¿Tiene futuro la izquierda en México?

¿Tiene futuro la izquierda en México?

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

[read more]

Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

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Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

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Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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¿Tiene futuro la izquierda en México?

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

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Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

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Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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¿Tiene futuro la izquierda en México?

¿Tiene futuro la izquierda en México?

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Tras dos años de lopezobradorismo, hay muchas incógnitas sobre los años por venir. ¿Cuál será el rumbo de las izquierdas, hoy fragmentadas, en un régimen donde no caben las fisuras y, mucho menos, el disenso?; ¿cuál será el salto cuántico para que el partido y el presidente eviten la desbandada de otras izquierdas?

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Una pregunta frecuente durante los últimos años es si se puede ser conservador y de izquierda simultáneamente. Si, para responderla, partimos de la trayectoria bicentenaria de la izquierda socialista, sería un contrasentido, porque por definición la izquierda ha verbalizado los intereses de las clases trabajadoras al darle forma a un proyecto emancipatorio para ellas —mediante la asociación, por ejemplo, en sindicatos y coo­perativas— y para toda la sociedad —mediante un orden más justo y equitativo a través de derechos—. Esto la diferenciaba del conserva­durismo decimonónico (defensor del statu quo y del orden “natural” de la sociedad) y del liberalismo (devoto de la propiedad privada y del gobierno de las minorías).1 Sin embargo, la respuesta se complica si admitimos la existencia de izquierdas no socialistas que pretenden reducir o acabar con la desi­gualdad social sin proponerse liberar a las personas —a los trabajadores, a los pobres y a los pueblos indígenas— de la dominación del capital y del Estado. A esa progenie pertenece Andrés Manuel López Obrador, pre­sidente de México.

En términos históricos, la izquierda mexicana reúne tres corrientes (socialista, nacionalista y socialcristiana) que buscaron acabar con la desigualdad —o resolver la “cuestión social”, como se decía en el siglo XIX, época en que surgió la izquierda en el país—. Todas ellas se han recon­figurado con el tiempo.

Primero, la vertiente socialista, que incluye las orga­nizaciones y comunidades utópicas basadas en la asociación (de los trabajadores y los factores de producción), la cooperación (la suma de esfuerzos y recursos orientados al bien común y no al beneficio individual) y la federación (la agregación de comunidades de distinta índole con derechos semejantes). Posteriormente, esta corriente incorporaría al anarquismo y al comunismo. La segunda corriente, la izquierda nacionalista, procede del liberalismo social decimonónico, al que se agregó el nacionalismo revolucionario en el siglo pasado. Y, por último, la tercera, la línea socialcristiana, que incorpora el cristianismo cis­mático de Lamennais, la prédica de la Rerum novarum y la teología de la liberación, empeñados todos en mejorar la condición de las clases trabajadoras y de los pobres en general.

El pensamiento de López Obrador abreva de estas tres corrientes históricas, aunque la nacionalista y la socialcristiana ocupan un espacio mayor en su perspectiva, que incluso se desliza hacia un cristianismo conservador, pues los pobres son su prioridad (como lo reiteró ante el G20).

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Salvo la corriente nacionalista, ninguna adquirió una presencia mayoritaria en nuestro país, debido en buena medida a que el régimen de la Revolución mexicana, que daría vida al Partido Revolucionario Institucional (PRI), le cerró el espacio a la oposición de izquierda al controlar corporativamente los sindicatos y las organizaciones so­ciales. De modo que en México —y en América Latina en general— nunca arraigó la socialdemocracia, por lo que el colapso socialista de la URSS y la hegemonía neoliberal de las décadas de los ochenta y noventa afectaron básicamente a la corriente comunista, de por sí diluida tras la desaparición del Partido Comunista Mexicano (1981) y las sucesivas fusiones con otras siglas socialistas y el nacionalismo no priista, que dieron lugar al Partido Socialista Unificado de México (1981) y al Partido Mexicano Socialista (1987). Finalmente, con la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el nacionalismo revolucionario priista dominó la escena de la izquierda y se sumó la presencia marginal del neozapatismo en los prolegómenos altermundistas.

El lopezobradorismo es el segundo momento del proceso catalizado por el PRD, pero en una situación radicalmente distinta, lo cual, aunado al perfil del nuevo liderazgo, abunda en su peculiaridad.

El lopezobradorismo

Hablamos de un movimiento que aún no cristaliza en una ideología ni en un régimen político. Desarrollado en los últimos 15 años, agrupa a las clases populares y a las clases medias bajas alrededor de un liderazgo carismático, castigadas de antiguo por la desigualdad y, en las últimas décadas, por la globalización excluyente. A esta base social se agregaron de manera coyuntural, en las elecciones de 2018, contingentes de los sectores medios, de universitarios y ciu­dadanos de las entidades federativas que solían votar por la derecha, tras el descontento extendido ante la corrupta administración de Peña Nieto.

Esa base es leal y sólida: responde cuando la convocan el presidente o Morena, el partido que creó, y está activa en las redes sociales. Es innegable que el discurso polarizador del presidente —que se avivó con los yerros en el ejercicio gubernamental— incentiva su movilización, como también lo hacen las políticas sociales de su gestión (los aumentos al salario mínimo y a los salarios contractuales, y diversos programas federales). No obstante, el punto de partida de la movilización son las iniciativas presidenciales mas no las reivindicaciones populares. El presidente tampoco ayuda a la organización de las clases populares y, menos, a su emancipación; solo pretende ser el patriarca de la “república amorosa”.

López Obrador es su propio ideólogo, por una parte, gracias al débil núcleo intelectual que lo acompaña y, por otra, por su voluntad de allanarse al mensaje presidencial, de tal manera que no hay en el lopezobradorismo la elaboración conceptual de una política de izquierda. Al respecto, antes de alcanzar la presidencia, el discurso del político tabasqueño distinguía el pueblo (las clases trabaja­doras, los indígenas, los desposeídos y los pequeños empresarios) de la “mafia del poder” (los ricos y los políticos corruptos); ahora, en el ejercicio gubernamental, ha mudado a la oposición entre los partidarios de la transformación y los conservadores, en una analogía con el conflicto político de la segunda mitad del siglo XIX, que le permite ensanchar a placer el bando re­tardatario, donde caben feministas, comunidades opuestas a los megaproyectos gubernamentales, científicos, el grupo Frena, etcétera.

No fue el único cambio significativo; además, hubo un deslizamiento semántico de la palabra “privilegio”. Al principio consideró a la alianza mafiosa de los dueños del dinero y los políticos corruptos el adversario principal de su gobierno —eso justificó la cancelación del aeropuerto de Texcoco—; después, estableció como prioridad el combate a los “privilegios” de la burocracia y de las clases media alta y alta. Fue éste el argumento moral que barajó durante la pandemia para justificar los recortes presupuestales a actividades como la ciencia, la cultura, el deporte, la educación y el sistema de salud, y para no apoyar a las pequeñas y medianas empresas —que concentran el mayor número de asalariados— con estímulos fiscales. Estos “privilegios” se presumen indebidos y muestras de una forma de corrupción.

Como buen cristiano, el presidente colocó a los pobres en primerísimo lugar dentro del decálogo con que respondió a la emergencia sanitaria; la pobreza y el altruismo frente a ella se conciben como expresiones de la virtud. Mientras tanto, a los más acaudalados, si bien les hizo pagar los impuestos atrasados, no se les tocó con una reforma fiscal progresiva, porque la desigualdad social no es para López Obrador resultado del sistema económico; antes bien, lo es de la corrupción. Aparte de combatir ésta, un Estado centralizado se encargará de atenuar aquélla por medio de asignaciones directas a los grupos desfavorecidos.

El pueblo lopezobradorista es una totalidad orgánica donde no caben las fisuras y, menos todavía, el disenso. Quien se equivoca de bando adquiere en automático la etiqueta de conservador y como tal se le trata. De esta manera, desde la tribuna presidencial se estigmatizan los movimientos sociales independientes, trátese de las comunidades con­trarias al proyecto hídrico de Morelos, los reclamos de las feministas, las demandas de los padres de niños con cáncer, el reconocimiento de la diversidad sexual, la legalización de algunas drogas o la autonomía de los pueblos originarios. Ninguno tiene cabida en la lente presidencial, que concibe la república como un Estado nación unitario y concede al príncipe el monopolio de la política. Por otro lado, se atienden las reivindicaciones de los movimientos afines al lopez­obra­dorismo y sus líderes tienen derecho de picaporte en Palacio. “Politiquería” son las migajas a disposición de quienes no representan al pueblo.

Eso nos lleva al término “populismo”, que se usa de manera tan laxa y peyorativa por parte de los medios e intelectuales que confunde más que conceptualiza un fenómeno político contemporáneo. Si empleamos el vocablo desde perspectivas más rigurosas, podríamos decir que López Obrador tiene un discurso (polarizado, binario, excluyente) y un “estilo” (la apelación directa al pueblo y la identidad del líder frente a éste) populistas. Sin embargo, mientras sus prácticas no se hagan rutina o se transformen en ley, el régimen no es populista. La Cuarta Transformación sería justamente eso.

Las otras izquierdas

La ladera progresista no tiene acomodo dentro del esquema presidencial, que sintetiza la visión y los valores del mexicano común, incluidos prejuicios y fantasías. De hecho, una de las razones de la elevada popularidad de López Obrador es que amalgama la preocupación por la desigualdad social con el conservadurismo acendrado de la sociedad mexicana —reacio a la despenalización del aborto y del consumo de algunas drogas; que tiene por instituciones más confiables al Ejército, la Iglesia y la familia; y se informa en la televisión—. El presidente no pretende transformar al pueblo (el “hombre nuevo” del co­munismo, en contraste, buscaba hacerlo libre, trabajador y solidario); desea que se manifieste tal cual es. El espacio de aquel progresismo, legado de la izquierda socialista, lo ocupan el establishment intelectual liberal y las organizaciones civiles no partidarias.

En cambio, López Obrador acrisola un conjunto de grupos e intereses en una coalición política precaria, carente —como antes dije— de un fundamento ideológico, de un programa común de gobierno y de las características de un régimen. De no institucionalizarse la Cuarta Transformación y cuajar Morena como partido, posiblemente sobrevenga la fragmentación y quizá sobrevivan lo que queda de la izquierda socialista más la joven militancia que haya logrado formar. El peligro de la desinstitucionalización es que cualquier formación política, sin importar su filiación ideológica, puede benefi­ciarse de ella.

Al respecto, en Estados Unidos y algunos países de América Latina, las derechas radicales han sido mucho más eficaces que las izquierdas para captar el descontento con las políticas neoliberales y el deterioro de la democracia re­presentativa. Acaso el éxito mayor de la administración lopezobradorista fuera evitar esa fuga. No está en el horizonte inmediato de México esa eventualidad, como tampoco que la ultraderecha pueda hacerse de la base de masas que nunca tuvo, entre otras razones, por el clasismo y el racismo constitutivos de su ADN político.

Tampoco es razón para minimizar las capacidades y el crecimiento de la ultraderecha. Por obtusa que sea su perspectiva, la emergencia de Frena —el frente nacional que busca la dimisión del presidente y vertebra a una ultraderecha añeja— obedece en parte al descontento de las clases medias y altas con las políticas gubernamentales y los fantasmas que les evocan, como esa eventual subversión de los roles sociales que no están dispuestas a aceptar ni siquiera como posibilidad. Sin embargo, no debemos soslayar que la reorientación del discurso lopezobradorista contra los privilegios y las acciones en ese sentido conciernen directamente a esas clases. Tampoco es improbable que la derecha partidaria rehaga su discurso asumiendo las reivindicaciones progresistas, inaceptables para formaciones estilo Frena, pero factibles en una alianza política amplia que las postule sin comprometer las convicciones ideológicas específicas de sus integrantes.

¿Qué pasa con las otras izquierdas? La respuesta no da pábulo al optimismo. La implosión del bloque soviético y la absorción de la izquierda socialista por el nacionalismo revolucionario dejó poco de ésta (un proceso al que se aunó la marginalidad política del neozapatismo). Morena congrega a un segmento de aquella izquierda, subsidiario del nutrido contingente de advenedizos llegados en 2018, y otros más que pertenecen a formaciones políticas minúsculas. Fuera de este espectro, están el neoanarquismo, el feminismo radical, la guerrilla rural y la izquierda social que par­ticipa en la protesta pública, esto es: ninguna izquierda partidaria, pues del PRD únicamente se conservan las siglas. En ese escenario, como observamos en América Latina y se insinúa en México, podría expandirse una política plebeya basada en la movilización callejera, aunque carente de referentes partidarios dentro del sistema político. De ser así, al colapso de las derechas electorales en 2018 podría seguir el de la izquierda partidaria, lo que provocaría un vacío en la política formal.

La popularidad presidencial, sus políticas sociales y la implosión de la derecha podrían permitir que el lopezobradorismo saliera adelante en la elección intermedia de 2021, pero probablemente será a expensas del componente de izquierda de su coalición. Para dar una dirección progresista al proyecto presidencial, la izquierda de Morena tendría que mostrar independencia y capacidad de elaborar políticas bien pensadas, viables y orgánicas, que hasta ahora no da evidencia de poder formular. También tendría que interpelar a las izquierdas que están fuera tanto de la llamada Cuarta Transformación como del sistema político, además de dar curso institucional a las demandas fundamentales y atendibles de los nuevos movimientos sociales. En otras palabras, exigiría un salto cuántico en su perspectiva, capacidad reflexiva y acción política para reconciliar la igualdad social con la ampliación de derechos y libertades en el marco de una democracia sustantiva, es decir, eso que se conoció como socialismo.

1. El sufragio universal y el derecho a la representación política no censitaria fueron, en sus orígenes, reivindicaciones del movimiento cartista británico y del socialismo de las revoluciones de 1848.

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