“Necesitamos acuerparnos”: los jesuitas después de Cerocahui
“No queremos ir solos”, dice el padre Jorge Atilano González, coordinador de programas sociales de los jesuitas. Desde el asesinato de dos sacerdotes en Cerocahui, Chihuahua, las agresiones que viven los miembros de la iglesia en México han pasado a la primera plana.
En estos días Jorge Atilano González Candia, asistente del sector social de la Compañía de Jesús, estuvo en Chihuahua y viajará personalmente a Cerocahui para lidiar con la crisis que la muerte de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora, asesinados el pasado 20 de junio, ha dejado en la región. Por ahora se asignó a otro sacerdote “de manera transitoria” para continuar con los servicios religiosos que la comunidad necesite. “No queremos ir solos, necesitamos acuerparnos”, advierte Atilano en nombre de la orden, que ahora tiene por delante una tarea trágica y difícil: rehacer la estabilidad, la experiencia, la confianza y el cariño que a los sacerdotes asesinados les tomó medio siglo y dos vidas construir, y que se perdieron en tan solo unos segundos y con unos cuantos disparos.
Es domingo 10 de julio y hay conmoción y fervor en Chapultepec. Una pequeña multitud de individuos vestidos completamente de blanco se reúne en torno a la Estela de Luz. Frente a ella, unas personas con expresión solemne sostienen las fotos de dos hombres sonrientes: son los jesuitas asesinados en la Sierra Tarahumara.
Ante la muchedumbre, y ante las múltiples cámaras y micrófonos, un hombre se adelanta y, megáfono en mano, toma la palabra. Es el padre Jorge Atilano. Alrededor de los hombros trae una colorida estola que contrasta con su sotana blanca. La estola de colores sirve para celebrar la vida, explica Luis Arriaga, rector de la Universidad Iberoamericana, quien también está presente y trae su propia estola, pero la suya es de tonos morados oscuros: “esta se usa en ocasiones de luto”, explica. Los dos están ahí para dar arranque a la Jornada de Oración por la Paz, un evento organizado por la Iglesia católica tras los asesinatos en Cerocahui.
Frente al padre Atilano, se despliega un largo rollo de papel: los asistentes se pueden acercar y escribir en él mensajes de paz, reconciliación y armonía para una comunidad religiosa que está lidiando con uno de los golpes más duros que ha recibido. Los mensajes también buscan llegar más allá de los límites de la iglesia y ser un consuelo y un gesto de solidaridad para todas las personas que han sufrido la violencia en México. Jorge Atilano señala la Estela de Luz, la menciona como un lugar que representa el dolor del pueblo de este país y hace un llamado a recordar no solo a los jesuitas asesinados, sino también a las otras víctimas: los periodistas, las mujeres, los activistas, los niños.
Tras pronunciar su discurso, Atilano pide un minuto de silencio que únicamente respetan los religiosos cercanos. A su alrededor, el escándalo y el desorden de Chapultepec y Reforma continúan indiferentes, aunque hay algunos curiosos: un niño se asoma entre las piernas de los presentes y le pregunta a su padre cuál es la ocasión, el hombre se encoge de hombros y toma la mano de su hijo: “una misa para unos muertitos”, responde, y los dos se alejan en dirección al parque.
Antes de esta jornada, en entrevista con Gatopardo, el padre Atilano dijo que el asesinato de los sacerdotes jesuitas en Cerocahui había sorprendido a la Iglesia, ya que los dos hombres eran muy respetados en la zona, incluso por los miembros del crimen organizado. Joaquín Mora llevaba veintitrés años en Cerocahui, mientras que Javier Campos llevaba más de cincuenta en la Sierra Tarahumara. Atilano describió a Campos como un experto de la región; si alguien conocía la zona y podía hacer un análisis político, antropológico o social, era él. Los dos jesuitas destacaron por su compromiso y dedicación por comprender las costumbres y tradiciones rarámuri, además de ser férreos promotores del derecho a la educación de sus habitantes. Este acercamiento a la comunidad local les ganó la confianza y el cariño de los residentes, en especial a Campos, de quien Atilano dijo que era “una autoridad moral”.
Según los reportes recientes, el grupo criminal que controla la zona, una célula armada del cártel de Sinaloa, había pasado de manejar la siembra de droga a tener un control masivo de la economía de la región. Sin embargo, a pesar del dominio del narcotráfico, los sacerdotes habían encontrado la manera de mantenerse alejados de los sicarios, incluso cuando estos se acercaban de manera amistosa. Ellos tenían muy claro que no debían recibir dinero, porque de pronto les decían: “Padre, lo que usted necesite estamos para ayudar, pero pues no recibían dinero, sabían que eso los comprometía”, apunta Atilano en entrevista.
Aunque la orden y el crimen organizado mantenían distancia, los dos jesuitas asesinados llegaban a interceder en defensa de la población en casos de violencia, cuando lo consideraban necesario. “Sí platicaron de momentos [así], ya sea para intervenir cuando se diera alguna agresión o para impedir algún acto que ofendiera a la comunión”, recuerda Atilano. Fue justamente una de esas intervenciones la que les costó la vida. Pedro Eliodoro Palma, un guía que daba tours por la Sierra Tarahumara, buscó refugio dentro de la iglesia. Fue ahí, en medio del templo, donde los tres hombres fueron asesinados, presuntamente por Noel Portillo, líder del grupo criminal de la zona.
La imagen de Palma, un poco más pequeña que las fotografías de los jesuitas, también está presente en Chapultepec. Juntas son un recordatorio más a los pies de la Estela de Luz, que está rodeada de placas metálicas incrustadas en el suelo, algunas un poco borrosas por el tiempo que llevan a la intemperie, y que recuerdan a las víctimas de otros sucesos de violencia. Incluso entre los rascacielos de Reforma y los árboles de Chapultepec, es imposible escapar del luto en el que está sumido el país.
Un sacerdote-periodista que investiga la violencia contra la Iglesia
“El mensaje es claro: si soy capaz de matar a un cura, puedo matar a quien sea”, dice Sergio Omar Sotelo Aguilar, periodista, sacerdote y director del Centro Católico Multimedial (CCM), un medio de comunicación enfocado en noticias relacionadas con la Iglesia católica. Él lleva más de una década dándole seguimiento cercano a los casos de violencia contra las iglesias en México; su investigación empieza en 1993 con el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en Guadalajara, que sigue siendo el caso de más alto perfil y aun no tiene una resolución satisfactoria.
“Ese fue el caso más icónico y de ahí nos empezamos a dar cuenta de que se fueron dando poco a poco casos de hostigamiento contra miembros de la Iglesia católica, hasta que ya con el gobierno de Felipe Calderón y Peña Nieto se desbordó”, recuerda Sotelo, quien ganó en 2017 el Premio Nacional de Periodismo por su investigación Tragedia y crisol del sacerdocio en México, que documenta las décadas de violencia contra sacerdotes en México.
El Centro Católico Multimedial lleva años publicando un informe anual sobre los múltiples casos de violencia, intimidación, agresión y asesinato de sacerdotes católicos. Según cifras del reporte de 2021, si bien los asesinatos contra sacerdotes han disminuido en el sexenio de Andrés Manuel Lopez Obrador, las denuncias por otros delitos, como extorsión, fraude y ataques a templos, han ido en aumento. Los primeros cuatro años del actual gobierno han dejado un saldo de siete sacerdotes asesinados, la mitad de los que ocurrieron en el gobierno de Peña Nieto y diez menos que en el mandato de Calderón. El gobierno del priista fue el más sangriento, con un récord de veintisiete sacerdotes asesinados. Desde 1990, en total 67 sacerdotes han sido asesinados; otros dos desaparecieron y su paradero aún se ignora: son Santiago Álvarez Figueroa, quien desapareció en la diócesis de Zamora el 29 de diciembre de 2012, y Carlo Órnelas Puga, quien desapareció en la diócesis de Ciudad Victoria el 3 de noviembre de 2013.
Tan solo en 2021 se reportó el asesinato de tres sacerdotes: en marzo las autoridades encontraron el cuerpo del padre Gumersino Cortés González, en Cerrito de Guadalupe, Hidalgo —llevaba un día desaparecido y su cuerpo tenía señales de tortura—; en junio fray Juan Antonio Orozco murió al quedar atrapado en el fuego cruzado de un enfrentamiento entre grupos rivales en Durango; finalmente, en agosto José Guadalupe Popoca, clérigo de San Nicolás de Bari en Morelos, fue asesinado a balazos dentro de esa parroquia, donde vivía. Estos casos son parte de las 79 denuncias de violencia contra la Iglesia que fueron reportadas de manera oficial durante el año pasado. La Ciudad de México y Guerrero destacan como las entidades más violentas, con once y diez reportes respectivamente. Además, según el mismo informe, más del 80% de los delitos denunciados por la iglesia siguen sin resolución.
Por más de una década, México ha sido el país más peligroso de América Latina para el sacerdocio, según el CCM. La impunidad y la falta de respuesta de las autoridades han provocado desconfianza entre los religiosos a la hora de denunciar los crímenes. “Todo esto nosotros ya llevamos años diciéndolo. El año pasado detectamos más de 850 extorsiones y amenazas de muerte a sacerdotes en la República mexicana”, afirmó el dirigente del CCM.
El asesinato de los sacerdotes jesuitas en la Sierra Tarahumara sacudió a la comunidad católica, no solo por la brutalidad del crimen, sino también por la cercanía del perpetrador con sus víctimas. Los reportes desde Cerocahui señalan que el presunto victimario, Noel Portillo “el Chueco”, no solo conocía a los dos religiosos, sino que uno de ellos lo bautizó cuando era pequeño. No sorprende que en un país donde el 77% de la población se identifica como católica, los propios miembros de las organizaciones delictivas busquen la guía espiritual de los sacerdotes a los que intimidan y extorsionan.
“Muchos hombres y mujeres que están dentro del crimen organizado, pues, lo tenemos que decir: son hombres de fe. Tienen su fe muy bien puesta”, admite Sotelo Aguilar, para después añadir que “los párrocos conocen a su gente, saben quienes son”. Era tan estrecha la relación del Chueco con su iglesia que, tras asesinar a los sacerdotes, se quedó platicando con Jesús Reyes, un tercer religioso que se encontraba dentro de la iglesia durante el momento del crimen, e incluso le pidió perdón.
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Las cámaras y los micrófonos se han alejado de la Estela de Luz, y ahora se amontonan frente al altar de la Parroquia de la Sagrada Familia, en la Roma Norte, a cinco minutos de la Glorieta de los Insurgentes. A un costado, se encuentran nuevamente las fotos de Javier Campos y Joaquín Mora; aquí le hacen compañía a las estatuas de los mártires y los santos del templo. Detrás del atril, micrófono en mano, está el padre Atilano. Ha cambiado la estola de colores por una larga túnica roja.
El sacerdote alza los brazos y comienza a presidir una de las miles ceremonias de ese día que, en iglesias de todo México, tendrán como única misión “hacer memoria de todos los sacerdotes, religiosos y religiosas que han sido asesinados en el país y ofrecer la intención de la eucaristía por su vida”. Este fue el mensaje que la Conferencia del Episcopado Mexicano, la Conferencia de Superiores Mayores de Religiosos de México y la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús publicaron en un comunicado que dieron a conocer en conjunto para hacer el llamado a esta Jornada de Oración por la Paz.
La importancia de este frente unido ante la violencia no se puede ignorar. “Es la primera vez que en este tiempo de violencia en México sale un comunicado común entre obispos, vida religiosa y jesuitas”, resaltó el padre Atilano. Sotelo, por su parte, lamenta que las cosas hayan tenido que llegar tan lejos para motivar este llamado religioso. “A lo mejor nos tardamos, porque esto viene de muchos años atrás”, reflexiona el periodista católico.
Ante el recinto lleno de fieles y medios de comunicación, Atilano comparó la labor de los jesuitas asesinados con la de los buenos samaritanos de la Biblia y lamentó que la violencia haya llegado hasta lo más profundo de la iglesia. Menciona que el cuerpo de Pedro Eliodoro Palma, el guía turístico, quedó frente al altar, a los pies del Sagrado Corazón. Sobre los victimarios, Atilano opina que son producto de una descomposición social que lleva años afectando al país entero. “Estamos delante de una locura de poder, es la nueva enfermedad de este siglo. Es la rebeldía de quien se sabe omnipresente y todopoderoso”, sentencia el jesuita y sus palabras, amplificadas por el micrófono, resuenan en las paredes y techos de bóveda de la parroquia, donde en esos momentos la tristeza y la indignación son omnipresentes.
Tras el asesinato de los dos sacerdotes jesuitas, el futuro de Cerocahui es incierto. Múltiples voces dentro de la iglesia criticaron la estrategia de seguridad del presidente Lopez Obrador. La respuesta del mandatario fue tildar a los católicos de “hipócritas” por no haber hecho estos señalamientos en sexenios anteriores y los acusó de querer incitar al uso de la violencia como solución a la crisis de seguridad.
Tanto Atilano como Sotelo Aguilar negaron que deseen una respuesta violenta ante el crimen organizado y alertaron sobre lo equivocado que es recurrir a la militarización para atender el problema. “Creo que sacar al ejército a las calles puede ser, a la larga, contraproducente, y la historia nos lo ha presentado”, advierte Sotelo. Los dos sacerdotes coinciden en que la prioridad para enfrentar la inseguridad debería ser la reconstrucción social e institucional en las zonas azotadas por la violencia, así como el fortalecimiento del sentido de comunidad. Esto último, por supuesto, con ayuda de la iglesia.
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