Octavio Paz no tiene quien le escriba

Octavio Paz no tiene quien le escriba

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¿Qué le pasó a Octavio Paz? El peso que tuvo en la esfera pública de México ya es inconcebible para la mayoría de nosotros. Pero ¿por qué no tiene discípulos entre los escritores y poetas jóvenes?, ¿sus ensayos sirven para criticar el presente? ¿Por qué Paz se desdibujó? ¿Es esta una buena noticia?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Llegada de Octavio Paz al aeropuerto tras recibir el Premio Nobel de Literatura, 19 de octubre de 1990. Fotografía antigua de la Ciudad de México, resguardada por el Museo Archivo de la Fotografía (MAF) de la Ciudad de México.

El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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¿Qué le pasó a Octavio Paz? El peso que tuvo en la esfera pública de México ya es inconcebible para la mayoría de nosotros. Pero ¿por qué no tiene discípulos entre los escritores y poetas jóvenes?, ¿sus ensayos sirven para criticar el presente? ¿Por qué Paz se desdibujó? ¿Es esta una buena noticia?

El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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¿Qué le pasó a Octavio Paz? El peso que tuvo en la esfera pública de México ya es inconcebible para la mayoría de nosotros. Pero ¿por qué no tiene discípulos entre los escritores y poetas jóvenes?, ¿sus ensayos sirven para criticar el presente? ¿Por qué Paz se desdibujó? ¿Es esta una buena noticia?

El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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Llegada de Octavio Paz al aeropuerto tras recibir el Premio Nobel de Literatura, 19 de octubre de 1990. Fotografía antigua de la Ciudad de México, resguardada por el Museo Archivo de la Fotografía (MAF) de la Ciudad de México.

Octavio Paz no tiene quien le escriba

Octavio Paz no tiene quien le escriba

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¿Qué le pasó a Octavio Paz? El peso que tuvo en la esfera pública de México ya es inconcebible para la mayoría de nosotros. Pero ¿por qué no tiene discípulos entre los escritores y poetas jóvenes?, ¿sus ensayos sirven para criticar el presente? ¿Por qué Paz se desdibujó? ¿Es esta una buena noticia?

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

El día de hoy se cumplen veinticinco años de la muerte de Octavio Paz. Esta noticia –hay que decirlo– apenas si importa hoy a nadie. Ya los periódicos publican algunas líneas sobre el aniversario luctuoso, más para llenar el espacio que porque sea nota. Ya los pretendidos “herederos” repiten mecánicamente sus elogios, menos para celebrar a Paz que para celebrarse a sí mismos por haberlo conocido, acompañado, servido. Ya en alguna oficina del gobierno se encienden justo ahora las luces para apurar una deslucida ceremonia, un tanto por obligación y otro tanto para no hacerle a la memoria de Paz el favor de un desaire. Pero pronto, lo sabemos, se apagarán las luces, será otro día y Paz continuará, ya a solas, su camino hacia esa oscuridad que a veces llamamos tradición y a veces olvido.

En vida Paz fue todo lo que se dice que era: un escritor enorme, un poeta relumbrante, un joven socialista, un viejo reaccionario, una flama surrealista, un enamorado del Oriente, el jefe de un grupo, el amigo de oligarcas y funcionarios, un cierto ritmo, un cierto estilo, el más poderoso –nunca el más querido– de nuestros intelectuales. Cuesta trabajo creer hoy, en medio del escándalo de nuestra expandida esfera pública, el peso que la voz de Paz tuvo en el México de la segunda mitad del siglo XX. Para que los mexicanos de entonces no dejaran de creerlo, el país celebraba regularmente sus fiestas al Poeta. Su cumpleaños número setenta. Sus ochenta años. El Encuentro Vuelta. Los Esplendores de treinta siglos. Los festejos del Nobel. Los actos con este y aquel otro presidente. El repetido lamento de que la desaparición del Poeta iba a dejar un hueco enorme en la cultura mexicana.

A veinticinco años de su muerte no hay tal hueco, sin embargo, y la figura de Paz no es ni de cerca lo que era. Algunos escritores cobran vida –o nueva vida– una vez que mueren. La mayoría marcha, con más o menos rapidez, hacia la amplia sombra. El caso de Paz, está claro, es de los segundos y es algo dramático, no porque Paz haya caído o vaya caer en el definitivo olvido –como ya caeremos nosotros– sino porque viene cayendo desde bastante alto. Ni siquiera los reiterados homenajes póstumos han conseguido mantenerlo allá arriba. Hoy Paz descansa a ras de suelo en el mismo archivo en que descansan otros muchos: un archivo sin centro y siempre móvil. Hoy –si me preguntan– Paz es un autor más celebrado que leído, algo pétreo, con un cierto dejo de otra época y apenas reescrito por las nuevas generaciones.

¿Que qué pasó? Pasó, entre otras cosas, que tantos homenajes terminaron por petrificar a Paz. Una y otra vez celebrado desde el poder político y económico, Paz acabó por hacerse –ya en vida y aún más en muerte– de una imagen más bien solemne y gravosa. Una y otra vez citado y recitado en anodinos discursos públicos, su voz –no exenta de cierto tono declamatorio– acabó por confundirse en más de una ocasión con la retórica misma del funcionario que lo citaba. Además: tantos cariños de las administraciones neoliberales provocaron, naturalmente, que Paz se volviera sospechoso, o de plano repelente, para muchos de los adversarios de esos gobiernos.

Pasó, también, que un cierto grupo lo reclamó tanto, lo explotó a tal grado, que terminó por privatizarlo. Hoy nadie disputa al pobre de Paz desde ningún otro sitio: fue conquistado y apañado por un puñado de escritores –reunidos casi todos alrededor de la revista Letras Libres– que ha lucrado efectivamente con su memoria. Tan adosado está hoy Paz a ese grupo que muchos de los tropiezos de ellos parecen también suyos. Además, para mejor usarlo, el grupo privilegió al Paz más cercano a ellos, el Paz último, liberal y nostálgico, y desdeñó a otros Paces más combativos y menos rentables. El efecto Letras Libres: un Paz póstumo menos parecido a Paz que a Enrique Krauze.

Pasó que el tiempo pasa y que parte de la obra ensayística de Paz se ha ido haciendo vieja con el tiempo. Ya el último Paz se vanagloriaba –como se vanagloria hoy, digamos, Mario Vargas Llosa– de ser algo anacrónico, a la vez custodio de la tradición y adversario de las “modas” intelectuales. Una vez póstuma, su obra se quedó fija en un cierto momento mientras que las modas, que no eran modas, persistieron y avanzaron y agrandaron todavía más la brecha entre ellas y buena parte del pensamiento de Paz, fincado justamente en ese humanismo liberal contra el que las “modas” se batían y se baten. No es extraño que hoy, leída desde los estudios culturales contemporáneos, la obra ensayística de Paz brille menos que antes y aparezca de pronto salpicada, o tapizada, de, por ejemplo, problemáticas nociones raciales y de género.

Pasó, casi de la misma manera, que su pensamiento político fue perdiendo filo. El Paz de las últimas décadas no era ya particularmente contencioso: su talante liberal rimaba bien con la razón neoliberal en el poder y, antes que criticar, Paz acompañó con entusiasmo el proceso de reconversión neoliberal del país. Cuando Paz muere, el neoliberalismo continúa, e incluso se recrudece, y no hay en sus libros herramientas para criticarlo. Tampoco las hay para pensar el asunto que ha cobrado más páginas –y vidas– en las dos últimas décadas del país: la brutal violencia necropolítica. Ni siquiera hoy, cuando al fin mal gobierna una administración que se declara antineoliberal y de izquierda, el pensamiento de Paz termina de recuperar su filo, acaso porque sirve para condenar los populismos pero no para pensarlos.

Pasó –para terminar de una vez– que el Paz poeta también perdió discípulos. Lúcida y luminosa, diversa y danzante, su poesía es –y será por mucho tiempo– un alto surtidor de asombros para los lectores. Brilla con rara intensidad en nuestras letras, y sin embargo da la impresión de que apenas si anima hoy otras escrituras. Habrá algunos poetas jóvenes que reconozcan la influencia de Paz y quizás haya alguno que se declare cabalmente paceano. Son legión, por otra parte, los que escriben en México bajo el influjo de las tres grandes figuras –las tres posibilidades– que tomaron vuelo mientras Paz permanecía ya fijo: el vitalismo Bolaño, la risa Deniz, la fuga Carrión. Hoy Paz tiene todavía un grupo pero quién sabe si tenga aprendices. Hoy Paz no tiene quien le escriba.

Da tristeza el declive de Paz –sobre todo mientras tantos gesticuladores escalan–. Da también alegría porque así se abre la oportunidad de leerlo de otro modo. Desplazado del centro, caídas las mayúsculas, uno puede ir ahora a la obra de Paz en busca de algo de paz, de placeres menores, de inesperados hallazgos. O uno puede topárselo –¡con gusto!– de pronto por ahí, en el giro de otro autor, en la idea de otra poeta, ya diluido en la tradición, que es más rica porque Paz se va perdiendo en ella.

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