La respuesta Yuri

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¿Escribir sobre Benito Juárez?, ¿cuando a tantos les fastidia la épica nacional? No es lo que hace Yuri Herrera en su novela más reciente. Hasta para los fastidiados es difícil imaginar a Juárez no como un prócer en blanco y negro, ni como un héroe que se apresura dentro de su trama histórica para “salvar” al país. Yuri Herrera lo imagina como un “opaco refugiado oaxaqueño” que solo está en el libro para que destaque otra cosa: la ciudad de Nueva Orleans. Así lo dice esta reseña de La estación del pantano.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Yuri Herrera
La estación del pantano
Cáceres, Periférica, 2022, 192 pp.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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¿Escribir sobre Benito Juárez?, ¿cuando a tantos les fastidia la épica nacional? No es lo que hace Yuri Herrera en su novela más reciente. Hasta para los fastidiados es difícil imaginar a Juárez no como un prócer en blanco y negro, ni como un héroe que se apresura dentro de su trama histórica para “salvar” al país. Yuri Herrera lo imagina como un “opaco refugiado oaxaqueño” que solo está en el libro para que destaque otra cosa: la ciudad de Nueva Orleans. Así lo dice esta reseña de La estación del pantano.

Yuri Herrera
La estación del pantano
Cáceres, Periférica, 2022, 192 pp.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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¿Escribir sobre Benito Juárez?, ¿cuando a tantos les fastidia la épica nacional? No es lo que hace Yuri Herrera en su novela más reciente. Hasta para los fastidiados es difícil imaginar a Juárez no como un prócer en blanco y negro, ni como un héroe que se apresura dentro de su trama histórica para “salvar” al país. Yuri Herrera lo imagina como un “opaco refugiado oaxaqueño” que solo está en el libro para que destaque otra cosa: la ciudad de Nueva Orleans. Así lo dice esta reseña de La estación del pantano.

Yuri Herrera
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Cáceres, Periférica, 2022, 192 pp.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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¿Escribir sobre Benito Juárez?, ¿cuando a tantos les fastidia la épica nacional? No es lo que hace Yuri Herrera en su novela más reciente. Hasta para los fastidiados es difícil imaginar a Juárez no como un prócer en blanco y negro, ni como un héroe que se apresura dentro de su trama histórica para “salvar” al país. Yuri Herrera lo imagina como un “opaco refugiado oaxaqueño” que solo está en el libro para que destaque otra cosa: la ciudad de Nueva Orleans. Así lo dice esta reseña de La estación del pantano.

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Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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La respuesta Yuri

La respuesta Yuri

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¿Escribir sobre Benito Juárez?, ¿cuando a tantos les fastidia la épica nacional? No es lo que hace Yuri Herrera en su novela más reciente. Hasta para los fastidiados es difícil imaginar a Juárez no como un prócer en blanco y negro, ni como un héroe que se apresura dentro de su trama histórica para “salvar” al país. Yuri Herrera lo imagina como un “opaco refugiado oaxaqueño” que solo está en el libro para que destaque otra cosa: la ciudad de Nueva Orleans. Así lo dice esta reseña de La estación del pantano.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Yuri Herrera
La estación del pantano
Cáceres, Periférica, 2022, 192 pp.

Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Yuri Herrera era la respuesta. ¿Quién –iba la pregunta– es el mejor escritor joven en la narrativa mexicana? Yuri Herrera. ¿Quién tiene la mejor prosa entre nosotros? Yuri Herrera. ¿Quién ha escrito la novela más entrañable de los últimos años? Yuri Herrera (Señales que precederán al fin del mundo). Después cambiaron las preguntas, o surgieron otras respuestas, y el nombre de Yuri empezó a ser mentado cada vez menos. No es que Herrera dejara de escribir o que su escritura perdiera de repente brillo; es que, tras aquella potente trilogía inicial (Trabajos del reino [2004], Señales... [2009], La transmigración de los cuerpos [2013]), partió un poco al exilio para mondar dos raros libros que no corrieron con la misma suerte que los anteriores: primero, la apretada crónica histórica de El incendio de la mina El Bordo (2018); luego, los desiguales relatos fantásticos de Diez planetas (2019). Ahora, una década después de la tercera, aparece su nueva y cuarta novela, La estación del pantano.

El personaje principal de esta obra es un viejo conocido nuestro: don Benito Juárez, capturado aquí poco antes de su etapa heroica en la guerra de Reforma. El escenario es un tanto menos familiar: no un punto de esa República que Juárez defenderá más tarde contra franceses y reaccionarios sino la fangosa ciudad de Nueva Orleans, a la que llega el 29 de diciembre de 1853 huyendo de la dictadura de Santa Anna. De los dieciocho meses que Juárez pasa allí se sabe muy poco y él apenas si cuenta nada en su autobiografía. Para llenar ese hueco, la novela realiza dos operaciones, si no contradictorias, sí contrastantes: documenta exhaustivamente el espacio, imagina parcamente los pasos de Juárez.

Lo primero que sorprende en estas páginas, como en aquellas otras novelas, es la rutilante prosa. Decir que Yuri (con ese nombre, el apellido sobra) es hoy uno de los prosistas mayores de la lengua es cosa fácil. Más difícil es aislar su escritura y empezar a desentrañar el mecanismo que la anima. Ajena a toda fórmula, esta escritura pareciera escribirse a sí misma, orgánicamente, a un ritmo único, caracoleando entre un registro y otro, salpicada de imágenes y chispazos y neologismos que van brotando sobre la marcha. Uno podría decir de ella lo que Makina (Señales...) pensaba del español de los paisanos en Estados Unidos: que es una “lengua intermedia”, “maleable, deleble, permeable, un gozne entre dos semejantes distantes”, “un algo que sirve para poner en relación”. Una diferencia importante, sin embargo: en aquellas novelas la prosa avanzaba aceleradamente, empujando a los protagonistas de una aventura a otra, de un terremoto al siguiente; acá se demora, sobre todo cuando describe, y de pronto queda como suspendida, despojada casi de toda trama, dispuesta ahí para la exaltada o fastidiada contemplación de los lectores. De un modo u otro, y como pedía Borges, no hay en esta novela una página que no contenga por lo menos una felicidad.

Quien busque acá un perfil biográfico de Juárez –como lo buscaba yo al principio– se llevará un merecido chasco. No hay aquí un retrato ejemplar del oaxaqueño, ni tampoco uno irreverente, y acaso no haya en rigor retrato alguno. Juárez está en toda la novela, de la primera a la última línea, pero, más que protagonizarla, parecería acompañarla. Antes que un prócer, es aquí un “paria”, un “arrimado”, un refugiado que ha sido escupido en una ciudad en la que no es siquiera un personaje secundario. Antes que preparar su combativo regreso al país, espera y mira y aprende, con paciencia, “los nombres secretos de las cosas”. Mientras en México Juan Álvarez encabeza la rebelión contra Santa Anna, acá Juárez se gasta en dos trabajitos –repartiendo folletos y liando puros– y suda “la calor” que azota a la ciudad en los veranos. Seguro que algo decisivo aprende Juárez en esos meses, pero el hombre, ya lo sabemos, no es “ni lo suficientemente dramático ni lo bastante locuaz” como para compartirnos lo que ha aprendido. Solo nos queda intuir el periplo interno que atraviesa, presentir los umbrales que cruza en silencio, antes de que decida, un buen día, volver a México. En la última página lo vemos abordar, ya listo, el barco que ha de traerlo de regreso. De pie en la proa, la mirada puesta en México, el viento le hace lo que el viento a Juárez.

En el centro de estas páginas –se lee y se leerá en todas las reseñas de la novela– no está Juárez sino la ciudad que lo sorbe “como una esponja”. Nueva Orleans es la verdadera protagonista de la obra y Juárez funciona a veces tan solo como el comparsa que está allí para que la ciudad se luzca por contraste. Si él es seco y casi mudo, la ciudad es lúbrica y musical y explota todos los días en una constelación de símbolos y experiencias. Si él reposa antes de la batalla, la ciudad arde, consumida por la esclavitud y el paludismo. Si a él se le dibuja estático y en blanco y negro, la ciudad baila (“como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar”) en las muchas estampas que el narrador va disponiendo para capturar sus cambiantes tonos. De Juárez se refieren algunas muecas; de Nueva Orleans conocemos calles y bares y hoteles y lodazales y hasta los anuncios con que los periódicos locales rellenan sus columnas. Hace rato que un escritor mexicano no escribía un homenaje tan sentido a una ciudad –y la ciudad no es mexicana.

Entre escribir una novela sobre Juárez o una sobre Nueva Orleans, Yuri optó resueltamente por lo segundo, acaso porque él ha vivido allí durante la última década y ha querido mantener su escritura cerca del cuerpo. Entre la historia y el lugar, eligió el lugar, quizás porque sabe, como sabía Walter Benjamin, como sabía Susan Sontag, que, mientras el tiempo es severo y nos empuja siempre hacia adelante, el espacio es amplio y nos permite demorarnos en sus rutas, callejones y vueltas. Para escándalo de nuestro prurito nacionalista, Yuri ha escrito una obra expatriada que tal vez luzca más en el estante de una pequeña librería de Nueva Orleans que en una biblioteca mexicana. Lo más sorprendente es que ha hecho eso –escribir en español mexicano una novela local estadounidense– sin un asomo de complacencia. En vez de aligerar la prosa para facilitar la traducción, la ha espesado otro poco. En lugar de apurar una trama espectacular, ha imaginado los días y las noches de un opaco refugiado oaxaqueño. Al revés de todos aquellos que maquilan novelas globales y de plástico, Yuri Herrera ha escrito, otra vez, literatura: una novela en todas partes excéntrica, en todas partes migrante, en todas partes intempestiva. La respuesta Yuri.

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