Agroecología: el campo resiliente es posible – Gatopardo

Campesinos en Argentina luchan por resarcir la tierra

No es un sueño romántico. A la par que se expande el modelo de agroquímicos, la resistencia también. Familias campesinas, de pequeños y medianos productores, estrechan lazos para recuperar el campo en el gran cinturón frutihortícola del Cono Sur. Esta es la historia de dos colectivos de agricultores que se oponen al arado intensivo, a los transgénicos y químicos, que queman el suelo, matan la vida. Y lo hacen a través de la agroecología, para recuperar los suelos, para defender los territorios.

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Un aroma fresco de rosa blanca a lo largo de una fila de tomates verdes. Es martes, una mañana calurosa de primavera de 2021 en Olmos, epicentro de la zona frutihortícola de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires. No es tierra bucólica. La localidad de Olmos, conocida por su cárcel de máxima seguridad, está en la periferia, rodeada de caminos de tierra e invernaderos y con áreas sin gas natural, pero a pocos kilómetros de la ciudad.

—Cuando huelo esa rosa me hace acordar a los duraznos blancos de mi tierra— dice Jorge Florero, flaco y algo encorvado, vestido con pantalón ancho, alpargatas y boina, al estilo de un gaucho rioplatense, que acaba de bajarse de los techos de su invernadero.

Aprovechó un aguacero caído en la primera mañana para limpiarlos y ahora prepara unos hilos para atar las berenjenas. Es boliviano, de Tarija, tiene veintiocho      años y vive en la Argentina desde hace quince. Trabajó una década con su familia monte adentro, en el Chaco salteño, al norte del país, hasta que tuvo la oportunidad de viajar a Buenos Aires y alquilar media hectárea de campo para sembrar sus propias verduras. Sin dejar de mascar hojas de coca lentamente, formando un pequeño bolo a un costado de su boca, se acerca a un rosal que ha plantado dentro del invernadero y corta un tallo.

—Lo usamos para ahuyentar a los bichos. También usamos aromáticas, como el orégano y la albahaca; funcionan como insecticidas naturales. El tomate es el más trabajoso. Hay que estarle encima desde que lo plantás hasta que lo sacás, porque tiene muchas plagas y si te pasás de agua, lo echás a perder.

Jorge pone a hervir las hojas de las rosas cuando alguien en la casa se resfría. Ahora señala un pulgón amarillo en la superficie de un tomate, aunque es uno de los pocos dañados de la fila.

—En mi quinta no uso agroquímicos. Para el tomate, por ejemplo, usamos infusiones de ajo o fungicidas caseros que se preparan con leche, ortigas, magnesio, potasio, calcio —cuenta y muestra un bidón con su preparado de “Bocashi”, abono orgánico, que en japonés significa “materia orgánica fermentada”. Se trata de tierra común con rastrojos, melaza, cascarilla de arroz y levadura.

A pocos metros hay un par de personas sembrando en otra parcela, casi pegada a la suya. Sólo las dividen unas paredes con media sombra y nylon.
Jorge los saluda levantando un brazo, a la distancia.

—Ellos son vecinos amigos, pero plantan con el estilo tradicional.
—¿Usan agroquímicos?
—Sí. Trato de poner una pared aislante, pero es imposible que a mis verduras no les lleguen los productos que echan en su tierra. Eso queda en el aire y no les puedo decir nada.

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Rosalía Pellegrini es una de las líderes de la UTT. Llegó a la agroecología cuando el aumento en el precio de las semillas, los plaguicidas y los fertilizantes casi la hizo quebrar.

Allí dice estar Jorge todos los días, de lunes a lunes, sin feriados, sin vacaciones, sin cobertura social de salud, como la mayoría de los pequeños agricultores. Vive con su mujer y tres hijos en una precaria casa de madera, con un gallinero en el fondo, una antena de Direct TV en el techo y un par de perros. Los niños, descalzos, corretean entre camiones de juguete, cajones de madera alistados para guardar las verduras, una pileta de lona y leña apilada. La casa de madera no deja de estar expuesta a los peligros del fuego: al no haber gas natural, la familia de Jorge suele cocinar con garrafa o leña.

—Trabajo solito con mi mujer. Así nos rinde. Hasta que la tierra sea nuestra, tenemos que hacer mucho sacrificio.

¿Para qué mejorar mi casa de madera si mañana al dueño se le ocurre no renovarme el alquiler y pierdo todo?, se pregunta. Por los fuertes temporales, los pilotes de madera y el nylon de su invernadero se le han tumbado varias veces.

—Ya le ha pasado a algunos compañeros: invirtieron dinero en construirse casas de cemento y, de pronto, el dueño del campo les comunicó que debían irse. Y perdieron todo, hasta lo plantado.

Hace cuatro años que Jorge Florero forma parte de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT), una organización campesina que reúne a más de veintidós mil familias productoras de alimentos en dieciocho provincias argentinas, que se dedican a la producción frutihortícola, a los lácteos, a la crianza de animales y, en el último tiempo, a la producción de cannabis medicinal. A fines de octubre de 2021, en una de sus últimas movilizaciones, la UTT acampó a metros del Congreso Nacional, en Buenos Aires, para reclamar una Ley de Acceso a la Tierra. El proyecto plantea la creación de créditos blandos, accesibles, para pequeños productores. Según los datos de la UTT, el 87% de las familias de agricultores tiene que arrendar las tierras en las que trabajan por no poder comprar una parcela propia.

—Nosotros tenemos un cálculo: una familia, accediendo a la tierra, genera verduras para abastecer a 130 hogares. Es decir que esto tiene una repercusión directa en la calidad de lo comemos —plantea Rosalía Pellegrini, de 39 años, a cargo de la Secretaría Nacional de Género de la UTT.

Rosalía, una de las creadoras de la organización, vive en el Parque Pereyra, de La Plata, y produce plantas medicinales y aromáticas. Dice que UTT, en diez años, creció de pequeñas parcelas a cubrir cientos de hectáreas. En su caso, llegó a la agroecología por una crisis económica cuando el aumento de las semillas, los plaguicidas y los fertilizantes, que se rigen por precios en dólares, casi la hizo quebrar.

De acuerdo con el último Censo Nacional Agropecuario, que se realizó entre los años 2018 y 2019, el 1% de las explotaciones agropecuarias concentra el 36% de la tierra, una dinámica que, según especialistas, continúa expulsando familias desde los años setenta. Otra cifra impacta por la brecha de desigualdad: el 55% de las chacras  (granjas) —las más pequeñas, como las de Jorge Florero— tiene sólo el 2% de la tierra,      aunque representan el 54.6% del total de las explotaciones agropecuarias. Pocos tienen gran extensión de explotaciones agropecuarias y más de la mitad las cultivan los pequeños, los que no poseen tierra porque no son los dueños. Si se comparan estos números con el censo de 1988, vemos que en sólo treinta años desapareció el 41.5% de las chacras y hubo un crecimiento a gran escala del cultivo de la soja.

—Hace años que alertamos que es un modelo sin agricultores, donde los más grandes se comen a medianos y pequeños —dice Rosalía Pellegrini—. Los operadores de ese modelo nos critican de que somos románticos y queremos expropiarles la tierra para hacer una agricultura que es de otra época. En realidad, no quieren que les toquen sus intereses privados, porque la agroecología en lugares como Europa ha demostrado hace años ser más sana para el ambiente y más rentable para la agricultura familiar.

La agroecología en Argentina tiene sus propios espacios —revistas, libros, congresos, foros y una Sociedad Argentina de Agroecología—, aunque no existen estadísticas oficiales sobre campos sembrados con ese método en el país. Cada organización cuenta con sus propios datos, pero no más. Entonces, creer o disentir con lo que dice Pellegrini podría ser una cuestión de fe. Por otra parte, aunque ninguno se atreva a condenar públicamente la agroecología, los medianos y grandes propietarios de tierra argentina defienden el modelo de avanzada tecnológica que utiliza agroquímicos en los cultivos intensivos de soja, maíz y algodón, casi el 80%  de la superficie sembrada. Es el caso del sojero Gustavo Grobocopatel, quien se presenta como el gran modernizador del campo argentino de los últimos tiempos y defiende una perspectiva “tecnológica” de la producción agropecuaria con su caballito de batalla, un sistema llamado siembra directa que consiste en sembrar sobre los rastrojos de la cosecha anterior para aumentar el rendimiento de la tierra.

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Si bien no existen estadísticas oficiales del uso de agroquímicos en el país, según los datos de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe), entre 2003 y 2013 el consumo aumentó 850%: la Argentina ha llegado a ser el país que utiliza más agroquímicos por persona al año en el mundo.

Los grandes accionistas del agronegocio como él suelen hablar de desarrollo sustentable, de responsabilidad social aplicada a la agricultura, de gestión global y de capital social. Grobocopatel está convencido de que reemplazó un mundo atrasado —el agrario latinoamericano— por la innovación tecnológica contemporánea. “El Steve Jobs de la pampa. En un momento en que buena parte del continente vive de las exportaciones de productos primarios, él aporta la idea de que, contra lo que todo el mundo pensaba, esta actividad puede ser tecnología de punta”, escriben Graciela Mochkofsky y Alexandre Roig en un perfil publicado en Revista Anfibia.

—Los suplementos rurales de los principales diarios, diversas cátedras de las distintas facultades de agronomía y multitud de autores certifican las bondades del nuevo modelo de agronegocio, formando un bloque inexpugnable a las críticas. Lo único concreto es que, al no existir una Ley de Bioseguridad, el modelo agroindustrial está liberado comercialmente y, según nuestras últimas estadísticas, se han mantenido las mezclas de los combustibles fósiles con el bioetanol y biodiésel en porcentajes que oscilan en el 10%, muy lejos de colaborar con la reducción de los gases de efecto invernadero y alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible asumidos en el Acuerdo de París para 2030 —dice  el abogado ambientalista Fernando Cabaleiro, de la ONG Naturaleza de Derechos.

—Hasta que no se discuta la concentración de la tierra en pocas manos, el modelo de agronegocios seguirá contaminando el ambiente y favoreciendo a un grupo minoritario de poder, como la empresa Grobocopatel. Pero hay pequeñas cosas que ya se cambiaron notablemente con la agroecología. Por los pesticidas, muchos productores tenían malestares y gastaban una fortuna en medicamentos. Eso no existe más—dice Rosalía Pellegrini.

Nahuel Levaggi, otro joven referente de la UTT, desde hace más de un año ocupa la presidencia del Mercado Central, el mayor espacio de comercialización de frutas y verduras del país. A pesar de su función, dice que un nuevo modelo agrario es imposible hasta que no cambie el paquete tecnológico —que, aunque sin cifras oficiales, domina el mercado—, integrado por tres componentes: siembra directa, semillas transgénicas y agroquímicos, especialmente, el glifosato. A los agroquímicos, la UTT los llama directamente “agrotóxicos”. Si bien no existen estadísticas oficiales del uso de éstos en el país, según los datos de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes (Casafe), entre 2003 y 2013 el consumo aumentó 850%: la Argentina ha llegado a ser el país que utiliza más agroquímicos por persona al año en el mundo.

—Ese sistema corporativo piensa a los alimentos como una mercancía y no como un derecho —explica Levaggi una tarde de octubre de 2021, mate en mano, en su escritorio del Mercado Central—. Argentina es una gran productora de alimentos, pero su materia prima se exporta en dólares y se vende al mismo precio en el mercado interno, por lo que las verduras se encarecen al ritmo de la inflación.

Según él, es una muestra del capitalismo en su máxima expresión: un sistema que prioriza la exportación, dominado por grandes empresas que defienden a ultranza las nuevas tecnologías agropecuarias y que deja de lado la producción de alimentos y a los productores.

—El cambio es lento—dice Levaggi—. En Europa llevó muchísimos años, pero en Argentina hay otra conciencia que se despierta en la gente respecto a comer mejor y cuidar la tierra con la agricultura resiliente; evitar más emisiones de carbono, ya que la industrial es el sector con más emisiones de efecto invernadero a escala mundial, y poder resarcir el suelo con cultivos orgánicos y abonos naturales. Es un engaño que el paquete tecnológico permita mayor productividad, sólo es un camino más corto y directo. En nuestra experiencia demostramos que lo agroecológico tiene altos rendimientos y, por otro lado, también es mentira que salga más caro en el mercado.

Sin embargo, y más allá de los propios puestos de venta de la UTT, donde la verdura se mantiene a precios populares, los productos orgánicos en las grandes ciudades suelen estar al doble o triple del costo que en cualquier verdulería común. Como también ocurre con los fertilizantes naturales, de difícil acceso en tiendas industriales, por su producción fuera del mercado.

Como emblema de su lucha, la UTT ha organizado en los últimos años el “verdurazo”, un acto en plazas públicas donde reparten, de forma gratuita, hortalizas y frutas agroecológicas. En ocasiones, han bloqueado con un verdurazo la puerta de la transnacional Bayer-Monsanto, en la localidad de Zárate, que consideran como paradigma del modelo de agronegocios, porque es la que fabrica el Roundup, nombre comercial del glifosato que funciona como herbicida y que, en países como Estados Unidos —y también en la Argentina— afronta cientos de demandas por su efecto cancerígeno. Los ambientalistas ven en Monsanto el emblema del ecocidio.

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Jorge Florero, miembro de la UTT, no usa agroquímicos. Para sus cultivos de tomate, usa infusiones o fungicidas caseros que prepara con leche, ortigas, magnesio, potasio y calcio.

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En quintas como las de Jorge Florero, en Olmos, la UTT nació en 2010 como pionera dentro del cinturón frutihortícola del Gran La Plata, el más grande del país, y luego se extendió a varias provincias. Desde entonces agrupa a campesinos de familias con ingresos bajos y medios, muchos de ellos, de la colectividad boliviana. Hoy han llegado a más de mil hectáreas de producción agroecológica, completando los cuatro ejes del mercado —producción, circulación, comercialización y consumo de los bienes producidos— con la creación de 380 almacenes propios donde venden alimentos orgánicos y ferias a precios populares que organizan por las redes sociales. Son 115 mil toneladas de alimentos por mes: quebrar la especulación de intermediarios y llegar directamente del productor al consumidor es su lema.

Uno de los encargados de los talleres de agroecología que imparte la UTT es Jairo Restrepo, ingeniero agrónomo y autor de libros como La agricultura orgánica en píldoras (2021).

—Cuando empecé a trabajar la tierra, echaba agroquímicos al campo, como hace todo el mundo. Y un día me enteré de que venía Jairo a dar un taller por Olmos, invitado por la UTT, y me anoté. No lo conocía ni tenía idea de que existía la UTT, pero me interesó la charla, que era sobre agroecología. Siempre fui de cuidar el ambiente. Nací en medio de la naturaleza, pero no tenía los conocimientos para trabajar mejor la tierra— dice Jorge Florero, de pie dentro del invernadero, sudoroso: en ese cubículo cerrado se respiran, por lo menos, cinco grados más que afuera.

Desde que su quinta es totalmente agroecológica—producción sin químicos, cultivada sobre suelos recuperados y fértiles y con semillas mayormente orgánicas—,   dice que invierte menos del triple en biofertilizantes de lo que gastaba en un año en químicos. Y que suele ganar el doble con la venta.

—En invierno, por las heladas, trasnochamos para prender humo adentro del invernadero, así las verduras no se congelan. Y en el verano arrancamos bien tempranito, antes de que salga el sol. Acá tenemos nuestro propio sauna—ríe Jorge, al tiempo que se acomoda un pañuelo rojo en el cuello, alrededor de una camisa clara.

Él es uno de los pocos huerteros de su manzana que se dedican a la agroecología. Su quinta está certificada por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). El otro es Jony, un compañero boliviano, también de Tarija, —a quien no conocía de antes—.

—Le decimos “Súper Jony” porque es el que nos hace los preparados naturales para cuidar a las plantas —cuenta y entonces decide llamarlo por celular—. Vamos a su casa. Tienen que conocerlo.

En una quinta de cuatro hectáreas que también alquila —y que trabaja con otras cuatro personas—, Jony Albino, con sombrero de tela y botas de plástico, está agachado haciendo el “desbrote” del morrón. Sus manos, callosas y negras por la tierra, son gruesas y a la vez delicadas. Con movimientos pacientes, saca los diminutos brotes axilares de la planta para mejorar el desarrollo del tallo principal. Con aire desconfiado, menos abierto que su vecino Jorge, pregunta sobre el motivo de esta nota.

—Me sentí usado muchas veces y a mí me gusta conversar, pero no que me prometan cosas y después me terminen sacando el conocimiento.
—¿Cómo fue eso?
—Ha venido gente a consultarme. Después me enteré de que lo usaron para trabajos suyos y ni me mencionaron. El trabajo con la tierra lo hago no por la plata, sino porque me gusta y quiero cuidar el ambiente.

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Jony Albino es un productor agroecológico. Dice que lo que sabe lo aprendió viendo trabajar a su abuelo, que en un pequeño pedazo de tierra sembraba una gran cantidad de papas. Una verdura sin venenos.

Jony se suelta con el correr de los minutos y dice que es común que a su huerta lleguen empresarios agroindustriales para ofrecerle patentar sus productos orgánicos. Lo han tentado, pero se niega. Al igual que Jorge Florero, se anotó aquella vez en el taller de Jairo Restrepo y absorbió algunas ideas.

“La agricultura industrial quema el suelo, mata la vida, produce uniformidad. La agricultura orgánica alimenta el suelo, promueve la vida, produce variedad”, resume Restrepo en una de las “píldoras” del libro. Allí recupera los saberes campesinos y es crítico tanto del academicismo —que, dice, vive alejado de los quinteros— como del término “agricultura orgánica”, que se han apropiado las multinacionales y certificadoras. “Lo más importante es la píldora de la conciencia;      después de eso, no hay vuelta atrás —escribe Restrepo—. Te va a convenir saber qué estás comiendo. En realidad, la agricultura campesina es orgánica per se, no se puede producir fuera del ritmo de la naturaleza. Y esa alteración es la que impera en el modelo dominante de los agronegocios”.

Las enseñanzas de Restrepo, una suerte de gurú nómada de la agroecología, influyeron en una minoría de los talleristas.

—En un taller no se puede aprender todo—precisa Jony, mientras sus hijos pequeños juegan con el agua de riego que forma charcos en la tierra—. Jairo dejó una huella y después dependió del interés de cada uno. Acá en la zona somos solamente dos, pero ya creamos un espacio de confluencia con otros lugares. El resto de los agricultores sigue en la más fácil de echar químicos y usar abonos artificiales, porque así nos han educado, en ir a comprar los productos de la industria y destruir las plantas con tóxicos.

No hace un culto de lo que sabe—“lo aprendí de chiquito, viendo a mi abuelo, que cuidaba la tierra y en un pequeño pedazo de tierra sembraba una gran cantidad de papas”—, pero dice que su verdura es una verdura sin venenos, pese a que alrededor sus vecinos echan químicos.

—Me aíslo bastante del entorno para subsistir. Y así, el tomate tiene gusto a tomate. La zanahoria es más chiquita, más gustosa; el morrón tiene un cuerpo sólido y la papa es menos acuosa, más cremosa. Lo agroecológico te permite trabajar menos y ganar más. Duermo tranquilo. No fui más al hospital y casi nunca a la farmacia. Y cambió lo social, porque me hablan muchas personas preguntando por lo que hacemos.

Jony Albino toma un morrón de su quinta y lo usa como si fuera un docente que enseña con el ejemplo.
—No me importa que seamos poquitos ni que no tengamos prensa. Lo que importa es nuestro trabajo con la tierra, aunque sea una mínima parcela. Nosotros buscamos el equilibrio mineral y, si no te alimentás con productos sanos, eso después repercute en tu mente. La gente que come veneno tiene más malestares, envidia, es rencorosa. Es como una planta: como este morrón que, sin sus minerales correspondientes, se desestabiliza.

Cerca de donde viven Jorge y Jony una noticia sacudió recientemente la zona: la policía rescató a doscientas personas que vivían cautivas y hacinadas en un campo. Los dueños los mantenían ahí con alambrados electrificados y guardias      con armas para que no escaparan, sin documentos y trabajando más de diez horas diarias. Hasta que tres lograron salir y denunciaron lo que sucedía. La mayoría eran quinteros bolivianos y del interior del país.

—Ser productor agroecológico es libertarte también de las ataduras del sistema, que te obliga a tener deudas y te paga miseria. Ahora nos va mucho mejor, llegamos tranquilamente a fin de mes. Lo que más valoro es que ganamos tiempo para estar juntos. Nunca habíamos salido a pasear: el otro día fuimos al cine; también unos días a la playa o a pescar al río—dice Jorge y admite que durante años padeció una especie de servidumbre por parte de sus patrones.

Pero sus vecinos todavía usan agroquímicos y no están interesados en la agroecología. Intentaron convencerlos, pero se hizo difícil.
—Eso afecta un montón. Tenemos que poner doble aislante en los invernaderos, pero se siente al respirar —acota Jony.

El glifosato mata de raíz a la planta y avanza veinte metros desde que lo echan en la tierra. Otros quinteros de la zona probaron la agroecología pero, como suele ser    más laborioso y los resultados no se comprueban de inmediato, se cansaron. Los bichos se mueren rápidamente con los pesticidas, mientras que con los biofertilizantes tardan tres o cuatro días.

—Nosotros somos los primeros en comer nuestras verduras—explica Jorge—. Y también me interesa el cliente, porque le mandamos verduras lo más sanas posibles.

Jony se convirtió en un especialista de los bioinsumos, que vende a precio de costo, sin hacer una diferencia de dinero. Después del curso de Jairo Restrepo empezó a probar algunas mezclas. Recurrió a la tabla periódica de los elementos y a conocimientos de química que sacó de internet. Los expertos quedaron impávidos ante su eficacia.

—Apenas llegué a cuarto grado de la escuela —aclara, tímidamente—. Pero me apasioné por los bioinsumos; investigué y no paré hasta hacer mis propios preparados.

Pocos minutos después saca unos bidones de plástico con líquidos de distintos colores y explica con orgullo sus especialidades. El Supermagro, un abono que se hace con cáscara de huevo, zinc, potasio, guano de gallina, cenizas y algunas plantas de estación. O el Biol, rico en humus, con leche, excremento de vaca y hojas de leguminosas.

—Nuestra verdura es más grande, más nutritiva, más brillosa. Pero no se puede cuidar mejor el ambiente si no tenemos condiciones dignas de vida —dice Jony con gesto serio.

Lo que también falta, reconocen, es conseguir más semillas orgánicas: existen variedades, pero una gran parte no se adapta a la humedad de la zona. Esas tierras no le pertenecen ni a Jorge ni a Jony y ellos no quieren tomarlas: esperan el reconocimiento del Estado. Hay camiones privados de otros productores que van hasta sus invernaderos para comprarles la mercadería, porque la UTT no llega a vender ni el 40% de lo que producen.

—Si un viento nos tira un techo, la UTT nos ayuda. Antes venía la AFIP [Administración Federal de Ingresos Públicos] a preguntar por nuestros ingresos, con prepotencia. Pero, desde que estamos en la UTT, nos sentimos más protegidos—se despide Jorge, mientras camina de regreso a su quinta para continuar con el hilado de sus berenjenas.

Agroecología argentina

El glifosato mata de raíz a la planta y avanza veinte metros desde que lo echan en la tierra. Otros quinteros de la zona probaron la agroecología pero, como suele ser más laborioso y los resultados no se comprueban de inmediato, se cansaron.

***

—No me olvidaré jamás de cómo acallamos el ruido de las topadoras en la soledad del monte—dice Ana Cristina Loaiza.

Santiago del Estero, una provincia árida del norte argentino, es popularmente conocida por las largas siestas que toman sus habitantes. Pero Ana, de 56 años y madre de ocho hijos, dice que no tiene tiempo para eso. Vive en la periferia de la capital santiagueña, donde en primavera el calor llega a los cuarenta grados.

—Ésa es la prueba perfecta del cambio climático —dice, medio en chiste, medio en serio.
Y luego, entre el ladrido ahogado de los perros mientras toma mate en su pequeña casa del barrio General Paz, donde vive en terrenos comunales, sigue:
—Bastante hay para hacer hoy en los barrios populares. La gente tiene mucha necesidad de alimento y de trabajo, y a los jóvenes los persiguen las adicciones.

Ana es referente política del Mocase Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase-Vía Campesina). Nacido en 1990, con influencia de las Ligas Agrarias del nordeste argentino de los años setenta y en articulación internacional con movimientos como el mst brasileño y el zapatismo mexicano, el Mocase es una de las organizaciones regionales más fuertes de Argentina y está en casi toda la provincia, con 35 000 familias agricultoras. Allí, Ana milita desde hace veintidós años. Lo hacía ya cuando vivía en Pinto, una localidad pequeña de la provincia, donde se recuerda de joven, con niños en brazos, resistiendo junto a otras mujeres a las topadoras [excavadoras] de los empresarios que llegaban intempestivamente, con escrituras en mano, para desalojarlas de la tierra donde sus familias habían vivido por cinco generaciones. Dice que, en su familia, aunque hayan sido pobres, nunca vivieron bajo un patrón. En el campo criaban los animales para comer y del bosque sacaban el resto de los alimentos. Ahora Ana se mueve entre el campo y la ciudad. En la ciudad conoció a gente que, al estilo de un cuento de Juan Rulfo, tragaba saliva para contener el hambre.

—La vida del campesino es una vida dedicada a la supervivencia. Muchos poderosos quieren que no existamos más, pero nosotros somos los guardianes de la naturaleza. El sistema nunca nos ofreció protección, así que la que nos queda es hacernos valer por nosotros mismos.

Como ocurre con la UTT, el Mocase no es un proyecto de laboratorio ni una experiencia romántica, sino un movimiento campesino, indígena y agroecológico afincado en el territorio. En él se cruzan la defensa ambiental con la concepción del “buen vivir” de los pueblos originarios, como los sanavirones, los lule-vilelas y los diaguitas. Son campesinos que producen para su propio consumo, se organizan regionalmente en comunidades y predican la soberanía alimentaria, entendida como el derecho de los pueblos a priorizar la producción agrícola local para alimentar a la población; que se forman políticamente y ocupan espacios en el Estado; y que ponen el cuerpo hasta incluso perder la vida en la lucha por su tierra, como el caso de Cristian Ferreyra, joven campesino asesinado en el monte de Santiago del Estero, en 2011, por Javier Suárez, el sicario de un empresario que fue condenado a diez años de prisión. El empresario, Jorge Ciccioli, fue absuelto.

—Queremos una Ley de Propiedad Colectiva que garantice a la población campesina la estabilidad en el territorio y declare a la tierra como “invendible, intransferible e inembargable” para poner freno a los negocios inmobiliarios que buscan la titularización individual de la propiedad privada —dice Deolinda Carrizo, de 41 años, líder histórica del Mocase, desde su campamento en Añatuya, un pueblo de veinticinco mil habitantes a doscientos cincuenta kilómetros de la capital santiagueña, donde la organización todavía lucha contra los desalojos ordenados por la justicia—. Vamos perdiendo 10-0 contra la justicia, que sigue dándole la razón a los empresarios.

Su padre, Pocho, fue uno de los creadores de la organización. Deo, como la conocen hasta en los foros internacionales de movimientos campesinos, habla entre el griterío de sus niños pequeños, a la vez que responde mensajes en su celular y le da de comer a sus gallinas.

—Bastante dura es la vida de los campesinos para no defender la dignidad—dice Ana, una de las primeras en organizar radios comunitarias para explicar los derechos con los que podían contar los campesinos para defenderse de los empresarios en comisarías y pasillos judiciales.

La concentración de la tierra fue creciendo desde los años noventa. Con la complicidad de los funcionarios públicos, la llegada de empresarios sojeros, ganaderos y forestales con títulos de propiedad, que compraron a supuestos herederos para practicar el desmonte y la deforestación, alteró de raíz la vida de los campesinos,  quienes, sin dejar de criar animales y hachear árboles, se dividieron entre luchar por la tierra que les pertenecía desde sus ancestros y recibir el dinero que les ofrecían para abandonarla.

—Con el aval político, estos empresarios extendieron la frontera agropecuaria a costa de la pérdida de millones de hectáreas de bosques y montes nativos, y despojos a comunidades de los pueblos originarios y campesinos —dice Deo.

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El equipo de comercialización de la UTT trabaja durante toda la noche descargando camiones que traen la cosecha. Prepa- ran la mercadería para que se distribuya en la madrugada.

Algunos observatorios ambientales como Naturaleza de Derechos y Fertilizar estiman que, en los últimos veinte años, con la consolidación del modelo de agronegocios, se deforestaron más de ocho millones de hectáreas de bosques y montes nativos y se usaron más de seis mil millones de litros de agroquímicos y más de setenta mil millones de litros de fertilizantes sintéticos, todo con un 70% de transgénesis —si se suman cultivos genéticamente modificados como el maíz, la alfalfa y el algodón— en la práctica de la agricultura. En Argentina, según estos observatorios, se usan alrededor de 450 millones de litros de químicos por año para producir granos.

A la par que el modelo de agroquímicos se extiende, la resistencia también. La lucha de los campesinos, en efecto, suele resultar un obstáculo para el denominado “progreso científico” y el desarrollo de nuevas tecnologías agropecuarias. Shu Mansilla, un periodista de la revista DNI del norte santiagueño, justifica la entrada de los empresarios como “el progreso que este pueblo quiere”. Para Mansilla, se necesita la inversión “porque el campesino auténtico quiere salir de la miseria” y el que se organiza para defender la tierra, como el Mocase, “no es el [campesino] original, está influenciado desde afuera”.

—A nosotros, la reacción conservadora nos sigue tildando de terroristas. El diario La Nación suele compararnos con la RAM [Resistencia Ancestral Mapuche] diciendo que tenemos los mismos métodos violentos. Pero no necesitamos ningún papel, tenemos historia y cultura. Y por eso seguimos sacando del territorio las topadoras de los empresarios como podemos, porque llamamos a un patrullero o hacemos la denuncia en la justicia y todos defienden al empresariado —dice Deo que, como otras mujeres campesinas, tiene una rutina maratónica: se levanta a las cinco de la mañana, atiende a sus animales, lleva a sus niños al colegio, cocina, participa de asambleas, viaja por toda la provincia y coordina por celular numerosos encuentros. Ella ha llegado a ocupar un puesto en el Ministerio de Agricultura de la Nación como directora de Género e Igualdad de la Dirección Nacional de Fortalecimiento y Apoyo a las Organizaciones de la Agricultura Familiar.

La agroecología, en la estructura de Mocase, está íntimamente ligada a la defensa del territorio. Así lo cuenta Ana Loaiza, que actualmente prepara mermeladas orgánicas, sin conservantes, y trabaja dando talleres en las huertas comunitarias.

—No usamos agroquímicos en la tierra —explica Ana en su taller de agricultura familiar—. Para matar a las plagas hacemos un preparado con ajo y jabón. Cuando plantamos un zapallo, guardamos las semillas y después intercambiamos con otras comunidades las semillas que no tenemos. En nuestras huertas hacemos corredores biológicos con plantas aromáticas. Sabemos que a la planta fuerte, nacida de un suelo nutrido, no la atacan las plagas. Cuando la planta está deteriorada o le echaron mucho fertilizante, está débil, se llena de aminoácidos y los bichos van a comer eso. Entonces, le echás insecticida y el círculo de contaminación no se acaba más. Con este sistema la planta está sana y, además, los corredores biológicos alejan a los bichos de los cultivos. Lo mismo nos pasa a nosotros: si estamos bien alimentados, no nos enfermamos.

El espacio de formación política y académica del Mocase es la Universidad Campesina (Unicam), que se ubica en la localidad santiagueña Ojo de Agua, en la frontera con Córdoba. Es una tarde de octubre de 2021 y Deolinda Carrizo coordina una asamblea. Está extasiada: acaba de terminar un encuentro de varios días en el que participaron cerca de veinte mil jóvenes de la organización. Locuaz, va de un tema a otro. Cuenta que en un foro reciente organizado por el gobierno nacional dijo que no era posible hablar de soberanía alimentaria con insumos de Monsanto, como propicia el Estado. No le importó, dice, su cargo de funcionaria en el Ministerio de Agricultura. La cantidad de plata que pierden los productores en lo que ella también llama agrotóxicos es atroz y “ahí está uno de los caballitos de batalla para que cada vez más agricultores se pasen a lo agroecológico”.

—Lo nuestro no es una utopía ni un sueño de ambientalistas con plata que viven alejados de la sociedad. Son más de treinta años de trabajo en el territorio con el Mocase, de biodiversidad, de defensa de derechos de las familias campesinas—enfatiza, acentuando la voz.

Atenta a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático en Glasgow, Deolinda asegura que los pequeños campesinos son los que más sienten el cambio climático: los vientos, los tornados, las sequías, los temporales. A un gran productor, dice, no le afecta; pero para ellos significa perder toda la producción. Una sequía o una inundación echan a perder un tomate que llevó tres o cuatro meses de trabajo. Antes había una tormenta al año; ahora hay cuatro o cinco.

—Somos el sector más afectado, pero también somos una salida al modelo extractivista que depreda el ambiente —dice Deo en un aula de la Unicam—.  En el modelo de los agrotóxicos vivís esclavo de los productos industriales y la semilla. Lo que ganás, lo tenés que comprar. En la agroecología la forma de trabajar es diferente. Curo la planta hoy y de acá a dos semanas la vuelvo a curar. En cambio, con químicos cada tres días tenés que estar ahí. Y es una verdura mala.

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Observatorios ambientales estiman que, en los últimos veinte años, se deforestaron en la Argentina más de ocho millones de hectáreas de bosques y montes nativos y se usaron más de seis mil millones de litros de agroquímicos y más de setenta mil millones de litros de fertilizantes sintéticos en la práctica de la agricultura.

—Hay gente, incluso ambientalistas, que critican los agronegocios, que no ven sustentable la agroecología sino en una porción pequeña de la sociedad. Como que ya no es posible volver a la vieja técnica del arado, el caballo y el tractor…

—A nadie se le puede obligar a usar la agroecología. En nuestro caso, nos sentimos parte de la tierra: ella es nuestra madre. Y la queremos cuidar mejor. Sabemos que los químicos son nocivos y queremos reducir su uso. Claro que no todo lo industrial es malo, pero se trata de economizar la agricultura familiar y sabemos que la agroecología rinde más en las pequeñas parcelas; tal vez no sea aplicable a los grandes cultivos todavía. Ése es un desafío. La agroecología es sinónimo de defender la naturaleza. Nosotras hemos ido presas por no dejar que los empresarios talen los árboles y para eso tuvimos que destruir sus maquinarias. No le tememos a nada. Llegamos a ir a las comisarías en grupos de veinte o treinta personas y los policías nos miraban asustados.

Los abonos naturales que usan en el Mocase están hechos con excremento de cabra, caballo y gallina. Ante la escasez de agua, usan aljibes para conservar el agua de lluvia. Denunciaron varias veces en la justicia que los empresarios construyeron canales clandestinos en sus campos con agua contaminada, lo que llevó a la muerte de pájaros y animales. Pero los expedientes se archivaron rápidamente.

Deolinda Carrizo vuelve sobre Glasgow y dice que la verdadera transformación está en las bases, no en los escritorios de los políticos. Volver al campo es un desafío que buscan para los jóvenes y sus familias que fueron desplazados de los territorios. El último censo agropecuario precisó en datos esa realidad: sólo 46% de los productores vive en el campo, con 75 193 viviendas deshabitadas en todo el país. Aquellas familias, cuando no fueron tentadas por los empresarios para trabajar en el desmonte, son las que migraron a la ciudad y hoy forman parte de los bolsones de pobreza en los márgenes.

En la periferia de la capital santiagueña Ana Cristina Loaiza habla rápido porque debe ir a baldear los corrales. En el último tiempo le toca coordinar a las mujeres que venden sus tejidos en ferias. Y después, repartir mercadería en comedores y merenderos, donde concurren más de cien niños.

—En la pandemia la gente no podía salir a buscar cartones y botellas, entonces, con el Mocase, organizamos comedores, porque faltaba comida.
Luego, reflexionando sobre las familias despojadas de sus tierras, dice:
—Mucha gente ha sido engañada y hoy se da cuenta de que vendió su terreno y ahora no tiene donde vivir. Hay que entender que lo hicieron porque no les quedó otra opción.

En el Mocase no alteran el sistema natural. Plantan trébol, alfalfa, achicoria, que fijan nitrógeno y fertilizan la tierra. Y apuestan por un proceso más comunitario y artesanal, sin tanta maquinaria agrícola.

—La agroecología no se puede usar a gran escala. Ya se sabe que los agrotóxicos traen mucha desgracia, mucho cáncer de mama, de útero —dice Ana—.  Estoy segura de que tiene que ver con la contaminación de la comida, del agua y del aire. Hay programas que tenemos con el Estado, pero muchos no se agilizan. Pero los tiempos y las necesidades de la gente no son los tiempos de la burocracia. Son como las leyes: hay muchísimas que nos protegen como pueblos originarios, pero pocas veces se aplican.

A 170 kilómetros de allí, en la Unicam, Deolinda Carrizo cierra una asamblea con jóvenes. Le preocupan las sequías de su región y el problema del acceso al agua, y dice que el futuro está en la agricultura familiar, compuesta de pequeños y medianos campesinos. Y, para eso, cita algunas estadísticas de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO): resalta que dicha agricultura enfría el planeta y genera el 70% de los alimentos que consume la población en el 24% de las tierras cultivables.

—No somos ingenuos ni útopicos —dice sin aspavientos—. Hoy no podemos demonizar a la verdulería de la esquina por las verduras en mal estado ni tampoco a los vecinos que echan químicos, que son parte de un sistema concentrado de poder que no les deja alternativa. Para consolidar el modelo de la agroecología, queremos una reforma agraria integral y popular. Porque los empresarios compran papeles, pero no el derecho de posesión. Y eso lo saben nuestras familias, que ya no están a su merced y conocen sus derechos sociales. En el Mocase decimos que donde hay una necesidad, surge un derecho. Y la distribución justa de la tierra es salud, es economía y es no sufrir por el cambio climático.


Juan Manuel Mannarino

Periodista y licenciado en Comunicación Social por la UNLP, donde también estudió el Profesorado de Historia. Ejerce la docencia y se especializa en el periodismo gráfico y narrativo. Sus textos se publicaron en diversas antologías, como Anfibia. Crónicas y Ensayos 1, Crónicas 1 (La Comuna Ediciones), La Pulseada. 12 años y Punteros, fantasmas y criminales. Fue parte del equipo de periodistas del libro Voltios. La crisis energética y la deuda eléctrica, que coordinó Leila Guerriero. Integró diversas redacciones periodísticas como La Pulseada, Infojus Noticias, APN, Perycia y TUCO web y hoy es colaborador de Infobae, El Cohete a la Luna, Revista Ñ, Revista La Nación, Anfibia, La Voz del Interior, Revista Crisis, La Agenda y elDiarioAR, entre otros medios. Su texto “Marché contra mi padre genocida” recibió numerosos premios.

Félix Busso

Fotógrafo. Su obra tiene un estilo documental atravesado por su experiencia en el mundo de la moda. Toma su trabajo como un camino de desarrollo personal y desde ese lugar practica la fotografía con excelencia. Ha realizado proyectos en Argentina y otros países. Ha publicado en Harper’s Bazaar, Travel + Leisure, Cosmopolitan, Rolling Stone y CNN, entre otros medios.

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