Mucha tinta se ha gastado, desde las ciencias sociales, en documentación, análisis y, más recientemente, en la deconstrucción de las identidades colectivas. Desde la psicología social y la antropología se han desarrollado distintas perspectivas teóricas para el análisis de la indentidad como un imaginario colectivo; las ciencias políticas han abonado a estos debates documentando cómo las identidades se transforman en espacios de movilización que despiertan pasiones, filias y fobias, que han llevado en la historia al derramamiento de mucha sangre en nombre de la nación, el pueblo o la tribu.
En las últimas décadas ha habido un resurgimiento de reivindicaciones de derechos por parte de colectivos identitarios dentro del paradigma de la “política de identidades”, como se les conoce a las movilizaciones que se hacen a partir de identidades étnico-culturales (indígenas, afromexicanos, gitanos), de género y/o orientación sexual (mujeres, lesbianas, personas no binarias); étnico-nacionales (catalanes, vascos, palestinos, kurdos), por dar algunos ejemplos. Estos reclamos de derechos, que en algunos casos han llevado a reformas constitucionales, han tenido como antecedente el rechazo a políticas que promueven la ciudadanía universal y desestiman las demandas específicas de estos colectivos. Han sido también una respuesta a los procesos organizativos de las izquierdas que centraron toda su agenda política en la redistribución económica, sin reconocer la importancia de otras formas de violencias y exclusiones.
La politización de las identidades ha encontrado detractores tanto entre los grupos conservadores nacionalistas que se oponen al reconocimiento de la diversidad cultural en sus países, como entre los defensores de una concepción liberal de la ciudadanía que reivindica la formación de un Estado nación monocultural. Las críticas han venido también desde algunos sectores de las izquierdas marxistas que ven en ellas una amenaza para la lucha de clases, que siguen considerando como la principal estrategia para la transformación social. Estas perspectivas sugieren que el proyecto político de la izquierda debe de ser universalista: para todos los seres humanos sin importar sus identidades culturales, étnicas o genéricas, partiendo de la premisa de que existe un “interés común” sobre los específicos de los grupos identitarios.1 Por eso, desde este punto de vista, las demandas de género y las luchas antirracistas estarían subsumidas en la agenda anticapitalista.
Pero la historia del socialismo real nos demostró que el sexismo y el racismo no tenían sus raíces en la contradicción capital-trabajo y que las mujeres, los indígenas y otros grupos excluidos no siempre encontraron justicia social en estos proyectos políticos que se pretendían universales. Han sido precisamente los colectivos identitarios, cuyas experiencias de sufrimiento social no encontraron eco en las agendas políticas de las izquierdas, quienes se empezaron a movilizar a partir de otras identidades políticas que ponían en el centro sus experiencias específicas de exclusión. El racismo, la violencia patriarcal, la homofobia, la xenofobia, acompañadas muchas veces por la precariedad de vida y el desprecio a la dignidad humana, se convirtieron en detonantes de movimientos que reclamaban transformaciones estructurales e institucionales, más allá de una agenda “cultural”, como a veces se les intenta representar.
Mirar al sur: ¿purismos o indentidades-frontera?
Como mujer norteña, de izquierda, feminista y antirracista, mis perspectivas teóricas sobre las identidades, así como mis reivindicaciones identitarias, han sido cambiantes y contextuales. En Estados Unidos fui construida como “mujer de color” y mis alianzas se dieron con los feminismos chicanos; en Chiapas me convertí en “ladina” —como se refieren a la gente mestiza ahí y en Centroamérica— y, a partir de mis alianzas con las mujeres indígenas, empecé a cuestionar el colonialismo internalizado que aún marcaba mi práctica feminista. En el norte reivindiqué una mexicanidad antiimperialista y en el sur, un internacionalismo antichauvinista. Frente a los discursos liberales que se oponen a las autonomías de los pueblos originarios, he defendido los derechos indígenas; y ante los purismos, las identidades-frontera. Los contextos e historias personales no sólo marcan nuestras identidades, sino también nuestras estrategias de lucha.
Nacida en Ensenada, Baja California, a una hora de San Diego —la base militar norteamericana más importante en el Pacífico— heredé de mis padres un nacionalismo antiimperialista, que siempre nos recordaba lo peligroso que era para México estar “tan lejos de Dios y tan cerca de los gringos”. Mi padre, Efrén Hernández Flores, migrante sinaloense a la frontera norte, masón y mutualista, heredó este nacionalismo revolucionario de su padre, Anacleto Hernández Urquijo, integrante de la División del Norte, quien se jactaba de haber conocido personalmente a Pancho Villa. Con esta genealogía, el nacionalismo era para mí un espacio de resistencia ante la hegemonía cultural y política de Estados Unidos. Fue hasta que llegué a la frontera sur, a mediados de los ochenta, cuando me encontré con el rostro obscuro del nacionalismo y, a partir de mi contacto con los refugiados guatemaltecos, empecé a cuestionar muchas de mis premisas sobre esa comunidad imaginada que llamamos México.
La historia de los abusos de agentes de migración, el racismo, la violencia de los “coyotes”, la falta de derechos en tierra de nadie que se cuenta en la frontera norte no es muy diferente de la realidad que encontraron los campesinos guatemaltecos en la “otra frontera” durante los ochenta (1984–1999), cuando la guerra civil en Guatemala forzó a casi doscientos mil indígenas de ese país a buscar refugio en territorio mexicano (de los cuales, sólo 42 000 recibieron el reconocimiento como refugiados).
Casi cuatro décadas después, los migrantes centroamericanos y caribeños que transitan por nuestro país siguen encontrando estas experiencias de violencia. Luego de tres generaciones nacidas en México, muchos campesinos de la frontera sur temen hablar su idioma indígena de “origen guatemalteco” o reivindicar sus raíces familiares en el Tacaná por miedo a perder sus derechos ejidales o a ser deportados a su país. Fue en esta frontera que mi nacionalismo norteño tomó otra connotación; una línea muy delgada separaba mi orgullo “mexicano” del discurso oficial que les negó sus derechos culturales a los indígenas fronterizos.
Cuestionar mi propio nacionalismo me llevó a buscar en las voces de la frontera sur una crítica al purismo cultural, al absolutismo étnico y a los discursos y prácticas homogenizadores que son excluyentes. Trabajando y viviendo en pueblos chujes, kanjobales y mames, que quedaron divididos por las fronteras nacionales, entendí las violencias simbólicas y físicas del nacionalismo mexicano, pero también los peligros de los esencialismos étnicos, que siguen definiendo las identidades culturales a partir de parámetros rígidos como el idioma, la vestimenta o las estructuras político-religiosas.
Desde estas perspectivas puristas se crean nuevas exclusiones como castigo a quienes sufrieron las violencias integracionistas: se trata de comunidades que han perdido su idioma a raíz de la violencia simbólica de los programas de “castellanización forzada” de los años treinta; cuyas vestimentas indígenas fueron quemadas en la “campaña para civilizar por medio del vestido” que impulsó el gobierno de Victorico Grajales (1932–1936) en Chiapas y durante la cual también se ejercieron violencias físicas a quienes se rehusaron a renunciar a sus trajes. Muchos de estos pobladores fronterizos encontraron en el presbiterianismo un espacio seguro para hablar sus idiomas mayas. Estas campañas de “integración forzada” marcaron durante décadas el sentir de estos habitantes de la frontera e influyeron en que se negara cualquier identidad que no fuera la de “campesinos mexicanos”, continuamente reforzada frente a los retenes migratorios. En mi libro La otra frontera: identidades múltiples en el Chiapas poscolonial documenté esta historia de violencias y las nuevas formas de exclusión que viven estas comunidades.2
A partir de mis aprendizajes en esta región me refiero a la existencia de identidades-frontera, ésas que se construyen entre cruces de historias y territorios, identidades fluidas que cuestionan cualquier criterio de autenticidad y purismo cultural, recordándonos que no hay nada estático, que hasta las tradiciones milenarias se han vuelto milenarias a partir de que alguien las resignifica y las reivindica como tales. Las fronteras son espacios de encuentro y contradicción, de formación de identidades múltiples. Sin embargo, estas comunidades han encontrado en la “identidad indígena” un nuevo espacio de movilización política y de construcción de alianzas con otros grupos de México y Guatemala. Esta nueva autoidentificación ¿es producto de las políticas multiculturales del Estado mexicano? ¿o se trata de una construcción política que les posibilita nuevas estrategias de lucha y defensa de la vida y el territorio?
La identidad, ¿construcción de poder o estrategia de resistencia?
Las descalificaciones políticas a las que se han visto expuestas las comunidades indígenas en un campo plagado de racismos y exclusiones ha llevado muchas veces a un esencialismo que idealiza y naturaliza las identidades. Estas perspectivas tienden a representar a las culturas indígenas como armónicas, ecologistas y milenarias para confrontar los discursos que las catalogan como atrasadas, antidemocráticas y contrarias al “progreso”.
En estos debates polarizados hay voces que rechazan por completo el concepto mismo de “indígena” y señalan el papel que han jugado los discursos del poder, el colonialismo y los Estados nación en su construcción histórica. Un debate similar se ha dado con respecto a la “identidad de mujer”, central en la agenda feminista, cuando las voces críticas señalan la importancia de las estructuras patriarcales en la construcción de dichas identidades femeninas.
Entre las críticas a la construcción histórica de “lo indígena” está la voz lúcida de Yásnaya E. Aguilar, quien ha reflexionado sobre la manera en que esta categoría subalternizadora siempre se construye en el marco de un proyecto estatal nacional: “Si definimos ‘pueblo indígena’ como una nación que no formó su propio estado nacional, quedó encapsulado dentro de uno, y además sufrió colonialismo, podremos ver que el rasgo indígena se crea y se explica siempre en función de la existencia de un Estado”.3 Para ella, su identidad comunitaria como ayuujk jä’äy es su principal espacio de enunciación y desde ahí trabaja contra el etnocidio lingüístico y por el fortalecimiento del tejido comunitario.
Desde otras perspectivas analíticas, la feminista posestructuralista Judith Butler y sus seguidoras rechazan la identidad de “mujer” como sujeto político del feminismo al señalar que se trata de una identidad construida por los discursos patriarcales. Retomando la premisa de Simone de Beauvoir de que la “mujer no nace, sino que se hace”, estas perspectivas señalan que el movilizarnos como mujeres fortalece los discursos patriarcales heteronormativos.
Reconociendo la importancia de estas perspectivas críticas, la interrogante que surge al leerlas y escucharlas es ¿qué pasa con aquellas personas que se imaginan, viven y se movilizan en el mundo como mujeres o indígenas?: ¿son todas ellas títeres en entramados de discursos y prácticas de poder que las predeterminan?; ¿no hay posibilidad emancipatoria cuando nos movilizamos a partir de las identidades? O, en un sentido más amplio, ¿existe algún espacio de movilización colectiva que no esté marcado por las redes y discursos del poder?
Mi experiencia como aliada y participante en movilizaciones políticas en donde la identidad, como indígenas o como mujeres, ha sido central para construir comunidades de resistencia me hace ver con precaución las descalificaciones de quienes enfocan su análisis sólo en la capacidad productiva del poder, es decir, en mostrar cómo las estructuras de dominación han construido esos imaginarios colectivos que llamamos “identidades”. El ejemplo del pueblo mam, cuya historia y luchas políticas he documentado y acompañado, es una ventana para acercarnos al carácter histórico de las identidades culturales y también a sus claroscuros de resistencias y dominaciones.
El territorio del pueblo mam fue dividido por la frontera política que se estableció entre México y Guatemala a partir de los Tratados de Límites de 1882 y 1884. La historia política y los procesos identitarios de quienes quedaron a ambos lados de la frontera han sido muy diferentes; sin embargo, en la última década, estas comunidades se han empezado a apropiar de las legislaciones nacionales e internacionales en torno a los derechos indígenas para defender sus territorios y demandar reconocimiento político y cultural.4 Es decir, se han apropiado de la identidad “indígena”, creada por el Estado, para luchar contra el despojo por parte de las mineras y defender sus recursos naturales, y han articulado alianzas transfronterizas.
En estas luchas se han apropiado de herramientas internacionales como el Convenio 169 de la Organización Mundial del Trabajo, la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de Pueblos Indígenas y, en el caso mexicano, la Ley de Derechos y Cultura Indígena. Estas legislaciones son apenas la punta de un iceberg de procesos político-organizativos más amplios que han convertido el concepto de “indígenas”, como término analítico y legal, en uno de autoadscripción, lo que, a su vez, ha creado un nuevo imaginario colectivo y un espacio transnacional donde compartir experiencias, pensar estrategias conjuntas y establecer vínculos entre grupos tan diferentes como los maori de Nueva Zelanda, los adivasi en la India o los mam de México y Guatemala. El discurso sobre “lo indígena” ha transitado por los caminos rurales de los cinco continentes y llegado a las aldeas más aisladas a través de talleres, marchas, encuentros, en los que dirigentes comunitarios, integrantes de las ONG o religiosos de la teología de la liberación han popularizado el término para referirse a los “pueblos originarios” y denunciar los efectos del colonialismo en sus vidas y territorios. Así, a los términos de autoadscripción locales —como mam, zapoteco, aymara, navajo, evenki— se añadió un nuevo sentido identitario: el “ser indígena”, que vino a construir una nueva comunidad imaginaria con otros pueblos oprimidos de todo el mundo.
Varios analistas señalan que el movimiento por los derechos indígenas nació siendo transnacional. Es decir, no se trata de una mera construcción estatal para subalternizar a comunidades culturales diversas, sino de una identidad política que ha permitido articular alianzas y luchas. Si ubicamos históricamente el surgimiento de estas identidades —y desnaturalizamos la definición del “ser indígena”—, nos encontramos con que esta construcción social se ha dado en el marco de diálogos de poder en los que actores sociales —que se han empezado a definir como indígenas y que han hecho de esta definición un posicionamiento para su movilización política— han retomado, resistido, reelaborado o rechazado los discursos hegemónicos de los Estados nación, los organismos internacionales y los científicos sociales. Es en este sentido que me refiero a la construcción de lo indígena como un campo de poder en el que diversos actores sociales participan en una lucha por la creación de un sentido, en el marco de sistemas de desigualdad económica, racial y genérica que determinan la legitimación y deslegitimación de las distintas definiciones.
Desde esta perspectiva, este escrito y mis trabajos anteriores sobre el movimiento indígena en México son parte —aunque sea de manera marginal— de este campo de poder en donde se confrontan definiciones del ser indígena. Reconocer mi participación en estos diálogos y la capacidad productiva del conocimiento académico me lleva a posicionarme políticamente como parte de las voces que reivindican una definición amplia y no excluyente de la identidad indígena, que reconoce la multiplicidad de experiencias y genealogías políticas que marcan el sentido de pertenencia a esta comunidad imaginaria. Rechazo, pues, la tentación de reificar las identidades indígenas según criterios de autenticidad, ya sea de manera involuntaria o estratégica, porque considero que esto puede contribuir a crear nuevas exclusiones. Escuchar y hacer eco de la diversidad de voces es una responsabilidad política para quienes apoyamos, desde la academia y el activismo, el reconocimiento de los llamados derechos indígenas.
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1. El historiador marxista Eric Hobsbawm desarrolla esta postura en su clásico artículo “La política de la Identidad y la Izquierda”. Disponible en: https://www.nexos.com.mx/?p=7931
Rosalva Aída Hernández Castillo
Originaria de Ensenada, Baja California, México, es doctora en Antropología por la Universidad de Stanford y actualmente es Profesora Investigadora Titular C del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en la Ciudad de México. Desde sus años de estudiante ha combinado su trabajo académico con el de divulgación. Su investigación ha estado enfocada en la defensa de los derechos de las mujeres y los pueblos indígenas en América Latina. Ha publicado como autora única o como editora veintidós libros. En 2003 recibió el premio LASA/Oxfam Martin Diskin Memorial Award, compartido con el doctor Rodolfo Stavenhagen, por sus aportes a la investigación socialmente comprometida. En 2013 obtuvo la Cátedra Simón Bolívar que otorga el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Cambridge en el Reino Unido.