¿Queremos zonas de bajas emisiones en la Ciudad de México?

¿Queremos una zona de bajas emisiones en la CDMX? (Y lo que necesitamos para lograrlo)

Por ser tan exitosas en ciertas ciudades europeas, últimamente se está hablando mucho de crear zonas de bajas emisiones (ZBE) en América Latina. ¿Qué es una ZBE?, ¿cómo se planean?, ¿cómo evitar la resistencia de los actores económicos?, ¿cómo se diseñan para no afectar a la población con menos recursos? Este artículo resume todo lo que debes saber acerca de las ZBE, con la esperanza de que pronto la Ciudad de México tenga una.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Vivo en una calle muy transitada. Me levanto con los cláxones mañaneros y duermo arrullada por las sirenas de patrullas y ambulancias. Aunque trabajo desde mi casa, estoy perfectamente enterada de los ciclos de tráfico en esta parte de la Ciudad de México: los horarios Godín, la hora de la comida, el viernes de quincena, la época decembrina, siempre caótica. Todo eso lo escucho… y ahora lo mido. Me la paso abriendo y cerrando ventanas, erráticamente para el exterior, pero en realidad sigo una lógica muy precisa. Hace poco me enviaron un microsensor que permite medir la contaminación dentro del hogar. Cuando me levanto, abro las ventanas para airear. A medida que el tráfico va aumentando, mido cómo la contaminación dentro de mi casa también aumenta: el microsensor me indica que es momento de cerrar las ventanas. La hora de la comida es, para mí, un problema: al cocinar incremento las concentraciones de partículas finas y ultrafinas en el interior, pero esa hora también corresponde a un pico de tráfico y, por lo tanto, de contaminación externa: ¿abrir o cerrar las ventanas?, ese es el dilema.

Trabajo en C40, una red global de casi cien ciudades que buscan reducir a la mitad sus emisiones de carbono y adaptarse al cambio climático —hasta hoy solo dos en México se han unido: la capital del país y Guadalajara—. Específicamente, trabajo para mejorar la calidad del aire, eso explica mi obsesión con la contaminación dentro y fuera de mi casa, pero sobre todo intento imaginar ciudades en las que todos podamos vivir mejor. Al respecto, últimamente en América Latina se está hablando mucho sobre barrios sin coches o, en lenguaje técnico, de las zonas de bajas emisiones —si pensáramos más ambiciosamente, imaginaríamos ciudades enteras sin vehículos—. Las zonas de bajas emisiones son áreas experimentales donde se intenta reducir al máximo las emisiones de contaminantes para mejorar la calidad del aire y, por extensión, de vida.

Antes de inaugurar una zona de este tipo, hay que detectar cuáles son las principales fuentes de contaminación. En la mayoría de nuestras ciudades, el sector del transporte es uno de los más contaminantes; en la Ciudad de México es responsable del 43% de las emisiones de partículas ultrafinas (PM2.5) que a la vez son las más dañinas para la salud. Por eso, restringir la circulación de vehículos es una de las medidas más eficientes si se desea crear una zona de bajas emisiones.

Una vez que se analizan los patrones de contaminación, se evalúa el perímetro de acción, es decir, se decide en qué lugar se desarrollará la ZBE. Esta decisión debe considerar a la población vulnerable y a los sectores económicos que resultarán afectados, hacerlo es indispensable para evitar resistencias demasiado fuertes. Por ejemplo, si el gobierno de la ciudad decide explorar regulaciones al transporte, antes debe hacerse ciertas preguntas básicas: ¿de qué clase de vehículos estamos hablando?, ¿quién o qué se mueve en esos vehículos?, ¿cuántos son?, ¿qué combustible usan?, ¿qué edad tienen?

Las zonas de bajas emisiones no son milagrosas, hay que pensar en ellas como herramientas graduales, con etapas bien definidas, de modo que puedan ir disminuyendo las emisiones dentro de su perímetro y, más adelante, para ser más ambiciosos y planear otras dentro de una misma ciudad. En América Latina, por ejemplo, hemos visto que estas zonas suelen iniciar con políticas menos restrictivas, que tienen menor impacto en la población, en vez de comenzar con estrategias que requerirían un gran cambio de comportamiento por parte de la ciudadanía y que, por lo tanto, serían impopulares.

El ejemplo más completo de una zona de bajas emisiones se encuentra en Londres. Esta empezó en 2003, en un área de veintiún kilómetros cuadrados, con el objetivo de reducir el tráfico en el centro de la ciudad. La idea era que de 7:00 a.m. a 6:00 p.m. los conductores tuvieran que pagar una cuota de 11.5 libras por manejar dentro de ese perímetro (salvo por los vehículos eléctricos, de hidrógeno o híbridos). Con el tiempo Londres se convirtió en la ciudad con la zona de bajas emisiones más grande de Europa y a partir de 2015 se transformó en una zona de ultrabajas emisiones: las restricciones a la entrada de vehículos se extendieron, están en pie las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. En otras palabras, ahí circulan muy pocos carros.

El gobierno de Londres no solo ideó esta zona y la implementó de manera gradual —de haberse limitado a ello, como dije antes, el plan no habría funcionado ante el rechazo de la gente y de varios actores económicos—. En cambio, el gobierno desarrolló incentivos en otros puntos de la ciudad para que las personas aceptaran más fácilmente la transición hacia el transporte público o hacia la movilidad activa, es decir, caminar o andar en bicicleta. A la par hubo desincentivos, por ejemplo, incrementaron las prohibiciones de estacionarse en las calles. En suma, esta ZBE tuvo detrás un diseño más amplio y cuidadoso, no fue una medida arbitraria tomada de la noche a la mañana. Al día de hoy sus beneficios son notables: la zona de ultrabajas emisiones de Londres prácticamente ya no registra contaminantes que provengan del transporte. Este caso, al que se suman los de París, Copenhague y Ámsterdam, ha mostrado la eficiencia de las zonas de bajas emisiones para mejorar rápidamente la calidad del aire, principalmente a través de la reducción del tráfico automovilístico y privilegiando el transporte público y no motorizado.

Debido a ese éxito, entre colegas que estudian la contaminación del aire y miembros de organizaciones ambientales hemos estado discutiendo cómo adaptar esta política pública a otros contextos. Las zonas de bajas emisiones en Europa parecen bastante lejanas en términos legislativos, políticos, sociales y de capacidades económicas como para que sean ejemplos para nuestras ciudades latinoamericanas. Sin embargo, Medellín, Bogotá, Lima y algunas ciudades de Brasil y México están explorando esa posibilidad. Tendremos que compilar y estudiar los casos para ofrecer alternativas más afines a nuestra realidad y quizá haya que redefinir lo que entendemos por ZBE —la definición europea puede quedarse corta si a partir de ella se pretende imaginar las zonas de bajas emisiones latinas.

En una de nuestras discusiones sobre el asunto, Beatriz Cárdenas, directora del programa de calidad del aire del World Resources Institute, mencionó algo que se me quedó grabado. En la Zona Metropolitana del Valle de México hay algunas medidas y programas que se han aplicado desde hace décadas —como el Hoy No Circula, el Programa de Verificación Vehicular (PVVO) y su homologación reciente— que, desde otra mirada, podrían convertirla en una zona de bajas emisiones. Desde 1989, con el Hoy No Circula y el PVVO, en la Ciudad de México se logró renovar la flota de automóviles. Pasamos de ver vehículos viejos muy contaminantes a tener carros con tecnologías más eficientes para el control de emisiones. Además, la verificación obliga a los dueños de los vehículos a darles mantenimiento y en 2014 y 2015 el programa se hizo más restrictivo.

Sin embargo, estas políticas se hicieron a costa de la gente y, en especial, de las poblaciones más vulnerables. La falta de subsidios para renovar la flota vehicular supuso una carga mayor e injusta para quienes no tienen la capacidad económica para comprar un auto nuevo. Hacerlo resultó muy oneroso para las familias de clase media baja, pero no es un esfuerzo tan grande para los hogares de altos ingresos. Por si fuera poco, la ciudad no ofreció alternativas viables y seguras para los afectados: faltó crear una infraestructura de transporte público eficiente y multimodal. Esa es la base indispensable para cualquier zona de bajas emisiones. Antes de diseñarla y ponerla en marcha, conviene que la Ciudad de México aprenda de estos errores, que no fueron los únicos. Otra consecuencia negativa es que parte de la contaminación atmosférica se exportó fuera de la capital. Pero no se eliminó. Basta con ver —y oler— los autos viejísimos que circulan en las ciudades aledañas para comprobarlo.

Con todo, la Ciudad de México logró mejorar significativamente la calidad del aire. A finales de 1980 era la más contaminada del mundo; para 2016, ya se encontraba en la posición 88 (de menor a mayor contaminación) entre tres mil ciudades evaluadas, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud. Otra serie de medidas explican ese éxito: las mejoras en el combustible, los niveles máximos de contaminantes, la relocalización de la industria pesada fuera de la ciudad y el cierre de la refinería 18 de Marzo. El resultado fue que entre 1990 y 2015 las concentraciones de PM10 se redujeron en 60%, pasaron de 110 a menos de 45 microgramos por metro cúbico, y las PM2.5 pasaron de 25 microgramos en 2004 (el año en que se empezaron a medir) a 22 en 2015.

Esta reducción, si bien no es muy grande, es valiosa, aunque las partículas ultrafinas siguen siendo el gran reto de nuestra ciudad. Provienen, sobre todo, del uso intensivo de diésel en la flota de vehículos pesados. Ya dije que el 43% de las PM2.5 proviene del transporte, pero los vehículos pesados son los mayores responsables de ese porcentaje: aunque constituyen tan solo el 6% de la flota vehicular, generan 24% del total de emisiones de PM2.5. Convendría, entonces, empezar a planear una ZBE que tenga como objetivo restringir esta clase de vehículos.

En términos de factibilidad política, hay una ventaja más: a diferencia de otros sectores, como el energético, en el que la ciudad tiene poca incidencia porque se trata de un asunto federal, la ZBE es una medida que puede manejar el gobierno local. Sin duda alguna, las zonas de bajas emisiones son una oportunidad para las ciudades de América Latina, siempre y cuando al centro de la estrategia se logre que la transición sea justa, equitativa. Si decidimos restringir el paso de ciertos vehículos, es importante tener un plan que apoye esa transición y se asegure de que las poblaciones más vulnerables no sean también las más afectadas, como ha pasado antes. Mientras trabajamos para lograr que haya una estrategia más integral para mejorar la calidad del aire en la Ciudad de México, yo seguiré confiando en la ciencia inexacta e insuficiente de abrir y cerrar mis ventanas, según lo que diga el microsensor acerca del tráfico que circula en la calle de mi casa.

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