En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
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En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
En su tercer día de arresto domiciliario, Abraham Jiménez Enoa intenta hacer, desde su balcón, una crónica de la represión a una protesta más contra el régimen cubano. Desde ahí, es muy difícil llevar la cuenta de quienes fueron víctimas de desaparición forzada.
No ha amanecido aún y salgo a tomar una taza de café al balcón. La calle está oscura, sólo dos gatos negros caminan por ella mientras la luz de un poste eléctrico parpadea. Intento colar la vista entre las ramas del árbol que tengo enfrente para confirmar si sigue ahí el operativo policial que me tiene recluido en mi edificio.
Llevo tres días sitiado por agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y por policías. Me percaté de ello el domingo cuando salí de casa a botar la basura. Eran las 6:45 am. Apenas puse un pie fuera y me embistieron. Me dijeron que tenía que regresar, de lo contrario iría a la cárcel. Y que, además, el encierro en mi propio domicilio era por tiempo indefinido, hasta que ellos me notificaran que podía salir. El régimen no quiso que saliera las calles para cubrir las protestas antigobierno previstas para el 15 de noviembre en la isla.
Termino el café y aunque ya comienza a amanecer, no logró distinguir bien entre las ramas la cantidad de agentes que hay hoy rodeándome. El primer día hubo menos que el segundo, de ahí mi duda. Ya las protestas pasaron, pero sigo viendo pies, siluetas, sombras, que se mueven detrás del árbol. Sin asearme subo a la azotea. Me cercioro que la puerta de la azotea del edificio junto al mío está abierta. En realidad siempre lo está. Pongo un pie en la cornisa, el otro, me impulsó y saltó el metro y tanto que separa los dos edificios. Comienzo a bajar la escalera de mis vecinos y pienso que ya estoy libre, que puedo salir por la puerta que da a la calle contigua y no a la mía, sin que los agentes se percaten que escapé. Pero no lo voy a hacer, es solo un pensamiento inevitable, porque de echar a correr, en algún momento, hoy, mañana, pasado, la semana que viene, me atraparían. Cuba es una cárcel gigante donde las únicas vías de huída son el mar o el aire.
Llego a la planta baja y me percato que estoy sin camisa, solo llevo encima un short de nylon y debo parecer un cimarrón que busca su libertad. Saco la cabeza y ahí los veo. Hay una patrulla de policías con agentes dentro, no logro contarlos. Estoy a más de media cuadra de distancia. También hay agentes vestidos de civil, son cuatro. Dos de ellos fuman y hablan a la vez. Uno que está sentado mira su teléfono y el reflejo de este le alumbra la cara. Me vuelven las ganas de echar a correr y escapar, no, no, mejor echar a correr y gritarles “abusadores, energúmenos, atrápenme”. O mejor, gritarles: "¡Libertad!, ¡no soy un delincuente, sólo un periodista!". O mejor aún: salir, lanzarles una piedra y mientras avanza en el aire, gritarles alguna grosería que no voy a mencionar aquí.
Siento el llanto de mi bebé desde donde estoy. Se despertó ya. Entonces subo de nuevo corriendo las escaleras, salgo a la azotea vecina y regreso a la mía con otro salto. Entro a la casa y siento una insoportable sensación de pesadumbre: estoy de nuevo en arresto.
Un rato después leo las noticias: hay, al menos, unas 10 personas conocidas que fueron víctimas de desaparición forzada. Uno es periodista, cinco de ellas son mujeres; una forma parte de Archipiélago, la plataforma cívica que convocó a las protestas y es madre de dos niños pequeños. Su nombre es Daniela Rojo y lleva más de 4 días secuestrada. Sólo conozco personalmente a diez de los que hoy faltan, pero no son las únicas víctimas de la represión del régimen para ahogar las protestas: hay decenas y decenas de cubanos que, como yo, aún no pueden salir de sus casas porque fueron sitiados para evitar que salieran a manifestarse. Los que sí lograron salir, fueron apresados. Hay videos horrendos donde las fuerzas del régimen golpean, maltratan y arrestan violentamente a ciudadanos que sólo quisieron expresarse.
La represión ha sido tan brutal que hubo quienes se encerraron en sus casas mentalizados a pasar allí el resto de la semana, parapetados ante el horror, para evitar que los alcance. Incluso, hay quien me ha dicho que desconectó los teléfonos para no enterarse siquiera de lo que está ocurriendo afuera. Afuera donde las calles llevan semanas militarizadas, como si Cuba estuviera esperando una invasión extranjera. Durante estos días muchas personas no llevarán a sus hijos a las escuelas, ni comprarán comida, ni irán al médico aunque les haga falta. Volverán a la vida normal una vez que pase el terror de estado impuesto por el régimen.
Ayer, desde mi balcón, pude ver que las calles eran un cementerio. La tranquilidad forzada y el miedo eran los únicos recorriendo las arterias. Como casi todo el país estaba rodeado por cercos policiales fue imposible que los líderes de la sociedad civil pudieran salir a protestar. Archipiélago difundió formas alternativas para rebelarse desde el encierro: vestir de blanco y salir a las ventanas y balcones, tender sábanas blancas, portar flores blancas, colgar carteles, aplaudir. Aún así, repito, hubo quien logró salir pese al cerco nacional. Ellos también vistieron de blanco y caminaron las calles que pudieron con una flor del mismo color en sus manos. Contra ellos, la represión alcanzó un punto impensado: toda persona que ese 15 de noviembre fuera por la calle vestida de blanco era detenida por policías. De este modo, hasta el presentador más oficialista que tiene la televisión cubana, una suerte de vocero del régimen que salió a grabar la “tranquilidad ciudadana”, resultó detenido. No lo reconocieron, porque llevaba mascarilla, una gorra y un pulóver blanco.
El régimen, adolorido y molestó aún por las protestas de julio pasado, esta vez no tuvo piedad. Sabiendo de antemano la fecha, clausuró todo orificio por donde pudiera escapar la disidencia. La isla lleva días siendo una cárcel. Una cárcel donde los únicos ciudadanos autorizados a expresarse son aquellos que comulgan con la dictadura. No exagero: mientras a una masa de ciudadanos les era imposible acceder a la vía pública porque estaban arrestados en sus casas o en estaciones policiales; partidarios del régimen, aún los hay, pudieron tomar el parque central de La Habana y las plazas públicas principales para “reafirmar su apoyo a la Revolución y a Díaz-Canel”. De hecho, el presidente se apareció en el parque central para compartir el momento con sus seguidores y demostrar que todo estaba en calma en el país.
Cuba es ese país: una nación sólo accesible para quienes creen en el castrismo o se subordinan a él. Una isla partida en dos: los oprimidos y los opresores. Un país donde la simple intención de expresarte pacíficamente es motivo suficiente para ser secuestrado. Luego tu familia y amigos no tienen manera de saber de ti, porque las leyes no se respetan, prácticamente son inexistentes. Eso mismo están viviendo ahora, entre muchos otros, Daniela Rojo y Osmel González, miembros de Archipiélago, a quienes una vez secuestrados, les han borrado sus cuentas en redes sociales, como queriendo cancelarles además de la libertad, el nombre.
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