El síndrome de la compulsión
Esa ruleta para hacerte comprar y comprar y comprar más, la vi con nitidez extrema ese día que decidí entrar a una tienda a comprarme la ropa de invierno. Era una tienda enorme, de no sé ni cuántos pisos y donde todo está diseñado para que no encuentres las salidas.
Siento que voy mejor. Lo sé porque por fin tomé valor y entré a varias tiendas para comprarme ropa de invierno, porque ya entro solo a los mercados y las montañas de comida y productos ya no me abruman tanto, porque me sé mover decentemente en el metro. Es un gran avance, con eso tengo por ahora, no pido más.
La mejoría en el cuerpo y en la mente la noté cuando un amigo catalán me invitó a jugar fútbol de noche. No es un dato menor lo de la noche: fue la primera vez en mi vida que jugué fútbol de noche. En Cuba, como los terrenos y las áreas donde uno puede hacer deportes no tienen luces eléctricas, siempre se juega hasta que anochezca. Aunque de adolescente muchas veces nos quedábamos jugando ya sin ver nada para saciar el vicio del fútbol. Ahora me pasó todo lo contrario: había tanta iluminación que cuando la jugada iba por la banda contraria a la mía o el balón se elevaba al aire, tenía que hacerme una visera con una mano, como si estuviera en una playa, porque se me encandilaban los ojos y no veía nada. Un par de veces el balón viajó hacia mí despejado por el portero y tuve que hacerme el que no llegaba al pase, pero en realidad lo que me sucedía era que tenía miedo a no medir bien el balón y no recibirlo correctamente —si hay un gesto en el fútbol que delata la calidad de cada quien, ese es recibir bien o mal una pelota que cae de una altura pronunciada y no quería quedar en evidencia—o en el peor de los casos que me cayera en plena cabeza.
Antes de ir a jugar, mi amigo me advirtió que lo mejor era que fuera con botines multitacos para que no resbalara en el césped sintético, donde tampoco había jugado nunca. Nunca había escuchado lo de multitacos, imaginaba que eran unas botas a las que se le quitaban y se le ponían los taquitos de abajo para poder jugar en cualquier tipo de cancha: o césped o cemento o madera. Pero no. A la tienda de deportes que fui, me dijeron que multitacos significaba otra cosa y no lo que creía: eran botines repletos de taquitos pequeños en la suela que se usan sobre todo en césped sintético. Cuando llegué a la cancha, lo primero que hice fue cerciorarme de pisar bien y de saber correr con aquellas botas de fútbol. Calenté un buen rato como quien está aprendiendo a montar patines por primera vez.
Haciendo carreritas de un lado para otro y estirando las piernas, le pregunté a uno de los compañeros del que iba a ser mi equipo si es normal, más allá de los mensajes publicitarios de las marcas, que las tiendas te inviten, sin tapujos, al consumo compulsivo. Le dije eso porque aún tenía rondándome la cabeza uno de los carteles de la entrada de la tienda donde me compré las botas, que decía: “Bienvenido, aquí se satisface el síndrome de la compulsión”. Leer aquello me pareció demasiado, aun viniendo del capitalismo. Fue como asistir al statement del mundo que estoy descubriendo, tras salir de Cuba por primera vez y aterrizar en Europa. Obvio sabía que acá, en el mundo nuevo, todo está montado sobre la base del consumo, pero de verdad no imaginaba que fueran tan literal. Hasta ese momento mi inocencia me hacía pensar que al menos se escondían un poco este tipo de intenciones.
Desde que me topé con ese cartel no he dejado de pensar en la lógica del capital que convierte a las personas —y por supuesto que no estoy descubriendo el agua fría con esto — en depredadores compulsivos. Esa ruleta para hacerte comprar y comprar y comprar más, la vi con nitidez extrema ese día que decidí entrar a una tienda a comprarme la ropa de invierno. Era una tienda enorme, de no sé ni cuántos pisos y donde todo está diseñado para que no encuentres las salidas. Pasé más tiempo buscando subir o bajar de piso que probándome ropa. De hecho, cuando decidí qué era lo que quería, lo hice para evitar seguir viendo ofertas. Y cuando me dispuse a abandonar aquel laberinto, lo único que hacía era cruzarme en en el camino con productos más bellos que los que había seleccionado que me invitaban a seguir en aquel lugar.
Desde entonces me he obsesionado un poco con el tema. Y me preguntó hasta qué punto se sostiene esta maquinaria. Por ejemplo, cada vez que paso por una panadería o una dulcería, me intriga saber qué tiempo duran en exposición —entiéndase venta — esa cantidad de panes y de dulces humanamente incapaz de consumirse. He preguntado a los dueños de algunas y me han dicho que por ley sólo los pueden tener a la venta 24 horas después de salir del proceso de cocción, por lo que pasado ese tiempo los tiran a la basura, aunque algunos me han dicho que en Barcelona, desde hace par de años, están intentando que todo ese producto que se deshecha vaya a centros de ayuda social.
Justo afuera de una de las panaderías más cercanas al apartamento donde me estoy quedando, siempre encuentro una señora arrinconada en la acera. Creo que es árabe y tiene un cartón escrito con un plumón verde que dice: “Dios no me quiere porque no me ayuda, ayúdame tú con algo de comida”. Hace unos días en la tarde noche llegaba a casa y pasé por el costado de la señora. Estaba dormida encima de un manojo de trapos con los que se tapaba del frío también. A unos metros de ella vi como un señor, con un delantal y un gorro blanco, echaba a la basura dos bandejas repletas de croissants.
La gente que la está pasando mal, como esta señora, me atrae. Al oído suena fea la oración anterior, pero así es. No es pornomiseria, ni hipocresía, ni impostura, es sencillamente que quiero saber cómo han llegado a dormir en las calles, a taparse con tres trapos, a pedir limosnas, cómo han llegado desde tierras tan lejanas hasta acá. Porque la mayoría son africanos, árabes, latinos —aunque menos—. Lo que me atrae es su vida anterior, antes de la debacle que es su presente. Por eso siempre me les quedó mirando aunque no me atreva a preguntarles. Porque pienso que hacerlo sería remover demasiado los cimientos de una vida hecha trizas.
La única vez que me atreví a hablarle a una de esas personas que la está pasando mal —prefiero llamarles así y no mendigo y no homeless, no me pregunten por qué, porque no sé— fue unos días antes de viajar a Ámsterdam. Había quedado para tomarme unas cervezas con un amigo músico. Cuando llegué a nuestro punto de encuentro, estaba hablando con una mujer de Camerún que le había pedido dinero. Él le respondió que dinero no, pero que le compraba lo que quisiese. La mujer dijo una soda. Mi amigo entró a un mercadillo a comprar y yo me quedé con ella afuera. Aproveché para preguntarle por su nacionalidad, cuántos años llevaba en la ciudad, cómo se sentía. La respuesta a mis preguntas fue otra pregunta: Y tú… ¿de dónde eres?, porque eres negro igual que yo. Para ella que ambos fuéramos negros nos emparentaba y, a la vez, me quitaba la posibilidad de preocuparme por ella. Algo así como “deberías preocuparte por ti también”. Es algo que me pasa mucho cuando hablo con migrantes desconocidos en taxis, en el metro o en la calle: entienden mis preguntas como llamados de auxilio y no, sencillamente, como indagaciones. Entonces, terminan aconsejándome a trabajar como chofer, como guardia de seguridad o en Amazon como repartidor de productos.
Pocos días después estaba en Ámsterdam para impartir un par de charlas sobre periodismo y libertad de expresión en Cuba. Me sentía un poco nervioso porque no sabía qué público me iba a encontrar y, además, porque era mi primera charla presencial. Antes había participado en muchas de ellas pero detrás de mi computadora. No se me da bien esto de hablar en público y menos en un estrado. Lo mío es charlar y escuchar pero sin ojos encima.
En la segunda charla, vi entrar al público a un hombre sigiloso. Vestía como visten los agentes de la Seguridad del Estado en Cuba: ropa ni ajustada ni ancha, ropa fea, espejuelos, libreta en mano, la intriga en la frente. En medio de mi presentación comenzó a pedir la palabra insistentemente. La moderadora le dijo que tenía que esperar a la ronda de preguntas. Llegado ese momento no me preguntó nada, comenzó a ofenderme. Dijo que yo mentía, que en Cuba sí hay derechos y se puede hacer periodismo de manera normal, que no hay personas presas por manifestarse, que no expulsan a nadie del país, que la isla es un paraíso. Como no me hizo ninguna pregunta, no le respondí, lo que lo hizo irritarse. Cuando acabó la charla, fui al baño, para variar me estaba orinando (desde que me mudé acá me pasa todo el tiempo por el frío). Al regreso me estaba esperando y, a menos de un metro de mí, siguió ofendiéndome. Me quedé escuchándolo, intenté dialogar. Fue imposible y decidí irme al bar a tomar unas cervezas con varios cubanos y algunos holandeses. Camino al bar el hombre me siguió, gritándome sandeces a la espalda, hasta que los organizadores del evento me lo tuvieron que sacar de encima. Luego un amigo diplomático me enseñó una fotografía del sujeto en la embajada cubana en Países Bajos. Lo habían mandado a armar esa escena circense.
Estuve sólo cuatro días y tres noches en Ámsterdam. La ciudad me pareció un encanto, pese al clima horrible —siempre gris y con lluvia—. Es una ciudad distinta, muy diferente a lo poco que he visto. No sólo por la cultura ciclista y la belleza de una urbe montada sobre agua, sino porque uno siente el pálpito de una sociedad verdaderamente emancipada y libre.
En mi primera noche allí le pedí a una amiga cineasta que me llevara al barrio rojo. Lo caminamos y quedé absorto. Mi cabeza se reseteó. Mientras daba pasitos cortos no podía creer lo que veía: mujeres detrás de vidrieras exhibiendo sus cuerpos casi desnudos, metiéndose los dedos a la boca, posando para los que caminaban por allí, como yo. Mujeres que invitaban con sus cuerpos a pagar por adentrarse en los cuartuchos de luces rojas o en penumbras para verlas masturbarse. Mi amiga holandesa me explicó que si bien estaba permitida la prostitución y que esas chicas pagaban impuestos por su trabajo, no estaba bien visto el negocio, que de alguna manera el Estado lo había permitido para intentar regular la trata de personas y la propia prostitución, pero que, a la larga, no lo habían conseguido y que ahora no sabían cómo salir de ese embrollo. Esa noche me costó conciliar el sueño de tanto darle vuelta a la idea de la libertad y sus límites.
Regresé a Barcelona con las pilas cargadas. La experiencia del barrio rojo de Ámsterdam me hizo poner en un segundo plano todo lo que hasta ese momento me perturbaba: no saber andar en el metro o google maps, las montañas interminables de comida y productos de las tiendas y mercados, capitalismo y ajetreo de la gente en la calle.
A los pocos días, un gran amigo me escribió para decirme que ya tenía en sus manos lo que me había prometido años atrás. Cuando estaba en Cuba encerrado y sin poder salir por la sanción del régimen, me había prometido que, una vez que saliera por primera vez, me llevaría a un partido fútbol al Santiago Bernabéu de Madrid. Estaba listo para cumplirlo.
Aproveché ese viaje a Madrid para ver cosas de trabajo que tenía pendientes y a gente querida. Una de ellas mi terapeuta. La señora que me salvó cuando estaba hundido y no veía salida a mi situación por ningún lugar. Quería conocerla en persona y agradecerle su ayuda profesional. No la conocía frente a frente porque nuestras consultas habían sido siempre virtuales. Ella apareció gracias al Comité para la protección de periodistas de las Américas (CPJ), a quienes contacté para que me ayudaran a encontrar un terapeuta. En ese momento estaba pasando por una gran depresión y mi psicólogo en la isla decidió no consultarme más al ver que el régimen me había sacado en televisión nacional como “un agente pagado al servicio de la CIA y de gobiernos extranjeros”. Después de ese abandono intenté encontrar algún otro profesional, pero todos se negaron por temor a verse envueltos en represalias por atenderme. A ese punto llegó mi situación en Cuba: necesitaba ayuda psicológica y nadie quería ofrecérmela. Es por ello que acudí al CPJ y ellos me pusieron en contacto con mi actual terapeuta.
Cuando nos encontramos para un café, nos dimos un gran abrazo. Hablamos cerca de una hora. En un momento de la conversación un rayito de sol me pegó en la cara y me hizo recordar las consultas en La Habana: tenía que subirme a la azotea de casa para tener una mejor conexión a internet, para que la imagen y el sonido de la doctora no se congelara.
En el viaje me reencontré con dos amigos y colegas cubanos que hacía tiempo no veía. Quedamos en encontrarnos en la plaza Puesta de Sol. Camino allí una muchacha de unos veinte años me detuvo. Me pidió por favor que la escuchara, pues nadie se detenía para hacerlo. La calle en ese momento, en el centro de Madrid, era un avispero, una masa compacta que se movía hacia todos lados. La muchacha quería tomarme mis datos para inscribirme en alguna marca comercial. Le dije que no tenía documentos, que acababa de aterrizar en España. De dónde eres, preguntó. De Cuba, dije. “Pues yo también, mi mamá me trajo con dos años pero más nunca hemos vuelto”, dijo. Vaya casualidad, pensé, mientras la escuché agradecerme por dedicarle esos pocos segundos. Después chocó su codo con el mío como saludo y me deseó suerte en mi estancia.
Luego caminé unos metros y me volteé. Ahí seguía la muchacha intentando detener a alguien dentro del torrente de personas que avanzaban sin hacerle caso. Sentí pena por ella. Poco después estaba en Sol. La cantidad de personas reunidas era impresionante. Me sentí de vuelta en mi niñez en Cuba, cuando nos llevaban al malecón de La Habana a marchar y a gritar consignas patrióticas acartonadas por la conmemoración de alguna efeméride o por algún delirio de Fidel Castro. Mis amigos estaban justo en el centro de la plaza. Tuve que abrirme paso hasta allí y en el recorrido me topé con un Mickey Mouse y un Buzz Lightyear de mi tamaño. Nos abrazamos y me llevaron a pasear un rato.
El día que retornaba, decidí ir a buscar el tren a pie, para así caminar una zona que no había visto. Bajando por el Paseo de la Castellana comencé a escuchar algarabía. De pronto tuve frente a mí una manifestación. Eran partidarios de la izquierda madrileña que protestaban contra la corrupción del Partido Popular. Llevaba mi maleta de rueditas y la detuve para sentarme sobre ella y presenciar la manifestación como si estuviese dentro de un teatro. Aquello era una obra para mí, un pasaje nunca visto: los policías no reprimían, sino custodiaban a los manifestantes; los manifestantes levantaban carteles y decían lo que quisiesen. Había hasta una banda musical, había ancianos, habían niños. Se me hizo imposible no pensar en las más de 1300 personas que hoy se encuentran procesadas en Cuba por hacer esto mismo en julio pasado.
La manifestación pasó de largo y me levanté para seguir rumbo a la estación de tren. Me detuve en un quiosco para comprar algún suvenir de la ciudad, pero los que había no me parecieron bonitos. Cuando volví a caminar, me entró un mensaje de mi madre contándome que habían ingresado de urgencia a mi abuela en La Habana. Días después murió. Nunca salió de Cuba.
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