Desde el malecón: Nos están haciendo llorar
Recuento de la madrugada en que un periodista cubano descubrió que Fidel Castro había muerto.
La banda extranjera que estaba de visita por primera vez en la isla y de la que todos hablaban tampoco me logró desemperezar aquel viernes 25 de noviembre de 2016. Hoy ni siquiera recuerdo su nombre, creo que eran colombianos, eso sí. Tocarían en “El Sauce”, una plaza al aire libre alejada del centro de La Habana.
Los viernes son para mí los sábados de la gente. El día en que le pongo stop a la turbación y al desconcierto, un día más ingenuo que el sábado, más compasivo incluso que el aburrido domingo. El viernes es un día que llega sin pretensiones y que siempre se marcha dejando alguna huella. El viernes es el día que me marca el pulso de la semana.
Pero, definitivamente, ese viernes fue distinto. Yo estaba cuidándole la casa, una perra y un gato, a un amigo que se había ido de viaje a Europa. Amén de hacer el favor, me convenía esa estancia, pues me alejaba de casa por unos días y lograba algo de privacidad. Salía de la persecución de mi abuela, dejaba de cargar todas las noches un cubo de agua del patio al baño para poder bañarme y de echarme el agua encima durante el baño con el gastado potecito plástico de helado Nestlé. En casa de mi amigo podía disfrutar de una ducha de agua caliente. Él me dejaba el refrigerador repleto de comida y cerveza. Sofocaba el calor al dormir en una habitación con aire acondicionado y también podía utilizar su señal de internet ilegal, lo que significaba un alivio para mi desfondado bolsillo. Trabajar ahí era mucho más cómodo que hacerlo en los contenes y las aceras de los parques públicos de la ciudad y de debajo de la sombra de los árboles. En aquel entonces la hora de internet en Cuba costaba 2 dólares -hoy 1 dólar- y solo se podía acceder a la red en las menos de 50 zonas con conexión wifi -en su mayoría parques públicos- que el gobierno había instalado a lo largo de todo el país o en hoteles. Para entender lo que significa esta inversión, hay que decir que el salario promedio de los cubanos en aquel entonces era de 27 dólares mensuales; hoy es de 30.
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La invitación de unos amigos al concierto de la noche en el Sauce no me dejo muy convencido y decidí salir a correr por la 5ta avenida, llevé a la perra conmigo. Al regreso abrí una cerveza Bucanero mientras me preparaba algo de comer. Me senté luego en el balcón y se me fueron un par de horas chateando con varios de mis amigos que ya se habían largado del país. A Miami, a México, a Europa, a cualquier otro sitio fuera de la isla.
Después del lujo de una ducha caliente me metí a la cama. Eran las 9 y algo de la noche.
El teléfono, que estaba en vibrador, me despertó en plena madrugada, era la decimosexta llamada perdida. Cuando me conecté a internet, una avalancha de mensajes entraron de cabeza en mi teléfono. El primero de ellos, en Whatsapp, era de una muy querida amiga periodista brasileña.
-Charanguita, ¿cómo está Cuba? -me preguntó.
-Todo bien -le respondí.
-¿Y lo de Fidel?
-Amor, tú sabes, es un gato, tiene siete vidas, la gente lo mata todos los días pero ahí sigue….
-Charanga, ¿has visto las noticias?
Eran las 5:30 de la mañana. En Facebook mucha gente había cambiado su foto de perfil por la de Fidel Castro. Todos los posts hablaban de él, de su muerte. Unos se alegraban del sorpresivo adiós, otros lamentaban la perdida. Yo, soñoliento aún, incrédulo, solo pensaba en las horas de sueño que, de ese momento en adelante, perdería por la muerte del hombre que gobernó Cuba de 1959 a 2006.
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11: 30 pm. La televisión nacional interrumpe su programación para dar a conocer un comunicado oficial, así lo anuncia un sobrio y timorato conductor. Después de una cortina en la transmisión, Raúl Castro queda encuadrado en un close up de vértigo. Está vestido, como de costumbre, con su traje de gala militar y enseña en sus charreteras su grado de General de Ejército. Se dirigirá a todo el pueblo de Cuba para darles una triste noticia. Con la voz entrecortada, frágil, pero sin perder la compostura, con la mirada firme y las manos temblorosas, Raúl Castro le anunció al mundo que su hermano había muerto una hora atrás, a las 10: 25 pm.
El Consejo de Estado declara luto nacional por nueve días y mis amigos que habían ido a “El Sauce” se quedan con las ganas de seguir bebiendo y bailando. A través de un micrófono les comunican que el concierto queda sellado y que todos deben abandonar el lugar.
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Esperé a que saliera un poco el sol. Cuando la mañana comenzó a aclarar, salí. El silencio de las calles era palpable, lo único que se percibía durante las primeras horas de la muerte de Fidel Castro era el murmulló displicente de una revista especial que trasmitía la televisión cubana y que salía de las casas despiertas.
Dos días después, las cenizas de Castro fueron expuestas en el mausoleo de la Plaza de la Revolución para que todo el que quisiera acudir a despedirse, pudiera pasar por delante de una caja de madera, de unas flores blancas, de una foto enorme de Fidel con la Sierra Maestra de fondo, rifle al hombro y percha verdeolivo, mirando al horizonte.
Presidentes de Latinoamérica, África y de uno que otro país de Europa del este viajaron hasta La Habana a pronunciar sus condolencias en un acto político que serviría como partida a las cenizas de Castro, que recorrerían en una caja de cristal climatizada y una comitiva de tres Jeeps, toda la isla, desde La Habana hasta Santiago de Cuba, donde sería enterrado en el cementerio de Santa Ifigenia.
En esos días leí en algún texto de Carlos Manuel Álvarez el mejor epíteto que he escuchado para definir a Fidel Castro: “el más demócrata de los dictadores”.
En la multitud que se agolpó en las inmediaciones de la Plaza de la Revolución me encontré a mi tío, que estaba ahí con varios compañeros suyos del trabajo. Yo llegué hasta ahí buscando capturar reacciones de la gente para una nota que estaba escribiendo. Mi tío es el hermano mayor de mi madre y se llama Rigoberto Enoa. Por esos días, y sin imaginarlo, estaba cumpliendo sus últimos días como Director General de Asia y Oceanía en el Ministerio de Comercio Exterior. Antes había trabajado como parte del cuerpo diplomático de Cuba en Rusia, España y China.
Horas después del acto político salí en ómnibus hacia Santiago. Quería llegar antes de la caravana que transportaba las cenizas por toda la isla para tener tiempo de retratar la ciudad que despediría a Castro. Llegué un miércoles en la noche y las cenizas de Fidel no lo hicieron hasta el sábado en la tarde. Ese mismo día, cenando con una holandesa aventurera que había conocido en el viaje y con el amigo fotógrafo que me acompañó, me entró una llamada de la esposa de mi tío.
Lloraba sin parar, era un manojo de nervios. Quería decirme algo, pero su estado se lo impedía. Cada frase que intentaba, terminaba cortándola, dejándola en el aire, en mi incertidumbre. Hasta que logró decirme: “Abraham, tú tío está perdido, no sabemos dónde está desde ayer. Estoy llamando a tú mamá pero no me contesta”, luego colgó.
Tecleé el teléfono de mi madre y tampoco me respondió. Llamé al fijo de la casa y me salió ella. “Tranquilo, yo te explicó cuando regreses”, me dijo.
Con Fidel bajo tierra, a mi regreso supe que cuatro días después de saludar a mi tío en la Plaza de la Revolución, la seguridad del estado lo había secuestrado. Rigoberto tenía previsto salir de viaje a Vietnam para cerrar unas negociaciones gubernamentales y dos oficiales de la seguridad del Estado, haciéndose pasar por miembros de la delegación que viajaría, se presentaron en su oficina y le hicieron creer que lo venían a buscar para acudir a una reunión de última hora. Al salir de la oficina, los dos militares con fachada se identificaron y le dijeron que lo iban a trasladar hacia una unidad donde le harían unas preguntas para esclarecer una investigación. Lo montaron en un auto de la marca rusa Lada y lo sacaron de la ciudad, rumbo a un sitio desconocido para él. Entre viernes y lunes estuvo encerrado en una casa sin bañarse, ni poder avisarle a su familia que estaba bien. Todo el tiempo estuvo sometido a interrogatorios bajo presión, a amenazas, a métodos coercitivos. Mi madre se presentó en el Ministerio de Comercio Exterior a informar la desaparición de su hermano. Le pasaron un teléfono por el que pudo escuchar la voz de mi tío diciéndole que se marchara, que él estaba bien y que luego llamaría a la casa. Cuando por fin llamó, fue para anunciar que estaba siendo procesado y que lo iban a trasladar a las celdas de Villa Marista, la unidad donde se atienden los delitos contra la seguridad del Estado.
Allí estuvo alrededor de tres meses y todas las semanas, cada jueves, le permitieron la visita de tres familiares. Una vez fui a verlo. No podía entrar con celular, ni billetera. Absolutamente nada en los bolsillos. Solo se le podía llevar una jaba con algo de comida y cuando más un pomo de café para que lo tomara durante la visita. Alguna muda de ropa, quizás. En caso de llevar algún libro, no podía estar marcado en ninguna página o tener siquiera una dedicatoria.
En la entrada había que entregar el carnet de identidad y declarar el tipo de parentesco. La instructora, al ver que era sobrino, me dijo que no podría ir más, que solo se permitía la visita de padres, hermanos e hijos.
Me encontré con él un cuarto minúsculo. Una habitación con dos butacas, un sofá pequeño, una mesa con un teléfono y un cuadro horrible en la pared. Primero nos hicieron pasar a nosotros y luego lo trajeron a él. La instructora estuvo todo el tiempo en el lugar. Aquello duró alrededor de 10 minutos.
Después de esos tres meses, mi tío fue trasladado a una prisión a las afueras de La Habana para esperar juicio. Llegado el momento, mi madre, abogada de profesión, decidió defenderlo.
Rigoberto Enoa fue sentenciado a 6 años de privación de libertad por delitos de cohecho. Las pruebas que se presentaron en el juicio y por las que resultó culpable fueron:
1. Recibir una cesta de navidad.
2. Recibir una bata de encajes para su nieta.
3. Recibir un cake.
4. Recibir un celular.
A unas cuadras de casa de mi tío, en Centro Habana, una familia tiene escrito en la puerta de su casa: “Con Fidel y la Revolución, hasta que se seque el malecón”. El día del juicio, frente al edificio del tribunal provincial de La Habana, en una columna derruida de un solar a punto de desplomarse, encontré un grafiti nuevo, mal hecho, poco singular. El grafiti, a trazos finos, era de un hombre esposado y arrodillado, mirando al suelo. Unas manos sin cuerpo, añejas, toscas, lo sujetaban de la garganta. Bajo uno de sus parpados corría una lágrima. Ahí, frente al tribunal y acompañando la escena, un cartel decía: “Nos están haciendo llorar”.
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