Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
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Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
Acabamos de llegar de una aventura verdadera, de esas que te hacen sentir un explorador del siglo XIX en mares turbulentos. Formé parte, junto a un grupo de científicos, de dos expediciones que recorrieron a bordo de un barco pesquero las islas del extremo austral de Chile en la región del estrecho de Magallanes, es decir, en el fin del mundo. Más allá de la aventura en el barco, que se sentía de papel entre las olas y los vientos magallánicos, vivimos la experiencia de estar en un sitio no tocado por el hombre, de los que ya quedan pocos en el planeta. Pero aún sin la presencia física de personas, el daño que la humanidad le ha hecho a la naturaleza está presente, aunque de modo más sutil y, por lo mismo, más difícil de detectar. Precisamente por esa razón, el motivo de estas expediciones es estudiar el microbioma (los microorganismos presentes en un entorno específico) como un biosensor del cambio climático y de la respuesta al incremento en la luz UV provocado por el hoyo en la capa de ozono.
Para estudiar esto hay que analizar el microbioma y su expresión génica (el transcriptoma) en la cadena alimenticia de un área protegida, así como de otras islas de la región de Magallanes. Eso significa que hubo que tomar muestras de la piel de las ballenas, con sacabocados especiales que se disparan con un rifle; acorralar a los lobos marinos bebés (los adultos salen hechos la raya al mar y ni cómo hacerle) para tomar muestras de sus madrigueras y de su piel; al igual que de las plumas de seis poblaciones de pingüinos de Magallanes y una de pingüino rey en Tierra del Fuego, donde con ayuda de la veterinaria del parque Pingüino Rey, tendremos muestras del microbioma de los bebés a lo largo de su primer año de vida, antes de que desarrollen las plumas impermeables que les permiten nadar.
También hubo que tomar muestras de las escamas de salmones en cautiverio y queríamos hacer lo mismo con sardinas, pero no se dejaron pescar (necesitamos pescadores profesionales en el equipo). Además de las sardinas, la otra especie que es la base de la cadena alimenticia en esta región austral, son las munidas, mini langostas que funcionan como el krill en la región de Magallanes y fueron fáciles de muestrear de noche con la luz de un foco proveniente del barco. Otra especie importante son los cangrejos gigantes, llamados centollas, que viven al fondo del mar y los pescadores las atrapan en primavera a pesar de que están en peligro de extinción por sobrepesca. Uno puede comer centolla en varios platillos diferentes en los restaurantes de Punta Arenas y son material de exportación. Esta especie existe en dos hábitats muy diferentes, al pie de los glaciares, donde el agua es rica en minerales pero baja en salinidad y en los canales con salinidad normal.
Cuando planeaba el proyecto, en la primavera 2020, junto con el equipo del Centro de Estudios del Cuaternario Fuego-Patagonia y Antártica (CEQUA), y otros colaboradores nacionales e internacionales, me imaginaba que: primero, la administración de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) era parecida a CONACyT; segundo, que todo sería más fácil y estaba más cerca; tercero, que acariciar pingüinos con hisopos para muestrearlos era un acto de amor que sería recompensado por ellos (¿se ven dulces no?); cuarto, que hacer lo mismo con las sardinas iba a ser fácil y con las ballenas dificilísimo. Nada de esto fue cierto.
La primera lección fue que la burocracia en Chile es compleja y a ratos, a lo largo del 2021, los obstáculos parecían irremontables, agravados porque las autoridades parecían no estar de acuerdo con que la directora científica del proyecto fuera mexicana (esa soy yo, ni modo), pero tampoco querían a Paola Acuña, directora administrativa del proyecto y directora ejecutiva del CEQUA. Ella ha mantenido a flote durante 20 años al CEQUA, es una guerrera y líder infatigable que se ha negado, sabiamente, a sumarse a ningún partido político. Claro que el ser mujer le ha pesado, pues los machuchones de Magallanes le tienen celos a su capacidad, entrega y pasión. Ella nos demostró en estas seis semanas de aventuras que nada es imposible y que dormir es un lujo.
La lección número dos implicó entender que todo está lejísimos y que se necesitan mínimo cuatro días en barco para muestrear y regresar de cualquier isla al otro lado del canal. Cruzar el estrecho de Magallanes es luchar con las corrientes de dos océanos, Pacifico y Atlántico, y con vientos de la corriente Antártica, que alcanzan los 100 km por hora formando olas mucho más grandes que nuestro barquito, que avanzaba a pesar del ominoso crujir de su cuerpo de madera y con una tripulación mareada de tanto sacudirse como maracas en todas direcciones.
La primera expedición fue a las islas Tucker, junto a la isla Dawson, más o menos al sur-centro del estrecho. Fue ahí que aprendimos nuestra tercera lección: los pingüinos se ven dulces, pero en realidad son punks que defienden sus nidos a picotazos y graznidos que suenan a burro; pero lo más importante, es que son arquitectos ecosistémicos que destruyen islas enteras al construir afanosamente sus nidos en las raíces de los árboles, matándolos al oxigenar esas raíces. La mitad de la primera isla Tucker estaba en una etapa que parecía terminal, ya no quedaba vegetación y el suelo se sentía esponjoso al tener capa tras capa, cual multifamiliar, de nidos de diferentes edades. La otra mitad de la isla aún tenía arbustos, donde los pingüinos “elegantes” tenían sus nidos cobijados del calor que hizo ese único día y del acoso de las gaviotas y las escúas, que son aún más punk que ellos. Al día siguiente, en la segunda isla Tucker, vimos más pingüinos de Magallanes que se habían mudado ahí en busca de vegetación. Ahí encontraron árboles gigantescos de la familia de las notofagáceas (especies endémicas de muy lento crecimiento relacionadas con los encinos) caídos, que habían formado nichos y escondites ideales para los pingüinos, pero que también abrieron espacio para árboles más jóvenes.
Lo más importante de las seis semanas de estancia en Chile era llegar al Área Marina Costera Protegida, Francisco Coloane (AMFC), lugar donde se encuentran ocho de las nueve especies de estudio, incluida la población de pingüinos de Magallanes que habita en la isla Rupert, pero llegamos tarde. Habrá que regresar en enero de 2023, porque para el 10 febrero de este año, los bebés que esperábamos encontrar ya eran adolescentes y habían abandonado sus nidos.
Esta área protegida es una zona de belleza extraordinaria y presenta una gran diversidad biológica al ser el sitio de “veraneo” de las ballenas jorobadas. En las islas Inés y Cayetana hay montañas de granito gigantes que seguramente fueron parte de los Andes cuando inició su formación y glaciares de un azul imposible. Cerca está la isla Carlos III, que tiene buenas opciones de ecoturismo, además de la famosa isla Rupert. Para llegar hasta ahí, el equipo científico y de apoyo en el muestreo del CEQUA, abordó dos barquitos: el equipo CEQUA, más joven y aguerrido subió al Arturo II, un barco pesquero de centollas; y nosotros, los académicos internacionales, junto con dos estudiantes, Manuel y Constanza (alumna de licenciatura experta en lobos marinos), viajamos un poco más consentidos en el barco Maripaz II, más adaptado al turismo, pero de igual de tamaño, aunque más pesado y por lo tanto más lento. La diferencia fundamental entre los barcos era que Maripaz II tenía el baño dentro de la cabina, mientras que en Arturo II el baño estaba afuera, por lo que había que salir a una aventura nocturna de viento helado, marea y lluvia para llegar, casi heroicamente y helada a usar el baño. Yo dije: “no gracias, soy aventurera pero no tanto”.
En esa expedición de ocho días también tomamos muestras de lobos marinos bebés, que son lo más adorable del mundo, aunque también muerden. Por suerte Constanza sabía cómo manipularlos. Además de sargazos y muchas munidas, el buzo del equipo, capitán del Arturo II, atrapó las 15 centollas requeridas, que frotamos con tórulas antes de devolverlas al mar. En este recorrido no muestreamos pingüinos, ni sardinas, pero había ocho ballenas en el seno y Jorge Acevedo, experto en obtener las biopsias, consiguió tres, aprovechando los pocos momentos en que el viento no fue tan agresivo. También establecimos dónde poner las boyas oceanográficas y las estaciones climáticas que son fundamentales para el proyecto.
Lo malo de esta segunda expedición no fue perder el muestreo de pingüinos, sino que la tripulación tenía COVID y contagió a seis de los ocho pasajeros del barco, yo incluida. Ahí aprendí la cuarta lección, que todo es fluctuante y los planes cambian, así que tuvimos que aislarnos y no pudimos subir al tercer barco, rumbo a la isla Contramaestre, en busca de pingüinos que coexisten con conejos invasores. Pero el equipo CEQUA y Manuel (mi alumno de doctorado), que milagrosamente no se contagió, sí fueron a la isla y lograron obtener las muestras. En aislamiento nos quedamos Luis, mi esposo; Eria Rebollar, experta en el microbioma de la piel y yo. Aprovechamos el tiempo para descansar, algo que nos hacía mucha falta y por fortuna nos liberaron de la cuarentena justo a tiempo para regresar a México.
Así terminó la aventura, la próxima vez, en enero 2023, llevaremos a todos los investigadores y alumnos, esperamos para entonces ya tener los datos moleculares del primer año. Este será un proyecto de largo plazo que nos dará información muy valiosa sobre el efecto del cambio climático en esta zona del mundo y sobre la posibilidad de adaptación que tienen los seres vivos de esta zona.
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