico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cómico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalón. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al público negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopía en la que el agasajo rescata a la humanidad.

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El director Ryan Coogler abreva del viejo cine de <i>blaxploitation</i> para distanciarse del aleccionamiento y entregar una cinta de vampiros bastante peculiar.

Las últimas semanas han sido, para mí, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una película de la que solo había escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). También me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; también miré películas de gánsters del colosal Johnnie To. 

Mi dieta durante estos días me provocó una nostalgia por la época en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una película de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; también por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller político cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavía por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonés, aunque descerebrado, partía de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los géneros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenológicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresión máxima del cine. 

El cine puede ser filosófico, pero no es filosofía; puede ser político, pero no es política. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de él es la imaginación no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocó no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la técnica. Soporté exactamente dieciséis películas de Marvel a lo largo de casi dos décadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idénticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero también creo que Marvel es una expresión mínima de imaginación debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas películas.

Por esta razón no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante película de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentó por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentúan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. Después de ver la película puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemónico o —en términos más desdeñosos— normal. ¡Qué corto se queda! Entre la alegoría política, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitió por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una película que, por complaciente, acaba siendo anómala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcción. Con eso basta.

Te recomendamos leer: "Warfare", de Alex Garland, la cara distraída de la guerra

Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, así como la ambición imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la Prohibición, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecía espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la película de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus víctimas, enfatizó el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesía de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.

Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus películas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujía 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificación e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensación de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atención a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organización de su establecimiento. Pareciera que se trata de una película de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegórico.

Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su líder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indígenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahí comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonía blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la película, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklóricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el género atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; también hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vínculo entre las raíces y el futuro de la música afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergüenza: Coogler ejecuta una planeada expresión de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legó Europa. 

La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampíricas; es decir, el miedo victoriano a la seducción y el placer físico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas eróticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cómo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrínseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canción de folk. Coogler politiza el deseo, la música y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritó a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon. 

Para el desenlace, hay que decirlo, la alegoría se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores también cojea formalmente debido a la extraña decisión de cambiar a menudo la relación de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acción: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbólico que describe la propia película al transformarse de un viejo pianista alcohólico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cómico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalón. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al público negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopía en la que el agasajo rescata a la humanidad.

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El director Ryan Coogler abreva del viejo cine de <i>blaxploitation</i> para distanciarse del aleccionamiento y entregar una cinta de vampiros bastante peculiar.

Las últimas semanas han sido, para mí, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una película de la que solo había escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). También me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; también miré películas de gánsters del colosal Johnnie To. 

Mi dieta durante estos días me provocó una nostalgia por la época en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una película de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; también por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller político cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavía por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonés, aunque descerebrado, partía de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los géneros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenológicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresión máxima del cine. 

El cine puede ser filosófico, pero no es filosofía; puede ser político, pero no es política. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de él es la imaginación no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocó no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la técnica. Soporté exactamente dieciséis películas de Marvel a lo largo de casi dos décadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idénticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero también creo que Marvel es una expresión mínima de imaginación debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas películas.

Por esta razón no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante película de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentó por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentúan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. Después de ver la película puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemónico o —en términos más desdeñosos— normal. ¡Qué corto se queda! Entre la alegoría política, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitió por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una película que, por complaciente, acaba siendo anómala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcción. Con eso basta.

Te recomendamos leer: "Warfare", de Alex Garland, la cara distraída de la guerra

Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, así como la ambición imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la Prohibición, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecía espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la película de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus víctimas, enfatizó el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesía de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.

Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus películas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujía 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificación e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensación de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atención a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organización de su establecimiento. Pareciera que se trata de una película de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegórico.

Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su líder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indígenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahí comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonía blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la película, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklóricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el género atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; también hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vínculo entre las raíces y el futuro de la música afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergüenza: Coogler ejecuta una planeada expresión de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legó Europa. 

La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampíricas; es decir, el miedo victoriano a la seducción y el placer físico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas eróticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cómo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrínseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canción de folk. Coogler politiza el deseo, la música y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritó a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon. 

Para el desenlace, hay que decirlo, la alegoría se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores también cojea formalmente debido a la extraña decisión de cambiar a menudo la relación de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acción: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbólico que describe la propia película al transformarse de un viejo pianista alcohólico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cómico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalón. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al público negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopía en la que el agasajo rescata a la humanidad.

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Las últimas semanas han sido, para mí, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una película de la que solo había escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). También me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; también miré películas de gánsters del colosal Johnnie To. 

Mi dieta durante estos días me provocó una nostalgia por la época en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una película de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; también por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller político cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavía por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonés, aunque descerebrado, partía de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los géneros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenológicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresión máxima del cine. 

El cine puede ser filosófico, pero no es filosofía; puede ser político, pero no es política. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de él es la imaginación no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocó no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la técnica. Soporté exactamente dieciséis películas de Marvel a lo largo de casi dos décadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idénticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero también creo que Marvel es una expresión mínima de imaginación debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas películas.

Por esta razón no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante película de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentó por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentúan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. Después de ver la película puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemónico o —en términos más desdeñosos— normal. ¡Qué corto se queda! Entre la alegoría política, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitió por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una película que, por complaciente, acaba siendo anómala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcción. Con eso basta.

Te recomendamos leer: "Warfare", de Alex Garland, la cara distraída de la guerra

Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, así como la ambición imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la Prohibición, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecía espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la película de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus víctimas, enfatizó el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesía de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.

Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus películas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujía 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificación e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensación de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atención a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organización de su establecimiento. Pareciera que se trata de una película de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegórico.

Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su líder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indígenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahí comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonía blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la película, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklóricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el género atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; también hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vínculo entre las raíces y el futuro de la música afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergüenza: Coogler ejecuta una planeada expresión de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legó Europa. 

La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampíricas; es decir, el miedo victoriano a la seducción y el placer físico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas eróticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cómo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrínseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canción de folk. Coogler politiza el deseo, la música y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritó a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon. 

Para el desenlace, hay que decirlo, la alegoría se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores también cojea formalmente debido a la extraña decisión de cambiar a menudo la relación de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acción: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbólico que describe la propia película al transformarse de un viejo pianista alcohólico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cómico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalón. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al público negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopía en la que el agasajo rescata a la humanidad.

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‍Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi.

Ryan Coogler, separatista y conciliador en <i>Pecadores</i>

Ryan Coogler, separatista y conciliador en <i>Pecadores</i>

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El director Ryan Coogler abreva del viejo cine de <i>blaxploitation</i> para distanciarse del aleccionamiento y entregar una cinta de vampiros bastante peculiar.

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Las últimas semanas han sido, para mí, bastante populacheras. Enlutado por la muerte de Val Kilmer, vi una película de la que solo había escuchado en anuncios radiales cuando era niño: La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996). También me entretuve con una de detectives, Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), enmarañada como cualquier misterio de Raymond Chandler, pero aligerada por chistes. Ya encarrerado, estuve revisando thrillers de John Frankenheimer y de los cineastas hongkoneses Andrew Lau y Alan Mak Siu-Fai; también miré películas de gánsters del colosal Johnnie To. 

Mi dieta durante estos días me provocó una nostalgia por la época en que Marlon Brando y Val Kilmer protagonizaron una película de monstruos fabricados con absoluto realismo por Stan Winston; también por una era en la que Frank Sinatra actuaba en un thriller político cuyos delirios conspirativos eran expresados más todavía por las imágenes que por la trama, e incluso por un tiempo en el que el cine hongkonés, aunque descerebrado, partía de un deseo formalista de jugar con el tiempo, con los géneros, con la luz y los espacios. Lo que extrañé, pues, fue la grandeza de un cine comercial que, funcionara o no, tuviera mucho por decir, o muy poco, se tomaba las responsabilidades de la imagen y sus virtudes fenomenológicas con tanta seriedad como los grandes autores de los sesenta que, se suele creer, son la expresión máxima del cine. 

El cine puede ser filosófico, pero no es filosofía; puede ser político, pero no es política. El cine es predominantemente cine, y lo que más importa de él es la imaginación no para meditar sobre los grandes temas, sino para mostrar las cosas. Lamentablemente, el cine descerebrado que nos tocó no solo carece de inteligencia en las ideas, sino además en la técnica. Soporté exactamente dieciséis películas de Marvel a lo largo de casi dos décadas, y apenas un puñado me parece tener cierto ingenio que las distingue del resto, pero en muchos sentidos —sobre todo el visual— son idénticas a las demás. Martin Scorsese dijo que Marvel no es cine porque se asemeja a una montaña rusa, pero estoy en desacuerdo: creo que es cine y creo que entretener es noble y complicado, pero también creo que Marvel es una expresión mínima de imaginación debido a su homogeneidad y a la falta de riesgo de sus inversionistas; lo que hacen son —en un juicio que no me gusta hacer, aunque a veces no hay de otra— malas películas.

Por esta razón no esperaba que Ryan Coogler, formado en Marvel a pesar de hacerse famoso con Creed (2015) —una interesante película de boxeadores derivada de la franquicia Rocky—, tuviera algo original que mostrarnos. El tráiler de Pecadores (2025) me ahuyentó por su montaje grandilocuente, por las percusiones que acentúan cada corte y su promesa de balaceras, blues y vampiros. Después de ver la película puedo decir que el tráiler no contiene mentiras y, sin embargo, reduce Pecadores a algo hegemónico o —en términos más desdeñosos— normal. ¡Qué corto se queda! Entre la alegoría política, la influencia de John Carpenter (el rey del cine descerebrado), un kitsch que me remitió por momentos a Baz Luhrmann y el erotismo desbordado, Coogler hace una película que, por complaciente, acaba siendo anómala: le importa tan poco el buen gusto, y tanto hacerle pasar a la audiencia un buen rato, que Pecadores se zafa de toda norma y restaura la esperanza de un cine que, si bien no tiene nada de sofisticado en su pensamiento, lo tiene en su construcción. Con eso basta.

Te recomendamos leer: "Warfare", de Alex Garland, la cara distraída de la guerra

Pecadores relata la historia de unos gemelos, Smoke y Stack (Michael B. Jordan), que regresan de una vida de crimen en Chicago para iniciar su propio imperio en Mississippi. Se dice que trabajaron para Al Capone, y en su comportamiento brutal se intuye la experiencia militar durante la Primera Guerra Mundial, así como la ambición imparable de criminales veteranos. El año es 1932 y, con el fin inminente de la Prohibición, los gemelos se proponen fundar un juke joint; es decir, la clase de bar clandestino sureño que ofrecía espectáculos musicales, baile y alcohol a comensales negros en la era segregacionista. Coogler dota a la película de la actitud del blaxploitation, un cine que, lejos de las narrativas blancas sobre el entendimiento entre los racistas y sus víctimas, enfatizó el poder negro mediante figuras como padrotes, mariguanos, esclavos y vampiros que expresaban la identidad negra a partir del gozo y la venganza. Pecadores no tiene el desparpajo subversivo de un Melvin Van Peebles o la poesía de un Bill Gunn, ya que su narrativa es clara e identifica a sus personajes como malosos (sus sueños tienen consecuencias morales), pero, a pesar de ello, tampoco los desestima o los juzga.

Por otro lado, el más importante, Coogler desenvuelve su narrativa de manera similar a John Carpenter, quien pasaba más de la primera mitad de sus películas preparando la violencia y el caos de sus desenlaces. Esto es particular de las tramas que representan asedios, ya sea Masacre en la crujía 13 (Assault on Precinct 13, 1976), La niebla (The Fog, 1980) o La cosa (The Thing, 1982), en las cuales Carpenter observa primero a sus personajes y explora sus personalidades para generar identificación e inquietud por sus destinos; mientras tanto va produciendo una sensación de acecho: algo terrible está a unas horas de ocurrir. En el caso de Pecadores, lo que se avecina es el ataque de un grupo de vampiros al bar clandestino de los gemelos Smoke y Stack; no obstante, Coogler apenas si le da atención a la amenaza porque le interesa más observar las relaciones de los protagonistas con sus exparejas y sus proveedores, quienes les prestan ayuda para la rápida organización de su establecimiento. Pareciera que se trata de una película de crimen, pero luego aparecen los vampiros, que le dan un vuelco alegórico.

Los monstruos de Coogler son —en un principio— blancos. En la primera escena donde aparece su líder, Remmick (Jack O'Connell), un grupo de indígenas choctaw le advierte a una mujer de no recibirlo en su casa, pero a ella, blanca, se le hace más fácil confiar en el vampiro de su mismo color que en los choctaw. A partir de ahí comienza una pandemia que terminará cercando el bar de los gemelos. Coogler pareciera aludir con sus vampiros a cierto progresismo contemporáneo que habla de hermandad y amor pero se mueve bajo la hegemonía blanca: todos son iguales, pero unos son más iguales que otros. Conforme avanza la película, los vampiros empiezan a configurar una sociedad diversa bajo la identidad de Remmick, que canta canciones folklóricas europeas y estadounidenses. En cambio, los humanos negros tocan y escuchan el blues, que atrae a los vampiros —tal como en la realidad el género atrajo a productores blancos, quienes lo explotaron y le sacaron mayor provecho que los artistas negros—, pero a la vez afirma su identidad desobediente. En una escena desmesurada, Coogler filma con un plano secuencia la convivencia de todas las formas musicales en las que derivará el blues; entre ellas aparece un guitarrista negro vestido con ropa afrofuturista, al estilo de Sun Ra y sus colaboradores; también hay disc jockeys, breakdancers y raperos. Este vínculo entre las raíces y el futuro de la música afroestadounidense tiene algo del Elvis (2022) de Baz Luhrmann, que mezclaba las canciones de Elvis Presley con interpretaciones modernas de artistas negros, pero además el plano secuencia sostiene el tono de desvergüenza: Coogler ejecuta una planeada expresión de desmadre. La libertad ofende porque se opone a las buenas maneras que legó Europa. 

La sexualidad de Pecadores remite al tema inherente de las narrativas vampíricas; es decir, el miedo victoriano a la seducción y el placer físico, pero al invertir los roles sostiene la idea de una cultura negra reacia a las limitaciones cristianas. Las escenas eróticas de Michael B. Jordan con Hailee Steinfeld y Wunmi Mosaku, o de uno de los gemelos dando consejos sobre cómo ofrecer sexo oral, sugieren que el erotismo —¡y bien sucio!— es intrínseco a la identidad negra; los vampiros podrán morder cuellos pero piden permiso para entrar al juke joint y se presentan cantando una ñoña canción de folk. Coogler politiza el deseo, la música y el crimen como el viejo cine de blaxploitation, que tanto irritó a la sociedad estadounidense en los apretados años de Richard Nixon. 

Para el desenlace, hay que decirlo, la alegoría se desarma en nombre del espectáculo. Pecadores también cojea formalmente debido a la extraña decisión de cambiar a menudo la relación de aspecto (pantalla completa para planos abiertos; ancha, para los cerrados) y sus escenas musicales parecen filmadas en piloto automático (la cámara gira alrededor de la acción: primero hacia un lado, luego hacia el otro, luego se ve un plano central más abierto); sin embargo, es fácil ignorar su convencionalismo por lo accidentado que termina siendo. El carisma de Delroy Lindo adquiere un carácter simbólico que describe la propia película al transformarse de un viejo pianista alcohólico que cuenta historias de linchamientos, a un alivio cómico encantador que hace chistes sobre ensuciar el pantalón. Coogler no parte de un deseo de aleccionamiento o coherencia, de los que se acaba burlando, sino de la virtud de divertir al público negro y a todos los que se sumen: su entretenimiento es tan separatista como conciliador; es una utopía en la que el agasajo rescata a la humanidad.

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