Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
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Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
Ilustración de Fernanda Jiménez Aguilar.
Mientras Graciela Tiburcio, la mayor experta en tortugas de todo México, estudiaba su doctorado, también hacia las necropsias de estos animales. La causa de muerte se repetía: obstrucción del intestino por plásticos, por botellas y tapitas. Desde entonces se volcó a la conservación de estos animales. En el camino aprendió algo crucial: no hay que depender exclusivamente del gobierno —pues los políticos cambian cada tantos años y desechan las medidas de los que gobernaron antes, aunque hayan sido maravillosas—. Para contrarrestar este vaivén político y electoral, Tiburcio involucra a todos en la preservación de las tortugas: hoteleros, restauranteros, comunidades locales... a quien se deje. Los programas de conservación, concluye, necesitan ser integrales para resultar exitosos.
Los años sesenta del siglo XX fueron una década maldita para las tortugas mexicanas. En aquel tiempo Graciela Tiburcio apenas había nacido (Veracruz, 1973), pero años más tarde, mientras hacía su doctorado en Brasil, llevaba a cabo las necropsias de estos animales. Al hacerlas, concluyó que “la causa de muerte se repetía: obstrucción intestinal por plástico, bolsas, tapitas”. Pudo ver directamente la fatalidad que provoca la basura arrojada al mar.
En esa misma década, en los noventa, empezó una veda en México que prohíbe comer la carne de las tortugas, pero Graciela Tiburcio sostiene que en nuestro país “no las puso en peligro el consumo local, sino la avaricia humana”. Así, la historia del peligro que vivieron la tortugas comienza con otra especie, algunos años atrás, cuando el cocodrilo llegó al borde de su extinción, a finales de los cincuenta, debido al exceso de comercialización de su piel. Todo el mundo quería unos zapatos, un bolso, una cartera resistente, de calidad, brillante, exótica —todavía el cuero de este reptil es de los más solicitados en el sector de lujo—. Para proteger a las distintas especies, el gobierno de México tuvo que tomar medidas urgentes y puso al cocodrilo en veda.
El sustituto fue la tortuga marina. Por eso, en los sesenta comenzó la masacre por la sobreexplotación de tortugas para producir artículos de calidad. “En diez años las poblaciones colapsaron, en una década un animal [que ha vivido] doscientos millones de años en el planeta rozó la extinción”, explica Graciela Tiburcio. México llegó a exportar el cincuenta por ciento de toda la piel de tortuga caguama que se comercializaba en el mundo y, de ese porcentaje, la mitad provenía de Baja California Sur —de ahí salía una cuarta parte del comercio internacional total—. “Ninguna especie soporta ese ritmo. La tortuga verde tarda entre veinte y treinta años en alcanzar la madurez sexual. La tortuga laúd pone huevos cada cuatro”.
Baja California Sur no solo comenzó a ver las poblaciones de sus tortugas menguar, también perdió uno de sus platillos tradicionales. En el noroeste de México el consumo de caguama era tradicional entre las etnias seri de Sonora —muy probablemente, también lo era entre los indígenas californios de la península—. Durante muchos años se consumió este animal que en la cuaresma remplazaba a la carne roja como fuente de proteína. Su importancia ha sido tan grande que en algunas cuevas de cañones y pendientes que atraviesan el estado se pueden observar representadas en pinturas rupestres. “En este territorio la estrecha relación hombre-tortuga ha sido milenaria”, apunta Graciela Tiburcio.
La sopa de caguama constituyó un plato fundamental en la cultura del pueblo sudcaliforniano. Con las entrañas se hacía chorizo y con los huesos se elaboraban peinetas y agujas para tejer redes. Lo que sobraba de la carne se convertía en abono para las plantas y el caparazón se utilizaba como cuenco para entregar ofrendas. “No se comía tortuga todos los días, solo en los festivos, en un ritual que evidenciaba el estrecho vínculo cultural, económico y espiritual, la subsistencia a través de las tortugas”, describe la experta. “En Oaxaca pervive la danza del arenal, que escenifica la recolección de los huevos; en Veracruz el abanico y la peineta del traje de jarocha se elaboraban con tortuga carey, pero ya no. Con la pérdida de las poblaciones, perdemos también tradiciones e identidad”, lamenta la bióloga.
Una infancia sumida en la naturaleza
Hoy Graciela Tiburcio habla con soltura acerca de las tortugas, pero el poderoso vínculo que ha trazado con ellas se desteja en el rancho de su abuelo, en la sierra de Veracruz: un paisaje selvático, allá en las laderas altas y exuberantes de vegetación neotropical, sin agua potable ni luz eléctrica, al que le remiten los primeros recuerdos de “una infancia privilegiada, sumida en la naturaleza”, recuerda. “Después de correr entre el ganado, de jugar con los borregos y caballos, nos metíamos al río a bañar y cuando ya no había luz, andábamos por la casa con cocuyos metidos en frascos”, rememora de aquellas noches, cuando la lucecita verdosa que desprendían estos escarabajos bioluminiscentes se tornaba en una lámpara con la que iluminar las habitaciones por las que los niños corrían. “Mi casa estaba llena de enciclopedias y libros de fauna. Tal vez por eso siempre quise ser bióloga”.
“Aunque mi papá fue quien me trasmitió ese amor por la naturaleza, se decepcionó mucho cuando me fui a Xalapa a estudiar la carrera. Mi mamá, en cambio, me apoyó. Ella siempre insistió en la idea de que estudiara lo que estudiara, lo importante es que fuera independiente”. Alentada por su madre, Graciela Tiburcio, la mayor de tres hermanos, para quien su padre deseaba el título de contadora, acabó siendo una de las mayores expertas en tortugas de México. En 2015, por ser un ejemplo de defensa de la naturaleza, recibió el Premio al Mérito Ecológico del gobierno de México. También ha sido galardonada a nivel internacional por sus logros en la conservación del planeta y el ecosistema y por su dedicación a estos animales.
Sin embargo, el embeleso de esta veracruzana por las tortugas comenzó en la solitaria playa de Lechuguillas, uno de los ecosistemas veracruzanos más importantes para la anidación de las especies de tortugas verde y lora, y un rincón al que un primo que trabajaba en el Acuario de Veracruz la llevó para rescatar un ejemplar: “Desde entonces quedé fascinada por ellas”. Durante tres años se dedicó a su tesis sobre murciélagos, pero Graciela Tiburcio no dejó de visitar aquel refugio para quelonios. “El Campamento Tortuguero Lechuguillas se inauguró en el 94, el mismo año en el que yo lo conocí. Me enamoré de las tortugas y me inicié en su estudio”.
Su encandilamiento profundo la arrastraría hasta Baja California Sur, donde se instaló desde hace ya dos décadas. “Llevo veintiséis años aquí y no me imagino viviendo en otro lugar, aunque al principio fue un gran contraste”. Veracruz es verde, es agua y selva; Baja California Sur es desierto, “con vegetación xerófila muy bonita, pero es un desierto amarillo y café”, describe los colores que confrontan el azul intenso del Pacífico. Es “un contraste maravilloso, este paisaje es de una belleza indescriptible”.
Más aún, Graciela Tiburcio afirma que Baja California Sur es un territorio con vocación de conservación: “Es el estado con más asociaciones ambientalistas y áreas naturales protegidas de todo México”. Ahí se estableció, de hecho, la primera área natural protegida del mundo para la ballena gris. A diferencia de lo que sucede en el resto de las regiones mexicanas, los hoteleros de Baja California Sur aprecian la fortuna que reparte la naturaleza. “Conocen la importancia de que en frente de sus instalaciones haya tortugas, el valor agregado que supone para sus clientes, es parte del atractivo turístico”, destaca la bióloga. En Los Cabos el sector privado está directamente vinculado a los programas de protección, como los que amparan a las tortugas que ella estudia: “Estos animales son indicadores de ecosistemas, si están ahí quiere decir que las cosas o están bien o están a tiempo de ser salvadas”, asegura.
En México anidan seis de los siete tipos de tortugas marinas reconocidas a nivel mundial. A las costas de Baja California Sur llegan cinco. Los planes de conservación y el reclamo de los ambientalistas —su trabajo y dedicación— han logrado que algunas especies se recuperen, como la tortuga verde, la primera que observó Tiburcio, la que atravesó su trayectoria profesional y vital. “Fueron figuras como las de los biólogos René Márquez y Mauricio Gardoño, mis maestros, quienes tuvieron la visión de advertir. Empezaron programas de conservación que continuaron y se extendieron”, recalca la veracruzana.
“En el Pacífico, y a nivel mundial, se ha recobrado la golfina y, gracias a los programas de conservación en Tamaulipas, la lora ha ampliado su área de distribución desde Veracruz hasta Texas”, dice al tiempo que destaca que la recuperación de estas especies no las exime de estar en peligro de extinción. “Todas las tortugas están bajo amenaza, pero hay algunas en mejor o peor situación, como la tortuga carey o la laúd”. La última vez que la bióloga observó una fue en 2021, junto a su hija: “Una de las experiencias más hermosas de mi vida. Se trata de la tortuga más grande del mundo”.
La laúd o baula no solo es la tortuga de mayor tamaño, también es la especie que más profundidad alcanza en sus largos desplazamientos por el océano. Tiene un ciclo más complejo que el resto. Mientras que la golfina desova anualmente y la verde cada dos años, “la tortuga laúd lo hace cada cuatro, por eso son difíciles de observar”, explica la experta y desvela que “la pesca incidental es su mayor enemigo, muchas mueren ahogadas en redes, el principal riesgo para las tortugas”. Este fenómeno lo evidenció un estudio, realizado entre 1995 y 2003, que evaluó el número de ellas que el grupo de investigadores encontró varadas o en los basureros: contaron un total de 1945 tortugas caguamas muertas en la Bahía de Magdalena, en la costa occidental de Baja California Sur.
Programas de conservación integrales para salvar a las tortugas
El trabajo de Graciela Tiburcio destaca porque integra el carácter biológico de la especie con su valor cultural para sociedades específicas. “Yo defiendo que la conservación tiene que llevar a las comunidades integradas en sus planes. Es la única forma de asegurar la sustentabilidad a largo plazo. Un proyecto de conservación debe ser por y para la comunidad”.
Tiburcio sabe muy bien el motivo por el que hace énfasis en ello: “porque si el científico se queda sin fondos para su investigación, el programa se va a la ruina... y los gobiernos cambian cada tres años. Sabemos bien que a los políticos les encanta desaparecer las iniciativas de los que les precedieron —aunque sean maravillosas—. Pero los programas de conservación de tortugas deben desarrollarse a largo plazo. Necesitamos veinte años para ver los resultados de una generación”, puntualiza la experta, quien ha trabajado de la mano del gobierno, coordinando programas y dirigiendo proyectos de vida silvestre, y actualmente se desempeña como asesora de regidores.
De ahí que Graciela Tiburcio haya apostado por crear una red de colaboración con todos los sectores y comunidades que conforman el turismo en Baja California Sur: “No podemos salvar tortugas sin cada uno de los apoyos”. Por eso dedica tanto tiempo a hablar con los hoteleros, los dueños de restaurantes y los pescadores, transmitiéndoles los beneficios de las tortugas. “Se han convertido en una atracción y eso es bueno. El turismo es lo que más las defiende. Frente a los hoteles es donde menos se roban tortugas, aunque todavía permanezcan prácticas malas”, como tirar basura en su entorno, acercarse mucho a ellas o molestarlas cuando están incubando.
Con todo, su labor es la constatación de que, a través de proyectos integrales, el turismo sustentable sí es posible: “No significa andar con taparrabos, sino usar sus recursos permitiendo la permanencia, de manera ordenada. Además, produce mucho dinero. ¡Hay que saber vender la conservación!, ¡los biólogos no sabemos hacerlo!”, afirma.
La gran mayoría de zonas costeras de México carecen de políticas integradas para proteger los ecosistemas, pero los programas de conservación, de la mano con la actividad turística, están salvando especies en algunos litorales. “La mayoría de las empresas del turismo en Baja California Sur trata de proteger el entorno”, señala Graciela Tiburcio. Saben que en su naturaleza radica su belleza. “Aunque todo depende de los valores de las cadenas de hoteles. Hay algunos, no hace falta nombrarlos, que no los tienen”, denuncia también.
Las tortugas son seres pelágicos, habitan la columna de agua sobre el fondo marino y sufren mucho la contaminación —solo hace falta recordar las necropsias que hacía Tiburcio para corroborarlo—. Sin embargo, la pérdida de su hábitat es otra amenaza en su contra. “El desarrollo de la costa es atroz, no tiene límites”, lamenta. Pero “cuando se pierde una especie, se pierde también un importante eslabón de los ecosistemas. La tortuga laúd, por ejemplo, se alimenta casi exclusivamente de medusas. ¿Qué otro animal se va a comer un organismo venenoso? Por falta de su depredador natural, las medusas podrían comer más peces y colapsar las pesquerías o el turismo, dejando playas atestadas de ellas”.
Graciela Tiburcio no solo piensa en las consecuencias de la extinción de una especie —o de varias—, ni en cómo su desaparición afecta cadenas enteras del ecosistema, también, como científica, piensa en el conocimiento que perderíamos para siempre. La mexicana que más sabe de tortugas confiesa “lo poco que conocemos de su vida. Solo el uno por ciento lo pasan en tierra”. Aunque el seguimiento a través de satélite ha permitido entender sus movimientos en el mar en los últimos años, “no sabemos qué hacen en el océano”.
Graciela Tiburcio lleva más de dos décadas observándolas y aún disfruta descubriéndolas. “Los momentos que más me gustan son las noches en las que salimos a proteger los nidos. En la negra oscuridad, sin nada de iluminación, solo la de las estrellas, es increíble escucharlas respirar. Las tortugas toman aire para empujar y poner los huevos. También se escucha el sonido que producen al compactar la arena, cuando la aplanan para desovar”. Pareciera que, al evocar esas noches bajo el cielo estrellado de Baja California Sur, regresara a su infancia, al rancho de su abuelo en Veracruz, y volviera a ser una niña que recorre la casa familiar, iluminando sus pasos con un farolillo lleno de cocuyos.
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