El Elvis de Baz Luhrmann es un superhéroe contemporáneo
Insurgente musical y sexual, ladrón original de la música negra e icono de las capas de lentejuelas, Elvis Presley ha sido un símbolo que no deja de ser reinterpretado. Bajo la mirada de Baz Luhrmann, Elvis invita al espectador a considerar a su protagonista un contemporáneo: el primer blanco en perrear para atravesar el espacio y tiempo en un arrebato que todavía se siente nuevo.
En el corazón de todas las películas sobre Elvis Presley, incluso en las que aparece unos minutos, hay la misma pregunta: ¿Qué es Elvis? No es tanto que la formulen los cineastas, sino que las imágenes, como barcos, llevan pasajeros incontables: llevan a los guionistas, productores y directores; llevan al público, que no es una masa idéntica sino una colección de individuos, y en todos estos imaginarios, al menos hasta olvidar el rock & roll, Elvis será una ficción que abarca muchos opuestos: la insurgencia de una juventud que despertó viéndolo agitarse en el escenario y la satisfacción conservadora de someterlo en conciertos para los visitantes acaudalados de Las Vegas. También el ladrón original de la música negra y el embajador que la esparció hasta sus últimos días. No podemos verlo vestido de rosa o con sus capas de lentejuelas; caminando en Tennessee o cantando en Nevada, como un personaje que se represente solamente a sí mismo, sino como un símbolo que no para de significar.
Para Quentin Tarantino, en su guion de True Romance (1993), Elvis es un consejero fantasma; también para Jim Jarmusch en Mystery Train (1989), pero ahí además es un lugar, un tiempo, un tono y una tradición que se manifiesta como un bandido rockabilly interpretado por Joe Strummer. John Carpenter quiso verlo en Elvis (1979) como un hombre, quizá porque apenas si se le había entendido así, mientras que directores como Edward Yang, Rob Reiner y Robert Zemeckis lo interpretan como un dios silencioso que se ve de espaldas, cuando mucho, o que es nombrado solamente como sinónimo de un mundo nuevo.
Baz Luhrmann, coronado rey del maximalismo —aunque el canadiense Guy Maddin me parece la verdadera majestad—, se agarra de muchas interpretaciones pasadas. Su Elvis (2022) lo intenta todo vorazmente hasta desplomarse en una trillada narrativa de auge y caída pero antes de eso añade algunas ideas, algunas posibilidades que, en el amplio panteón de las representaciones de Elvis, logran sumar algo a las imágenes más vistas. La película entera no es original o sobresaliente pero sí hay partes de ella que nos invitan a reconsiderar a Elvis como un contemporáneo; a atravesar el espacio y el tiempo para sentir hoy el arrebato de su presencia.
La película narra la carrera completa del icono: de la niñez y los pequeños conciertos en el sur de Estados Unidos a su periodo en Las Vegas y su repentina muerte. Retomando el estilo que usó en The Great Gatsby (2013), el narrador de Luhrmann es otra vez una figura cercana al protagonista. Esta vez no es un amigo fascinado con una fantasía, como Nick Carraway, sino un villano que se percibe tan importante como su formidable víctima. El coronel Tom Parker, mánager vitalicio de Elvis (Austin Butler) y señalado en los últimos años de su vida como su explotador más grande, es interpretado por Tom Hanks como un antagonista dickensiano, con todo y los rasgos antisemitas que eso conlleva: el Parker de Hanks tiene una nariz desproporcionadamente grande que ni siquiera se parece a la del original y habla con un extraño acento que subraya su maldad. Aunque Parker ocultó por años que era holandés, imitaba bien el inglés del sur de Estados Unidos; sin embargo se impone la desvergüenza de Luhrmann, que ha ido radicalizando su poética de la ocurrencia hasta estos extremos.
Es posible defender las excéntricas transiciones del director: por ejemplo, en un plano una ruleta, símbolo de la adicción al juego de Parker, se convierte en la llanta de un coche donde viaja el joven Elvis. La imagen vincula los abusos futuros de uno con los sueños del otro en el pasado, pero Luhrmann no logra sostener esas decisiones a lo largo de toda la película y para el desenlace su voz se disuelve. También la de Parker, que no controla realmente la historia para justificarse, como lo plantea el inicio de la película. Al contrario, a menudo destaca la perspectiva de Elvis y otros personajes cercanos a él, así que el ángulo de la estrella contada por su representante no es la aportación más significativa de Luhrmann.
Lo interesante aparece en la idea de Elvis como superhéroe y como embajador de la música afroestadounidense. No es que nunca se haya discutido lo segundo, claro, pero Luhrmann lo hace al conectar distintas tradiciones en desenfrenados ejercicios de montaje sonoro: a momentos escuchamos alguna canción de Elvis o de sus influencias y se les atraviesan sin advertencia Doja Cat o Cee LoGreen. Estos no son meros caprichos para vender la película a partir de la música contemporánea sino símbolos que sugieren la vigencia del gospel y el blues que tocaba Elvis, vivos todavía en nuestro hip hop. Por supuesto, la historia es más compleja e involucra la explotación de músicos y compositores negros que Luhrmann maquilla con idealizaciones, pero la deuda de su protagonista la asume él mismo en la película, tal como en su vida real.
Elvis como superhéroe también podría parecer un intento de convencer a los espectadores de Thor y Batman de escucharlo pero Luhrmann se recarga otra vez en su estilo y logra un discurso puramente cinematográfico: en el primer concierto de Elvis sobran las palabras del coronel, que lo describen dueño del superpoder de la música. Luhrmannyuxtapone una imagen tras otra, las ralentiza; la película se transforma en un parpadeo vigoroso que ya no pretende narrar o meramente mostrar a su protagonista sino zarandearnos para sentir la misma emoción que sus espectadores. El montaje tiene también una carga erótica al concentrarse en el movimiento de Elvis, que adquiere un rol político cuando lo usa para rebelarse contra su mánager y el conservadurismo estadounidense. En esos momentos Elvis es un contemporáneo: el primer hombre blanco en perrear, el primer colonizador en contra de la blanquitud. De nuevo, Luhrmann exagera en sintonía con la historia popular pero matiza con la admiración de su protagonista por un andrógino Little Richard (Alton Mason), que indudablemente lo rebasa.
Conforme la película se atora en los tropos del cine biográfico, los conciertos de Elvis se hacen enclaves utópicos: si todo lo demás falla en la vida del protagonista y en el estilo del director, la música y el montaje no ceden a la necesidad de solamente colorear el relato, como en tantas películas sobre otros iconos. Luhrmann filma las interpretaciones completas y construye a partir de su impacto físico el significado de Elvis: el de una vibración potente que emerge de cuerdas, de metales, de percusiones y del cuerpo para multiplicarse a través de los años. El rey abdicó manipulado y adicto pero ahí quedan sus mejores álbumes, sus mejores conciertos, para recordarnos cómo se coronó. Luhrmann crea una memoria visual que quizá lo mantenga vivo en nuestro tiempo de necesarias reivindicaciones.
gatopardo
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