Tiempo de lectura: 4 minutosImagino que en todos los lugares del mundo “covidiano” han sucedido momentos que restriegan en el alma la realidad de la pandemia:
Las calles vacías de ciudades que por lo común son ajetreadas y ruidosas, el ulular de las ambulancias o las patrullas o los bomberos (o todo junto) durante noche y día o las 24 malditas horas; niños y niñas en confinamientos que tuercen alas que están para surcar el cielo; personal de salud exhausto con los rostros marcados por un equipamiento que tortura; restaurantes con las cortinas al piso mientras las ratas urbanas gritan en batallas desesperadas por la ausencia inexplicable de desechos; fuerzas del orden que obligan a los rejegos al encierro; y parques y patios solitarios y escuelas y playas solitarias y gente sola muy solitaria.
Aunque también, y como estrategia de sobrevivencia, nos fuimos obligando a nombrar la cara amable de la pandemia: la libertad de andar sin calzado todo el día, la reconquista de la cocina como utopía de socialización, la reinvención del tiempo a favor de la convivencia más íntima, los animales que recuperan territorios que fueron brutalmente humanizados, y algunas otras quimeras que de tanto manosearlas se nos volvieron realidades.
Creo, sin embargo, que todo esto han sido solo fragmentos de la “desnormalización”. Pedazos de historias que insinúan un cambio, pero sin proyectar la noción colectiva de la profunda transformación que estamos viviendo. Tal vez porque no sabíamos cómo hilarlos.
Hasta que vimos el Zócalo vacío.
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El Zócalo vacío y las pisadas en lo solitario de un Palacio retumbón y el Grito que emerge de una garganta urgida por contener la dilución de la narrativa.
Me detengo tantito para un paréntesis necesario: a quienes me leen que no son mexicanos, sirva de contexto; a quienes sí lo son, sirva de recordatorio.
Año tras año, los 15 de septiembre celebramos en México el Grito de Independencia. Y más allá de las vicisitudes históricas de personajes, fechas y resultados, en cada plaza cívica, embajada, consulado y en todo territorio que tenga afirmaciones de soberanía, la autoridad en turno toma la bandera, recorre en exaltación los nombres de quienes nos dieron patria para concluir con ¡vivas! al país, fuegos artificiales y música tan vernácula como imponen los gustos del momento. Quienes gritan lo hacen desde balcones o en lo alto de alguna plaza; abajo está la gente que aplaude, corea las ¡vivas! y se deja ir en frenesí festivo. Año tras año, los 15 de septiembre se convierten en uno de los pocos momentos en que todos nos podemos mirar a los ojos y decir ¡viva México, cabrones!
La fiesta más grande sucede, por obvias razones, en la plaza principal de la capital del país: el Zócalo en medio del Palacio Nacional, la Catedral, los edificios de las autoridades locales, la Suprema Corte a un costado y las capas infinitas del palimpsesto prehispánico. Espacio gigantesco que ha visto las manifestaciones más numerosas, algunas de las expresiones políticas y sociales más significativas del México de las últimas décadas, meca de la expresión de rebelión y libertad. Una plaza enorme que solo sabe ser ruidosa, entrañablemente ruidosa.
Hasta que se quedó en silencio.
Millones de ojos miran desde las pantallas de televisión o las redes sociales. Prohibido el acceso al Zócalo para impedir contagios en tiempos de “covidianidad”. Algunos espontáneos o negacionistas que de todos modos llegan para toparse con el No de las fuerzas del orden. El punto cero del país con su silueta iluminada sobre el concreto. Repartidos aquí y allá, hombres y mujeres uniformadas para responder a las ¡vivas! de Palacio. Una lluvia poderosa e incesante, como casi todos los 15 de septiembre en la Ciudad de México. De pronto, la cámara nos muestra al presidente y a su esposa. Solos. Caminan lento por los pasillos que suelen albergar el jolgorio de los invitados de ocasión. Retumban en el silencio esos pasos que nadie acompaña salvo la escolta que, como cada año, entrega la bandera al mandatario. Un minuto de silencio en el silencio para recordar a los fallecidos por Covid-19. Un minuto de silencio en el silencio, que en televisión se hace más fuerte. Un minuto de silencio en el silencio.
Y entonces percibes la dimensión de lo que sucede.
Los fragmentos de la “desnormalización” y los pedazos de historias comienzan a hilarse en ese silencio televisado, en la plaza vacía, en la mirada cansada del presidente. Y aunque en muchas casas y en algunos recintos comerciales seguirán las fiestas y bailes e irresponsables convivios para tiempos de pandemia, en la gran mayoría se instalará un estupor desconocido.
¿Con qué nos comemos este silencio colectivo?
¿Cuándo terminará ese silencio colectivo?
¿Terminará?
En ese momento piensas: vendrán, claro está, el grito desde el balcón, el himno nacional, los fuegos artificiales. Las redes sociales bullirán en la crítica inevitable a la vestimenta de los (pocos) presentes, a la pertinencia del acto, a la retahíla de exaltación nacional por parte del presidente, a la producción del evento. El chismerío propio cuando suceden actos públicos. En casa nos estaremos sirviendo algún tequila, los restaurantes con las cortinas al piso se dolerán del descalabro económico que significan las plazas en silencio y de a poco nos iremos a dormir con una sensación muy rara en la piel.
Hasta esa noche, muchos habíamos sido testigos de los fragmentos en que la pandemia ha reconfigurado nuestras vidas. Muchos fragmentos, a diario, todo el tiempo. Pero pocas veces, o tal vez nunca hasta ahora, habíamos calado en unos segundos lo que significa el estruendo doloroso e inmenso de la plaza vacía. De un país que se guarda para no seguir muriendo.
Vaya formas que tiene la vida de restregarnos en el alma la realidad de la pandemia.