La jornada ha suscitado gran interés y debate alrededor del mundo. No fueron pocas las personas que encendieron señales de alarma ante la palabra “expropiación”, y México no fue la excepción. Estas reacciones nos indican uno de los primeros retos que enfrentamos para emprender un debate similar en nuestro contexto: la deconstrucción del concepto de la propiedad inmobiliaria.
Sé que el término “deconstruir” parece una muletilla, desgastada a pulso en los últimos años. Sin embargo, creo que en este caso está justificada: muchos de los temores ante la idea de plantear siquiera un nuevo régimen de vivienda en nuestras ciudades se sostienen en mitos e imprecisiones sobre la propiedad.
Ningún derecho es absoluto; tampoco lo es la propiedad. La existencia misma de un sistema jurídico parte de la necesidad de que haya límites y regulaciones para garantizar la convivencia pacífica: el acta constitutiva de una sociedad, la firma para la fusión de dos empresas o el otorgamiento de un crédito son apenas algunos ejemplos de cómo hemos normalizado la posibilidad de restringirnos en el disfrute de nuestra propiedad para alcanzar beneficios comunes. Así ocurre sobre todo cuando celebramos contratos, los cuales son la única parte del derecho que “legislamos” las personas comunes y corrientes. Cuando firmamos uno, su contenido es equivalente a una “ley” que sólo aplica a quienes formamos parte de él.
Las reglas de este sentido común parecen suspenderse casi de manera paranormal cuando hablamos de los contratos de arrendamiento. Según datos del Inegi, en 2015 el 59% de los arrendamientos en México no tenían contrato escrito. Este dato no suele alarmarnos como lo haría si se tratase de compraventas o actas constitutivas de empresas. Algunas personas suelen minimizar este hecho argumentando que eso ayuda a eliminar trámites engorrosos y a proteger supuestamente al casero para que le sea más fácil recuperar su inmueble.
La misma postura se escucha y se defiende cuando se denuncian los desalojos de inquilinos antes de que finalice el periodo del contrato. Mucha gente entiende como una injerencia indebida que el propietario no pueda recuperar en cualquier momento su casa o departamento, como si fuese desproporcionado exigirle que cumpla con lo acordado. En contraste, podemos imaginar el escándalo si un accionista deseara retirar de un día para otro toda su inversión de una empresa sin cumplir con las sanciones o los requerimientos que se pactaron al hacer la sociedad. La actitud sería ampliamente rechazada aún si tratara de justificarla en su derecho a la propiedad, ya que una mayoría pensaría que ese derecho no implica incumplir con lo acordado. Esta lógica no pareciera ser tan aceptada en los contratos de arrendamiento y ni siquiera solemos cuestionarnos por qué.
Por supuesto que las personas propietarias tienen derecho a recuperar sus inmuebles: el arrendamiento no supone la pérdida de la propiedad, pero sí implica la obligación de cumplir con el contrato durante el tiempo previsto, o bien, que el inmueble únicamente se pueda recuperar de forma anticipada a partir de las causas previstas en la ley (que el inquilino no pague la renta o que le dé un uso indebido al inmueble, entre otras). A pesar de ello, hay quienes entienden la obligación de cumplir con un contrato de renta como una restricción indebida al derecho a la propiedad.
A esto se suma el miedo injustificado que suele generarse en muchos cada vez que se habla públicamente de los derechos de las personas inquilinas y de los arrendamientos justos. Ante cualquier propuesta legislativa o de política pública para atender ambos temas, no falta quienes reaccionan en oposición, argumentando que debe protegerse a las personas adultas mayores que viven únicamente de la renta que les deja una casa o departamento. Es verdad, hay muchas personas en esta situación. Pero esos casos se utilizan maliciosamente, como una máscara para ocultar el verdadero origen del problema detrás de las alzas desproporcionadas de los precios de renta y los regímenes abusivos de arrendamiento: los grandes propietarios.
En México el 99% de los ingresos por alquiler se acumulan en el 10% más rico del país y 6 de cada 10 pesos de las rentas se van exclusivamente al 1% más rico.[1] La resistencia a los cambios legislativos y judiciales que se necesitan para crear relaciones arrendatarias más justas no viene de las “abuelitas” y los “abuelitos” que viven de sus rentas, sino de las empresas inmobiliarias y los propietarios de varios inmuebles –no obstante, varias voces del movimiento por el derecho a la vivienda siempre hemos sostenido que una legislación idónea en materia de arrendamiento también debe diferenciar entre los pequeños y los grandes tenedores.
Otro argumento que suele utilizarse para oponerse a los derechos de las personas inquilinas es el que sostiene que es “casi imposible sacar” –utilizo el verbo que más he escuchado– a un inquilino debido a que los juicios tardan mucho. Esto es una falsa solución para un problema real: negar los derechos inquilinarios no tiene ningún efecto en la administración de justicia. No trae como consecuencia juicios más ágiles, ni garantiza un desalojo más pronto en caso de incumplimiento de contrato. Prueba de ello es que ése es precisamente el escenario al que nos enfrentamos: la falta de derechos para las personas que rentan y juicios desproporcionadamente largos. En realidad, el origen de los retrasos judiciales está en el serio rezago que subsiste en los juzgados civiles porque cuentan con poco personal, pocos recursos y escasa o nula capacitación en temas de arrendamiento y vivienda.
¿Qué podría hacerse para atender esta situación? Entre muchas otras medidas, podrían revivirse los juzgados de arrendamiento que antes existían en nuestro país y que desaparecieron a mediados de los noventa. Tener juzgados y juicios especializados en vivienda de alquiler podría agilizar los procesos, hacerlos más justos, más competentes y garantizar mejores estándares para ambas partes. Ya sucede en países como Estados Unidos y el Reino Unido con las housing courts. Pensar que el esquema que actualmente tenemos en México es un remedio no sólo es inequitativo, también es sumamente ingenuo cuando se ven los resultados que este esquema nos ha dado.
El arrendamiento no es el derecho de un propietario a recibir una renta a como dé lugar, aguantando al inquilino como “gajes del oficio”. El arrendamiento es una sociedad por medio de la cual, para lograr un beneficio mutuo, ambas partes invierten su patrimonio: la persona propietaria brinda el uso de un inmueble y la persona inquilina, una parte importante de sus ingresos mensuales. Cuando lo entendemos de la primera forma, la parte inquilina se vuelve un enemigo, del cual hay que defenderse sin tregua. Cuando lo entendemos de la segunda manera, el arrendamiento es un mecanismo para alcanzar metas individuales a través de un acuerdo.
Lo vivido este domingo en Berlín obliga a recordar que una de las primeras grandes metas por alcanzar en México es derrumbar el muro de mitos y narrativas erróneas que nos han inculcado sobre las relaciones inquilinarias. Sin duda, la revolución de la vivienda en nuestro país iniciaría así, desmontándolo.
[1] Alma Luisa Rodríguez-Leal-Isla, et al., “La situación inquilinaria en México en el contexto de la contingencia sanitaria por covid-19”, Oficina para América Latina de la Coalición Internacional para el Hábitat, México, 2021, p. 49. Consultado el 15 de julio de 2021.