Muchos mexicanos padecen los efectos en el mercado de trabajo ocasionados por la pandemia de covid-19 y su manejo en nuestro país. La cantidad de afectados, porque perdieron su empleo y no han podido conseguir otro, porque disminuyeron sus ingresos al grado de caer en la pobreza, es demasiado grande. Esto debería encender las alarmas de los ciudadanos.
Para empezar, alrededor de 5.5 millones de personas perdieron su trabajo o dejaron de buscar uno hacia el otoño de 2020, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) y al comparar con el mismo periodo en 2019. Esos millones representan cerca del 20% de la población económicamente activa.
Y ¿qué ha pasado con quienes pudieron conservar un empleo remunerado? Los ingresos se redujeron casi un 2% en promedio, es decir, alrededor de 96 pesos mensuales, lo que representa más o menos el 6% del valor de la canasta básica. Además, la desigualdad del ingreso aumentó un 4%.
Todo esto indica que la situación socioeconómica de las personas empeoró porque, en general, hubo menos ingresos. Sin embargo, al ampliarse las brechas del ingreso laboral, quienes desde antes tenían menos recursos perdieron más. Para poner un ejemplo, hay muchas más personas que ganan alrededor de 1,500 pesos mensuales que gente que obtiene 15,000 pesos por mes, y los problemas de perder 100 pesos son peores para quien tiene bajos ingresos. A la vez, como la desigualdad aumentó, encontramos más veces el caso de una persona con pocos recursos que perdió más de 100 pesos de su ingreso, en comparación con aquellas personas de ingresos altos a las que les sucedió lo mismo.
Al respecto, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) publicó un boletín de movilidad social en el mercado de trabajo que profundiza estos hallazgos y presenta los escenarios de pobreza laboral al cierre de 2018, 2019 y 2020. La pobreza laboral es la proporción de trabajadores que con sus ingresos laborales no puede adquirir la canasta básica para alimentar a un hogar promedio.
La gráfica 1, elaborada por el CEEY, muestra varias cosas, pero quiero enfocarme en dos. La primera es que más de la mitad de las personas en situación de pobreza laboral al cierre de cada año estaban ahí desde el inicio, en otras palabras, seguimos encontrando evidencia de que la pobreza es un fenómeno persistente. El 22% de los trabajadores nunca salió de la precariedad en 2020.
El segundo asunto que quiero enfatizar no tiene que ver con la persistencia de la pobreza, sino con las personas que escapan o caen en ella. Es un grupo al cual se le debe poner atención. Por un lado, porque también son vulnerables: sus ingresos están más cerca del valor de la canasta básica. Por el otro, porque han representado, de manera consistente en los últimos tres años, el 36% de quienes tienen un trabajo. Es un porcentaje muy alto de la población que se arriesga a caer en la pobreza o que podría salir de ella.
El CEEY indica que en 2020 las transiciones se dieron hacia abajo más que hacia arriba. Mientras que 16% de las personas salió de la pobreza, 20% cayó en ella. El saldo neto es que hubo alrededor de dos millones de trabajadores en situación de pobreza adicionales en 2020 en comparación con 2019.
Pero no sólo aumentó esa proporción, sino también la intensidad de la pobreza. En 2019 el faltante –a partir del ingreso promedio– para alcanzar a comprar la canasta alimenticia fue de 53.6%; para 2020 subió a 54.5%. Si nos fijamos en el grupo que se mantuvo debajo de esa línea en ambos años, veremos que sus faltantes pasaron de 61.2% a 64.8%. Dicho de otro modo, en 2020 hubo más de 22 millones de trabajadores a quienes, en promedio, su salario apenas les alcanzó para comprar la tercera parte de lo necesario para una alimentación adecuada.
En los análisis de movilidad social, es muy común que se divida la población en cinco grupos del mismo tamaño; se les llama quintiles. En el estudio del CEEY, el quintil 1 es el 20% de la población con ingreso laboral más bajo, el 5 es la quinta parte de la población con ingresos más altos por su trabajo y los quintiles 2, 3 y 4 son estratos intermedios. En éstos no sólo hay personas de clase media ni de ingreso medio: en realidad, quienes se ubican en los primeros dos quintiles viven en la pobreza porque más del 40% de la población en México está en esa situación.
En la gráfica 2 se aprecia lo siguiente: en 2020 el 42.3% de las personas de los estratos intermedios pasó al quintil de ingreso más bajo, una cifra peor que la de 2019 (entonces fue de 40.1%). El CEEY estima que 13 millones de personas bajaron de los estratos medios y altos (quintiles 3, 4 y 5) y ahora forman parte del 40% con menores ingresos laborales.
Otro aspecto que empeoró mucho el año pasado fue la exclusión laboral. Por definición, se considera excluida a una persona que tiene necesidad o deseo de trabajar, pero que no tiene ni está buscando un empleo por dificultades como el embarazo, los cuidados de niños(as), enfermos(as) o ancianos(as) o, incluso, por prohibición de otra persona.
De los 7.2 millones de personas que se encontraban en esta situación durante el primer trimestre de 2020, tres de cada cuatro eran mujeres. En términos absolutos, más de 320 mil mujeres fueron excluidas del mercado laboral contra alrededor de 240 mil hombres. La mayor exclusión de las mujeres hizo que, en porcentajes, el impacto durante el año fuera más fuerte para los hombres, pues hubo casi 15% de excluidos adicionales y 5% en el caso de las mujeres.
En conclusión, el saldo que estimó el CEEY sobre el mercado laboral es que la población trabajadora se halló en una situación más precaria como consecuencia de la pandemia, enfatizando que las pérdidas las padecieron más quienes ya se encontraban en una situación desfavorable.
Ante este panorama, los beneficios por los aumentos del salario mínimo en 2019 y 2020 se vieron limitados. Era necesaria una política más amplia de apoyos tanto para empleados como para trabajadores por cuenta propia, la cual nunca llegó. México implementó una de las respuestas fiscales más bajas ante la emergencia por covid-19, lo que hizo inevitable el deterioro en la calidad de vida de la población trabajadora y una mayor polarización de sus ingresos.
El diagnóstico debería provocar respuestas contundentes que atiendan las necesidades de corto, mediano y largo plazo. En primera instancia, se necesita implementar estímulos al empleo en las micro, pequeñas y medianas empresas, como el mismo CEEY ha propuesto. Aunque la economía mexicana se va a beneficiar de las remesas y del renovado dinamismo de la economía estadounidense, es imposible una recuperación rápida sin un esfuerzo fiscal más decidido por parte del gobierno mexicano.
En el mediano plazo se requiere asegurar que el mercado laboral sirva para que más personas salgan de la pobreza y para reducir la desigualdad, motivo por el cual éste requiere un rediseño que acabe con la fragmentación y las desventajas de quienes se emplean en el sector informal. De acuerdo con un trabajo hecho por investigadores de El Colegio de México, entre otros documentos muy valiosos que se han escrito en los últimos meses, se necesita un auténtico sistema universal de protección social que incluya protecciones contra los riesgos a los que estamos expuestos durante el transcurso de la vida, incrementar la participación de las mujeres en el mercado laboral mediante licencias de paternidad igualitarias y un sistema nacional de cuidados que además redunde en beneficios para la niñez y su futuro.
Para lograr una tendencia de largo plazo que haga más dinámico el mercado laboral, se debe revertir la caída en la inversión privada, mediante una regulación económica que brinde certidumbre a quienes invierten en México y que la inversión pública se realice en proyectos sustentables y rentables socialmente, porque es urgente atender las deficiencias enormes de infraestructura educativa y de salud que la pandemia dejó a la vista de todos.
Estamos ante un panorama desolador y que, sin cambios en la política económica del gobierno federal, dejará huellas punzantes, más allá de las vidas que hemos perdido desde hace un año.