Tiempo de lectura: 4 minutosCamino por una callejuela cerca de mi nuevo hogar, el tapabocas ha logrado que mi andar cambiase por completo; no solo ha debilitado mis pasos y el goce de caminar durante horas para ir al mercado, a la librería, a entrevistar a alguien, a cenar algo con mis amistades en una terraza. Voy pensando en ello, en el proceso emocional de aceptar el exilio, o el desplazamiento forzado como le llama mi abogada. Hace años que me resisto a no vivir en mi hogar; sin embargo, cuando la muerte toca demasiadas veces a tu puerta, aprendes a saber cuando ha llegado el momento de poner mar de por medio para seguir siendo periodista; mexicana sí, pero por el momento sin poder vivir en México. Decía que caminaba por la calle subsumida en esa reflexión, cuando una madre y su niña de catorce años se detuvieron abruptamente. La chica se estaba desmayando, la gente le miraba sin ayudar, me acerqué casi corriendo, levanté su espalda antes de que cayese al piso llevando a su madre con ella en esa transitada calle de piedra sucia. Entre las dos la sentamos en la silla que nos ofreció amablemente un camarero de un restaurante con terraza. La chica se arrancó el tapabocas y comenzó a sollozar con la angustia del fin del mundo, apenas podía respirar.
La madre, una mujer no mayor de cuarenta años, la miraba con la ternura inmensa de quien comanda un buque que sabe que se hundirá pronto. Ambas llevaban un tapabocas de tela colorida con lo que tanta gente está haciendo su agosto de la pandemia. Por un instante todo parecía paralizarse, le pedí al camarero que nos trajese una botella de agua fría. Cuando volví la mirada, la madre ya estaba hincada a los pies de su hija, consolándola y, en una especie de acto de rebeldía se bajó la mascarilla para poder hablarle a la niña que ya bebía agua mientras enjuagaba sus lágrimas. “Está sana”, me dijo la madre como si yo estuviese preocupada.
¿Cuándo acabará esta mierda, cuándo acabará esta mierda? Preguntaba la niña sabiendo que no obtendría una respuesta diferente a la que toda la sociedad conoce. La madre me miró con ese dudoso atisbo de quien, sin hablar, espera que la extraña tenga una respuesta diferente, inexistente.
CONTINUAR LEYENDO
Cuando la chica recuperó el aliento pudo expresar una merecida diatriba al encierro, al calor de 38 grados en la ciudad, a la falta de ver a sus amistades, a los gobiernos inútiles que no resuelven nada, a la crisis que ha llevado a la quiebra a sus padres y les impide irse de verano a Bilbao como siempre, a la falta del patio de su escuela y las risas de sus compañeras.
De pronto decreta que prefiere morirse que seguir así. Entiendo que esa conversación no me pertenece y sigo mi camino. La madre me toma la mano para despedirse, casi arrepentida me ofrece un gel desinfectante que rechazo con amabilidad. Camino más lento, entro a un callejón donde nadie camina y me quito el tapabocas: prefiero ese nombre porque resulta mucho más acertado. Nos cubre la boca y se come las palabras, el aliento, el miedo, el enojo, la rabia, las ganas de rebelarse contra un gel antibacterial incapaz de matar virus, de tener que pagar miles de pesos o más de un centenar de euros por una prueba de sangre para saber si ya eres parte de ese más de 80% de la población que ha generado anticuerpos, y que ni siquiera pisó un hospital aunque pasara días infernales en la cama.
Debatirse entre la responsabilidad y la obediencia ante autoridades sanitarias que no dicen toda la verdad. Ante las grandes farmacéuticas que se enriquecerán con vacunas de un virus que se normalizará como otras influenzas o como el VIH. Analizando la sonrisa insoportable de Bill Gates que se ufana al recordarnos que lleva tres años advirtiendo que este virus llegaría y, causalmente, él se dedica a la industria de las vacunas. Entre la salud industrializada y la pauperizada de diversos países del mundo, la pandemia de la depresión encontrará, seguramente, a alguna farmacéutica que venda antidepresivos para la gente más joven; dirán que son suaves y benéficos, que, como el tapabocas, será un ansiolítico que evite que la juventud reviente en plena calle, frente a la incertidumbre y la manipulación que los poderosos han hecho de esta pandemia. Los que se enriquecen colectando data, fortaleciendo plataformas digitales para que nuestra existencia pase filtrada por sus cosechadores de vidas privadas, esos que han inventado el nombre de pandemials para crear productos enfocados en una generación a la que le venderán felicidad artificial, mascarillas sofisticadas, más miedo a la muerte, miedo a la otredad, ansiedad social ante el contacto humano, la piel y el deseo.
Nuestros países, hace décadas, se olvidaron de invertir en la prevención y atención de riesgos de salud mental. Ya hablan de Ansiedad Nacional (así con mayúsculas), mientras las cifras de suicidios aumentan y cada país vive su curva depresiva.
Una experta en salud mental me dice que en un principio esperaban que la pandemia despertara el efecto “unión social”, pero hemos pasado ya esa etapa. Ahora nos toca mirar y hablar con la niñez, buscar respuestas verdaderas, escuchar su rabia y decirles que tienen derecho a sentir que no se merecen esto que tanta gente ha dado por llamar “el fin del mundo”. Merecen otra vida y habrá que esforzarse por explicarles que la cultura es una creación humana y seremos capaces de reinventarla sin la necesidad de abdicar a la libertad de pensar y sentir, de amar y desear, de ver a las niñas soltando carcajadas por las calles.