El calor es asfixiante, pero el aire que se respira en San Luis no es tan seco como en otras partes del estado. El paso del río Colorado hace de este pueblo de 35 mil habitantes un oasis en medio del desierto de Arizona. Al norte de San Luis se extienden los campos verdes que han dado al condado de Yuma el mote de “la capital mundial de la lechuga”. A la entrada del pueblo, se amontona la propaganda de los candidatos presidenciales de ambos partidos. Los letreros están casi todos en inglés, a pesar de que el 97% de los habitantes de San Luis son latinos y el español es el idioma que se habla en las calles.
Carmen y Justina me cuentan su historia mientras caminan al ritmo del azadón con el que deshierban los interminables surcos de lechuga romana. Carmen nació en Sonora y se casó con un militar estadounidense. Justina migró de Sinaloa siendo muy joven y sus dos hijos nacieron en Estados Unidos. Hoy ambas son ciudadanas estadounidenses.
–¿Ya saben por quién van a votar? –les pregunto. Cruzan miradas y les gana una risita cómplice. No responden.
–¿Ninguno les gusta? –insisto. Vuelven a reír.
–¿Qué tal que el jefe se entera de lo que dijimos y luego nos quedamos sin trabajo? –me dice Justina y se queda pensativa unos segundos. De pronto, rompe el silencio y dice a buen volumen, mientras señala a un hombre de camisa gris que se encuentra a unos metros:
–Pregúntale a Rodolfo, él tiene muchas opiniones.
Rodolfo escucha la conversación a la distancia y se le escapa un gesto de reproche hacia sus compañeras. Joaquín, que no es ciudadano americano, aprovecha para sumarse a la embestida contra Rodolfo:
–Sí, ¡que Rodolfo te cuente lo que piensa! –dice, entre la broma y la provocación.
–Ahí está el jefe, no nos vaya a llamar la atención.
Me quedo con ellos un rato. Me explican los ciclos agrícolas, me muestran las especies que cultivan y me cuentan que en ese campo trabajan mexicanos y estadounidenses de manera indistinta. Todo indica que hablan mucho de política, pero sólo cuando el jefe no está cerca.
–Te voy a decir sólo una cosa –murmura Justina cuando me despido–: yo voy a votar por los que más se preocupan por nosotros.
Fotografía de Edgard Garrido / Reuters.
Unos cuantos kilómetros al sur, cruzando el pueblo, está el muro fronterizo con México. Tras la inmensa reja de metal oxidado se alcanza a ver el “pueblo tocayo”: San Luis Río Colorado, Sonora, que está profundamente integrado con San Luis, Arizona, a pesar de que para transitar entre uno y otro hay que cruzar la garita custodiada por la Agencia de Aduanas y Protección Fronteriza.
Ahí, del lado sonorense, Edith me habló de su relación con el país vecino:
–Aunque viví muchos años en Estados Unidos, ahora cruzo sólo para lo indispensable.
Ella es originaria de Nayarit, pero tiene también la ciudadanía americana y vota en Arizona.
–Un día, hace dos años, crucé para comprar una llave para el lavatrastes –recuerda–. Me detuvieron diciendo que era una inspección de rutina. Pero después de revisar el carro trajeron al grupo ICE (la agencia estadounidense de migración y aduanas). Me avisaron que habían detectado droga en mi cuerpo. Yo estaba segura de que no era cierto, pero de todas formas me pasaron a una celda, me quitaron mis pertenencias y me pusieron contra la pared. Una mujer me dijo que abriera las piernas e inspeccionó mis partes con sus manos.
Después de cuatro horas de gritos, acusaciones y tortura psicológica, los agentes dejaron ir a Edith sin siquiera pedirle una disculpa.
–Salí de ahí llorando de la impotencia. Soy ciudadana americana y me trataron como delincuente.
–Estas cosas, ¿les pasan sólo a los hispanos? –le pregunto.
–Sí –responde, tajante–. A puros hispanos.
En teoría, las políticas fronterizas discriminatorias están dirigidas contra la migración ilegal, pero el racismo que azuzan afecta por igual a ciudadanos que a extranjeros indocumentados. Vivir en la frontera le ha significado a Edith padecer ese racismo en carne propia durante años, primero por las políticas locales y, ahora, por las políticas federales.
Hace una década, Arizona era el ejemplo a seguir para quienes pedían políticas más estrictas para detener la migración a Estados Unidos. El sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio, se volvió un ícono nacional del prejuicio antimigrante. Arpaio se jactaba de hacer detenciones a migrantes indocumentados con base en su aspecto físico, además de someterlos a condiciones de detención inhumanas que incluían dormir en tiendas de campaña a temperaturas que rondaban los 50 grados centígrados. Pero después de 24 años en el cargo y de una amplia discusión nacional atizada por agrupaciones hispanas, en 2016, Arpaio perdió contra un candidato demócrata. Poco después fue condenado criminalmente por haber sostenido sus prácticas antiimigrantes aún a pesar de las instrucciones de un juez. Aunque Donald Trump le otorgó el perdón presidencial, en 2020, cuando quiso volver a contender por el cargo de sheriff, ya no logró siquiera ganar la nominación del Partido Republicano.
Fotografía de Cheney Orr / Reuters.
–Aunque la mayoría de los republicanos en Arizona hoy en día son moderados y los funcionarios de gobierno se han deslindado de aquellas políticas discriminatorias, Trump vio en Arizona el ejemplo de lo que las propuestas antimigrantes podían lograr en el país. Cuando el presidente viene al estado, lo hace más para cargar baterías con su base radical que para convencer votantes indecisos –explica Andrés Martínez, profesor de periodismo de la Arizona State University (ASU).
La fuerte presencia hispana, en contraste con las políticas antiinmigrantes del gobierno de Donald Trump, explica en parte el sorprendente giro que el estado parece estar dando a favor del candidato demócrata rumbo a la elección de noviembre. En Arizona, el 24% de los votantes son de origen hispano y el 64% de ellos dice inclinarse a favor de Joe Biden. Edith, Carmen, Justina y Rodolfo forman parte de ese grupo y están listos para emitir su voto.
Sin embargo, la migración internacional no es el único motor que está detonando cambios en el rumbo político del estado.
–Hoy, en Arizona preocupa más la migración de California que la migración de América Latina –asegura Martínez.
Marlene, la hija de Edith, me recibe en una amplia oficina desde donde despacha como responsable de las relaciones internacionales del ayuntamiento de San Luis.
–Soy muy americana y soy muy mexicana –me dice con una sonrisa que alcanzo a distinguir debajo del cubrebocas.
Marlene es también muy arizoniana y muy californiana.
–Soy una border baby, la frontera es parte de mi identidad.
San Luis es el lugar perfecto para una persona como ella: “Justo en el corazón de dos países y de cuatro estados” (California, Arizona, Baja California y Sonora).
Pero San Luis también es un buen lugar por otros motivos.
–La vida aquí es más accesible que en California y, además, aquí estoy cerca de mi novio y mis padres, que ahora viven en Sonora –explica.
Marlene forma parte de los 2.2 millones de ciudadanos que llegaron a Arizona entre 2010 y 2018, mayoritariamente desde California, y que están generando profundos cambios en la demografía del estado.
Fotografía de Nick Oza / Reuters.
***
Cuatro horas al norte de San Luis, en el barrio de Old Town Scottsdale, a las afueras de Phoenix, resuenan bocinas con música electrónica y reguetón. Cientos de jóvenes se congregan en bares que se suceden uno tras otro. La diversidad cultural, las opciones culinarias y la moda urbana contrastan con los paisajes pintados de arcilla rojiza, la comida americana y los sombreros vaqueros de los pueblos que brotan en el desierto.
–¿Dónde puedo hablar con alguien que venga de California? –le pregunto a Ana, quien trabaja como mesera en uno de esos bares. Se ríe antes de responder–: Todos aquí vienen de California. Lanza una piedra y seguro das con uno.
En efecto, Sandy, sentada a mi lado en la barra, viene de San Francisco.
–La renta era demasiado cara –me dice–. Algún día quiero volver, cuando tenga más dinero.
Sandy, en Phoenix, y Marlene, en San Luis, son rostros del voto liberal californiano que se ha desplazado hacia Arizona. Antes de trabajar para el ayuntamiento, Marlene estuvo tres años en Planned Parenthood, una de las organizaciones más importantes a favor del aborto en el país. Sandy quiere ser bióloga marina y le preocupa el medio ambiente. No ha podido terminar de estudiar pues ha tenido que pagarse ella misma la escuela y los costos de la colegiatura son muy altos. Reducir el precio de la educación, garantizar el aborto seguro y apostar por medidas a favor del medio ambiente son, todas, propuestas que el partido demócrata tiene en su agenda. Ambas votarán por Joe Biden.
No obstante, no todos los que vienen de California piensan como ellas. En realidad, otros migrantes llegan a Arizona justamente escapando de las políticas demócratas.
Erik vive en Yuma, y el día de esta entrevista estaba por firmar el contrato para comprar una casa nueva. En menos de un mes, él y su novia empacarían sus cosas en Los Ángeles para instalarse en su nuevo hogar. Erik se dedica a administrar propiedades inmobiliarias y considera que no tiene ningún sentido mantener su empresa y su vida en California. La vivienda en Arizona es más barata, los impuestos son menores y las regulaciones para hacer negocios son más laxas.
–Si quiero tener un camión en California, tengo que pagarle al gobierno 500 dólares al año. En Arizona, la tarifa es de 165 dólares por cinco años –me dice, convencido de la obviedad de su decisión. Operar un negocio como el suyo requiere permisos que cuestan 2200 dólares en California y solo 363 en Arizona. Aunque no le entusiasma ninguno de los candidatos actuales, Kevin votará por el partido republicano en cuanto cambie su residencia a Arizona.
–En California ganan siempre los demócratas, pero en Arizona un voto sí puede hacer la diferencia –asegura, emocionado por el trato que acaba de cerrar y que marca el inicio de su nueva vida en Yuma.
Erik tiene razón. Un voto en Arizona puede ser determinante para definir al próximo presidente de Estados Unidos. El estado aporta 11 votos de los 270 que se necesitan para conseguir la victoria presidencial en el Colegio Electoral. Pero su peso trasciende lo numérico. En términos históricos, Arizona es un bastión republicano en el que, de 1952 a la fecha, sólo una vez ha ganado un candidato presidencial demócrata: Bill Clinton, en 1996.
Fotografía de Cheney Orr / Reuters.
Las migraciones son uno de los motores del cambio demográfico en Arizona, pero no son el único. La población local, por sí misma, lleva décadas viviendo una evolución cultural, étnica y racial detonada por la transición generacional.
–La Universidad Estatal de Arizona (ASU) está haciendo una apuesta por el futuro y el futuro aquí son los hispanos –me dice Andrés Martínez, quien ha sido testigo de este proceso como periodista y como profesor, pero también como uno de los miles de mexicanoamericanos que forman parte de la comunidad académica universitaria. Los números le dan la razón: para el año 2050 se proyecta que la población hispana sea mayor que la población blanca en el estado. Los latinos son el grupo más joven y, como tal, también son un grupo mayoritariamente progresista que está empujando las coordenadas de la elección hacia posiciones más liberales.
–Cuando yo estudié, en 1983, éramos solo dos mil estudiantes latinos en la Arizona State University. Hoy hay arriba de 18 mil, –me cuenta Edmundo Hidalgo, quien hasta 2015 fue director de Chicanos Por la Causa, una de las organizaciones más importantes para combatir la discriminación contra los hispanos en Phoenix. Edmundo ve en la universidad un núcleo donde se están construyendo importantes lazos de solidaridad para las futuras generaciones.
–En la universidad los jóvenes indocumentados tienen la oportunidad de unirse con ciudadanos americanos y con estudiantes de otras minorías para hacer reclamos comunes. Aquí, los jóvenes están haciendo amistades, tejiendo alianzas y apoyándose unos a otros. Los jóvenes tienen prisa para hacer que los cambios sucedan y lo están haciendo juntos.
Sin embargo, no todos los ciudadanos en Arizona ven estos cambios acelerados con el mismo entusiasmo. Chris, quien se dedicó toda su vida a la construcción y ahora conduce un Uber, siente que el mundo en el que él creció y que tanto apreciaba se está desmoronando.
–Votaré por Trump –me dice seguro y sin despegar la mirada de la ruta–. Antes yo era demócrata, pero el partido nos abandonó. Están tan enfocados en las minorías que se han olvidado de la clase trabajadora, de personas como yo.
Las calles por las que conduce Chris en Phoenix son testimonio de que el estado no está acostumbrado a ser un territorio bisagra. Salvo por uno que otro anuncio, parecería que la elección ahí no existe. No se ve mucha gente portando gorras rojas en las plazas ni marchas en las calles ni casas con pancartas proselitistas en su jardín frontal. La transformación social de Arizona es acelerada y palpable en su gente, pero la transformación política parece estarse dando bajo la superficie, de manera silenciosa y lejos de los desplantes estridentes que se ven en los eventos de Trump en el estado.
El resultado electoral, se decante para un lado o para el otro, será sólo la espuma de un tsunami social cuyas corrientes son muy profundas. Basta observar la cotidianidad de pueblos fronterizos partidos por un muro, el trabajo en los campos de lechuga donde americanos y mexicanos sudan juntos, la ambición de empresarios que buscan políticas fiscales más laxas, la amargura del racismo e incluso la vida nocturna, donde la conversación fluye por igual en inglés que en español, para saber que aquí se están gestando cambios irreversibles.