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Vidas que no lograron salir del cajón, que no llegaron a despegar. Muertes prematuras, las más duras. Madres y padres desconsolados. Familias y amigos traumatizados por la pronta partida. Vidas truncadas.
No son pasajes aislados. Todos los años suceden decenas y decenas de casos como estos que, en muchas ocasiones, terminan con la muerte de jóvenes cubanos que una vez que alcanzan la mayoría de edad, tienen que ingresar de manera obligatoria a las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) o del Ministerio del Interior (MININT) para licenciarse del servicio militar.
Los que logran alcanzar una plaza en las universidades de la isla tienen que cubrir 14 meses como reclutas y este un requisito indispensable para matricularse en alguna facultad. Cada hombre que llegue a una secretaría universitaria tiene que presentar el documento oficial que constate el cumplimiento de este tiempo. Los que no acceden a la universidad, tienen que pasar dos años como militares, un castigo elitista del régimen cubano que acostumbra a machacar las minorías.
Cuba está entre los 30 países del mundo que mantienen el servicio militar obligatorio. De este grupo, Noruega, Suecia, Corea del Norte, Israel y Eritrea incluyen a las mujeres. Las leyes cubanas definen al servicio militar como “una de las vías principales que permiten a los ciudadanos de ambos sexos -es decisión de las mujeres pasarlo o no- cumplir el honroso deber de servir con las armas a la Patria”, y exime de su cumplimiento solo a los incapacitados físicos y mentales. Además establece que los ciudadanos hasta los 45 años pertenecen al “Servicio Militar de Reserva”, lo que implica que “podrán ser movilizados por un plazo que no exceda el año, en uno o más períodos, durante los cuales se rigen por las leyes y disposiciones vigentes para los militares”.
Por tanto, si usted vive en Cuba y es barbero, dependiente de una tienda, doctor, ingeniero, barrendero o ejerce cualquier otra profesión, y aún tiene menos de 45 años, las FAR pueden tocar a su puerta y decirle que recoja algo de ropa y artículos de aseo en una mochila, pues tiene que sumarse a algún ejercicio militar “en tiempo de paz para estar preparado ante cualquier ataque del enemigo” y por ende, tendrá que dejar de lado su barbería, tienda, hospital, oficina, escoba o lo que sea.
El sistema de registro militar obliga a los adolescentes a inscribirse en la base de datos al cumplir los 16 y no salen de la lista hasta los 45, incluidos aquellos cubanos se encuentren en el extranjero.
En este contexto hay muchos adolescentes que pasan de rasurarse el rostro por primera vez en su vida, a la muerte. Muchachos que duermen por primera y última vez fuera de casa. Casi niños que toman en sus manos por primera y última vez un arma. Chicos que nunca se habían ido a otra ciudad y que ahora que lo hacen, no regresan. Gente que comienza a preguntarse qué es la muerte y recibe una muy pronta respuesta. Muchachos que se ven obligados a convivir con ella porque no tienen más opción. Jóvenes que tienen un arma en una mano cuando ni siquiera han aprendido a respetar el compromiso que hicieron con sus madres de sacar la basura de casa y depositarla en el latón de la esquina. Ingenuidad hecha añicos.
«Todos los años decenas de jóvenes cubanos que alcanzan la mayoría de edad ingresan de manera obligatoria a las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) o del Ministerio del Interior (MININT) para hacer el servicio militar».
Jóvenes soldados con rifles de asalto corren durante un ejercicio militar en Moncada, cerca de La Habana, 19 de noviembre de 2007. Fotografía de Roberto Morejon / Reuters.
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Tragarse un tornillo, una arandela, una cuchilla, cortarse las venas o fingir un intento de suicidio, son algunas de las alternativas a las que se aferran los reclutas para evadir los 14 meses o los 2 años de servicio militar. Autolesionarse es la salida, atentar contra su cuerpo, contra sus propias vidas. Ese es el camino para escapar de las madrugadas de guardia en la nada con un rifle al hombro, de manejar un tanque de guerra, colocar explosivos a lo largo de un campo o velar por la seguridad de un puesto de mando militar repleto de almacenes con armamentos.
Quienes se autoinflingen lesiones son sometidos a un peritaje médico, donde se decide de acuerdo a la gravedad del caso, si pueden continuar en el servicio. En caso de ser declarados no aptos, aún los que hayan sido admitidos para estudiar una carrera universitaria, tienen que esperar lo que les queda de los 14 meses para ingresar al aula.
Pero en diciembre pasado, el régimen declaró que los reclutas que se autolesionen con el fin de evadir el cumplimiento del servicio militar, serán sancionados por el delito de “evasión de obligaciones”. Según las FAR, se ha registrado un aumento de ese tipo de casos y por ello han tomado la firme decisión de “frenar estos actos”. A partir de entonces han sido más severos con el análisis de cada lesión de los reclutas, para detectar aquellas que han sido intencionales.
Lamentablemente, las lesiones autoinfligidas no cesarán, porque ningún muchacho de 17 o 18 años quiere estar vestido con un uniforme verdeolivo, bajo el sol, bajo la lluvia, en una posta, en el medio de un campo perdido, con las botas enfangadas, las orejas rodeadas de mosquitos, sudando, con un rifle o un revolver o manejando un tanque de guerra, cuando debería estar estudiando y aprendiendo a vivir. La medida es muy peligrosa pues podría llevar a los chicos a tomar el único y aún más triste camino de escape: agredirse con más vehemencia, con más locura.
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Alguien pudo compilar mi nombre también, junto a la muerte de otro joven en el servicio militar. El mío o el de cualquiera de mis compañeros que durante 14 meses custodiamos una de las unidades de la Brigada Especial Nacional. Ahora recuerdo con escalofrío la cantidad de madrugadas que de 2006 a 2007, abrí los ojos y tenía el cañón metálico y negrísimo de una Beretta 92 apuntándome a los ojos o a la boca. Saltar de un sueño corto y caer ante un revolver era un juego, nuestro juego de adolescentes armados. No hay manera más rápida de perder el sueño que despertar ante la amenaza de un arma de fuego. Uno pasa de la penumbra a la claridad, en ese instante no hay sombras.
Nos habían entregado armas y enseñado a usarlas para custodiar de noche y de día los predios de la unidad militar, aunque fuésemos unos críos, unos inmaduros, unos muchachitos que solo pensábamos en masturbarnos y poco más. Nos estaban empujando por la fuerza a caminar por la cornisa de una responsabilidad mayúscula y las consecuencias de no asumirla rondaban lo mortal.
Cada dos días teníamos que hacer turnos de guardia para cubrir 24 horas. En esa jornada a cada uno nos tocaban tres turnos de tres horas. Los más duros eran los de la madrugada. Costaba trabajo levantar al siguiente compañero para que te relevase. La madrugada está hecha para la fiesta, para dormir, para escribir, pero no para cargar un arma durante horas solo por si acaso alguien intenta entrar a una unidad militar. Por eso, mientras descansábamos, hacíamos lo posible robarnos algunos minutos de sueño unos a otros. Un minuto era la gloria, así que el que estaba de guardia tenía que ponerse duro con el relevo.
Así fue como surgió el juego de la pistola, que a nadie le gustaba, pero que todos utilizábamos para evitar que otro lograra reducirse el turno de guardia a nuestras costillas. Consistía en intentar despertar al relevo una, dos y tres veces como mucho, si a la tercera no se ponía de pie, entonces desenfundábamos el arma y le apuntábamos entre las cejas. Remedio santo. Si bien sabíamos que un día se podía ir un tiro, nadie tenía la madurez suficiente para asumirlo. Lo único que en ese momento pasaba por nuestras cabezas era regresar a la cama y no pasar ni un segundo de más de guardia. Sin darnos cuenta, la muerte nos acechaba de cerca, nos miraba por una rendija
«Recuerdo con escalofrío la cantidad de madrugadas que de 2006 a 2007, abrí los ojos y tenía el cañón metálico y negrísimo de una Beretta 92 apuntándome a los ojos o a la boca. Saltar de un sueño corto y caer ante un revolver era un juego, nuestro juego de adolescentes armados».
Fotografía de Claudia Daut / Reuters.
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Sonó un disparo, todos nos miramos. Nos quedamos tiesos. Nadie dijo una palabra. Sentimos a los oficiales superiores correr, abandonamos el juego de dominó y apagamos la radio que trasmitía el partido de béisbol entre Industriales y Holguín. Salimos del albergue y vimos caminar a Ángel escoltado por nuestros jefes, uno de ellos llevaba la Beretta 92 que debía sostener nuestro compañero durante su tiempo de guardia.
Paréntesis: En la unidad había dos puntos de guardia, la posta de entrada y el de recorrido. Estar de recorrido era mucho mejor, porque moverse siempre es mejor que estar inmóvil. Podías ir a la cocina y sin que te vieran, robar un poco de comida o pedirla a las cocineras de confianza, también podías esconderte en algún arbusto a dormir o hacerte una paja. Recuerdo que mi récord fue de 4 pajas en un turno de tres horas, nada comparado con los duros masturbándose, que llegaban a hacerse 8 o 9 y hasta 10 pajas en un turno de guardia. Cierre del paréntesis.
La incertidumbre nos comió durante un par de horas. Hasta que Ángel llegó al albergue con los jefes. Mirando el piso y vigilado por los superiores, abrió su taquilla y recogió sus cosas. Salió del lugar, lo montaron en un Lada soviético y se marchó. Los jefes no dieron explicaciones.
Varios fueron los rumores que empezaron a circular: que Ángel había sido sorprendido haciéndose una paja detrás de la oficina del jefe de logística, que Ángel se había robado 2 postas de pollo y 4 panes; que teniendo sexo con Caridad, la cocinera, se le había caído la pistola y esta se había disparado. En fin, que por alguno de aquellos cuentos se lo llevaban a otra unidad de castigo.
Por suerte, para aclararlo todo, dos días después sonó el teléfono del albergue y yo iba entrando en ese momento. Era Ángel y me dijo: “escapé ya. Lo mejor es disparar al aire, que nadie te vea y decirle después a los jefes que te quieres matar, hacerte el loco. Ya estoy en mi casa porque me dieron la baja, díselo a la gente y háganlo ustedes también”.
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La Brigada Especial Nacional es una especie de escuadrón SWAT. Visten de negro, llevan perros pastor alemán cuando salen a la calle, boinas, pistolas en los costados de las rodillas, y en la cintura, spray, tonfa y hasta ballestas.
Esos súper hombres entrenaban y vivían en la parte más confortable de la unidad. Los habían ido reclutando por toda Cuba y eran los encargados de las misiones especiales del país. No salían de aquel lugar a no ser que el suceso lo ameritara. Aquellos tipos parecían fieras indomables, les gustaba pelear, todo el tiempo querían salir a la calle a incrustar contra el suelo a algún criminal, pero en Cuba no pasan cosas tan graves, así que pasaban casi todo el tiempo encerrados, como en un zoológico.
De vez en cuando, el jefe de la unidad, un general, quería alimentar a sus fieras hambrientas y les enviaba carnada. La carnada éramos nosotros los reclutas. Les éramos útiles para practicar sus técnicas de judo, de kárate, de boxeo o simplemente para que se oxigenaran jugando fútbol, craso error. Porque aquellos forzudos sabían de todo menos jugar al fútbol y cuando uno les hacía un túnel o una bicicleta y los dejaba en ridículo, o simplemente pasaban tres minutos sin tocar el balón, se molestaban y se te iban encima, por lo que era mejor tirar la pelota fuera de la banda antes de recibir una patada en la tibia que te hiciera cagarte en tu propia madre por provocarlos.
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Mayo, 2007. Estaba de guardia en la posta de entrada. Llamaron al teléfono de la garita de guardia y me ordenaron: “soldado, levante bien alto la varilla que va a salir la brigada”. Cumplí la orden y cuando me volteé, vi salir como bólido un escuadrón de varias camionetas con los forzudos caras de malos dentro. Fue la única que vez que los vi salir a una misión en todos los meses que estuve allí. Pronto me enteré a dónde iban.
La noche anterior a la que entré de guardia, dos jóvenes reclutas de mí edad que pasaban el servicio militar en una unidad militar en Managua, periferia de La Habana, asesinaron a un compañero suyo, Yoendris Gutiérrez Hernández, e hirieron a otro para robarles los dos rifles AKM con los que hacían guardia. Los dos reclutas asesinos tomaron las armas de fuego y se dieron a la fuga en la madrugada. Salieron de la unidad y se subieron a un autobús público en el que viajaban varias personas. Sacaron los rifles y secuestraron a los pasajeros, entre los que iba Víctor Ibo Acuña Velázquez, teniente coronel de las FAR.
En un momento del pasaje, Acuña intentó evitar el secuestro del autobús y los soldados fugados le respondieron con disparos que le provocaron la muerte. Al chofer le ordenaron dirigirse hacia al aeropuerto internacional José Martí.
El autobús rompió una de las cercas perimetrales de la terminal 2, de la que solo salen vuelos hacia Miami y entró en la pista de aterrizaje hasta estacionarse a un costado de un avión de Hola Airlines con pasajeros abordo. Los dos reclutas exigieron abordar al avión y que la tripulación los transportara hasta suelo estadounidense. Los pasajeros salieron de la aeronave para dar paso a la operación. Cuando los dos soldados subieron, las fuerzas de la Brigada Especial Nacional abrieron fuego y se produjo una balacera en la que murió uno de los reclutas y el otro quedó herido y apresado.
«Muchos jóvenes cubanos han muerto en este contexto y muchos otros se han autoinfligido heridas graves para intentar escapar de ahí. Tragarse un tornillo, una arandela, una cuchilla, o fingir un intento de suicidio, son algunas de las alternativas a las que se aferran los reclutas para evadir esta imposición».
Fotografía de Claudia Daut / Reuters.
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Una semana antes de acabar con todo aquel martirio de 14 meses, a alguno de mis compañeros se le ocurrió que nos escapáramos en masa a una discoteca para celebrar que ya estábamos a punto de terminar con el servicio militar. Yo no la tenía fácil, entraba a guardia a la madrugada siguiente, pero no me quería perder la parranda grupal. Así que me sumé al grupo con la idea de regresar una hora antes de mi turno. Inicialmente todo salió a la perfección, porque me fui de la discoteca antes que mis compañeros y llegué a tiempo a la unidad. Pero una vez que llegó la hora de salir a la posta, ya de madrugada, los ojos se me empezaron a cerrar. Estaba exhausto, había tomado demasiado ron.
Paréntesis: Cuando uno empieza el servicio militar, los chicos mayores siempre advierten que mientras se esté más cerca del final, uno debe cuidarse más, para evitar cualquier sanción, cualquier lío que retrase la salida. La idea y el propósito cuando se esta ahí adentro, no es otro que hacer caminar el tiempo, quemar los días. No recuerdo meses de mi vida tan lentos, no avanzaban aquellas horas, aquellos minutos, aquellos segundos. ¡Qué maldita demora la de aquel año infame! Es por eso que mientras más próximo esté el final, uno tiene que estar tranquilo y medir sus pasos. Todo lo contrario de lo que yo hice aquella noche. Cierre paréntesis.
El ladrido de un perro me despertó. Abrí los ojos de pronto y me dije, carajo, me quedé dormido. Fui a una pila que había en la hierba y me eché agua en la cara para espabilarme. Cuando caminaba los pocos pasos que separaban a la pila de la posta, me sentí demasiado liviano. Me toqué la cintura y me percaté que me faltaba el zambrán con la Beretta 92 y el spray. Quise que la tierra se abriera y me tragara. Miré el reloj y faltaban 10 minutos para el relevo. Me senté en el piso sin saber qué hacer. Estaba perdido. Si pasaban esos 10 minutos, tendría que decirle a mi compañero de guardia que había perdido el zambrán con las armas y él a su vez se lo tendría que informar a los superiores, pues un arma extraviada equivale a cárcel, y obviamente él no iba a pagar por mí.
No me creía aquello, todo un año esperando para cagarla al final. Soy un estúpido, me repetía y me repetía con las nalgas en el suelo y las manos en la cabeza. No sé por qué me acordé de Ángel, me veía marchándome del albergue como él, pero en vez de a mi casa, a una prisión militar a cumplir algunos años por irresponsable. Como un demente comencé a buscar por mis alrededores en vano: el zambrán, la pistola y el spray no estaban por todo aquello. Tenía que rendirme, me habían robado todo, estaba tan en tragos que ni cuenta me di.
La silueta de Camilo fue tomando forma mientras se acercaba. Las luces fueron pegándole en el cuerpo hasta que dejó de ser una sombra. Camilo, quien estaba de guardia en mí mismo turno pero en la posición de recorrido, también había ido a la discoteca, pero pudo descansar en algún escondite de la unidad. Por eso se me acercaba chiflando, risueño, descansado, sus tres horas habían sido una bicoca.
Su tranquilidad me llenó de ira, aunque no la desenfunde contra él, no tenía culpas, además era mi mejor amigo del servicio. Qué te pasa, me dijo. Ni quieras saber, le respondí antes de agregar: “me estás viendo casi que por última vez, iré a prisión, perdí el zambrán con pistola y todo”. Se sentó a mi lado en el contén de la posta y sentí que su mano recorrió mi hombro.
Solté unas lágrimas cuando me dijo: “el zambrán lo tengo yo, te salvaste, te lo guardé porque estabas dormido de pie y decías ‘se acabó, cojones, se acabó, este año ya se acabó’.