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Fotografia de Auge / Google Maps.
Hasta mediados del siglo XX solían fluir por la capital mexicana por lo menos 45 ríos, que fueron entubados casi en su totalidad, bajo una visión higienista y de progreso. Pero ése sólo fue uno de los más recientes intentos por sacar el agua de la “ciudad chinampa”: en realidad, la supresión de su cultura lacustre data de la Conquista.
Imagine este paseo en Ciudad de México: camina junto a un riachuelo que sale de las rejas del Bosque de Chapultepec hacia la rotonda de la Diana Cazadora, mientras va comiendo frutos de los árboles alrededor y unas frambuesas rojas y agridulces. Sí, sobre el Paseo de la Reforma. Así vivió su infancia el señor Arturo Ríos, en la década de los cincuenta, cuando todavía no entubaban los ríos de la ciudad.
“Recuerdo un riachuelo que venía del sur, no sé realmente si era de Tacubaya o de lo que llamaban El Chorrito, a un lado del Rancho de la Hormiga, que después fue la casa presidencial de Los Pinos. Donde estaba el camino de Dolores, la vía que seguía hacia San Ángel y tenía una desviación hacia el Panteón de Dolores, a esa altura entraba a toda la parte oriente del Bosque de Chapultepec. Varias veces recorrí aquel riachuelito”, relata don Arturo, para envidia de las generaciones posteriores a la suya.
Estas escenas no son de una película ni de un pueblo mágico: es lo que vivieron nuestros padres y abuelos en los casi cincuenta ríos que tenía la capital, que fueron cubiertos de concreto a mediados del siglo XX: el río de la Piedad, río Churubusco, río Consulado, San Joaquín, Magdalena, Tacubaya, río Mixcoac, río Becerra… Todas las grandes vialidades que ahora tienen nombre de río alguna vez lo fueron.
Pero la idea de “sacar el agua” de la capital mexicana no empezó en la década de 1950; desde la Conquista se vienen fraguando diversos planes para eliminar este elemento “estorboso”’, que no permite ocupar el suelo de la ciudad más importante del país y una de las más grandes del mundo: acueductos, albarradones, tajos, túneles… cualquier cosa para ganar espacio dónde establecerse y someter a los indígenas; frenar el peligro de inundaciones y, ya en este siglo, para bloquear las aguas negras y dar paso a las infinitas posibilidades de la construcción moderna.
El fallecido arquitecto Jorge Legorreta —uno de los investigadores que más se dedicaron al estudio del agua en México— relató en su obra que la gran Tenochtitlán fue una ciudad con tecnologías avanzadas para controlar sus niveles de agua y reciclar sus desechos; sin embargo, con la llegada de los conquistadores del Viejo Mundo, la situación cambió. “El conocimiento profundo, el manejo adecuado y el dominio integral que nuestros antepasados tenían sobre el agua jamás pudo ser entendido por los hombres de a caballo; suprimir la cultura lacustre era indispensable para asegurar la dominación colonial”, escribió en su libro El agua y la Ciudad de México. De Tenochtitlan a la megalópolis del siglo XXI (UAM; 2006).
A partir del siglo XVI, detalló Legorreta, la nueva cultura hispánica empezó su “errónea tarea” de desaparecer el agua de la cuenca de México, ya que para excluir a los indios de la ciudad no bastaba con destruir sus templos e ídolos. Por ello, convirtieron los antiguos canales en drenajes y los lagos en depósitos de basura. La destrucción de las obras hidráulicas prehispánicas dio origen a las inundaciones, uno de los problemas más grandes de esta urbe.
“México no era ciudad de palacios, sino de lagos paulatinamente destruidos por los mismos palacios”, sentenció Legorreta, cronista arquitectónico y urbanista, además de arquitecto. Y citó a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España: “Víamos [sic] el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas las puentes [sic] que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que volvían con cargas e mercaderías; e víamos [sic] que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera o en canoas”.
En menos de quinientos años, puntualizó, “la Ciudad de México transformó sus acequias en túneles, sus canales en drenajes, sus ríos en avenidas y, finalmente, sus viaductos en dobles pisos”.
Los argumentos oficiales para entubar los ríos fueron la sanidad y el riesgo perenne de inundación que ha condenado al Valle de México. Los expertos explican que el crecimiento poblacional durante el siglo XX llevó a los habitantes a establecerse alrededor de los ríos, en colonias que no contaban con la infraestructura necesaria: no se construyó un sistema de drenaje específico para las aguas residuales, por lo que éstas se descargaban en los ríos.
En pocos años se volvió un problema sanitario, que el gobierno de la Ciudad (el entonces Departamento del Distrito Federal) decidió resolver cubriéndolos con cemento. Esta decisión no fue unilateral: de acuerdo con los expertos, cada obra pública debe ir acompañada de consultas a la población directamente afectada —a nivel hiperlocal— y los proyectos de entubar los ríos no encontraron mucha resistencia de los vecinos. Todos gustaban de vivir cerca del río y la vegetación —sobre todo, las generaciones que los conocieron limpios—, pero conforme empezaron a percibirlos como una amenaza a la salud pública, la población aceptó la propuesta gubernamental.
En ese momento, esta estrategia no fue vista como ecocidio —una idea que tiene sentido en la actualidad—, sino como un paso necesario para el progreso en una ciudad con un crecimiento exponencial, apunta el investigador Manuel Perló, experto en Planeación Urbana e Infraestructura Hidráulica.
El académico de la UNAM advierte que el tema de los ríos urbanos debe analizarse bajo una óptica estricta e integral y no con una visión en blanco y negro. “Era más factible, era más viable; había más fuerzas económicas, técnicas, científicas, a favor de esa opción. Sí, yo no me creo el cuento de los malos y los buenos, ¿me entiendes? Unos eran los malos: esos ingenieros que entubaban los ríos eran los malos y los que decían “no, no, no” eran los buenos. No, era mucho más complejo”.
La geógrafa Elda Luyando, también de la UNAM, coincide. Para ella, se tomó la decisión que en ese momento podía tomarse y advierte que cualquier proyecto para recuperar los ríos urbanos de Cdmx deberá realizarse de manera muy cuidadosa, de lo contrario, se corre el riesgo de empeorar el entorno.
“Si hubieran tomado otra decisión, la de mantenerlos limpios y mandar los drenajes por otro lado, habría sido estupendo, pero fue un beneficio práctico: ‘Vamos a usar el río para desagüe’, punto. Ya estaba asqueroso y empezó a desbordarse... pues claro, ¿cuál fue la solución? Entubarlo. Era lo más práctico que encontraron. Y ahora viene la pregunta: ¿Por qué no lo desentubamos? Pues sí, pero entonces tienes que hacer todas las otras maniobras para que, ya desentubado, corra limpio. Si no, mejor ni lo hagas”, expresó la investigadora del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM.
Para conocer más sobre el momento en que se decidió cubrir de cemento los ríos de la Ciudad de México y las implicaciones de esta transformación, escucha el pódcast “¿En qué momento se decidió entubar los ríos de la ‘ciudad chinampa’?” de la serie En qué momento, un proyecto de Gatopardo y Javier Risco.
Hasta mediados del siglo XX solían fluir por la capital mexicana por lo menos 45 ríos, que fueron entubados casi en su totalidad, bajo una visión higienista y de progreso. Pero ése sólo fue uno de los más recientes intentos por sacar el agua de la “ciudad chinampa”: en realidad, la supresión de su cultura lacustre data de la Conquista.
Imagine este paseo en Ciudad de México: camina junto a un riachuelo que sale de las rejas del Bosque de Chapultepec hacia la rotonda de la Diana Cazadora, mientras va comiendo frutos de los árboles alrededor y unas frambuesas rojas y agridulces. Sí, sobre el Paseo de la Reforma. Así vivió su infancia el señor Arturo Ríos, en la década de los cincuenta, cuando todavía no entubaban los ríos de la ciudad.
“Recuerdo un riachuelo que venía del sur, no sé realmente si era de Tacubaya o de lo que llamaban El Chorrito, a un lado del Rancho de la Hormiga, que después fue la casa presidencial de Los Pinos. Donde estaba el camino de Dolores, la vía que seguía hacia San Ángel y tenía una desviación hacia el Panteón de Dolores, a esa altura entraba a toda la parte oriente del Bosque de Chapultepec. Varias veces recorrí aquel riachuelito”, relata don Arturo, para envidia de las generaciones posteriores a la suya.
Estas escenas no son de una película ni de un pueblo mágico: es lo que vivieron nuestros padres y abuelos en los casi cincuenta ríos que tenía la capital, que fueron cubiertos de concreto a mediados del siglo XX: el río de la Piedad, río Churubusco, río Consulado, San Joaquín, Magdalena, Tacubaya, río Mixcoac, río Becerra… Todas las grandes vialidades que ahora tienen nombre de río alguna vez lo fueron.
Pero la idea de “sacar el agua” de la capital mexicana no empezó en la década de 1950; desde la Conquista se vienen fraguando diversos planes para eliminar este elemento “estorboso”’, que no permite ocupar el suelo de la ciudad más importante del país y una de las más grandes del mundo: acueductos, albarradones, tajos, túneles… cualquier cosa para ganar espacio dónde establecerse y someter a los indígenas; frenar el peligro de inundaciones y, ya en este siglo, para bloquear las aguas negras y dar paso a las infinitas posibilidades de la construcción moderna.
El fallecido arquitecto Jorge Legorreta —uno de los investigadores que más se dedicaron al estudio del agua en México— relató en su obra que la gran Tenochtitlán fue una ciudad con tecnologías avanzadas para controlar sus niveles de agua y reciclar sus desechos; sin embargo, con la llegada de los conquistadores del Viejo Mundo, la situación cambió. “El conocimiento profundo, el manejo adecuado y el dominio integral que nuestros antepasados tenían sobre el agua jamás pudo ser entendido por los hombres de a caballo; suprimir la cultura lacustre era indispensable para asegurar la dominación colonial”, escribió en su libro El agua y la Ciudad de México. De Tenochtitlan a la megalópolis del siglo XXI (UAM; 2006).
A partir del siglo XVI, detalló Legorreta, la nueva cultura hispánica empezó su “errónea tarea” de desaparecer el agua de la cuenca de México, ya que para excluir a los indios de la ciudad no bastaba con destruir sus templos e ídolos. Por ello, convirtieron los antiguos canales en drenajes y los lagos en depósitos de basura. La destrucción de las obras hidráulicas prehispánicas dio origen a las inundaciones, uno de los problemas más grandes de esta urbe.
“México no era ciudad de palacios, sino de lagos paulatinamente destruidos por los mismos palacios”, sentenció Legorreta, cronista arquitectónico y urbanista, además de arquitecto. Y citó a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España: “Víamos [sic] el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas las puentes [sic] que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que volvían con cargas e mercaderías; e víamos [sic] que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera o en canoas”.
En menos de quinientos años, puntualizó, “la Ciudad de México transformó sus acequias en túneles, sus canales en drenajes, sus ríos en avenidas y, finalmente, sus viaductos en dobles pisos”.
Los argumentos oficiales para entubar los ríos fueron la sanidad y el riesgo perenne de inundación que ha condenado al Valle de México. Los expertos explican que el crecimiento poblacional durante el siglo XX llevó a los habitantes a establecerse alrededor de los ríos, en colonias que no contaban con la infraestructura necesaria: no se construyó un sistema de drenaje específico para las aguas residuales, por lo que éstas se descargaban en los ríos.
En pocos años se volvió un problema sanitario, que el gobierno de la Ciudad (el entonces Departamento del Distrito Federal) decidió resolver cubriéndolos con cemento. Esta decisión no fue unilateral: de acuerdo con los expertos, cada obra pública debe ir acompañada de consultas a la población directamente afectada —a nivel hiperlocal— y los proyectos de entubar los ríos no encontraron mucha resistencia de los vecinos. Todos gustaban de vivir cerca del río y la vegetación —sobre todo, las generaciones que los conocieron limpios—, pero conforme empezaron a percibirlos como una amenaza a la salud pública, la población aceptó la propuesta gubernamental.
En ese momento, esta estrategia no fue vista como ecocidio —una idea que tiene sentido en la actualidad—, sino como un paso necesario para el progreso en una ciudad con un crecimiento exponencial, apunta el investigador Manuel Perló, experto en Planeación Urbana e Infraestructura Hidráulica.
El académico de la UNAM advierte que el tema de los ríos urbanos debe analizarse bajo una óptica estricta e integral y no con una visión en blanco y negro. “Era más factible, era más viable; había más fuerzas económicas, técnicas, científicas, a favor de esa opción. Sí, yo no me creo el cuento de los malos y los buenos, ¿me entiendes? Unos eran los malos: esos ingenieros que entubaban los ríos eran los malos y los que decían “no, no, no” eran los buenos. No, era mucho más complejo”.
La geógrafa Elda Luyando, también de la UNAM, coincide. Para ella, se tomó la decisión que en ese momento podía tomarse y advierte que cualquier proyecto para recuperar los ríos urbanos de Cdmx deberá realizarse de manera muy cuidadosa, de lo contrario, se corre el riesgo de empeorar el entorno.
“Si hubieran tomado otra decisión, la de mantenerlos limpios y mandar los drenajes por otro lado, habría sido estupendo, pero fue un beneficio práctico: ‘Vamos a usar el río para desagüe’, punto. Ya estaba asqueroso y empezó a desbordarse... pues claro, ¿cuál fue la solución? Entubarlo. Era lo más práctico que encontraron. Y ahora viene la pregunta: ¿Por qué no lo desentubamos? Pues sí, pero entonces tienes que hacer todas las otras maniobras para que, ya desentubado, corra limpio. Si no, mejor ni lo hagas”, expresó la investigadora del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM.
Para conocer más sobre el momento en que se decidió cubrir de cemento los ríos de la Ciudad de México y las implicaciones de esta transformación, escucha el pódcast “¿En qué momento se decidió entubar los ríos de la ‘ciudad chinampa’?” de la serie En qué momento, un proyecto de Gatopardo y Javier Risco.
Fotografia de Auge / Google Maps.
Hasta mediados del siglo XX solían fluir por la capital mexicana por lo menos 45 ríos, que fueron entubados casi en su totalidad, bajo una visión higienista y de progreso. Pero ése sólo fue uno de los más recientes intentos por sacar el agua de la “ciudad chinampa”: en realidad, la supresión de su cultura lacustre data de la Conquista.
Imagine este paseo en Ciudad de México: camina junto a un riachuelo que sale de las rejas del Bosque de Chapultepec hacia la rotonda de la Diana Cazadora, mientras va comiendo frutos de los árboles alrededor y unas frambuesas rojas y agridulces. Sí, sobre el Paseo de la Reforma. Así vivió su infancia el señor Arturo Ríos, en la década de los cincuenta, cuando todavía no entubaban los ríos de la ciudad.
“Recuerdo un riachuelo que venía del sur, no sé realmente si era de Tacubaya o de lo que llamaban El Chorrito, a un lado del Rancho de la Hormiga, que después fue la casa presidencial de Los Pinos. Donde estaba el camino de Dolores, la vía que seguía hacia San Ángel y tenía una desviación hacia el Panteón de Dolores, a esa altura entraba a toda la parte oriente del Bosque de Chapultepec. Varias veces recorrí aquel riachuelito”, relata don Arturo, para envidia de las generaciones posteriores a la suya.
Estas escenas no son de una película ni de un pueblo mágico: es lo que vivieron nuestros padres y abuelos en los casi cincuenta ríos que tenía la capital, que fueron cubiertos de concreto a mediados del siglo XX: el río de la Piedad, río Churubusco, río Consulado, San Joaquín, Magdalena, Tacubaya, río Mixcoac, río Becerra… Todas las grandes vialidades que ahora tienen nombre de río alguna vez lo fueron.
Pero la idea de “sacar el agua” de la capital mexicana no empezó en la década de 1950; desde la Conquista se vienen fraguando diversos planes para eliminar este elemento “estorboso”’, que no permite ocupar el suelo de la ciudad más importante del país y una de las más grandes del mundo: acueductos, albarradones, tajos, túneles… cualquier cosa para ganar espacio dónde establecerse y someter a los indígenas; frenar el peligro de inundaciones y, ya en este siglo, para bloquear las aguas negras y dar paso a las infinitas posibilidades de la construcción moderna.
El fallecido arquitecto Jorge Legorreta —uno de los investigadores que más se dedicaron al estudio del agua en México— relató en su obra que la gran Tenochtitlán fue una ciudad con tecnologías avanzadas para controlar sus niveles de agua y reciclar sus desechos; sin embargo, con la llegada de los conquistadores del Viejo Mundo, la situación cambió. “El conocimiento profundo, el manejo adecuado y el dominio integral que nuestros antepasados tenían sobre el agua jamás pudo ser entendido por los hombres de a caballo; suprimir la cultura lacustre era indispensable para asegurar la dominación colonial”, escribió en su libro El agua y la Ciudad de México. De Tenochtitlan a la megalópolis del siglo XXI (UAM; 2006).
A partir del siglo XVI, detalló Legorreta, la nueva cultura hispánica empezó su “errónea tarea” de desaparecer el agua de la cuenca de México, ya que para excluir a los indios de la ciudad no bastaba con destruir sus templos e ídolos. Por ello, convirtieron los antiguos canales en drenajes y los lagos en depósitos de basura. La destrucción de las obras hidráulicas prehispánicas dio origen a las inundaciones, uno de los problemas más grandes de esta urbe.
“México no era ciudad de palacios, sino de lagos paulatinamente destruidos por los mismos palacios”, sentenció Legorreta, cronista arquitectónico y urbanista, además de arquitecto. Y citó a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España: “Víamos [sic] el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas las puentes [sic] que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que volvían con cargas e mercaderías; e víamos [sic] que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera o en canoas”.
En menos de quinientos años, puntualizó, “la Ciudad de México transformó sus acequias en túneles, sus canales en drenajes, sus ríos en avenidas y, finalmente, sus viaductos en dobles pisos”.
Los argumentos oficiales para entubar los ríos fueron la sanidad y el riesgo perenne de inundación que ha condenado al Valle de México. Los expertos explican que el crecimiento poblacional durante el siglo XX llevó a los habitantes a establecerse alrededor de los ríos, en colonias que no contaban con la infraestructura necesaria: no se construyó un sistema de drenaje específico para las aguas residuales, por lo que éstas se descargaban en los ríos.
En pocos años se volvió un problema sanitario, que el gobierno de la Ciudad (el entonces Departamento del Distrito Federal) decidió resolver cubriéndolos con cemento. Esta decisión no fue unilateral: de acuerdo con los expertos, cada obra pública debe ir acompañada de consultas a la población directamente afectada —a nivel hiperlocal— y los proyectos de entubar los ríos no encontraron mucha resistencia de los vecinos. Todos gustaban de vivir cerca del río y la vegetación —sobre todo, las generaciones que los conocieron limpios—, pero conforme empezaron a percibirlos como una amenaza a la salud pública, la población aceptó la propuesta gubernamental.
En ese momento, esta estrategia no fue vista como ecocidio —una idea que tiene sentido en la actualidad—, sino como un paso necesario para el progreso en una ciudad con un crecimiento exponencial, apunta el investigador Manuel Perló, experto en Planeación Urbana e Infraestructura Hidráulica.
El académico de la UNAM advierte que el tema de los ríos urbanos debe analizarse bajo una óptica estricta e integral y no con una visión en blanco y negro. “Era más factible, era más viable; había más fuerzas económicas, técnicas, científicas, a favor de esa opción. Sí, yo no me creo el cuento de los malos y los buenos, ¿me entiendes? Unos eran los malos: esos ingenieros que entubaban los ríos eran los malos y los que decían “no, no, no” eran los buenos. No, era mucho más complejo”.
La geógrafa Elda Luyando, también de la UNAM, coincide. Para ella, se tomó la decisión que en ese momento podía tomarse y advierte que cualquier proyecto para recuperar los ríos urbanos de Cdmx deberá realizarse de manera muy cuidadosa, de lo contrario, se corre el riesgo de empeorar el entorno.
“Si hubieran tomado otra decisión, la de mantenerlos limpios y mandar los drenajes por otro lado, habría sido estupendo, pero fue un beneficio práctico: ‘Vamos a usar el río para desagüe’, punto. Ya estaba asqueroso y empezó a desbordarse... pues claro, ¿cuál fue la solución? Entubarlo. Era lo más práctico que encontraron. Y ahora viene la pregunta: ¿Por qué no lo desentubamos? Pues sí, pero entonces tienes que hacer todas las otras maniobras para que, ya desentubado, corra limpio. Si no, mejor ni lo hagas”, expresó la investigadora del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM.
Para conocer más sobre el momento en que se decidió cubrir de cemento los ríos de la Ciudad de México y las implicaciones de esta transformación, escucha el pódcast “¿En qué momento se decidió entubar los ríos de la ‘ciudad chinampa’?” de la serie En qué momento, un proyecto de Gatopardo y Javier Risco.
Hasta mediados del siglo XX solían fluir por la capital mexicana por lo menos 45 ríos, que fueron entubados casi en su totalidad, bajo una visión higienista y de progreso. Pero ése sólo fue uno de los más recientes intentos por sacar el agua de la “ciudad chinampa”: en realidad, la supresión de su cultura lacustre data de la Conquista.
Imagine este paseo en Ciudad de México: camina junto a un riachuelo que sale de las rejas del Bosque de Chapultepec hacia la rotonda de la Diana Cazadora, mientras va comiendo frutos de los árboles alrededor y unas frambuesas rojas y agridulces. Sí, sobre el Paseo de la Reforma. Así vivió su infancia el señor Arturo Ríos, en la década de los cincuenta, cuando todavía no entubaban los ríos de la ciudad.
“Recuerdo un riachuelo que venía del sur, no sé realmente si era de Tacubaya o de lo que llamaban El Chorrito, a un lado del Rancho de la Hormiga, que después fue la casa presidencial de Los Pinos. Donde estaba el camino de Dolores, la vía que seguía hacia San Ángel y tenía una desviación hacia el Panteón de Dolores, a esa altura entraba a toda la parte oriente del Bosque de Chapultepec. Varias veces recorrí aquel riachuelito”, relata don Arturo, para envidia de las generaciones posteriores a la suya.
Estas escenas no son de una película ni de un pueblo mágico: es lo que vivieron nuestros padres y abuelos en los casi cincuenta ríos que tenía la capital, que fueron cubiertos de concreto a mediados del siglo XX: el río de la Piedad, río Churubusco, río Consulado, San Joaquín, Magdalena, Tacubaya, río Mixcoac, río Becerra… Todas las grandes vialidades que ahora tienen nombre de río alguna vez lo fueron.
Pero la idea de “sacar el agua” de la capital mexicana no empezó en la década de 1950; desde la Conquista se vienen fraguando diversos planes para eliminar este elemento “estorboso”’, que no permite ocupar el suelo de la ciudad más importante del país y una de las más grandes del mundo: acueductos, albarradones, tajos, túneles… cualquier cosa para ganar espacio dónde establecerse y someter a los indígenas; frenar el peligro de inundaciones y, ya en este siglo, para bloquear las aguas negras y dar paso a las infinitas posibilidades de la construcción moderna.
El fallecido arquitecto Jorge Legorreta —uno de los investigadores que más se dedicaron al estudio del agua en México— relató en su obra que la gran Tenochtitlán fue una ciudad con tecnologías avanzadas para controlar sus niveles de agua y reciclar sus desechos; sin embargo, con la llegada de los conquistadores del Viejo Mundo, la situación cambió. “El conocimiento profundo, el manejo adecuado y el dominio integral que nuestros antepasados tenían sobre el agua jamás pudo ser entendido por los hombres de a caballo; suprimir la cultura lacustre era indispensable para asegurar la dominación colonial”, escribió en su libro El agua y la Ciudad de México. De Tenochtitlan a la megalópolis del siglo XXI (UAM; 2006).
A partir del siglo XVI, detalló Legorreta, la nueva cultura hispánica empezó su “errónea tarea” de desaparecer el agua de la cuenca de México, ya que para excluir a los indios de la ciudad no bastaba con destruir sus templos e ídolos. Por ello, convirtieron los antiguos canales en drenajes y los lagos en depósitos de basura. La destrucción de las obras hidráulicas prehispánicas dio origen a las inundaciones, uno de los problemas más grandes de esta urbe.
“México no era ciudad de palacios, sino de lagos paulatinamente destruidos por los mismos palacios”, sentenció Legorreta, cronista arquitectónico y urbanista, además de arquitecto. Y citó a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España: “Víamos [sic] el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas las puentes [sic] que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que volvían con cargas e mercaderías; e víamos [sic] que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera o en canoas”.
En menos de quinientos años, puntualizó, “la Ciudad de México transformó sus acequias en túneles, sus canales en drenajes, sus ríos en avenidas y, finalmente, sus viaductos en dobles pisos”.
Los argumentos oficiales para entubar los ríos fueron la sanidad y el riesgo perenne de inundación que ha condenado al Valle de México. Los expertos explican que el crecimiento poblacional durante el siglo XX llevó a los habitantes a establecerse alrededor de los ríos, en colonias que no contaban con la infraestructura necesaria: no se construyó un sistema de drenaje específico para las aguas residuales, por lo que éstas se descargaban en los ríos.
En pocos años se volvió un problema sanitario, que el gobierno de la Ciudad (el entonces Departamento del Distrito Federal) decidió resolver cubriéndolos con cemento. Esta decisión no fue unilateral: de acuerdo con los expertos, cada obra pública debe ir acompañada de consultas a la población directamente afectada —a nivel hiperlocal— y los proyectos de entubar los ríos no encontraron mucha resistencia de los vecinos. Todos gustaban de vivir cerca del río y la vegetación —sobre todo, las generaciones que los conocieron limpios—, pero conforme empezaron a percibirlos como una amenaza a la salud pública, la población aceptó la propuesta gubernamental.
En ese momento, esta estrategia no fue vista como ecocidio —una idea que tiene sentido en la actualidad—, sino como un paso necesario para el progreso en una ciudad con un crecimiento exponencial, apunta el investigador Manuel Perló, experto en Planeación Urbana e Infraestructura Hidráulica.
El académico de la UNAM advierte que el tema de los ríos urbanos debe analizarse bajo una óptica estricta e integral y no con una visión en blanco y negro. “Era más factible, era más viable; había más fuerzas económicas, técnicas, científicas, a favor de esa opción. Sí, yo no me creo el cuento de los malos y los buenos, ¿me entiendes? Unos eran los malos: esos ingenieros que entubaban los ríos eran los malos y los que decían “no, no, no” eran los buenos. No, era mucho más complejo”.
La geógrafa Elda Luyando, también de la UNAM, coincide. Para ella, se tomó la decisión que en ese momento podía tomarse y advierte que cualquier proyecto para recuperar los ríos urbanos de Cdmx deberá realizarse de manera muy cuidadosa, de lo contrario, se corre el riesgo de empeorar el entorno.
“Si hubieran tomado otra decisión, la de mantenerlos limpios y mandar los drenajes por otro lado, habría sido estupendo, pero fue un beneficio práctico: ‘Vamos a usar el río para desagüe’, punto. Ya estaba asqueroso y empezó a desbordarse... pues claro, ¿cuál fue la solución? Entubarlo. Era lo más práctico que encontraron. Y ahora viene la pregunta: ¿Por qué no lo desentubamos? Pues sí, pero entonces tienes que hacer todas las otras maniobras para que, ya desentubado, corra limpio. Si no, mejor ni lo hagas”, expresó la investigadora del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM.
Para conocer más sobre el momento en que se decidió cubrir de cemento los ríos de la Ciudad de México y las implicaciones de esta transformación, escucha el pódcast “¿En qué momento se decidió entubar los ríos de la ‘ciudad chinampa’?” de la serie En qué momento, un proyecto de Gatopardo y Javier Risco.
Fotografia de Auge / Google Maps.
Hasta mediados del siglo XX solían fluir por la capital mexicana por lo menos 45 ríos, que fueron entubados casi en su totalidad, bajo una visión higienista y de progreso. Pero ése sólo fue uno de los más recientes intentos por sacar el agua de la “ciudad chinampa”: en realidad, la supresión de su cultura lacustre data de la Conquista.
Imagine este paseo en Ciudad de México: camina junto a un riachuelo que sale de las rejas del Bosque de Chapultepec hacia la rotonda de la Diana Cazadora, mientras va comiendo frutos de los árboles alrededor y unas frambuesas rojas y agridulces. Sí, sobre el Paseo de la Reforma. Así vivió su infancia el señor Arturo Ríos, en la década de los cincuenta, cuando todavía no entubaban los ríos de la ciudad.
“Recuerdo un riachuelo que venía del sur, no sé realmente si era de Tacubaya o de lo que llamaban El Chorrito, a un lado del Rancho de la Hormiga, que después fue la casa presidencial de Los Pinos. Donde estaba el camino de Dolores, la vía que seguía hacia San Ángel y tenía una desviación hacia el Panteón de Dolores, a esa altura entraba a toda la parte oriente del Bosque de Chapultepec. Varias veces recorrí aquel riachuelito”, relata don Arturo, para envidia de las generaciones posteriores a la suya.
Estas escenas no son de una película ni de un pueblo mágico: es lo que vivieron nuestros padres y abuelos en los casi cincuenta ríos que tenía la capital, que fueron cubiertos de concreto a mediados del siglo XX: el río de la Piedad, río Churubusco, río Consulado, San Joaquín, Magdalena, Tacubaya, río Mixcoac, río Becerra… Todas las grandes vialidades que ahora tienen nombre de río alguna vez lo fueron.
Pero la idea de “sacar el agua” de la capital mexicana no empezó en la década de 1950; desde la Conquista se vienen fraguando diversos planes para eliminar este elemento “estorboso”’, que no permite ocupar el suelo de la ciudad más importante del país y una de las más grandes del mundo: acueductos, albarradones, tajos, túneles… cualquier cosa para ganar espacio dónde establecerse y someter a los indígenas; frenar el peligro de inundaciones y, ya en este siglo, para bloquear las aguas negras y dar paso a las infinitas posibilidades de la construcción moderna.
El fallecido arquitecto Jorge Legorreta —uno de los investigadores que más se dedicaron al estudio del agua en México— relató en su obra que la gran Tenochtitlán fue una ciudad con tecnologías avanzadas para controlar sus niveles de agua y reciclar sus desechos; sin embargo, con la llegada de los conquistadores del Viejo Mundo, la situación cambió. “El conocimiento profundo, el manejo adecuado y el dominio integral que nuestros antepasados tenían sobre el agua jamás pudo ser entendido por los hombres de a caballo; suprimir la cultura lacustre era indispensable para asegurar la dominación colonial”, escribió en su libro El agua y la Ciudad de México. De Tenochtitlan a la megalópolis del siglo XXI (UAM; 2006).
A partir del siglo XVI, detalló Legorreta, la nueva cultura hispánica empezó su “errónea tarea” de desaparecer el agua de la cuenca de México, ya que para excluir a los indios de la ciudad no bastaba con destruir sus templos e ídolos. Por ello, convirtieron los antiguos canales en drenajes y los lagos en depósitos de basura. La destrucción de las obras hidráulicas prehispánicas dio origen a las inundaciones, uno de los problemas más grandes de esta urbe.
“México no era ciudad de palacios, sino de lagos paulatinamente destruidos por los mismos palacios”, sentenció Legorreta, cronista arquitectónico y urbanista, además de arquitecto. Y citó a Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España: “Víamos [sic] el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y en aquellas tres calzadas las puentes [sic] que tenían hechas de trecho a trecho, por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; e víamos en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con bastimentos e otras que volvían con cargas e mercaderías; e víamos [sic] que cada casa de aquella gran ciudad, y de todas las más ciudades que estaban pobladas en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que tenían hechas de madera o en canoas”.
En menos de quinientos años, puntualizó, “la Ciudad de México transformó sus acequias en túneles, sus canales en drenajes, sus ríos en avenidas y, finalmente, sus viaductos en dobles pisos”.
Los argumentos oficiales para entubar los ríos fueron la sanidad y el riesgo perenne de inundación que ha condenado al Valle de México. Los expertos explican que el crecimiento poblacional durante el siglo XX llevó a los habitantes a establecerse alrededor de los ríos, en colonias que no contaban con la infraestructura necesaria: no se construyó un sistema de drenaje específico para las aguas residuales, por lo que éstas se descargaban en los ríos.
En pocos años se volvió un problema sanitario, que el gobierno de la Ciudad (el entonces Departamento del Distrito Federal) decidió resolver cubriéndolos con cemento. Esta decisión no fue unilateral: de acuerdo con los expertos, cada obra pública debe ir acompañada de consultas a la población directamente afectada —a nivel hiperlocal— y los proyectos de entubar los ríos no encontraron mucha resistencia de los vecinos. Todos gustaban de vivir cerca del río y la vegetación —sobre todo, las generaciones que los conocieron limpios—, pero conforme empezaron a percibirlos como una amenaza a la salud pública, la población aceptó la propuesta gubernamental.
En ese momento, esta estrategia no fue vista como ecocidio —una idea que tiene sentido en la actualidad—, sino como un paso necesario para el progreso en una ciudad con un crecimiento exponencial, apunta el investigador Manuel Perló, experto en Planeación Urbana e Infraestructura Hidráulica.
El académico de la UNAM advierte que el tema de los ríos urbanos debe analizarse bajo una óptica estricta e integral y no con una visión en blanco y negro. “Era más factible, era más viable; había más fuerzas económicas, técnicas, científicas, a favor de esa opción. Sí, yo no me creo el cuento de los malos y los buenos, ¿me entiendes? Unos eran los malos: esos ingenieros que entubaban los ríos eran los malos y los que decían “no, no, no” eran los buenos. No, era mucho más complejo”.
La geógrafa Elda Luyando, también de la UNAM, coincide. Para ella, se tomó la decisión que en ese momento podía tomarse y advierte que cualquier proyecto para recuperar los ríos urbanos de Cdmx deberá realizarse de manera muy cuidadosa, de lo contrario, se corre el riesgo de empeorar el entorno.
“Si hubieran tomado otra decisión, la de mantenerlos limpios y mandar los drenajes por otro lado, habría sido estupendo, pero fue un beneficio práctico: ‘Vamos a usar el río para desagüe’, punto. Ya estaba asqueroso y empezó a desbordarse... pues claro, ¿cuál fue la solución? Entubarlo. Era lo más práctico que encontraron. Y ahora viene la pregunta: ¿Por qué no lo desentubamos? Pues sí, pero entonces tienes que hacer todas las otras maniobras para que, ya desentubado, corra limpio. Si no, mejor ni lo hagas”, expresó la investigadora del Centro de Ciencias de la Atmósfera de la UNAM.
Para conocer más sobre el momento en que se decidió cubrir de cemento los ríos de la Ciudad de México y las implicaciones de esta transformación, escucha el pódcast “¿En qué momento se decidió entubar los ríos de la ‘ciudad chinampa’?” de la serie En qué momento, un proyecto de Gatopardo y Javier Risco.
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