Denis Villeneuve tenía en sus manos la oportunidad de construir un mundo épico con "Dune: Part Two", alejado de la simpleza del puñetazo y las explosiones para sumergirse en las complejidades de sus protagonistas. Por desgracia, eligió el camino dominguero de Ridley Scott en una gesta con bonitas postales, pero sabor melodramático y sin la malicia que le conocimos en "Blade Runner 2049".
La transformación ha terminado: después de una carrera que pasó de una inclinación vanguardista a producir el cine más interesante del Hollywood contemporáneo, Denis Villeneuve devino en Ridley Scott. Hay para quien esto representa un halago pero la intención es absolutamente contraria: qué carrera tan triste la del director inglés, que empezó como un exponente vistoso de la ciencia ficción y la fantasía y cayó rápidamente en el rol de cineasta para papás. Lo que son Steely Dan, Mijares y Raphael en la música, lo es para el cine Scott, gracias a películas como Gladiator (2000), Black Hawk Down (2001), Matchstick Men (2003), A Good Year (2006), American Gangster (2007) y así, hasta Napoleon (2024), imprescindibles en versión doblada al español para un domingo de lecciones sobre el éxito, la amistad y la historia antigua según eventos que nunca pasaron. En el caso de Villeneuve, la horrible desfiguración empezó con Dune (2021) —aunque ya se podía anticipar con la descerebrada representación de la guerra contra el narcotráfico en Sicario (2015)— y se concreta con su segunda parte, que levantó expectativas cuando el director francocanadiense prometió que sería más cinematográfica que su predecesora. No pasó.
Para atizar el fuego, empezando la semana del estreno Villeneuve armó un escándalo al decir que le molestaba la tendencia de un cine que imita a la televisión, es decir, uno que se expresa más en diálogo y acciones que en imágenes y sonidos. Por un lado es un rechazo a cineastas clásicos como Howard Hawks y Stanley Donen, cuya forma se concentraba en observar y oír a los actores, pero por el otro sugiere una herencia de Alfred Hitchcock —que se llegó a expresar de forma parecida— y sus descendientes, cada vez más radicales en su idea de un cine puro. Sin embargo Dune: Part Two (2024) es justamente lo que Villeneuve denunció. No se puede negar que hay imágenes interesantes, inevitables para un cineasta que con la secuela Blade Runner 2049 (2017) rebasó la película original de Scott, pero, al igual que en Dune, se ausenta esa valentía que dirigió una producción de 180 millones de dólares concentrándose no en las explosiones, las naves o los puñetazos, sino en la melancolía y el silencio.
De hecho, Dune: Part Two es todavía más hipócrita tras las declaraciones de Villeneuve porque, al repetir el estilo de su predecesora, parece más el episodio de una serie, ceñido a la biblia de la producción, que una película como, digamos, The Godfather Part II (1974), más vasta en todo que la primera parte. El colmo: en la nueva Dune hay fuego y peleas y sablazos y balazos, pero sobre todo hay personajes hablando, explicándose su mundo entre ellos, como marionetas conscientes de que alguien los mira y necesita entender qué hacen y por qué.
Dune: Part Two empieza inmediatamente tras el final del primer episodio: en una galaxia futura que parece haber vuelto al feudalismo, pero a escala interestelar, los malévolos Harkonnen han logrado vencer a la familia que gobernaba el planeta desértico Arrakis, los Atreides, y los sobrevivientes se refugian con los Fremen, una sociedad inspirada en los nómadas del Norte de África. Estos personajes parecen convencidos de que Paul Atreides (Timothée Chalamet) encarna un mesías que los salvará de la sed cotidiana entre las dunas inagotables de su hogar; mientras tanto, su madre, Lady Jessica (Rebecca Ferguson), utiliza sus poderes de monja espacial para sostener esta convicción, y una muchacha de la tribu, Chani (Zendaya), se enamora de él. En otra parte de la galaxia, el emperador (Christopher Walken) y su hija, la princesa Irulan (Florence Pugh), planean intervenir para salir bien librados de una hipotética rebelión, si es que otras casas se enteraran de que ellos dieron su anuencia a los Harkonnen para empezar el intergaláctico desmadre.
Con esto debe bastar —en caso de que alguien no haya visto la primera parte— para comprender la sofisticada diplomacia que consolida a la novela original de Frank Herbert y sus adaptaciones cinematográficas como una versión más compleja del mito del héroe —caos y restauración en manos del elegido— que siguió Star Wars (1977); sin embargo, el tono de Dune: Part Two imita al de George Lucas e incontables aventuras espaciales mediante unos protagonistas que, cuando no susurran, gritan; se suma también una moralidad que enfrenta al profeta bueno con el imperio malo, pero más grave que cualquier cliché: unas imágenes que apenas si hacen otra cosa que describir acciones e ilustrar pláticas. Es lo mismo que ya hemos visto antes pero más estéril porque Villeneuve se niega a hacer una película suya. Incluso el ritmo evidencia una tensión entre la necesidad de narrar velozmente, para que la película no alcance las cuatro horas de duración, y el deseo de contemplar estos mundos imposibles de ver, salvo en el cine. James Cameron, que no suele ser entendido como un cineasta poético, se sumergió con mayor interés en los mares de Pandora.
Ya en mi texto sobre la primera Dune de Villeneuve abordé la versión que hizo David Lynch, importante no solo por aquella escena en la que el líder de los Harkonnen asesina a un atemorizado Ernesto Laguardia, sino porque, aunque el guion es bastante respetuoso de la versión original, sus espacios, vestuarios y actuaciones están notablemente influenciados por la cultura queer y resultan, por ello, subversivas. Por supuesto, era imposible que Villeneuve reinterpretara la forma de la primera entrega pero, al simplemente repetir aquel conglomerado de estereotipos épicos, se siente más reaccionaria. Los tropos se desbordan en una escena de primer beso donde la cámara gira alrededor de los personajes como si se tratara de un momento melodramático de John Woo. En otro punto, Paul se abre paso entre los Fremen; la cámara los mira desde arriba y el movimiento de la gente alrededor del protagonista, como protones repeliéndose, describe una fotografía atractiva, interesante, incluso cargada de significación: se entiende el fanatismo alrededor del elegido; sin embargo, tanta belleza declara complacencia, como si estuviéramos viendo un certamen de National Geographic. La rapidez de este y muchos otros planos breves de sombras en el desierto, de hormigas, de un sol gigantesco que se hunde en la arena, sugiere más bien un videoclip desenfrenado e indiferente a que contemplemos su belleza de postal.
Siendo justo, Villeneuve sí tiene una escena más interesante, quizá la más original de las dos películas, cuando muestra el cumpleaños del psicópata Feyd-Rautha Harkonnen (Austin Butler). Para captar el sol negro del planeta malvado de los villanos, Villeneuve muestra en blanco y negro la celebración en una arena donde el sanguinario Feyd dará un espectáculo mortal enfrentándose a prisioneros del clan Atreides. Más allá de las acciones que muestra —Scott y Gladiator vuelven a la mente—, Villeneuve ofrece al fin imágenes excéntricas, arriesgadas, como muchas otras de los Harkonnen: la negrura absoluta de sus edificios y de manchas de pintura explotando en el cielo, la forma orgánica de la arquitectura y las naves, la piel de porcelana y lampiña. Quizá la versión nonata de Dune que planeó el psicodélico Alejandro Jodorowsky se habría parecido más a esto. Pero de inmediato Villeneuve nos regresa a Arrakis con sus planos desérticos y sus disfraces de marine futurista.
Sobre todo, Villeneuve vuelve al elenco disparejo que conforma a los buenos: si Chalamet encarna los héroes a la Russell Crowe —tiesos, decididos, susurrantes—, Zendaya es incongruentemente terrenal: sus ojos ruedan como los de una adolescente harta de los regaños —Rue Bennett de Euphoria— y vuelven, de repente, a la determinación de guerrera interestelar. Javier Bardem es un inesperado alivio cómico que desentona todavía más, hasta el punto de parecer escrito e interpretado con el desparpajo de quienes vinieron nada más a cobrar.
En estos detalles la seriedad tan trillada de la película se quiebra, pero no en busca de la ruptura, como en el caso de David Lynch. De ser así, habría más actos de desobediencia a los cánones preestablecidos por Lucas, por Scott —hasta por Ron Howard— y por el cine de aventuras que los formó. Más bien, Dune: Part Two sugiere un cansancio que, en el mejor de los casos, nos describe un Villeneuve harto de trabajar para la maquinaria industrial —quizá por lo mismo la tercera parte se tardará más en llegar—; en el peor, nos confirma la aparición de su filmografía posterior en la tele dominguera, vista desde un sillón forrado de plástico.