Tiempo de lectura: 4 minutosNo sé dónde vi un meme a propósito del Día del amor y la amistad –ahora las imágenes viajan a la velocidad de la luz– que sugería que la verdadera relación íntima es la que tenemos con nuestro teléfono celular.
Ahora que cambié el modelo del mío, esta experiencia la acabo de confirmar. No estoy diciendo que haya adquirido un modelo de última tecnología; solo dejé un viejo aparato cuya pantalla estaba irremediablemente resquebrajada y lo canjeé por uno más nuevo y entero. La transformación ha sido mayor de lo que imaginaba. El nuevo aparato es elegantemente negro por todos sus costados, con una pantalla brillantísima que tiene mejor definición para las imágenes. Es como si hubiera cambiado la graduación de mis lentes. Todo se ve mejor.
Gracias al reporte semanal de tiempo en pantalla que Apple manda a los usuarios, me entero de que cada vez paso más tiempo con él, y no es solo por el aislamiento de la pandemia. Debo reconocer que él y yo hemos establecido una relación permanente y de largo plazo, se trata también de un cambio colectivo.
Mi generación ya debería de estar acostumbrada a la evolución vertiginosa de la tecnología. Nos tocó la irrupción de los medios masivos de comunicación y la demolición de las barreras entre la “alta” y la “baja” cultura; nos debimos acostumbrar a la idea de que internet ordenara la totalidad de nuestras experiencias culturales; y ahora, estamos frente a la concentración de todas ellas en un aparato que domina nuestras vidas, que es nuestra conexión con el mundo y, cada vez más, también nuestro centro de trabajo y de estabilidad emocional: desde aquí se compran y se venden acciones, se editan videos, se ordena la comida o se pone uno de acuerdo para el siguiente encuentro sexual.
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Hace poco la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) publicó la encuesta nacional Hábitos de Consumo Cultural 2020. Como todo lo que importa se polariza, este trabajo tuvo su propia polémica: los enemigos de la Secretaría de Cultura federal lo pusieron como una muestra más de su irrelevancia, como si la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM estuviera haciendo el trabajo de dicha secretaría. La encuesta es la más reciente de una serie de iniciativas que ha promovido la UNAM para atender al sector cultural durante la pandemia; desde las conversaciones que coordina la Cátedra Internacional de Gestión Cultural Inés Amor, hasta los apoyos a creadores y agentes culturales. En una conversación reciente, el director de Difusión Cultural, Jorge Volpi, me dijo que de ninguna manera se trata de polemizar con la Secretaría de Cultura, sino de aportar insumos para un mejor debate. Sobre las encuestas que hizo la UNAM, Volpi dijo: “Parecía urgente entender lo que estaba pasando”.
Los trabajos demoscópicos se han hecho en coordinación con Encuesta Mitofsky. La primera fue sobre la afectación de la pandemia en distintos sectores culturales y la más reciente es sobre los efectos de ésta en el consumo de contenidos culturales. Más de 8,700 personas contestaron las preguntas en todos los estados de la república.
Tres resultados llaman la atención. Durante la pandemia, la gente vio mucho cine (cosa que más o menos se esperaba), pero también consumió muchos cursos en línea y tutoriales, sobre todo, los que daban valor curricular, y el dispositivo que usó para esto fue el teléfono; 79.4 % de los encuestados señaló que usa el celular para ver espectáculos en línea.
Un rincón particularmente interesante de la encuesta –relevante para los medios– es que los encuestados, sobre todos los jóvenes, que son el 60% de la muestra, no se informan de actividades culturales a través de las vías tradicionales. Las revistas y los periódicos impresos (aunque tengan una robusta versión en línea) han perdido interlocución con los nuevos públicos, toda vez que en estas páginas se sigue marcando una distancia entre “alta” y “baja” cultura. Los consumidores más jóvenes no encuentran reflejados sus hábitos culturales en los medios tradicionales.
Para los productores de contenido cultural como yo, la encuesta arroja datos muy interesantes. Como conductor de un programa de televisión cultural, me aterra el poco valor que los jóvenes encuestados le dan a la televisión o al radio tradicionales. Por otro lado, si yo fuera el editor de un medio cultural, debería de asegurarme de que todo el contenido sea leído en celular, pondría énfasis en atender la voracidad del público consumidor de cine en línea, publicando notas y reseñas de lo que se reparte en las plataformas de streaming por ejemplo y, tal vez, me atrevería a ofrecer parte de mi contenido con una intención educativa o de divulgación, por no hablar de validarlo con un certificado.
La encuesta también arroja datos valiosos para los creadores y promotores culturales. Mientras más orgánica sea la relación de su producción cultural con formatos como el video, el consumo rápido y en la pantalla chica del celular, más beneficio se obtiene de este confinamiento. Si mi trabajo se puede distribuir en Netflix (cine, documental) o apreciar en cualquiera de las redes sociales, ésta ha sido una buena época para mí. Si mi trabajo exige la presencia física del otro, su cuerpo en la sala de exhibición, de concierto o en el teatro, no tengo mucho que hacer más que esperar a que las condiciones mejoren.
Y finalmente, para el consumidor, se abre una interrogante gigantesca sobre el significado de esta membrana, mi teléfono, y su mediación con lo que me rodea. ¿Qué sentido tiene para mí que en este aparato estén concentrados mi consumo cultural, mi vía de comunicación y empatía con los otros, mi comida, mis relaciones interpersonales; en otras palabras, un alto porcentaje de mi realidad?
Eso es lo que mi nuevo teléfono y yo estamos recientemente investigando. Por lo pronto, leo libros, veo películas y escucho podcast por su intervención.
Solo te digo una cosa, teléfono: nunca dejaré que sustituyas el ansiado contacto personal con los demás.