Tiempo de lectura: 5 minutosDurante mis primeros años de escolarización, en los que aprendí español como segunda lengua, recuerdo en particular una anécdota. El profesor de quinto año de primaria nos explicaba en español, mientras nosotros bromeábamos en mixe, que las palabras para referirse a un animal cambiaban según el sexo y la edad, de tal modo que para referirse al mismo animal era necesario usar palabras distintas dependiendo si era macho, (en cuyo caso se decía “caballo”) hembra (“yegua”) o, si era muy joven, se necesitaba de una tercera palabra (“potro”). A esas alturas yo sólo conocía la palabra “caballo” y la usaba para nombrar una variedad de equinos, así que me intrigó mucho saber por qué se necesitaban palabras radicalmente distintas para el mismo animal.
¿Por qué “caballo”, “potro” y “yegua” son palabras que suenan tan distinto, aunque se refieren al mismo animal? No hay nada en las características fonéticas de éstas que nos dé una pista de que se trata de la misma especie. Durante horas revisamos casos similares y después, vara en mano, el profesor nos hizo preguntas sobre ese nuevo léxico.
Esta misma sorpresa me causó saber, años después, que todas las palabras que en mixe utilizamos para las partes de una mata de maíz no existían en español o, si existían, eran préstamos de lenguas como el náhuatl. A una amiga de la Ciudad de México le expliqué algo que para mí era obvio, que el elote tierno se llama “yäw” y que el elote ya maduro (pero que aún no es mazorca) se llama “xo’oxy”, dos palabras fonéticamente muy distintas porque distinguen a un elote de otro dependiendo de su etapa de crecimiento. Para ella, claro, ambos eran un “elote”.
En la cultura occidental, los equinos han tenido una importancia fundamental a través de la historia, son culturalmente relevantes y hasta el día de hoy recordamos los nombres propios de equinos históricos como uno que vivió hace aproximadamente 2 300 años llamado Bucéfalo, el caballo de Alejandro Magno. La relevancia cultural de los caballos para la cultura occidental —y la intensa convivencia con ellos— se refleja de algún modo en el léxico de las lenguas indoeuropeas como el español, que consideró necesario utilizar las tres palabras distintas que tanto me inquietaron hace años: caballo, yegua y potro. Esto mismo sucede con el maíz para las lenguas mesoamericanas. La cercanía cultural con el maíz que durante milenios ha existido entre las sociedades de esta región del mundo, se refleja en el léxico que nos provee de palabras distintas para nombrar el mundo y la cultura del maíz, palabras diferentes para las partes incluso más pequeñas de una mata, que en otras lenguas lejanas solo serían nombradas por una, tal como yo quería utilizar “caballo”.
De algún modo, para mí, “caballo” era un monolito sin diferencias internas mientras que, para otras lenguas, el elemento léxico “maíz” engloba lo que yo en mixe llamo moojk, yäw, xo’oxy, kojk, por mencionar algunas. Si el sistema léxico de las lenguas fueran lentes, podríamos decir que alumbran con mayor detalle aquello que ha sido histórica y culturalmente más pertinente para las sociedades que las hablan.
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En estos acercamientos pienso cada vez que se habla de la cultura mexicana. Cada vez que se acercan estas fechas en que el fervor patriótico se incrementa, se despliega una serie de manifestaciones que tienen el objetivo de celebrar la “mexicanidad”. Cada año leo en redes sociales intenciones y esfuerzos por conseguir un “disfraz mexicano” o para “vestirse de mexicana” en el marco de las celebraciones de las fiestas patrias, con prendas que pertenecen a pueblos indígenas específicos, pero que se leen como parte de la cultura mexicana. Pero vayamos al punto inicial: ser mexicano o mexicana está vacío de contenido cultural, es decir, no existe un solo rasgo cultural que sea común a todas las personas que son mexicanas. Mexicana es una persona que nació y creció en Lituania pero que después de varios años de vivir en este país pudo ser reconocido oficialmente por el Estado; mexicana es también una niña menonita que sólo habla la lengua plautdietsch, también mexicana una persona yumana que rara vez consume maíz y una mujer gitana que se comunica generalmente en romaní; mexicanos son las personas afrodescendientes, mexicanos son los hijos del presidente de la República así como mexicanos son los niños que pertenecen a la comunidad libanesa y a la comunidad sefardí en el país; incluso hay personas que han vivido la mayor parte de su vida en otro lado del mundo y que son reconocidos legalmente como mexicanas.
Todo esto revela que no hay ninguna característica cultural, ni una sola, que compartamos todas las personas mexicanas, no hay generalización cultural posible. El rasgo [mexicano] no es más que un estatus legal, significa que un país llamado Estados Unidos Mexicanos te reconoce como parte de su población y que por lo tanto estás sujeto a su marco legal.
Dado que el estado necesitaba generar un discurso cultural e identitario como Estado nación, asoció elementos culturales a ese estatus legal. Al hacerlo, tomó elementos de aquí y de allá de la gran diversidad cultural de los pueblos y naciones de este territorio para crear un estereotipo que ahora puede habilitar la frase “vestirse de mexicano” para las fiestas patrias. Estos estereotipos se han inculcado a través de la educación escolarizada y a través de los medios de comunicación, a través del nacionalismo que nos hace creer que, más allá del rasgo legal [mexicano] y sus implicaciones políticas y legales, sí tenemos una cultura en común, una sola, pero no es así. El nacionalismo dota de contenido cultural a una situación legal por medio de la creación de estereotipos.
Otra consecuencia de esto es que, a pesar de compartir por fuerza un Estado nación durante más de 200 años, el discurso nacionalista que glorifica lo mestizo, realiza algo que en memoria de mi confusión infantil he bautizado como el “efecto caballo”, contra la diversidad cultural de este país. Las diferencias y la diversidad cultural de los pueblos y naciones quedan subsumidas en la categoría “cultura mexicana”: el huapango de Moncayo, los voladores de Papantla, los huipiles chinantecos o los tenangos de Doria pierden sus especificidades culturales para formar parte de una masa homogénea que refiere a la “mexicanidad”. Lo mexicano convierte en un monolito la diversidad y particularidad de las culturas de este territorio, así como durante mi aprendizaje del español yo pretendía ocultar las especificaciones del léxico de los equinos bajo la etiqueta “caballo”.
A pesar de una convivencia continua de más de 200 años, la etiqueta “cultura mexicana” oculta las otras culturas de las que ha tomado elementos y hace que las mismas personas que buscan un “disfraz mexicano” para estas fechas, ignoren información básica, como el nombre de los pueblos indígenas que habitan este territorio. Aún es complicado que las personas no indígenas conozcan la ubicación y las características lingüísticas de las naciones que quedaron encapsuladas dentro de este Estado.
Así como el sistema léxico de una lengua alumbra con mayor detalle aquello que es relevante cultural e históricamente para la sociedad que la habla, el nacionalismo es un lente que, por el contrario, funciona como un dispositivo que borra la diversidad y coloca en una categoría homogénea una blusa bordada de una comunidad mazateca, que un huipil amuzgo de Xochistlahuaca o del traje tradicional de las mujeres zapotecas de Juchitán. Esto tiene como consecuencia que en el imaginario sea irrelevante saber a qué pueblo y cultura pertenecen cada una de estas manifestaciones textiles. Bajo los lentes del nacionalismo, estas prendas se convierten tan solo en una manifestación cultural de la mexicanidad y revela que, a pesar de que ha pasado tanto tiempo, los pueblos indígenas y la diversidad cultural no son relevantes para el Estado mexicano y no solo eso, que el discurso cultural de la mexicanidad existe porque los oculta.