Con los rótulos no

Con los rótulos no

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Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía por Mexicana de Rotulación.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Fotografía por Mexicana de Rotulación.

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La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

{{ linea }}

Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Archivo Gatopardo

Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
25
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05
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22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

Fotografía por Mexicana de Rotulación.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

25
.
05
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía por Mexicana de Rotulación.

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

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Fotografía de
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25
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AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
25
.
05
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Fotografía por Mexicana de Rotulación.
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Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

{{ linea }}

Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

25
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05
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Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía por Mexicana de Rotulación.
25
.
05
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

{{ linea }}

Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
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25
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22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Con los rótulos no

Con los rótulos no

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía por Mexicana de Rotulación.
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Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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2022
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La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

{{ linea }}

Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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Fotografía por Mexicana de Rotulación.

Con los rótulos no

Con los rótulos no

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Tiempo de Lectura: 00 min

La grafica popular ha resistido a la globalización. Imágenes libres, expresiones que no responden al diseño con D mayúscula ni a la academia. Hace unos meses aún se distinguía la enorme oferta callejera de la alcaldía Cuauhtémoc a través de sus rótulos: carnitas, tacos, caldos de gallina. Pero de pronto fueron borrados y cualquier rastro de la identidad gráfica de la ciudad desapareció con ellos.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El puesto se llamaba La Torta Feliz. El dibujo contrastaba con el nombre del platillo porque, aunque tenía jitomatito saliéndose por todos lados, se veía más pálido y raquítico. Y como para certificar que, en efecto, sí había algo de la alegría prometida en cada bocado, el rotulista colocó esa torta esmirriada en medio de una estela amarilla, de esas que se usan en las historietas para expresar sorpresa. Cada vez que pasaba por la calzada México-Tacuba, a la altura del Cine Cosmos, y veía el changarro, en mi cabeza sonaba “¡tadán!”. Todo en ese rótulo daba risa: la supuesta dicha del antojito, que se viera tan poco apetitoso, la ironía involuntaria del lenguaje gráfico. Se volvió un puesto de culto entre mis amix y yo. Un día de mucho tiempo libre, cuando estaba la huelga de 1999 en la UNAM, nos tomamos una foto con un rollo de 35 milímetros. Para entonces inmortalizar momentos costaba una lana, peor si eras un estudiante de prepa como nosotres. Hoy sé que el gasto valió la pena. Es uno de mis recuerdos urbanos favoritos.

Soy fan de la gráfica popular desde niña. Mientras El Arte® de los museos y galerías me daba hueva o me intimidaba, porque me daba la impresión de que había que entenderlo y hacer comentarios inteligentes sobre él, los rótulos que veía en la calle me ponían de buen humor. Hacían que me parara a contemplarlos, a pensar en su autor o autora y a imaginar su proceso creativo, intentar retenerlos con mi cerebro de teflón. Is this una experiencia estética? Además me quitaban esa presión que sentía por “dibujar bien”, cualquier cosa que eso significara. Torta a torta, taco a taco, me iba quedando claro que no había que hacer pinturas hiperrealistas para colocar tu obra en un espacio con tanta visibilidad como la calle. Que lo práctico no era menos válido que lo conceptual, elevado e ininteligible que promovía la gente “que sí sabía”.

Luego vi que no era la única obsesionada con este arte callejero. En 2001, un par de años después de mi foto con La Torta Feliz, apareció el libro Sensacional de diseño mexicano (editado por Trilce Ediciones), que recopilaba rótulos de todo el país, además de diseño de marcas pequeñitas, carteles de lucha libre y publicaciones populares. Era un reconocimiento a esas imágenes que vivían en los márgenes, despreciada por el sistema legitimador de El Arte® pero consumida y querida por un chingo de gente. Gracias a esa publicación pude entender ese motivo por el que tanto me entusiasmaba explorar las calles de mi ciudad: la proliferación de imágenes libres, de expresiones visuales que no respondían al “deber ser” del Diseño-Con-D-Mayúscula ni a las imposiciones de la academia; dibujos y pinturas que, sin pretenderlo, resistían la globalización y la hegemonía (ay báaaaaajale, chaira).

Fotografía de Tamara de Anda.

Si me preguntaran como a Enrique Peña Nieto qué libros han marcado mi vida, el primerísimo sería Sensacional. Después la Guía Roji y partes de la Sección Amarilla.

Desde que tuve una cámara digital, por ahí 2004, me he dedicado a documentar de forma amateur la gráfica popular que encuentro en la Ciudad de México y los lugares que visito. Mi Instagram son casi puros rótulos. Cada vez que encuentro uno, mi cerebro suelta chorros de neurotransmisores de los que ponen chido.

Además de “coleccionar” imágenes, hoy sé lo importante que es tener esas fotos, porque la gráfica popular no es estática, los negocios cierran o cambian de giro y entonces hay que volver a comunicar, visualmente, qué se ofrece. También porque muchas de estas pinturas han sido sustituidas por lonas, diseños de Photoshop o fotos de stock pixeladas. Las pinturas efímeras son parte de la memoria de la ciudad.

Una memoria que funcionarixs como Sandra Cuevas, de un plumazo, pueden borrar por una ocurrencia clasista.

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Hace rato pasé por metro Normal. Vi que ya no existe La Torta Feliz, y no importa, porque sigue habiendo una hermosa constelación de puestos callejeros, como en los alrededores de casi todas las estaciones de transporte público en la Ciudad de México. Sobrevive una cerrajería que se promociona con una llave fuertotota, que podría ser una variación del meme “HDTPM ESTOY MAMADÍSIMO”. Hay un puesto de jugos y licuados decorado con un bodegón de frutas exuberantes. Y, mi favorito, una peluquería llamada Tony’s Barber, ilustrada con una escena de El joven manos de tijera.

Estos rótulos maravillosos se salvaron de panzazo geográfico, por apenas dos o tres cuadras. Cruzando Circuito Interior empieza el territorio de la alcaldía Cuauhtémoc, gobernada por Sandra Cuevas desde octubre de 2021. Hace unos meses, todavía se distinguía a simple vista la enorme oferta gastronómica callejera del rumbo: carnitas, tacos de guisado, hamburguesas, caldos de gallina. Ahora hay que acercarse a los puestos para saber qué venden, porque sus nombres, los enormes dibujos que anunciaban “¡Eh, acá hay algo delicioso!” y todo rastro de su identidad gráfica desapareció. Bueno, no. No desapareció solita: la borraron. Fue el clasismo, la ignorancia y el autoritarismo de una alcaldesa que supone puede imponer qué es arte y qué no, qué es valioso y qué no, qué vale la pena conservar y qué se va a la basura en nombre de lo que ella entiende por “limpieza” y “buena imagen”.

Va un poco de contexto. En febrero, varias personas que vivimos en la alcaldía Cuauhtémoc empezamos a notar que algo atroz pasaba con los puestos fijos de lámina de la calle: las letras y dibujos de sus superficies estaban desapareciendo. En su lugar, el logotipo de la actual administración —con el lema “Esta es tu casa”— aparecía en cada vez más negocios. Ay, no. Les estaba cayendo el virus del blanqueamiento. ¿A quién iba dirigido ese mensaje de “Esta es tu casa”? ¿A quienes llevamos décadas habitando la alcaldía?, no. Entonces, ¿al cártel inmobiliario o a las y los whitexicans que han llegado a gentrificar?

La destrucción de rótulos siguió. Las voces de indignación seguían apareciendo en redes sociales, pero de forma aislada; se perdían en un mar de fotos de comida, bailes de TikTok y memes de gatitos. Hasta que se publicó un video de la cuenta @pintura.fresca, llevada por el diseñador y divulgador de la gráfica popular, Hugo Mendoza, en el que recopilaba testimonios de comerciantes afectados, quienes contaban cómo la alcaldía había llegado a imponer esta medida sin oficios ni justificación de por medio.

El video se hizo viral y ahí ya cambió la cosa.

Fotografía de Tamara de Anda.

Algunas personas indignadas aprovechamos esa viralidad y la furia desatada para organizarnos. Abrimos un chat de WhatsApp para rebotar ideas, un chingo de gente se unió y así nació Rechida, la Red Chilanga en Defensa del Arte y la Gráfica Popular. Empezamos a hacer más ruido, planear acciones y a pensar cómo revertir esta arbitrariedad y no sólo reparar los rótulos perdidos, sino prevenir que las Sandras Cuevas del futuro lo sigan repitiendo.

¡Ah! Porque Sandra Cuevas no es la primera en hacer un borrado masivo de gráfica popular. En su administración, el delegado de Gustavo A. Madero, Víctor Hugo Lobo, no sólo acabó con los rótulos, sino que forró los puestos con un diseño horrendo de girasoles y frases que sonaban a “superación personal” como “El fracaso no es una opción. Todo el mundo tiene que triunfar” o “Sé amable con todos, severo contigo mismo”. ¡Qué escándalo! Su sucesor, Francisco Chíguil, ha pintado puestos de blanco y color vino, la paleta de colores de su partido. Él es el actual alcalde y sigue borrando arte.

Lo mismo está pasando en Xochimilco, gobernada por José Carlos Acosta Ruiz, y en Tlalpan, donde eligieron a Alfa González. Pero la Cuauhtémoc tiene más visibilidad, no sólo porque acá vivimos una bola de milliennials freelance pegadxs a nuestros teléfonos, sino porque somos una ciudad centralizada y todos los caminos llevan “al centro”, ya sea para hacer un trámite, comprar una refacción del refri o manifestarse.

Cuando Sandra Cuevas notó que ya había una escándala en redes sociales en torno a su borrado masivo de rótulos, tuvo que sacarse de la manga una justificación para esta medida, que en ningún momento se menciona en su plan de gobierno ni como parte de su “Jornada Integral del Mejoramiento del Entorno Urbano”. Inventó que las mismas personas de los puestos se lo habían pedido (!), como si quienes comemos ahí todos los días no habláramos con las locatarias y locatarios y nos platicaran cómo había estado realmente la imposición. Acorralada por la presión mediática y por los cuestionamientos de diputadas y diputados de oposición, en su comparecencia ante el Congreso del viernes 20 de mayo (evento que las personas de Rechida vimos emocionadísimas, gritándole a las pantallas como fifas en un partido de futbol), se atrevió a decir que los rótulos “no son arte”, que si acaso son “usos y costumbres”, y que por eso se le había hecho fácil quitarlos. La-perra-audiacia.

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Nadie sabe bien qué es el arte, ni Hegel ni Avelina Lésper. Como si los “usos y costumbres” fueran de segunda categoría, desechables, perfectamente sustituibles por un logo horroroso que parece bajado de internet o generado por una inteligencia artificial no muy inteligente.

Lo menos relevante es que sean arte o no. Hay que volver a la función primordial de estos rótulos: la de comunicar los productos y servicios ofrecidos por cada negocio y la de diferenciarlos de su competencia. La de anunciar a simple vista que eres una tortería o una cerrajería. Y que además no eres cualquier tortería o cerrajería, sino La Torta Feliz o Cerrajería Ruiz. Una supondría que Sandra Cuevas, con su maestría en comercio internacional, sería capaz de entender nociones básicas de, pues, comercio. ¿Con qué cara dice que no es clasista, cuando impone este “orden y disciplina” (sus palabras) a los comercios que históricamente han sido criminalizados, discriminados y vulnerados, mientras afirma que en su administración va a “caminar de la mano de los empresarios para que sean más ricos”? ¿Por qué para los empresarios ricos todas las facilidades y para los empresarios jodidos más castigos? ¿Por qué no va y le pinta el logo de la alcaldía a las cadenas trasnacionales que han arrasado con comercios locales y que además tienen diseños bien gachos? Argh, esta administración siempre hace que me ponga a gritar o hacer preguntas retóricas, ¡estúpida, mi tranquilidad, idiota!

En la comparecencia, Cuevas también dijo que la homologación de la imagen de los puestos callejeros era una respuesta a las personas de colonias como Roma, Condesa, Juárez y San Rafael (o sea, las colonias gentrificadas) que odian el comercio en la vía pública. Es verdad, los whitexacans desconectados de la realidad realmente existen, han invadido estas colonias y han hecho que las rentas se disparen. Como disco rayado (o como loop de TikTok, para que me entiendan las nuevas generaciones), esta gente repite el discurso que décadas de campañas negativas les ha tatuado en el cerebro: “los puestos de la calle son informales, no pagan impuestos, se cuelgan de la luz, contaminan las calles y ensucias las alcantarillas”. Algunas de estas afirmaciones podrían ser ciertas... pero ¿no serán responsables las autoridades que jamás han hecho algo para mejorar sus condiciones? ¿Uniformar la imagen de los puestos solucionará algo?

Como en las alcaldías de plano parecen no entender, lo que en Rechida estamos buscando es que el gobierno local proteja el arte popular como parte de la cultura e identidad visuales de la ciudad, además de garantizar la libre expresión gráfica de las personas que tengan negocios de cualquier tipo. Así se prevendrían las ocurrencias y arbitrariedades de las Sandras Cuevas y de los Franciscos Chíguil del futuro. Los del presente,  por cierto, tendrían que reparar el enorme daño económico y cultural que han causado.

Fotografía de Tamara de Anda.

Lo de los rótulos es nada más la parte más visible de un problema mucho más grave: la falta de regulación del comercio en la vía pública, pero no porque los puestos sean “una amenaza” y haya que “meterlos en cintura”, sino porque estos negocios merecen seguridad, protección y que el gobierno les brinde las condiciones para operar de manera óptima. Sus problemas no se solucionan si ellas o ellos “le echan ganitas”, en cambio, sí con políticas públicas diseñadas para comerciantes y personas que les consumimos. Por cierto, lxs “puesterxs” sí pagan permisos y cuotas, que deberían transparentarse y traducirse en beneficios y derechos, no irse al hoyo negro de la corrupción en las alcaldías.

Les chilangas tenemos una oportunidad histórica para reconocer no sólo la gráfica popular, sino la comida callejera y los puestos en vía pública como parte importantísima de nuestra economía, cultura e identidad. Las élites llevan persiguiendo, estigmatizando e intentando prohibir la venta de antojitos desde hace tiempo, cuando aparecieron señoras en las esquinas con sus canastas de tamales y anafres con enchiladas durante la gran migración del campo a la ciudad. Ya dejen de estar de necios y entiendan que es parte de nuestro ADN social, que necesitamos esos alimentos y la creatividad con que se promocionan. La heterogeneidad y explosiones de color que nos brindan los rótulos son parte de la experiencia de comer en la calle: se arma una sinestesia que le da sazón a los tacos, hamburguesas, caldos de gallina o licuados de fruta. No tengo explicación científica para esto, pero quienes aman los antojitos al aire libre me van a entender.

Que se respete, reconozca y fomente el trabajo de las y los rotulistas. Sin ellos no tendríamos tortas felices ni tristes ni enojadas. Ni tortas El Güero, El Tigre o Juanito. Tendríamos tortas grises y sin identidad.

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