Araceli Rodríguez, madre buscadora, denuncia un atentado en su contra
Un comando armado detuvo a Araceli Rodríguez hace dos meses en la carretera Chilpancingo-Cuernavaca. Los agresores desarmaron a sus escoltas y los dejaron, con ella, atados y pecho tierra. Araceli lleva trece años buscando a su hijo, un agente de la extinta Policía Federal que desapareció con seis compañeros y un chofer.
Atada de pies y manos y arrojada boca abajo sobre la tierra, Araceli Rodríguez escuchó la voz de uno de sus escoltas, amordazado junto a ella: “Perdóneme por no haber podido protegerla”, le dijo llorando. “Imagínate esa frase, en mi corazón escucharla”, dice Araceli ahora, recordándola, “imagínate que la persona que te está brindando seguridad, protección, no lo puede hacer porque ya lo tienen sometido, tirado en el piso”. “Nos iban a matar”, dice una de las madres buscadoras de desaparecidos en México.
Este ataque ocurrió el 4 de marzo de 2023, dos semanas después de que Araceli Rodríguez, de sesenta años, organizara una conferencia de prensa (el 16 de febrero) para hacer pública la denuncia contra el Estado mexicano que promovió ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por omisiones e irregularidades en la búsqueda de su hijo, Luis Ángel León, un agente de la extinta Policía Federal que fue desaparecido en 2009 junto con otros siete compañeros y el hombre que los acompañaba como chofer, mientras cumplían una misión oficial en Michoacán.
“No quiero especular, pero el ataque que sufrí fue algo muy raro: venía de Acapulco, fui con mis hijos a pasar unos días, por paseo, porque la siguiente semana yo iba a participar en una búsqueda de fosas clandestinas”, actividad que caracteriza a las madres buscadoras en el país. “Ya veníamos de regreso por la carretera Chilpancingo-Cuernavaca. Mi hijo venía en su carro, adelante de mí, y mi hija venía atrás, también en su carro, cada quien como a cuarenta minutos de distancia. Yo venía en la camioneta que me asignó el Mecanismo Federal de Protección de Defensores de Derechos Humanos, con los dos escoltas que tengo asignados, que son de la Fiscalía General de la República, cuando una camioneta nos cierra el paso”.
“Más de seis personas sí eran. A dos los veo perfecto porque son los que sacan la cabeza y parte de su cuerpo por las ventanillas, apuntándonos con sus armas largas. Yo creí que nos iban a rafaguear”. “Rafaguear” no es un verbo reconocido por la versión en línea del Diccionario de americanismos de la Real Academia de la Lengua Española, aunque en nuestro país es un término tan cotidiano que sí se incluye en el Diccionario del español de México, editado por el Colmex, que lo define como “disparar una ráfaga de balas”.
“Pero no”, narra Araceli Rodríguez, los agresores no dispararon. “Mi sorpresa fue que se bajaron de su vehículo y se pusieron a los lados de la camioneta, pidiendo que abriéramos. Uno de ellos manejó la camioneta y el otro nos fue insultando, amenazando con el arma larga”.
Luego de desarmar a los escoltas y avanzar unos metros sobre la carretera, los agresores estacionaron la camioneta a un costado del camino y obligaron a las víctimas a descender de ella. Los hicieron caminar entre golpes e insultos hasta una zona de matorrales, donde los ataron de pies y manos con cinchos plásticos.
“Cortaron cartucho. Iban a matarnos. No había de otra, por el actuar de estos personajes. Cuando a mí me bajan de la camioneta, yo viro mi cabeza hacia la derecha y alcanzo a ver un vehículo rojo, veo más hombres armados… Era un comando armado”.
Durante varios minutos, recuerda Araceli Rodríguez, las vejaciones contra ella y sus escoltas continuaron tras los matorrales. “Un escolta rezaba y rezaba, y el otro les pedía [a los agresores] que a mí no me hicieran nada, que no me hicieran nada, que yo era una víctima. Mientras más les decía eso él, más me pegaban a mí, hasta que yo le dije ‘ya no les digas nada porque más me pegan’”.
Después, inesperadamente, los agresores los abandonaron. Los dejaron ahí, pecho tierra, con los pies y las manos atadas detrás de la espalda. Se llevaron la camioneta, las armas de los escoltas y el equipaje.
“No fue un asalto común”, advierte Araceli Rodríguez, “se llevaron las cosas porque estaban en la camioneta. A mí me han comentado que en esa carretera pasan cosas, paran a la gente, la bajan de sus vehículos y se van con todo lo de valor. Pero a nosotros no nos bajaron, a nosotros nos secuestraron. Todo el tiempo nos decían ‘los estamos investigando’ y conmigo se ensañaron más. No sé qué pasó, por qué se van sin matarnos. Ya hasta habían cortado cartucho, pero se van”.
“Entonces uno de mis escoltas logra desamarrarse las manos. No sé cómo le hizo pero, aunque se corta las muñecas, sí logra romper los cinchos. Luego rompe los de sus pies y libera al otro escolta que estaba junto a mí”. Aunque ambos guardias se esforzaron por liberarla, solo consiguieron romper las amarras de sus pies.
Así ella, con las manos aún atadas detrás de la espalda, y los dos agentes que la custodian debieron caminar cuarenta minutos en la autopista, pidiendo auxilio a los autos que pasaban hasta que finalmente un conductor se animó a detenerse y los trasladó a la caseta Paso Morelos, donde hay una oficina de la Guardia Nacional.
“Yo todavía no tengo la respuesta de qué los llevó a irse y dejarnos vivos”, dice Araceli Rodríguez, “o quizá pensaron: se van a morir solos, están amarrados de pies y manos, boca abajo, con los animales, en la noche… Por eso digo: gracias, Dios mío, tú estuviste ahí. No pudiste evitar lo que nos pasó, pero sí evitaste que nos mataran. Con eso me quedo, tenemos vida”.
Sobre la manera en que este ataque afecta su trabajo como defensora de derechos humanos y como una de tantas madres buscadoras, responde: “sí, tengo miedo, fue una experiencia que sí me marca, pero no me paraliza. El miedo hay que transformarlo, como lo he aprendido a hacer en estos trece años, cinco meses y prácticamente doce días desde la desaparición de Luis Ángel. Yo voy a continuar hasta el último día de mi vida en la búsqueda de mi hijo, de sus compañeros y del civil [que los acompañaba]. Si no los encuentro a ellos, quizá encuentre a una de las más de 112 mil personas desaparecidas que hay en el país, para dar certeza y paz a sus familias. Por de más está que me digan ‘ya para, ya no hagas nada’. Si me detuviera, ya no sería la Araceli Rodríguez que nació el 16 de noviembre de 2009, a través de Luis Ángel”.
Cuando su hijo fue desaparecido, presuntamente por integrantes del crimen organizado, la Policía Federal, corporación a la que sus seis compañeros y él pertenecían, no hizo nada. Para lograr que la institución (que luego se convirtió en la Guardia Nacional) reconociera el rapto de sus elementos y del civil que habían contratado como chofer, y que iniciara su búsqueda y la de sus captores, las familias de esos agentes, encabezadas por Araceli Rodríguez, debieron declararse en plantón en las instalaciones centrales de este cuerpo de seguridad, en Iztapalapa, Ciudad de México. Desde entonces han pasado más de trece años, durante los cuales ha mantenido firmemente su demanda de justicia y verdad, como otras madres buscadoras.
Hace poco menos de una década, en septiembre de 2014, Araceli Rodríguez afirmó en una entrevista que para las madres buscadoras de las y los desaparecidos es imposible abandonar esta actividad, pues las impulsa “la gran fortaleza en nuestro vientre, en nuestro corazón, de haber tenido la dicha, por medio de Dios, de parir a nuestros hijos e hijas”. Debido a esa fuerza, nacida del dolor, dijo entonces: “No vamos a claudicar, no vamos a dejar que queden impunes tantos crímenes”.
Esa fuerza, reparó, ha convertido a las madres buscadoras “en agentes de cambio”. No lo dijo en términos figurativos. En ese mismo año, a través del Sistema de Educación Abierta, concluyó la secundaria; dos años después, la preparatoria. Entre 2017 y 2022 hizo la licenciatura en Derecho y actualmente cursa la maestría en Ciencias Penales. “Cuando pasó lo de Luis Ángel, el 16 de noviembre de 2009, en mi mente no estaba nada de lo que ahora soy. Yo viví este transmutar para convertir el dolor en causa y avanzar”.
“Luego te preguntas qué puedes hacer para que lo que te pasó a ti ya no siga sucediendo. Por eso empecé a estudiar, para ayudarme y ayudar a la demás gente, y ha sido una transformación bien cañona. Así me dicen, esa es la palabra: ‘tú estás cañona’, porque mi promedio de graduación de la licenciatura fue de 9.7”, cuenta Araceli y ríe. De acuerdo con ella, estos conocimientos le sirven para informar a las familias de los desaparecidos cuáles son sus derechos, por ejemplo, “bajo qué artículos pueden argumentar, fundamentar o motivar una promoción legal, redactada con su propia mano. Que sepan cómo defenderse”.
Espontáneamente, Araceli Rodríguez se adelanta a la pregunta de si tiene miedo, sobre todo, después del ataque de hace dos meses. Reconoce que el temor está ahí pero “quienes ya dimos pasos firmes y pesados, como los elefantes, no vamos a callar nunca”. Han aprendido a alzar la voz: “tenemos bien claro quiénes somos, qué queremos y hacia dónde vamos”.
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