La masacre de Múnich 1972, un septiembre negro
La Masacre de Múnich fue uno de los primeros acercamientos occidentales al terrorismo contemporáneo.
El 8 de diciembre de 1972, a pocos días de la Masacre de Múnich en las Olimpiadas, Jorge Ibargüengoitia escribió en su reconocida columna del periódico Excélsior, que estas justas deportivas “[no] son la fiesta de la paz, la hermandad internacional y el homenaje a la proeza física. Al contrario, son la fiesta del nacionalismo y la guerra incruenta. ¿Qué otra cosa, si no nacionalismo puro, son las banderas y los himnos y la gente enloquecida frente a las cámaras cada vez que un compatriota gana una competencia?”. El escritor mexicano remató la idea diciendo que las Olimpiadas sirven para fomentar odios y complejos entre naciones.
A pesar de no aludir directamente a la tragedia ocurrida en Múnich, Ibargüengoitia hizo un comentario de cómo un evento deportivo, que supuestamente apela a la unión entre las naciones, se transformó en un un acontecimiento geopolítico donde grupos con motivaciones políticas recurrieron a la violencia de manera fatal. Las Olimpiadas de 1972 en Múnich, cuyo lema oficial fue “Los juegos alegres” o también “Los juegos de la paz y el júbilo”, se vieron opacadas por los eventos ocurridos entre el 5 y 6 de septiembre, en el que terroristas palestinos del grupo Septiembre Negro secuestraron a 11 atletas israelíes. Casi todos los involucrados murieron, deportistas y terroristas por igual. Solamente tres terroristas sobrevivieron y fueron arrestados, aunque eventualmente liberados.
La tragedia no puede explicarse desde un solo ángulo, hay analizar varios. Las olimpiadas de 1972, como bien apunta Ibargüengoitia, no eran solamente una buena competencia deportiva, eran un escaparate político. Los últimos juegos que sucedieron en Alemania fueron en 1936, durante el ascenso del Nazismo y a forma de propaganda para el régimen. En 1972, 36 años después, Alemania occidental tenía la responsabilidad de dar otra imagen, una de paz y aceptación (de ahí los lemas atribuidos a estos juegos). Las Olimpiadas también tuvieron propaganda en la que —de acuerdo con Simon Burnton en The Guardian— Alemania se mostraba como un país ferozmente opuesto al nacionalismo y la violencia.
En su documental, One Day in September, sobre los atentados ocurridos durante las Olimpiadas, Kevin McDdonald enfatiza la falta de seguridad que existía durante los eventos, y varios analistas como George Siber analizaron estas medidas laxas y relajadas. Esta Alemania no era agresiva, se presentaba como una promotora de paz.
Pero la República Federal Alemana no se encontraba exactamente en un momento de paz. Durante la década de los 70, Alemania experimentó un periodo de terrorismo local, principalmente liderado por la Fracción del Ejército Rojo y las Células Revolucionarias, estas últimas creadas en 1973. Ambos grupos eran militantes de extrema izquierda, y llevaban a cabo asesinatos, secuestros y explosiones en lugares públicos entre otros actos violentos para protestar ante lo que llamaban un “Estado Imperialista”. Alemania vivía una temporada turbulenta, recién salida de su movimiento estudiantil a finales de los 60. Por si fuera poco, las situación fuera de Alemania y en los países árabes aledaños a Israel era aún más tensa, mientras la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) manejaba a sus facciones armadas (particularmente Septiembre Negro) con el fin de, de acuerdo con Yasser Arafat, “destruir Israel”.
La madrugada del 5 de septiembre, ocho miembros de Septiembre Negro irrumpieron en la Villa Olímpica de Múnich disfrazados de contendientes canadienses. Ahí, fueron directamente a los dormitorios de atletas y entrenadores israelíes, y mantuvieron a nueve de ellos como rehenes. Otros dos miembros del equipo olímpico israelí ya habían sido asesinados en el proceso. Los terroristas exigían la liberación de 236 prisioneros palestinos en Israel, así como la liberación de Andreas Baader, Ulrike Meinhof y otros integrantes de la Fracción del Ejército Rojo (también llamada, el Grupo Baader-Meinhof). Golda Meir, Primera Ministra de Israel, declaró tajantemente que Israel no negociaría con terroristas.
Tras un día de violencia, intercambios con oficiales, e intentos fallidos de rescate, el 6 de septiembre se llegó a un acuerdo: los terroristas y atletas volarían a El Cairo en un avión alemán. Esto era una trampa, y los alemanes orquestaron una emboscada en el aeropuerto para eliminar a los terroristas y rescatar a los rehenes. La operación, finalmente, fue un fracaso, todos los rehenes fueron asesinados y sólo tres de los terroristas fueron arrestados.
El fracaso de la operación devino, principalmente, por una pobre planeación de parte del cuerpo de seguridad e inteligencia alemana. Subestimaron el número de terroristas (contaron a lo mucho 4, es decir la mitad) y un comando decidió abortar la misión antes de comenzar, sin consultarlo con un oficial de mayor rango. De acuerdo al periodista John K. Cooley, los terroristas declararon el día anterior “el dinero no significa nada para nosotros; nuestras vidas no significan nada para nosotros”. Una vez más, Alemania tenía sangre judía en las manos, mientras los Israelíes tan sólo pudieron observar la tragedia.
La situación diplomática entre Alemania e Israel empeoró cuando el vuelo Lufthansa 615 fue secuestrado por terroristas palestinos, quienes exigían la liberación de los perpetradores arrestados por la masacre. Alemania accedió rápidamente y fueron trasladados a Libia, donde fueron recibidos como héroes. Las negociaciones han sido fuente de intenso escrutinio, y varios periodistas sugirieron colusión del gobierno alemán en la planeación del secuestro a cambio de un cese al terrorismo. Israel, en 1974, respondió con la Operación Ira de Dios, orquestada por el Mossad —su servicio de inteligencia—, en la que rastrearon a colaboradores, líderes y altos mandos de Septiembre Negro para asesinarlos. Algunas fuentes indican que la operación duró más de 20 años.
Pero así como los Juegos Olímpicos son más que una disputa deportiva, un ataque terrorista de esta índole es más que su componente trágico o violento. Antes de Múnich, el terrorismo no era algo ampliamente discutido, tampoco la situación del territorio Palestino. El enfoque masivo de los Juegos Olímpicos contribuyó a poner estos temas en la agenda de una manera atroz. En el documental de Kevin McDonald, el director le preguntó a Jamal Al-Gashey, uno de los terroristas que aún continúan vivos, sobre los sucesos de Munich, a lo que el terrorista respondió: “Estoy orgulloso de lo que hice en Munich porque ayudó a la causa Palestina inmensamente. Antes de Múnich, nadie en el mundo conocía nuestra lucha. Pero ese día, el nombre ‘Palestina’ fue repetido alrededor del mundo”.
Apoyado en esta noción esta el sociólogo Jean Baudrillard, quizá el teórico más sensato y relevante sobre el tema. En su libro El Espíritu del Terrorismo, Baudrillard habla de que que el fenómeno no es una respuesta religiosa, tampoco vengativa, resentida o de fragilidad. Tiene que ver con un esquema de globalización que sistemáticamente excluye poblaciones, como la palestina, a costa de una serie de beneficios económicos y geopolíticos para otras naciones. Septiembre Negro respondió a este desequilibrio de poder con un esquema familiar para occidente: crueldad excesiva, uso efectivo de comunicación masiva, transmisión inmediata de un mensaje. De forma simbólica, este ataque terrorista desnudó a las grandes naciones y a sus celebraciones pacíficas. Los ideólogos extremistas lograron cruelmente humillar a un país y transmitir sus ideas.
Y mientras este desequilibrio de poder exista, el terrorismo y tragedias como la de Múnich volverán a suceder, como el siglo XXI bien lo comprueba.
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