Las pocas luces encendidas sobre avenida Tláhuac iluminaban parcialmente los rostros de los vecinos y los familiares de las víctimas, que esperaban noticias cerca del lugar. De un lado de la valla metálica que cercaba la zona, una camioneta de la Comisión Federal de Electricidad cargada de plantas de luz se abría paso entre la gente para llegar al área de trabajo. Del otro lado de la valla, decenas de policías de la Ciudad de México con cascos y escudos de acrílico se aseguraban de que nadie cruzara la zona donde yacía una trabe del Metro que había colapsado unas horas antes, llevándose consigo dos vagones con personas abordo. Esto había ocurrido en la Línea 12, entre las estaciones Tezonco y Olivos, a las 22:22 horas del 3 de mayo. En la calle, se escuchaban los gritos de la multitud:
La frustración de todos ahí reunidos era patente. Llevaban más de tres horas esperando información sobre sus seres queridos, que probablemente estaban atrapados entre las gigantescas piezas de concreto y de metal color naranja de los vagones. Y ahora se sumaba la absurda escena de descoordinación entre autoridades federales y locales para agilizar los trabajos de rescate. Las callecitas y casas de las colonias aledañas permanecían a oscuras pues el servicio de luz estaba suspendido tras el accidente.
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—¡Este es el gobierno que tenemos, gente!
Ante la insistente negativa de los policías, la camioneta de la CFE partió en reversa y el pesado silencio de la noche volvió a asentarse entre la muchedumbre. Los suspiros cargados de angustia se mezclaban con el ronroneo de los motores de ambulancias, tractores y grúas. La gente hablaba con murmullos entre los que se colaban sus preocupaciones: un familiar desaparecido, un hijo que no contestaba el teléfono, las complicaciones para llegar al trabajo ahora que el Metro estaría fuera de servicio.
Gisela estaba agitada. Caminaba apresurada de un lado al otro, frente a los policías. “¡Es que no me dejan pasar, no me dicen nada!”, me dijo, frustrada, clavando sus ojos negros en los míos.
—¿Desde qué hora no sabes de tu esposo?
—Desde las 11 de la noche.
Habían transcurrido casi cuatro horas desde su última comunicación con él, a las 11 de la noche. Su ceño fruncido reflejaba temor. Miguel Ángel, de 42 años, había salido de trabajar y se dirigía rumbo a su casa justo a la hora en la que se colapsó uno de los tramos del Metro.
—Ya pasaron las listas y no sale su nombre.
—¿Y qué le dicen aquí?
—Que me espere… ¡Que me espere! ¿¡Cuánto tiempo me voy a esperar si no sé nada!? Llegué a la casa y todavía le di tiempo. Sé que me hubiera marcado si se hubiera enterado de que esto pasó.
Recogido en un chongo, el pelo de Gisela brillaba con las luces de las cámaras de los reporteros. Con las manos nerviosas sujetaba su celular, revisándolo a cada instante con la esperanza de que alguna notificación fuera de su esposo. De pronto el aparato empezó a timbrar. Gisela tomó la llamada de inmediato. “Sí, soy yo… no… todavía nada… Sí…”. Al colgar, volvió conmigo. Le habían marcado del gobierno, no para darle información sobre Miguel Ángel ni para decirle a qué hospital debía acudir. Le llamaron para saber si ella ya lo había localizado.
“¡Chicles, cigarros y dulces!, ¡cigarros de a tres varos!”, se escuchaba entre las personas. Dos jóvenes con playeras blancas y jeans debajo de la cadera aparecieron entre la multitud. Eran también vecinos y saludaban con familiaridad a algunas de las personas reunidas. A unos metros de distancia, Marisol, la mamá de Brandon lloraba. Su rostro aparecería en todos los medios de comunicación, uno de los rostros de esta tragedia. No encontraba a su hijo de 13 años que había tomado el metro unas horas antes para volver a casa desde el centro de la ciudad. Ninguna de las listas de heridos y fallecidos que circulaba en redes incluía su nombre.
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Un poco más lejos, los familiares de José Juan hablaban en grupos pequeños. Habían acudido al lugar en cuanto vieron las imágenes que circulaban en las redes sociales. Tíos, primos, su hermano, el padrastro, todos estaban ahí. La madre, Amelia, había sido la primera en llegar tras una llamada de su nuera que iba en el auto con José Juan y pudo ser rescatada. Cuando lo hizo, todavía ni siquiera habían cercado la zona, según cuentan sus familiares. Pero al ver el auto en el que viajaba su hijo, completamente aplastado debajo de las trabes de concreto, tuvo una crisis de tal magnitud que tuvieron que llevársela al hospital.
Nadie ahí sabía exactamente qué esperar. Unas horas antes la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, salió a decir que ya no quedaban personas atrapadas por rescatar, pero eso era difícil de creer para los familiares, pues alcanzaban a ver cómo los pesados trozos de concreto seguían sin ser removidos y, además, el nombre de José Juan seguía sin aparecer en las listas públicas de heridos y fallecidos.
—¿Cómo habrán sacado a mi primo si no quitan esas piezas que le cayeron encima a su coche? —me dijo Humberto, refiriéndose a Juan José. Era una pregunta sensata, pero ninguna autoridad de la zona se tomaba la molestia de responderle o explicarle. Durante esas largas horas, la comunicación del gobierno se dedicó a responder al interés noticioso nacional, mientras descuidaba la angustia tangible de las familias que no encontraban a sus seres queridos. Los vacíos de información se empezaron a llenar con rumores.
—¡Mira! ¿Este es el auto de tu primo, verdad? Se ve que se mueve la mano de alguien. Quiere decir que tal vez está vivo.
El video había sido tomado unas horas antes aunque no se sabía exactamente la hora. En él, se apreciaba un auto color guinda aplastado y lo que parecía ser la mano de una persona viva dentro. La esperanza inundó por unos segundos al grupo, pero pronto regresó el golpe de realidad.
—Pues sabemos que ya falleció—me dijo Aranza en tono de resignación y cruzando los brazos sobre la playera roja que hacía juego con su pelo entintado. Ella también era prima de José Juan y momentos antes me había contado que él pasaba seguido en el auto frente a su casa y les tocaba el claxon para saludar—. Todos vimos su coche aplastado. Sólo queremos que nos digan si ya lo sacaron o si sigue ahí. Llevamos ya cuatro horas aquí y nos vamos a quedar toda la noche hasta que nos digan.
—Era albañil, como yo— agregó su hermano mayor, mientras se acomodaba su cubrebocas negro con el logo de BMW para hablar conmigo—. Venía regresando del dentista con su esposa. A ella sí la pudieron rescatar y ya está en el hospital, según dijeron. Pero a él mero le cayó de arriba el Metro y pues ya no se le pudo sacar.
La avenida Tláhuac estaba repleta de vehículos de seguridad y primeros auxilios estacionados frente a los descuidados comercios locales de los que, ya cerrados por la hora, solo era posible apreciar las cortinas metálicas intervenidas con grafiti. Había miembros armados de la Guardia Nacional en camionetas, policías capitalinos, camiones de bomberos, equipos de construcción y voluntarios rescatistas. Pero de esos cientos de elementos, nadie estaba autorizado para hablar.
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—Va a salir alguien a darles informes—me dijo un policía desde atrás de su escudo transparente.
—Pero ¿quién va a salir? Estas personas llevan horas esperando información.
—Los encargados están ahí adentro trabajando, pero en un momento van a salir.
Al poco rato regresó Marisol, la mamá de Brandon. Se iba al Hospital Balbuena junto con su madre, la abuela de Brandon. Vámonos para allá, dijo. Alguien les había dicho que tal vez podía estar ahí y las dos mujeres partieron, caminando de prisa.
Gisela seguía caminando de un lado a otro, esperando una llamada de su esposo y compartiendo sus datos distintivos a los reporteros, con la esperanza de que alguien lo identificara.
Entonces se abrieron las rejas y salió una camioneta fúnebre. Una policía me dijo que tal vez venía una persona ahí. Nadie podía confirmárselo a los familiares. Seguían esperando a que “una persona autorizada” saliera a confirmar. Y esto ocurrió hasta la tarde siguiente, cuando todos los escombros fueron removidos. Los nombres empezaron a aparecer poco a poco en las nuevas listas de fallecidos: Brandon Giovanni Hernández Tapia, José Juan Galindo Soto, Miguel Ángel Espinosa Flores… Sus nombres forman parte de la lista de las 26 personas que, hasta ahora, se sabe que murieron la noche del 3 de mayo en el mayor accidente de transporte público en la Ciudad de México. Los peritajes apenas inician, pero la evidencia apunta a negligencia. Los vecinos llevaban años denunciando fallas estructurales en los soportes. A la par, las cifras públicas revelan una reducción en el presupuesto del Metro de 14 a 10 millones entre 2017 y 2020. El Órgano Interno de Control publicó un documento a finales de 2019 en el que se señala falta de mantenimiento, y controles preventivos.
El viernes 7 hablé de nuevo con Humberto, el primo de José Juan, que ya estaba de regreso en su trabajo como diseñador tras el entierro. “Al día siguiente nos enteramos de que habían sacado el auto, ¡pero nos enteramos por los reporteros!”, dijo al teléfono, recalcando los silencios inexplicables del gobierno frente a ellos. Todavía tardaron más horas en saber qué había pasado con el cuerpo. Cientos de elementos de seguridad, primeros auxilios y protección civil sabían que una familia esperaba del otro lado de la valla, pidiendo información del hombre atrapado en un auto, pero nadie tuvo la sensibilidad de avisarle que ya lo habían sacado. Fue el martes 4, poco después del mediodía, cuando un tío y el hermano de José Juan fueron a reconocer el cuerpo. “Ya estamos más tranquilos”, dijo Humberto.
Su familia se queda marcada con el dolor de la ausencia y también con el recordatorio del desastre urbano. Ahora empiezan a vislumbrar lo que será su vida sin el Metro. Para Humberto, implicará tres horas diarias de camino a su trabajo y tres horas de vuelta, desde Olivos hasta Polanco. No saben cuánto tiempo van a estar así. El silencio continúa.