“En repetidas ocasiones esos grupos la han presionado para que trabaje con ellos. Le ofrecen plata. Ella quiere estar tranquila en su comunidad, pero cuando los grupos tienen enfrentamientos, la sacan del rancho donde habita para que cure a unos y a otros, y ella debe atenderlos porque si no pone en riesgo su vida y la de su familia”, dice la senadora Sandino y agrega que la mujer está aterrada, no sabe a dónde irse.
Según cifras del Partido Comunes, compartidas por el representante de Naciones Unidas en Colombia y jefe de la Misión de Verificación de la ONU, Carlos Ruiz Massieu, al menos 280 excombatientes han sido asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz.
El acuerdo, suscrito en noviembre de 2016 por el entonces presidente Juan Manuel Santos y el comandante de las FARC Rodrigo Londoño, estableció que la reincorporación de los 13,190 exguerrilleros que dejaron las armas debía ser un proceso integral que fortaleciera el tejido social en los territorios, la convivencia y la reconciliación, y que garantizara el tránsito de estas personas a la legalidad. Para ello se dispuso la creación de veinte Zonas Veredales Transitorias de Normalización (ZVTN) a lo largo del país, donde se realizaría el desarme y los firmantes se prepararían para ingresar a la vida civil mediante, por ejemplo, proyectos de economía solidaria.
Tras el desarme, algunos firmantes del acuerdo se trasladaron a los ahora Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR) destinados por el gobierno; otros, a asentamientos creados por ellos mismos que reciben el nombre de Nuevos Puntos de Reagrupamiento (NPR); y otros continuaron su reincorporación de manera individual. Según el informe, alrededor del 26% de los excombatientes vive en los ETCR.
Mientras ese proceso ocurría, los asesinatos se acumulaban y el conteo aún persiste. En 2017 la Fundación Paz y Reconciliación reportó cinco. El pasado 25 de julio, con el asesinato del firmante Yorbis Valencia Carabalí, integrante de la Cooperativa La Esperanza y de un ETCR en el municipio de Buenos Aires, Cauca, pasaron a 279. Un día después, el 26 de julio, Jeison Andrés Sarmiento, quien se acogió al Acuerdo de Paz cuando tenía dieciséis años, fue atacado con un arma de fuego en el municipio de San José del Guaviare, al sur del país, y ahora suman 280 asesinados.
En 2019 el Instituto Kroc para Estudios Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame presentó su cuarto informe sobre la implementación del acuerdo y allí afirmó: “Lamentablemente, el año 2019 fue el más mortal para los y las excombatientes de la extinta guerrilla, con 77 asesinatos, lo que es casi 23 veces más que la tasa de homicidios nacional”. Esta preocupación se mantiene en el quinto informe del instituto, publicado este mayo, que además indica que solo el 28% de las 578 disposiciones consignadas en el Acuerdo de Paz está implementada completamente, el 18% lo está en un nivel intermedio, el 35% en estado mínimo y el 19% aún sin empezar.
En lo que va de 2021, han sido asesinados 31 excombatientes de las FARC.
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Para explicar la situación hay que regresar al momento del desarme de las FARC. En ese momento distintos actores armados entraron a disputar los territorios en los que la guerrilla había tenido presencia. Leonardo González, coordinador del Observatorio de Derechos Humanos y Conflictividades del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), menciona al ELN, a grupos paramilitares y a grupos residuales de las FARC, en parte conformados por gente que no firmó el acuerdo o que volvió a las armas.
En esa misma vía, Diego Alejandro Restrepo, coordinador de la Línea Conflicto, Paz y Posconflicto de la Fundación Paz y Reconciliación, dice: “Sin las FARC se generó un vacío de poder que el Estado tendría que haber copado, pero eso no sucedió. El Estado no fue eficiente en la construcción de institucionalidad desde los territorios. Ese vacío fue aprovechado por grupos armados ilegales que vieron la oportunidad de un control territorial y [un control de] las rentas ilegales”.
Los territorios que señala, y que coinciden con las mayores cifras de asesinatos no solo a excombatientes, sino a líderes y lideresas sociales, están en cinco de los 32 departamentos del país: Cauca, Antioquia, Nariño, Caquetá y Putumayo. “Esos territorios tienen en común la supervivencia de múltiples estructuras armadas ilegales y disputas que generan desplazamientos, desaparición y masacres”, dice Restrepo, “aparte de un elemento histórico de abandono del Estado y de que en su mayoría la población más afectada por la violencia es indígena, afrodescendiente y campesina”.
En el Cauca han asesinado a cincuenta excombatientes, señala González, que también han enfrentado otros hechos de violencia como desplazamiento, desaparición forzada, tentativa de homicidio y amenazas. “Es un departamento con una riqueza en reservas naturales, especialmente en minería, y con una historia de resistencia de los pueblos. A las comunidades llega un actor armado, arremete, amenaza, pero ellos siguen ahí, resisten y se fortalecen. Otro factor es que es el segundo departamento donde más cultivos de uso ilícito hay en Colombia”.
Además del patrón territorial, a la pregunta sobre posibles características comunes en los asesinatos de los excombatientes, González dice que conformaban un mismo colectivo y eran firmantes del Acuerdo de Paz, y enumera: “La mayoría ocurrió con armas cortas cerca de donde vivían o trabajaban y fue por sicariato, es decir, se puede hablar de un grupo armado, pero tercerizado y contratado”.
Por si fuera poco, “muchos excombatientes hacían parte de cooperativas o realizaban un trabajo de liderazgo en la organización campesina, lo que es un riesgo para algunos intereses”, continúa González. “La presencia de los ETCR y de las zonas donde están las FARC, hoy Comunes, genera otro riesgo para estos grupos criminales porque las Naciones Unidas y organizaciones de derechos humanos están allí. Por eso hubo dos desplazamientos masivos, uno en Antioquia y otro en el Cauca, y más de cincuenta desplazamientos individuales. Muchas de las personas que han sido asesinadas tenían una labor importante en la guerra y eran apetecidas por estos grupos, entonces, al negarse al reclutamiento, se convirtieron en objetivo militar”.
Al respecto, Diego Alejandro Restrepo añade otros rasgos que han identificado en la Fundación Paz y Reconciliación: “Lo primero es que quienes están perpetrando estas violencias son saboteadores de la paz, agentes legales e ilegales que se oponen a la implementación del acuerdo o cuyos intereses se ven afectados por la implementación. Tiene que ver con grupos que se dedican al narcotráfico o están en contra del proyecto político que abandera Comunes y al que consideran una amenaza comunista. El segundo elemento, en menor medida, es lo que llamamos un ajuste de cuentas: tras el repliegue de las FARC en las Zonas Veredales, hubo tensiones que quedaron irresueltas con grupos armados ilegales y que han derivado en vendettas. Un tercer elemento es que, en la reconfiguración territorial, los grupos armados ilegales han intentado vincular a exguerrilleros de las FARC. Muchos se han negado y por esto han sido amenazados y asesinados ellos y sus familiares”.
Víctor Barrera, investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) también encuentra factores que apuntarían a una violencia sistemática contra los firmantes del acuerdo: “La discusión sobre sistematicidad en Colombia está atrapada en una concepción excesivamente jurídica. Algunos la entienden como un plan maestro, una sola organización y unos determinadores, que explica los asesinatos. Yo no lo comparto. Yo la entiendo desde una perspectiva analítica. Si uno mira la frecuencia y el comportamiento, encuentra una recurrencia. Hay cuatro piezas de evidencia que indican que estamos ante una situación sistemática: es una violencia persistente; la concentración territorial; que no coincide con otras formas de violencia, es decir, no son efectos colaterales de una confrontación, sino que es selectiva y tiene intencionalidad; y yo sí creo que la militancia en el Partido Comunes es un hecho en la victimización”.
Y menciona algo que podría ser clave: muchos de los excombatientes asesinados participaban en los procesos de esclarecimiento de la verdad sobre el conflicto armado y estaban haciendo aportes al Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, también creado en el Acuerdo de Paz.
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“Pero hay también una omisión sistemática por parte del Estado”, continúa Barrera. “La responsabilidad principal es del Estado, que no ha logrado brindar unas garantías que, sin duda, no se agotan en la protección material a los reincorporados. Cuando se firmó el acuerdo, se estableció que iba a haber un programa especial de protección para excombatientes, a cargo de la Unidad Nacional de Protección, que se ha demorado más de cuatro años en salir. Hasta ahora se está elaborando un documento de lineamientos de lo que sería ese programa. Lo segundo es la incapacidad del Estado para ofrecer mecanismos de seguridad y protección con criterios universalistas. Lo que ha hecho es crear programas para poblaciones particulares, lo que genera un desgaste institucional enorme y ningún impacto porque, finalmente, los excombatientes no están en un vacío social, sino en relación con otras comunidades que también enfrentan riesgos”.
El Estado no está dando garantías de seguridad para los excombatientes”, coincide Diego Alejandro Restrepo. “La primera garantía es la vida y no la está dando”.
No es algo nuevo. Según se lee en el informe «Las trayectorias de la reincorporación y la seguridad de los excombatientes de las FARC»: “Pese a tener más de veinticinco años de experiencia en la reinserción de grupos armados ilegales, la seguridad de quienes deciden dejar las armas continúa siendo uno de los principales desafíos que enfrenta el Estado colombiano”.
En los procesos de desmovilización del Movimiento 19 de abril, la Corriente de Renovación Socialista, el Movimiento Armado Quintín Lame y también en el de las Autodefensas Unidas de Colombia hubo excombatientes asesinados. “La seguridad de los excombatientes fue uno de los principales temas de preocupación en los diálogos de La Habana. Además de los antecedentes de las anteriores desmovilizaciones colectivas, el fantasma de lo ocurrido con la Unión Patriótica (UP) estuvo sobre la mesa”, indica el informe de la FIP. “La UP surgió en virtud del Acuerdo de Paz entre las FARC y el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), con el objetivo de hacer posible el tránsito a la actividad política legal de esta guerrilla. […] La UP obtuvo la mayor votación lograda por la izquierda colombiana en ese momento. Para las siguientes elecciones, en 1988, la UP ya había perdido al menos 550 militantes por cuenta de masacres, asesinatos y desapariciones forzadas, entre ellos, a su candidato presidencial Jaime Pardo Leal. En dos décadas de ejercicio político más de tres mil de sus militantes fueron asesinados”.
Por eso, durante los diálogos de paz de esta ocasión, se pactó una serie de medidas de seguridad para los futuros firmantes con el fin de desmantelar las organizaciones criminales. Una de ellas, implementar la autoprotección, es el área de trabajo de la Corporación Territorio, Paz y Seguridad, un proyecto de reincorporación que se dedica a la cartografía de los homicidios, hechos violentos y al análisis de riesgo para los excombatientes y las comunidades que habitan. Ante la falta de concreción de aquellas medidas, la corporación trabaja con un concepto integral, colectivo y comunitario de seguridad, según los elementos de contexto y la realidad social de cada territorio.
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“Son muchas las razones para esta ola de asesinatos”, dice la senadora Victoria Sandino. “La principal es la falta de voluntad política del gobierno para detener la masacre. Otra está relacionada con la situación que tiene nuestra gente y ahí el gobierno vuelve a ser responsable porque la reincorporación que se pactó en La Habana no se ha dado. No hubo tierra para los y las reincorporadas, las iniciativas que han existido son de nuestros compañeros y no por parte del gobierno. Nuestra gente se ha tenido que ir a los territorios más apartados, donde el Estado colombiano no hace presencia. Y no me refiero a la presencia militar, sino a una institucional”.
Sin embargo, la senadora Sandino agrega: “Aquí los errores no han sido exclusivamente del gobierno. También han sido de la parte firmante. Y esos errores están ligados a la pasividad de algunos dirigentes del antiguo secretariado frente a lo que está sucediendo, no tener una posición contundente, de denuncia y acciones concretas. Nosotros, en la práctica, dejamos que toda la gente nuestra se dispersara por el territorio nacional y eso la ha puesto más en riesgo. Lo que sucede es que más del 70% de los y las firmantes reciben el tratamiento que el gobierno históricamente ha dado a las insurgencias. El del enemigo vencido, un tratamiento individual, sin un proyecto de vida, ni atención psicosocial ni la reincorporación comunitaria que habíamos propuesto”.
El panorama sigue sin ser alentador, en parte porque, como dice Víctor Barrera, del Cinep, hay un fuerte discurso estigmatizante contra los excombatientes: “La sanción social o la posibilidad de que la sociedad se conmueva con estos asesinatos es muy baja y eso habilita el incremento de las violencias. No hay presión de la ciudadanía que obligue al Estado a responder con políticas efectivas. La única forma son los entornos de autoprotección que los excombatientes están gestionando, aunque muchos siguen una ruta individual y viajan a las ciudades para encontrar el anonimato”.