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Pedro Castillo no es Evo Morales: México ante la crisis peruana

Pedro Castillo no es Evo Morales: México ante la crisis peruana

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Pedro Castillo. Fotografía de Latin America News Agency / Reuters.
09
.
12
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El ahora expresidente de Perú busca asilo en México. ¿Qué debe hacer nuestro país ante esa crisis política?, ¿debe concederle asilo a Pedro Castillo?, ¿cuáles son los pasos en falso que ha cometido López Obrador en sus declaraciones?

Por segunda ocasión en el sexenio de López Obrador, las sedes diplomáticas de México se convierten en espacios clave durante las crisis políticas de América Latina. En noviembre de 2019, el expresidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado por las Fuerzas Armadas a abandonar el cargo, tras lo cual huyó a México con apoyo de la diplomacia de nuestro país. Ahora, en diciembre de 2022, se ha dado a conocer que el expresidente de Perú, Pedro Castillo, se dirigía a la embajada de México en Lima cuando fue detenido, tras intentar un autogolpe de Estado. Pretendía pedir asilo en la embajada y el presidente López Obrador instruyó que se le abrieran las puertas. Al 9 de diciembre, Pedro Castillo se encuentra preso, acusado de rebelión y conspiración. Su abogado ha solicitado por escrito asilo a México y el expresidente fue visitado por el embajador de nuestro país en Perú.

¿Cuál es y cuál debería ser la política exterior de México ante esta crisis política? El canciller Marcelo Ebrard lamentó los acontecimientos e hizo votos por el respeto a la democracia y los derechos humanos. También informó que el gobierno inició consultas con las autoridades de Perú sobre la solicitud de asilo. Por su parte, el presidente de México defendió a Pedro Castillo al declarar que fue víctima de un “golpe blando” por parte de las élites económicas y políticas peruanas, quienes lo debilitaron hasta destituirlo. Las declaraciones del presidente son graves y no se corresponden del todo con la realidad.

Repasemos los hechos. El pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo se enfrentaba a una tercera moción de vacancia en el Congreso, en medio de acusaciones de corrupción y tras un año y medio de presidencia, en el que fue blanco de ataques por parte del Congreso, los medios y otras élites. Los analistas de la política peruana consideran que la oposición no contaba con los votos para destituirlo. No obstante, Castillo —en una jugada desesperada— intentó un autogolpe de Estado, disolviendo el Congreso, decretando un gobierno de excepción y la reorganización del Poder Judicial, y convocando a un Congreso constituyente, igual que lo hizo el autoritario Alberto Fujimori en 1992.

Pedro Castillo disolvió el Congreso ilegalmente. El artículo 134 de la Constitución de Perú le otorga al presidente la facultad de disolver este poder del Estado, pero solamente bajo una serie de supuestos específicos que no se cumplían el pasado 7 de diciembre. Además, el presidente no tiene facultades para reorganizar unilateralmente al Poder Judicial. Sus acciones son, a todas luces, ilegales y antidemocráticas. El que una autoridad legalmente investida tome las instituciones fuera del marco de la ley es la definición de libro de un autogolpe de Estado. Por fortuna, los aliados políticos de Pedro Castillo y las Fuerzas Armadas se deslindaron de sus actos. Fue detenido un par de horas después.

Tras la torpe y autoritaria jugada, el Congreso votó la destitución del presidente. El Congreso peruano tiene facultades constitucionales para tomar esta acción, es decir, se trató de una acción apegada a la ley. Con todo, hay que considerar que la política de Perú es disfuncional, por decir lo menos. En los últimos cinco años, el Congreso destituyó a dos presidentes (Vizcarra y Castillo), dos renunciaron (Kuczynski y Merino) y Perú ha sido gobernado por seis diferentes jefes de Estado, de muy distintas banderas ideológicas. Se trata de una inestabilidad casi crónica, causada por la hiperfragmentación del sistema político, la profunda polarización y la existencia de un Congreso fuerte y radical. El uso de las instituciones de justicia y los órganos legislativos para atacar y destituir a las autoridades democráticamente electas es un fenómeno preocupante y que no solo ocurre en Perú. Por ejemplo, en 2016, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida por supuestos actos de corrupción en Petrobras, en lo que fue una cuestionable movida política de sus adversarios. Sin minimizar la gravedad de la politización de la justicia, la gran diferencia entre la actuación del Congreso peruano y la del ahora expresidente es que el primero actuó dentro del marco de la ley y la institucionalidad y el segundo no lo hizo.

Al definir su posición frente a la crisis política en Perú, el gobierno de México debería tener en cuenta que Pedro Castillo no es Evo Morales. A Castillo no le dieron un golpe de Estado, él mismo intentó este tipo de embestida contra otros poderes legalmente constituidos. En contraste, los militares bolivianos “invitaron” a Evo a renunciar en 2019. Si México quiere mantener una postura congruente en defensa de la democracia y los derechos humanos, debería abandonar la narrativa del “golpe blando” y la defensa a ultranza de Castillo. Esto no significa necesariamente rechazar su solicitud de asilo. México tiene una larga y honrosa tradición en esta materia y debería evaluar los méritos de la solicitud (¿Pedro Castillo está siendo perseguido?, ¿su vida, libertad o seguridad se encuentran en peligro?).

Sin embargo, el gobierno de México sí debería evitar presentar a Pedro Castillo como un mártir, porque no lo es. Hacerlo, obviando una vez más los serios errores de un gobierno de izquierda a partir de supuestas afinidades ideológicas, no abona ni al estado de la democracia ni a los proyectos progresistas en la región. Tampoco contribuye a la imagen del país en el mundo. En cambio, México debería mantener relaciones cordiales con el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, quien fue designada en apego a la Constitución peruana, así como lo hizo con los otros presidentes de Perú que han llegado al poder en medio de una crisis política. Igualmente, México debería seguir adelante con los proyectos de la Alianza del Pacífico, incluida la Cumbre de presidentes, cuando sea posible celebrarla. Esta alianza agrupa a cuatro países que hoy por hoy tienen, en principio, importantes coincidencias ideológicas (Chile, Colombia, Perú y México) y no habría por qué desperdiciar el momentum. Antes de la destitución de Pedro Castillo, se preveía que la Alianza del Pacífico celebrara una Cumbre el 14 de diciembre en Perú, a la cual López Obrador anunció su asistencia para entregar la presidencia pro tempore a este país. Frente a lo que hoy sucede, a México le conviene nada más y nada menos que uno de sus principios constitucionales de política exterior: la no intervención.

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El ahora expresidente de Perú busca asilo en México. ¿Qué debe hacer nuestro país ante esa crisis política?, ¿debe concederle asilo a Pedro Castillo?, ¿cuáles son los pasos en falso que ha cometido López Obrador en sus declaraciones?

Por segunda ocasión en el sexenio de López Obrador, las sedes diplomáticas de México se convierten en espacios clave durante las crisis políticas de América Latina. En noviembre de 2019, el expresidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado por las Fuerzas Armadas a abandonar el cargo, tras lo cual huyó a México con apoyo de la diplomacia de nuestro país. Ahora, en diciembre de 2022, se ha dado a conocer que el expresidente de Perú, Pedro Castillo, se dirigía a la embajada de México en Lima cuando fue detenido, tras intentar un autogolpe de Estado. Pretendía pedir asilo en la embajada y el presidente López Obrador instruyó que se le abrieran las puertas. Al 9 de diciembre, Pedro Castillo se encuentra preso, acusado de rebelión y conspiración. Su abogado ha solicitado por escrito asilo a México y el expresidente fue visitado por el embajador de nuestro país en Perú.

¿Cuál es y cuál debería ser la política exterior de México ante esta crisis política? El canciller Marcelo Ebrard lamentó los acontecimientos e hizo votos por el respeto a la democracia y los derechos humanos. También informó que el gobierno inició consultas con las autoridades de Perú sobre la solicitud de asilo. Por su parte, el presidente de México defendió a Pedro Castillo al declarar que fue víctima de un “golpe blando” por parte de las élites económicas y políticas peruanas, quienes lo debilitaron hasta destituirlo. Las declaraciones del presidente son graves y no se corresponden del todo con la realidad.

Repasemos los hechos. El pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo se enfrentaba a una tercera moción de vacancia en el Congreso, en medio de acusaciones de corrupción y tras un año y medio de presidencia, en el que fue blanco de ataques por parte del Congreso, los medios y otras élites. Los analistas de la política peruana consideran que la oposición no contaba con los votos para destituirlo. No obstante, Castillo —en una jugada desesperada— intentó un autogolpe de Estado, disolviendo el Congreso, decretando un gobierno de excepción y la reorganización del Poder Judicial, y convocando a un Congreso constituyente, igual que lo hizo el autoritario Alberto Fujimori en 1992.

Pedro Castillo disolvió el Congreso ilegalmente. El artículo 134 de la Constitución de Perú le otorga al presidente la facultad de disolver este poder del Estado, pero solamente bajo una serie de supuestos específicos que no se cumplían el pasado 7 de diciembre. Además, el presidente no tiene facultades para reorganizar unilateralmente al Poder Judicial. Sus acciones son, a todas luces, ilegales y antidemocráticas. El que una autoridad legalmente investida tome las instituciones fuera del marco de la ley es la definición de libro de un autogolpe de Estado. Por fortuna, los aliados políticos de Pedro Castillo y las Fuerzas Armadas se deslindaron de sus actos. Fue detenido un par de horas después.

Tras la torpe y autoritaria jugada, el Congreso votó la destitución del presidente. El Congreso peruano tiene facultades constitucionales para tomar esta acción, es decir, se trató de una acción apegada a la ley. Con todo, hay que considerar que la política de Perú es disfuncional, por decir lo menos. En los últimos cinco años, el Congreso destituyó a dos presidentes (Vizcarra y Castillo), dos renunciaron (Kuczynski y Merino) y Perú ha sido gobernado por seis diferentes jefes de Estado, de muy distintas banderas ideológicas. Se trata de una inestabilidad casi crónica, causada por la hiperfragmentación del sistema político, la profunda polarización y la existencia de un Congreso fuerte y radical. El uso de las instituciones de justicia y los órganos legislativos para atacar y destituir a las autoridades democráticamente electas es un fenómeno preocupante y que no solo ocurre en Perú. Por ejemplo, en 2016, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida por supuestos actos de corrupción en Petrobras, en lo que fue una cuestionable movida política de sus adversarios. Sin minimizar la gravedad de la politización de la justicia, la gran diferencia entre la actuación del Congreso peruano y la del ahora expresidente es que el primero actuó dentro del marco de la ley y la institucionalidad y el segundo no lo hizo.

Al definir su posición frente a la crisis política en Perú, el gobierno de México debería tener en cuenta que Pedro Castillo no es Evo Morales. A Castillo no le dieron un golpe de Estado, él mismo intentó este tipo de embestida contra otros poderes legalmente constituidos. En contraste, los militares bolivianos “invitaron” a Evo a renunciar en 2019. Si México quiere mantener una postura congruente en defensa de la democracia y los derechos humanos, debería abandonar la narrativa del “golpe blando” y la defensa a ultranza de Castillo. Esto no significa necesariamente rechazar su solicitud de asilo. México tiene una larga y honrosa tradición en esta materia y debería evaluar los méritos de la solicitud (¿Pedro Castillo está siendo perseguido?, ¿su vida, libertad o seguridad se encuentran en peligro?).

Sin embargo, el gobierno de México sí debería evitar presentar a Pedro Castillo como un mártir, porque no lo es. Hacerlo, obviando una vez más los serios errores de un gobierno de izquierda a partir de supuestas afinidades ideológicas, no abona ni al estado de la democracia ni a los proyectos progresistas en la región. Tampoco contribuye a la imagen del país en el mundo. En cambio, México debería mantener relaciones cordiales con el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, quien fue designada en apego a la Constitución peruana, así como lo hizo con los otros presidentes de Perú que han llegado al poder en medio de una crisis política. Igualmente, México debería seguir adelante con los proyectos de la Alianza del Pacífico, incluida la Cumbre de presidentes, cuando sea posible celebrarla. Esta alianza agrupa a cuatro países que hoy por hoy tienen, en principio, importantes coincidencias ideológicas (Chile, Colombia, Perú y México) y no habría por qué desperdiciar el momentum. Antes de la destitución de Pedro Castillo, se preveía que la Alianza del Pacífico celebrara una Cumbre el 14 de diciembre en Perú, a la cual López Obrador anunció su asistencia para entregar la presidencia pro tempore a este país. Frente a lo que hoy sucede, a México le conviene nada más y nada menos que uno de sus principios constitucionales de política exterior: la no intervención.

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El ahora expresidente de Perú busca asilo en México. ¿Qué debe hacer nuestro país ante esa crisis política?, ¿debe concederle asilo a Pedro Castillo?, ¿cuáles son los pasos en falso que ha cometido López Obrador en sus declaraciones?

Por segunda ocasión en el sexenio de López Obrador, las sedes diplomáticas de México se convierten en espacios clave durante las crisis políticas de América Latina. En noviembre de 2019, el expresidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado por las Fuerzas Armadas a abandonar el cargo, tras lo cual huyó a México con apoyo de la diplomacia de nuestro país. Ahora, en diciembre de 2022, se ha dado a conocer que el expresidente de Perú, Pedro Castillo, se dirigía a la embajada de México en Lima cuando fue detenido, tras intentar un autogolpe de Estado. Pretendía pedir asilo en la embajada y el presidente López Obrador instruyó que se le abrieran las puertas. Al 9 de diciembre, Pedro Castillo se encuentra preso, acusado de rebelión y conspiración. Su abogado ha solicitado por escrito asilo a México y el expresidente fue visitado por el embajador de nuestro país en Perú.

¿Cuál es y cuál debería ser la política exterior de México ante esta crisis política? El canciller Marcelo Ebrard lamentó los acontecimientos e hizo votos por el respeto a la democracia y los derechos humanos. También informó que el gobierno inició consultas con las autoridades de Perú sobre la solicitud de asilo. Por su parte, el presidente de México defendió a Pedro Castillo al declarar que fue víctima de un “golpe blando” por parte de las élites económicas y políticas peruanas, quienes lo debilitaron hasta destituirlo. Las declaraciones del presidente son graves y no se corresponden del todo con la realidad.

Repasemos los hechos. El pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo se enfrentaba a una tercera moción de vacancia en el Congreso, en medio de acusaciones de corrupción y tras un año y medio de presidencia, en el que fue blanco de ataques por parte del Congreso, los medios y otras élites. Los analistas de la política peruana consideran que la oposición no contaba con los votos para destituirlo. No obstante, Castillo —en una jugada desesperada— intentó un autogolpe de Estado, disolviendo el Congreso, decretando un gobierno de excepción y la reorganización del Poder Judicial, y convocando a un Congreso constituyente, igual que lo hizo el autoritario Alberto Fujimori en 1992.

Pedro Castillo disolvió el Congreso ilegalmente. El artículo 134 de la Constitución de Perú le otorga al presidente la facultad de disolver este poder del Estado, pero solamente bajo una serie de supuestos específicos que no se cumplían el pasado 7 de diciembre. Además, el presidente no tiene facultades para reorganizar unilateralmente al Poder Judicial. Sus acciones son, a todas luces, ilegales y antidemocráticas. El que una autoridad legalmente investida tome las instituciones fuera del marco de la ley es la definición de libro de un autogolpe de Estado. Por fortuna, los aliados políticos de Pedro Castillo y las Fuerzas Armadas se deslindaron de sus actos. Fue detenido un par de horas después.

Tras la torpe y autoritaria jugada, el Congreso votó la destitución del presidente. El Congreso peruano tiene facultades constitucionales para tomar esta acción, es decir, se trató de una acción apegada a la ley. Con todo, hay que considerar que la política de Perú es disfuncional, por decir lo menos. En los últimos cinco años, el Congreso destituyó a dos presidentes (Vizcarra y Castillo), dos renunciaron (Kuczynski y Merino) y Perú ha sido gobernado por seis diferentes jefes de Estado, de muy distintas banderas ideológicas. Se trata de una inestabilidad casi crónica, causada por la hiperfragmentación del sistema político, la profunda polarización y la existencia de un Congreso fuerte y radical. El uso de las instituciones de justicia y los órganos legislativos para atacar y destituir a las autoridades democráticamente electas es un fenómeno preocupante y que no solo ocurre en Perú. Por ejemplo, en 2016, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida por supuestos actos de corrupción en Petrobras, en lo que fue una cuestionable movida política de sus adversarios. Sin minimizar la gravedad de la politización de la justicia, la gran diferencia entre la actuación del Congreso peruano y la del ahora expresidente es que el primero actuó dentro del marco de la ley y la institucionalidad y el segundo no lo hizo.

Al definir su posición frente a la crisis política en Perú, el gobierno de México debería tener en cuenta que Pedro Castillo no es Evo Morales. A Castillo no le dieron un golpe de Estado, él mismo intentó este tipo de embestida contra otros poderes legalmente constituidos. En contraste, los militares bolivianos “invitaron” a Evo a renunciar en 2019. Si México quiere mantener una postura congruente en defensa de la democracia y los derechos humanos, debería abandonar la narrativa del “golpe blando” y la defensa a ultranza de Castillo. Esto no significa necesariamente rechazar su solicitud de asilo. México tiene una larga y honrosa tradición en esta materia y debería evaluar los méritos de la solicitud (¿Pedro Castillo está siendo perseguido?, ¿su vida, libertad o seguridad se encuentran en peligro?).

Sin embargo, el gobierno de México sí debería evitar presentar a Pedro Castillo como un mártir, porque no lo es. Hacerlo, obviando una vez más los serios errores de un gobierno de izquierda a partir de supuestas afinidades ideológicas, no abona ni al estado de la democracia ni a los proyectos progresistas en la región. Tampoco contribuye a la imagen del país en el mundo. En cambio, México debería mantener relaciones cordiales con el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, quien fue designada en apego a la Constitución peruana, así como lo hizo con los otros presidentes de Perú que han llegado al poder en medio de una crisis política. Igualmente, México debería seguir adelante con los proyectos de la Alianza del Pacífico, incluida la Cumbre de presidentes, cuando sea posible celebrarla. Esta alianza agrupa a cuatro países que hoy por hoy tienen, en principio, importantes coincidencias ideológicas (Chile, Colombia, Perú y México) y no habría por qué desperdiciar el momentum. Antes de la destitución de Pedro Castillo, se preveía que la Alianza del Pacífico celebrara una Cumbre el 14 de diciembre en Perú, a la cual López Obrador anunció su asistencia para entregar la presidencia pro tempore a este país. Frente a lo que hoy sucede, a México le conviene nada más y nada menos que uno de sus principios constitucionales de política exterior: la no intervención.

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Por segunda ocasión en el sexenio de López Obrador, las sedes diplomáticas de México se convierten en espacios clave durante las crisis políticas de América Latina. En noviembre de 2019, el expresidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado por las Fuerzas Armadas a abandonar el cargo, tras lo cual huyó a México con apoyo de la diplomacia de nuestro país. Ahora, en diciembre de 2022, se ha dado a conocer que el expresidente de Perú, Pedro Castillo, se dirigía a la embajada de México en Lima cuando fue detenido, tras intentar un autogolpe de Estado. Pretendía pedir asilo en la embajada y el presidente López Obrador instruyó que se le abrieran las puertas. Al 9 de diciembre, Pedro Castillo se encuentra preso, acusado de rebelión y conspiración. Su abogado ha solicitado por escrito asilo a México y el expresidente fue visitado por el embajador de nuestro país en Perú.

¿Cuál es y cuál debería ser la política exterior de México ante esta crisis política? El canciller Marcelo Ebrard lamentó los acontecimientos e hizo votos por el respeto a la democracia y los derechos humanos. También informó que el gobierno inició consultas con las autoridades de Perú sobre la solicitud de asilo. Por su parte, el presidente de México defendió a Pedro Castillo al declarar que fue víctima de un “golpe blando” por parte de las élites económicas y políticas peruanas, quienes lo debilitaron hasta destituirlo. Las declaraciones del presidente son graves y no se corresponden del todo con la realidad.

Repasemos los hechos. El pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo se enfrentaba a una tercera moción de vacancia en el Congreso, en medio de acusaciones de corrupción y tras un año y medio de presidencia, en el que fue blanco de ataques por parte del Congreso, los medios y otras élites. Los analistas de la política peruana consideran que la oposición no contaba con los votos para destituirlo. No obstante, Castillo —en una jugada desesperada— intentó un autogolpe de Estado, disolviendo el Congreso, decretando un gobierno de excepción y la reorganización del Poder Judicial, y convocando a un Congreso constituyente, igual que lo hizo el autoritario Alberto Fujimori en 1992.

Pedro Castillo disolvió el Congreso ilegalmente. El artículo 134 de la Constitución de Perú le otorga al presidente la facultad de disolver este poder del Estado, pero solamente bajo una serie de supuestos específicos que no se cumplían el pasado 7 de diciembre. Además, el presidente no tiene facultades para reorganizar unilateralmente al Poder Judicial. Sus acciones son, a todas luces, ilegales y antidemocráticas. El que una autoridad legalmente investida tome las instituciones fuera del marco de la ley es la definición de libro de un autogolpe de Estado. Por fortuna, los aliados políticos de Pedro Castillo y las Fuerzas Armadas se deslindaron de sus actos. Fue detenido un par de horas después.

Tras la torpe y autoritaria jugada, el Congreso votó la destitución del presidente. El Congreso peruano tiene facultades constitucionales para tomar esta acción, es decir, se trató de una acción apegada a la ley. Con todo, hay que considerar que la política de Perú es disfuncional, por decir lo menos. En los últimos cinco años, el Congreso destituyó a dos presidentes (Vizcarra y Castillo), dos renunciaron (Kuczynski y Merino) y Perú ha sido gobernado por seis diferentes jefes de Estado, de muy distintas banderas ideológicas. Se trata de una inestabilidad casi crónica, causada por la hiperfragmentación del sistema político, la profunda polarización y la existencia de un Congreso fuerte y radical. El uso de las instituciones de justicia y los órganos legislativos para atacar y destituir a las autoridades democráticamente electas es un fenómeno preocupante y que no solo ocurre en Perú. Por ejemplo, en 2016, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida por supuestos actos de corrupción en Petrobras, en lo que fue una cuestionable movida política de sus adversarios. Sin minimizar la gravedad de la politización de la justicia, la gran diferencia entre la actuación del Congreso peruano y la del ahora expresidente es que el primero actuó dentro del marco de la ley y la institucionalidad y el segundo no lo hizo.

Al definir su posición frente a la crisis política en Perú, el gobierno de México debería tener en cuenta que Pedro Castillo no es Evo Morales. A Castillo no le dieron un golpe de Estado, él mismo intentó este tipo de embestida contra otros poderes legalmente constituidos. En contraste, los militares bolivianos “invitaron” a Evo a renunciar en 2019. Si México quiere mantener una postura congruente en defensa de la democracia y los derechos humanos, debería abandonar la narrativa del “golpe blando” y la defensa a ultranza de Castillo. Esto no significa necesariamente rechazar su solicitud de asilo. México tiene una larga y honrosa tradición en esta materia y debería evaluar los méritos de la solicitud (¿Pedro Castillo está siendo perseguido?, ¿su vida, libertad o seguridad se encuentran en peligro?).

Sin embargo, el gobierno de México sí debería evitar presentar a Pedro Castillo como un mártir, porque no lo es. Hacerlo, obviando una vez más los serios errores de un gobierno de izquierda a partir de supuestas afinidades ideológicas, no abona ni al estado de la democracia ni a los proyectos progresistas en la región. Tampoco contribuye a la imagen del país en el mundo. En cambio, México debería mantener relaciones cordiales con el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, quien fue designada en apego a la Constitución peruana, así como lo hizo con los otros presidentes de Perú que han llegado al poder en medio de una crisis política. Igualmente, México debería seguir adelante con los proyectos de la Alianza del Pacífico, incluida la Cumbre de presidentes, cuando sea posible celebrarla. Esta alianza agrupa a cuatro países que hoy por hoy tienen, en principio, importantes coincidencias ideológicas (Chile, Colombia, Perú y México) y no habría por qué desperdiciar el momentum. Antes de la destitución de Pedro Castillo, se preveía que la Alianza del Pacífico celebrara una Cumbre el 14 de diciembre en Perú, a la cual López Obrador anunció su asistencia para entregar la presidencia pro tempore a este país. Frente a lo que hoy sucede, a México le conviene nada más y nada menos que uno de sus principios constitucionales de política exterior: la no intervención.

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El ahora expresidente de Perú busca asilo en México. ¿Qué debe hacer nuestro país ante esa crisis política?, ¿debe concederle asilo a Pedro Castillo?, ¿cuáles son los pasos en falso que ha cometido López Obrador en sus declaraciones?

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Por segunda ocasión en el sexenio de López Obrador, las sedes diplomáticas de México se convierten en espacios clave durante las crisis políticas de América Latina. En noviembre de 2019, el expresidente de Bolivia, Evo Morales, fue obligado por las Fuerzas Armadas a abandonar el cargo, tras lo cual huyó a México con apoyo de la diplomacia de nuestro país. Ahora, en diciembre de 2022, se ha dado a conocer que el expresidente de Perú, Pedro Castillo, se dirigía a la embajada de México en Lima cuando fue detenido, tras intentar un autogolpe de Estado. Pretendía pedir asilo en la embajada y el presidente López Obrador instruyó que se le abrieran las puertas. Al 9 de diciembre, Pedro Castillo se encuentra preso, acusado de rebelión y conspiración. Su abogado ha solicitado por escrito asilo a México y el expresidente fue visitado por el embajador de nuestro país en Perú.

¿Cuál es y cuál debería ser la política exterior de México ante esta crisis política? El canciller Marcelo Ebrard lamentó los acontecimientos e hizo votos por el respeto a la democracia y los derechos humanos. También informó que el gobierno inició consultas con las autoridades de Perú sobre la solicitud de asilo. Por su parte, el presidente de México defendió a Pedro Castillo al declarar que fue víctima de un “golpe blando” por parte de las élites económicas y políticas peruanas, quienes lo debilitaron hasta destituirlo. Las declaraciones del presidente son graves y no se corresponden del todo con la realidad.

Repasemos los hechos. El pasado 7 de diciembre, Pedro Castillo se enfrentaba a una tercera moción de vacancia en el Congreso, en medio de acusaciones de corrupción y tras un año y medio de presidencia, en el que fue blanco de ataques por parte del Congreso, los medios y otras élites. Los analistas de la política peruana consideran que la oposición no contaba con los votos para destituirlo. No obstante, Castillo —en una jugada desesperada— intentó un autogolpe de Estado, disolviendo el Congreso, decretando un gobierno de excepción y la reorganización del Poder Judicial, y convocando a un Congreso constituyente, igual que lo hizo el autoritario Alberto Fujimori en 1992.

Pedro Castillo disolvió el Congreso ilegalmente. El artículo 134 de la Constitución de Perú le otorga al presidente la facultad de disolver este poder del Estado, pero solamente bajo una serie de supuestos específicos que no se cumplían el pasado 7 de diciembre. Además, el presidente no tiene facultades para reorganizar unilateralmente al Poder Judicial. Sus acciones son, a todas luces, ilegales y antidemocráticas. El que una autoridad legalmente investida tome las instituciones fuera del marco de la ley es la definición de libro de un autogolpe de Estado. Por fortuna, los aliados políticos de Pedro Castillo y las Fuerzas Armadas se deslindaron de sus actos. Fue detenido un par de horas después.

Tras la torpe y autoritaria jugada, el Congreso votó la destitución del presidente. El Congreso peruano tiene facultades constitucionales para tomar esta acción, es decir, se trató de una acción apegada a la ley. Con todo, hay que considerar que la política de Perú es disfuncional, por decir lo menos. En los últimos cinco años, el Congreso destituyó a dos presidentes (Vizcarra y Castillo), dos renunciaron (Kuczynski y Merino) y Perú ha sido gobernado por seis diferentes jefes de Estado, de muy distintas banderas ideológicas. Se trata de una inestabilidad casi crónica, causada por la hiperfragmentación del sistema político, la profunda polarización y la existencia de un Congreso fuerte y radical. El uso de las instituciones de justicia y los órganos legislativos para atacar y destituir a las autoridades democráticamente electas es un fenómeno preocupante y que no solo ocurre en Perú. Por ejemplo, en 2016, la expresidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue destituida por supuestos actos de corrupción en Petrobras, en lo que fue una cuestionable movida política de sus adversarios. Sin minimizar la gravedad de la politización de la justicia, la gran diferencia entre la actuación del Congreso peruano y la del ahora expresidente es que el primero actuó dentro del marco de la ley y la institucionalidad y el segundo no lo hizo.

Al definir su posición frente a la crisis política en Perú, el gobierno de México debería tener en cuenta que Pedro Castillo no es Evo Morales. A Castillo no le dieron un golpe de Estado, él mismo intentó este tipo de embestida contra otros poderes legalmente constituidos. En contraste, los militares bolivianos “invitaron” a Evo a renunciar en 2019. Si México quiere mantener una postura congruente en defensa de la democracia y los derechos humanos, debería abandonar la narrativa del “golpe blando” y la defensa a ultranza de Castillo. Esto no significa necesariamente rechazar su solicitud de asilo. México tiene una larga y honrosa tradición en esta materia y debería evaluar los méritos de la solicitud (¿Pedro Castillo está siendo perseguido?, ¿su vida, libertad o seguridad se encuentran en peligro?).

Sin embargo, el gobierno de México sí debería evitar presentar a Pedro Castillo como un mártir, porque no lo es. Hacerlo, obviando una vez más los serios errores de un gobierno de izquierda a partir de supuestas afinidades ideológicas, no abona ni al estado de la democracia ni a los proyectos progresistas en la región. Tampoco contribuye a la imagen del país en el mundo. En cambio, México debería mantener relaciones cordiales con el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, quien fue designada en apego a la Constitución peruana, así como lo hizo con los otros presidentes de Perú que han llegado al poder en medio de una crisis política. Igualmente, México debería seguir adelante con los proyectos de la Alianza del Pacífico, incluida la Cumbre de presidentes, cuando sea posible celebrarla. Esta alianza agrupa a cuatro países que hoy por hoy tienen, en principio, importantes coincidencias ideológicas (Chile, Colombia, Perú y México) y no habría por qué desperdiciar el momentum. Antes de la destitución de Pedro Castillo, se preveía que la Alianza del Pacífico celebrara una Cumbre el 14 de diciembre en Perú, a la cual López Obrador anunció su asistencia para entregar la presidencia pro tempore a este país. Frente a lo que hoy sucede, a México le conviene nada más y nada menos que uno de sus principios constitucionales de política exterior: la no intervención.

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