Cannabis: un hombre busca el camino del próximo negocio en México
Maya Averbuch
Fotografía de Alejandra Rajal
México legalizó, con varias limitaciones, el consumo de una de las sustancias que sus militares han buscado erradicar por un siglo: la marihuana. Con estas leyes y regulaciones, los primeros jugadores de un mercado medicinal se sitúan ya en el horizonte próximo. En este escenario, un hombre dedicado al comercio del frijol estrecha lazos con científicos y agricultores y traza planes para un negocio que podría beneficiar a más personas.
Hay quienes ven en la legalización de las drogas el primer paso para ponerle fin a la guerra contra el narcotráfico; si necesitaran un mediador para guiar la transición, Darío Benito Contreras Sánchez, un norteño entusiasta y parlanchín, cree que él podría serlo. Un empresario de 52 años que ha ganado dinero comercializando frijol apuesta por un cultivo diferente: el cannabis, esa planta áspera con hojas puntiagudas cuya flor podría parecer una variación mutante del huauzontle y cuyo consumo ha sido tabú en México por un siglo.
Benito Contreras —o sólo Beni, como lo llaman— no es un consumidor empedernido, tampoco un inversionista multimillonario: es un conversador colosal que persuade a sus socios sobre el potencial de este negocio con sus palabras; relata historias de los pacientes con cáncer que aliviaron su dolor o de enfermos de Alzheimer que dejan de repetir las frases que acababan de pronunciar y asegura que la cuna de la marihuana ilegal en el norte mexicano podría transformarse en un nuevo centro de producción legal.
Aunque el movimiento global contra el prohibicionismo ha tomado al cannabis como uno de sus primeros estandartes, el camino no será nada fácil. Este país legalizó el cannabis medicinal en 2017 y, desde entonces, han transcurrido cuatro años en los que el mercado ha tardado en operar bajo regulaciones. Contreras, en tanto, se ha adelantado: fundó hace un año y medio un centro de investigación sobre la marihuana en Durango junto con un grupo de científicos y entre sus planes personales están también un banco de semillas, la fabricación de extractos para medicamentos y una línea de cosméticos, pero no sabe aún si su sueño será viable. Hay un detalle que podría entorpecerlo todo: un pasado que lo vincula a uno de los excapos de la droga en México.
Insiste en que ganó su dinero honradamente, pero por más prestigio en la agricultura, por más confiable que sea su equipo de trabajo, está seguro de que lo asociarán siempre con la hermana que se casó con uno de los hombres más buscados: Vicente Carrillo Fuentes, que se encuentra en prisión por ser uno de los presuntos líderes del Cártel de Juárez y quien se hizo cargo del negocio a finales de los noventa, según los relatos de la prensa, después de la muerte de su hermano, Amado, apodado el Señor de los Cielos porque transportaba cocaína en avión y que murió durante una cirugía plástica —aunque la gente cree que sigue vivo, con otro rostro—. “No tengo la culpa de que mi hermana se haya enamorado de quien sea”, dice esta frase que reiterará, en varias ocasiones, para que no lo olvidemos. “No importa que me graben: no estoy diciendo nada malo, estoy diciendo la verdad”.
Es una mañana de mayo de 2021 en Sinaloa. Benito Contreras acaba de salir en una Chevrolet Suburban de una gasolinera rodeada de policías armados, algo común por estos rumbos. Podría sonar a escena de alguna narcoserie. Pero no lo es. Es la historia de un hombre que ha pasado la mayoría de su vida adulta en torno a un depósito de semillas de frijol, padre de tres hijos universitarios que empezó a entender el mundo de las drogas a partir de los noventa, cuando andaba detrás de su hermana —ya en una relación con Carrillo—, protegiéndola, pero sólo recientemente, insiste, se vio inmiscuido en el de la marihuana.
Ramón, el Chuky, un periodista retirado que ocasionalmente trabaja para él, está sentado a su lado, viendo fijamente la carretera. Van camino a un encuentro con agricultores de marihuana y sus intenciones no pueden ser más evidentes: la camioneta lleva en la puerta el logotipo del Instituto de Investigación para el Aprovechamiento de la Cannabis A.C., del que Contreras es socio fundador, que tiene al centro un matraz de Erlenmeyer con una hoja de marihuana en el cuello, un diseño que resume su quehacer actual: experimentar para producir componentes medicinales a partir de esta planta.
Benito dice que tiene un pacto con Dios porque un día se volteó su coche en la carretera y sobrevivió. Habla de su hermano, que salió de la cárcel hace casi cuatro años, acusado de portar un arma cuando lo detuvieron junto con Vicente Carrillo en 2014. Lleva las evidencias para su defensa consigo en una carpeta de papel manila. Dice que él es una de las muchas personas cuya vida cambió debido al narcotráfico, cuando el gobierno le declaró la guerra, a finales de 2006, a los cárteles; una guerra en la que se han registrado a la fecha cifras inimaginables: más de trescientos mil homicidios y más de ochenta mil desaparecidos.
La Suburban cruza la región conocida como el Triángulo Dorado, que comprende Chihuahua, Sinaloa y Durango y es el centro de narcotraficantes prominentes, entre ellos, una generación de familias sinaloenses de origen rural —como la de los Carrillo, según escribe el sociólogo Luis Astorga— que expandió su control entre los ochenta y noventa. En esa región nació el Cártel de Sinaloa, consolidó su poder el Cártel de Juárez y un desfile de otras familias —los Guzmán, los Zambada, los Beltrán Leyva— arregló el control del mercado con la bendición de los miembros del Estado que formaban parte de su nómina.
Pero esta historia no es sobre narcotráfico, sino sobre este hombre alto entrecano, un hombre de tierras, beisbolista, emprendedor, golfista, que está haciendo una gran apuesta en un México que apenas contempla legalizar una de las sustancias que sus militares han tratado de erradicar por años. Reitera que no tenía contactos propios en el mundo de las drogas, pero decidió buscarlos: así llegó con agricultores y científicos, entre los que destacan un agrónomo que se especializa en plantas oleaginosas y un grupo de zootecnistas que buscan reducir la producción de metano de las vacas; además, ha consultado a médicos, como neurocirujanos y oncólogos, cuyos pacientes usan gotas de marihuana que consiguen ilegalmente.
El mercado para el cannabis se está abriendo en gran medida por una lucha de dos décadas por parte de activistas, usuarios y pacientes con enfermedades crónicas y sus familiares que buscaban acceder a tratamientos médicos cannábicos. Cuando la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) concedió un amparo, en 2015, a un grupo de usuarios a quienes les permitió el consumo personal con fines recreativos, además del derecho a sembrar, cultivar, preparar, poseer y transportar —todo menos la comercialización—, ese mismo año, por primera vez, una niña con epilepsia ganó también el derecho a usar derivados importados. Seis años después más de cincuenta países permiten el uso medicinal del cannabis, incluido México.
En este contexto, Benito Contreras pretende ser el intermediario perfecto entre inversionistas, farmacéuticas, campesinos y pacientes. Dice que le sería mucho más fácil entrar a este territorio espinoso que a cualquier otro.
“Olvídate de grupos, de partidos políticos, de playeras, de ‘yo pertenezco a este grupo o al otro’. Aquí [la discusión] ya es: ¿legal o ilegal?”, dice.
Pero todavía es una incógnita para él, como para cualquier otro que haya sido vinculado al negocio de las drogas —e incluso para quienes estamos observando esta historia—, si le permitirán ingresar al nuevo mercado. Como buen empresario, se intenta convencer de que tiene los contactos perfectos: “Todos quieren trabajar legal, todos”.
***
Cuando la autoridad lo detiene en los retenes de carretera y ven que carga productos de cannabis, desde cremas hasta jabones, él saca sus papeles para demostrar que su centro de investigación es una organización registrada y que ha solicitado los permisos correspondientes. La última vez, cuenta, acabó regalándole un libro sobre el efecto terapéutico del cannabis a un miembro de la Guardia Nacional que le contó que tenía a un familiar enfermo de Alzheimer. “Es un best-seller del New York Times”, le dijo. También pagó su mordida.
Se esfuerza por ganarse la confianza de quien lo escucha; es afable, hiperactivo, dependiente confeso de las pastillas para dormir —por el estrés de su negocio— que lo dejan atontado por las mañanas. Con la apertura a la marihuana, se planteó la idea de que ésta podría salvar vidas. Sabe que no puede hacerlo solo. Hay empresas extranjeras interesadas en México e incluso las nacionales podrían requerir de un guía local, alguien justo como él. “Ahorita es una oportunidad muy grande. Queremos ayudar, queremos
‘ser parte de’. ¡Qué bonito sería que mi nombre quedara grabado en la historia! Pero por cosas buenas”, dice.
La Suburban sigue por las autopistas del estado de Durango. En el camino, cuenta que su padre fue profesor de educación física —ahora jubilado— y trabajó en la entonces Secretaría de Pesca como jefe de oficina en Sinaloa. Su madre es diseñadora de interiores, también jubilada. Además de su hermana, cuyo nombre prefiere omitir y que sigue casada con Vicente Carrillo, tiene un hermano que trabaja en agricultura y otro, el que estuvo preso, que se dedica al frijol. Todos tienen nombres bíblicos.
Contreras estudió Comunicación en la Universidad Autónoma de Occidente, en Culiacán; luego, se puso a dirigir la siembra de alfalfa, maíz, frijol y sorgo que sus familiares producían, primero en Sinaloa y después en Durango. Hizo su dinero suministrando frijol a los supermercados como comercializador: proveía a los agricultores de semilla y fertilizantes y luego compraba su producto al final de la cosecha, además de ser un dispersor de crédito —con Financiera Nacional, una banca de desarrollo rural— que apoyaba a productores agrícolas.
Contreras dice que desconfía de los políticos por haber tomado partido en la guerra contra el narco y no haber reconocido su responsabilidad en este conflicto: “Ayudaron a pelear o a chingar, en pocas palabras, a los grupos contrarios que, en vez de estar unidos, los dividieron: ‘Yo te ayudo para acabar con tu enemigo’”, dice. Tendrían que permitir, añade, que la marihuana crezca donde ya echó raíces. “En Alemania uno no puede llegar a querer producir vino tinto en cualquier lado, porque ya está controlado”.
Luego se desvía, con la mirada en la carretera. Pasa de largo sembradíos de maíz y sorgo forrajero. “Todas estas tierras ayudan a los estados lecheros a sacar alimento para el ganado”, dice refiriéndose a Durango y Coahuila, los más poderosos en la producción de leche. “Por cada litro de leche se ocupan siete de agua”. Y enseguida explica una idea que trae en mente: que la Cannabis sativa podría ser un aporte nutricional para la ganadería. Habla de cultivar marihuana, extraerle elementos como el cannabidiol (CBD) a las flores y utilizar el resto de la hierba, o incluso el desecho de la flor, como alimento. Habla también del cáñamo —primo de la marihuana—, que tiene niveles extremadamente bajos de tetrahidrocannabinol (THC) y que, asegura, necesita menos agua que la alfalfa. “El cáñamo sería una buena opción para el ganado”.
Entiende el negocio de las drogas en términos de agricultura y hace analogías con empresas de hortalizas como Verde Valle o La Costeña. “Todos vendemos a los mismos”, dice. Lo que encarece su negocio, el del frijol, es el intermediario. Y lo mismo sucede con el narcotráfico. “El narco tiene una nómina de corrupción: les paga a los policías para que te protejan, para que no te detengan, y eso es lo que encarece el producto”.
Piensa en lo que podría hacer por la marihuana en su país. Cuando empezó con esto, su familia pensó que sería un hobby más, como su experimento fallido del humus de lombriz casero. Pero él sigue entusiasta. Dirá después su hijo, Víctor Hugo, sentado en el jardín de su casa en un fraccionamiento privado en Torreón, Coahuila: “Siento que mi papá está dando en el blanco”. Si todo marcha bien, sus hijos llevarán el negocio junto con él.
***
Una tarde de agosto de 2020 muestra sus primeros experimentos en una propiedad familiar en Durango que sirve como sede provisional de su centro de investigación. Uno de sus ayudantes inserta hierba en una máquina parecida a un enorme extractor de jugos, que salpica un líquido verde oscuro, un aceite, mientras un rodillo de metal aplasta las hojas y les extrae así hasta la última gota. La temperatura de la máquina llega a los 110 °C y el aceite se deposita en una botella de vidrio.
—¡Esto es oro, oro, oro! —dice Daniel Gómez Sánchez, presidente del Instituto y especialista en plantas oleaginosas, que habla a gritos en parte por su tinnitus. Este genetista jubilado se encarga de las alianzas con universidades de otros países. Los científicos dicen que éste es un proceso rápido. El aceite destilado que se fuma, por ejemplo, en un vaporizador, se logra a través de procesos de extracción con etanol y de purificación (que sus socios hacen, pero que son muchísimo más laboriosos), mientras que el que depositan en esta botella también cuenta con cannabinoides, pero en baja concentración, así que uno podría tomarse unas cuantas gotas, bajo la lengua, para un efecto ligero.
Ésta no es una escena glamorosa: ocupan un espacio junto a una alberca en el abandono. En el exterior se extienden paneles decorativos de resina con fibra de cannabis, con los que exploran el uso industrial de ciertas partes de la planta que no suelen utilizarse o del amasijo que deja la máquina extrusora. Buscan también desarrollar variedades genéticas que esperan que contengan altos niveles de CBD, el compuesto químico que se popularizó en productos de bienestar por su efecto relajante. Cualquier producto que logren tendría que contener menos de 1% de thc, el componente psicoactivo más valorado y
al que se le atribuye la sensación de “estar pacheco”.
La idea de exprimir aceite se le ocurrió a Contreras después de un viaje que hizo a China en 2017. Allá compró esta máquina, pensando en extraer aceite de ajonjolí, pero después comenzó a preguntarse qué más podría producir con ella. Invitó a colaboradores y así fue cómo llegaron Adolfo Amador Peña, un joven químico biotecnólogo que está parado junto a la máquina, recién egresado de la universidad, y otro, un ingeniero químico, que prefiere no dar su nombre por su seguridad y que experimenta en su tiempo libre con cervezas con marihuana.
—Básicamente nuestra idea es aumentar la calidad y bajar costos, para que sea accesible para el mercado, a toda persona que tenga la necesidad —agrega Adolfo Amador y luego se esfuma a la cocina para prepararse antes de darnos una clase sobre extracción de cannabis, mientras el equipo de Contreras va y viene, haciendo mandados o trayendo unas cocas frías para sobrellevar el calor.
Adolfo Amador tiene el pelo largo hasta los hombros y es tan flaco como una ilustración de José Guadalupe Posada. Conoce bien el cannabis porque comenzó a usarlo para tratar el insomnio crónico que padecía desde los doce años. Fue su alternativa a los sedantes. Su abuela pertenece a un ejido que se llama Vencedores, en el municipio de San Dimas, Durango, donde la herbolaria incluye el uso de la marihuana; se acostumbraba poner hojas de marihuana debajo de las almohadas de los niños chiquitos para que conciliaran el sueño. La planta tiene diferentes propiedades que, dependiendo de la cepa, pueden ayudar a controlar los ataques de epilepsia o el Parkinson; aminorar el dolor de quien padece cáncer; o controlar la depresión y la ansiedad.
Empieza la clase. Adolfo Amador recita información médica como si fuera un audiolibro: “La marihuana es un vehículo, con pedales, con motor, con todo lo necesario, pero el terpeno es el que se encarga de decidir el camino que sigue el vehículo y, aparte, tiene propiedades organolépticas muy especiales”, dice haciendo uso de un amplio vocabulario científico. Muestra sus experimentos de tricomas, pequeños vellos que son la fuente de resina y que caen como un polvo finito cuando agitas la flor seca, visibles por su color ámbar. Explica cómo aislar los terpenos, el compuesto orgánico que da aroma y sabor al cannabis, y que añade a sus experimentos con destilados más concentrados, que se podrían fumar.
—Si gusta oler, huele a pino —dice y acerca un frasco.
—A bosque —añade Daniel Gómez.
Adolfo Amador, clavado con la ciencia, continúa:
—Si una persona tiene problemas con su quimioterapia y no puede comer, no puede ingerir alimentos, ni siquiera agua, porque todo lo vomita, los terpenos son los que se encargan del efecto antiemético [quitan las náuseas].
En 2018 la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) emitió lineamientos para otorgar licencias para la importación de productos con cannabis, por lo que los bálsamos con CBD, como el ungüento Mariguanol, pronto empezaron a aparecer a la venta. Ahora que se permitió la producción nacional, hay comerciantes extranjeros que están buscando entrar al mercado mexicano. La actual competencia de Contreras —y potenciales aliados— son las grandes compañías como la canadiense Khiron Life Sciences Corp, que este año inició un Diplomado en Cannabis Medicinal en el Tecnológico de Monterrey y planea abrir una cadena de clínicas en México; PharmaCielo Ltd., un gigante también canadiense que ha declarado que este año su filial en el país terminará la auditoría para vender extractos de cannabis con grado médico; y HempMeds, una filial de Medical Marijuana Inc., la primera empresa cannábica en cotizar en la bolsa estadounidense, que vende actualmente CBD en México y en más de cuarenta países.
Contreras piensa que aún podría estar un paso adelante. Según las nuevas regulaciones, requerirá, además de una licencia sanitaria, un sistema de trazabilidad, un protocolo de investigación y un documento legal para Cofepris que especifique todo lo relacionado con el origen y la disposición final de la marihuana que utilice. Necesitarán un permiso del Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria para sembrar, una etiqueta del Servicio Nacional de Inspección y Certificación de Semillas, si quisieran usar semillas nacionales, y una certificación para cada semilla que importen, en caso de querer hacer cruces genéticos. Contreras ha iniciado la gestión de los trámites. Asegura que ninguno de sus aliados tendrá que preocuparse de “la maña”, refiriéndose al narco, por la relación con su cuñado, aunque sea a su pesar.
Pero todo dependerá de con quiénes entable alianzas.
***
El mercado medicinal cannábico podría llegar a tener un valor de cinco mil millones de pesos anuales en México, según un estudio de Grand View Research. Si agregamos que el mercado recreativo podría rozar los 64 mil millones de pesos, publicó New Frontier Data, la marihuana estaría arriba del valor de exportación que tiene el aguacate mexicano.
Pero los avances han sido lentos. El decreto de 2017 permitió la siembra y cosecha de cannabis con fines médicos y científicos, así como la producción de materias primas para usarlas en proyectos de investigación. Las importaciones de productos derivados, como medicamentos, suplementos alimenticios y cosméticos, comenzaron oficialmente un año después. Sin embargo, fue recién en enero de 2021 cuando el país publicó el reglamento de control sanitario para la producción, investigación y uso medicinal del cannabis. Meses después la SCJN declaró inconstitucional la parte de la Ley General de Salud que prohibía realizar actividades relacionadas con el consumo personal. Determinó que su prohibición absoluta es violatoria del “libre desarrollo de la personalidad”. Sin embargo, esto no despenaliza la marihuana ni permite que la compre cualquiera, sino que agiliza el proceso de conseguir un permiso —sin un amparo de por medio— para sembrar o cultivar para uso personal. Esta decisión de la SCJN le ha metido presión al Congreso mexicano. Sobre todo, porque los diputados y senadores discutieron recientemente un proyecto de ley que permitiría el consumo lúdico, pero no hubo consenso sobre los términos y esto quedó en el limbo.
No todos están de acuerdo. El presidente Andrés Manuel López Obrador ha declarado estar en contra de un mercado con fines de lucro. “Hay muchos que están pensando en el negocio e incluso plantean que con esto se van a obtener impuestos y que se va a fortalecer la hacienda pública: esto hasta me molesta, porque no se puede traficar con la salud del pueblo. Eso es inmoral”, dijo en junio de 2021.
Contreras se dice escéptico ante esta discusión que sucede en el gobierno y se aferra a un modelo de negocio que pueda ayudar a los pacientes. Sólo desea que “no nos corten a la gente que queremos avanzar”. En tanto, se pasea por la propiedad que aloja sus experimentos pensando en cómo podría convertir su relación con los Carrillo en algo benéfico.
—Mi mujer me dice: “Viejo, no vas a poder cambiarlo todo tú…”. Lo que quiero proponerle al gobierno es que regresen mucha propiedad que está mal incautada, mal hecho, que me los den para centros de adicción. Nosotros podríamos ayudarles a controlar la siembra… —dice y repite como una suerte de promesa, aunque no es claro que tenga el poder para llevarlo a cabo.
Enumera las cosas de su familia que se podrían donar: un Mustang de su hermano, un Rolex de su hermana, una pintura de Marilyn Monroe hecha por su cuñado o las hectáreas que Carrillo aún posee. No es que sus familiares se lo hayan ofrecido, pero él continúa haciendo planes.
—Imagínate que se subasta el arma de Amado Carrillo, que lleva dos diamantes, y se remata por una causa justa, como ayudar a los niños con cáncer.
Insiste en que él no tiene la culpa de lo que ellos hayan hecho en sus vidas. Que la gente de su equipo jamás ha sido narcotraficante, que todos son emprendedores.
—Pero sí puedo disponer de algo que en aquel tiempo se hizo mal —dice apuntando a unas pinturas que, dice, son obra de Carrillo—. Van a decir: “¡Ah chingá! Si andaba pintando tan bien, no hubiera sido narcotraficante, hubiera sido un Picasso”.
***
Luego de una hora en carretera rumbo a la sierra de Durango, un domingo de mayo de 2021, los paisajes se tornan desérticos, salpicados por cerros con arbustos que apenas cubren la tierra árida. No ha llovido. Son campos sedientos. El gobierno local reportó que las vacas estaban muriéndose y que la presa más cercana estaba apenas al 57% de su capacidad. Por la sequía, los agricultores tuvieron que reubicar la siembra de cannabis. Todos esperan que llueva. “No conozco, nunca he estado por allá”, dice Benito Contreras cuando preguntamos más detalles. Se persigna. Al final de un pueblo nos detenemos en una gasolinera mientras él hace una llamada: marca al número de su contacto, un hombre de Torreón que le dice que los militares andan cerca; con la distribución de las vacunas contra el covid se encargan de hacer rondas y montar retenes, así que mejor nos pasaremos a su camioneta, que ya es conocida por aquí.
Contreras viene a reunirse con campesinos que se dedican a la mota, la misma que en el pasado, hace décadas, cuando era todavía ilegal del otro lado del Río Bravo, enviaban de Durango a Estados Unidos; antes de que Colorado y Washington se convirtieran en los primeros en legalizar su uso recreativo, en 2012; mucho antes de que se sumaran a la ola verde legislativa, este año, dieciocho estados, más la capital, Washington, D.C. Esto significó que el oro verde, la mois, el orégano, es decir, la marihuana mexicana, ya no hacía falta. Los precios en México han bajado en los últimos diez años y, según cuentan los campesinos, el kilo ha pasado de los dos mil a los ochocientos pesos. En otros lugares más aislados, la caída de precios ha sido peor: el costo llega a los trescientos. La autoridad fronteriza de Estados Unidos decomisó en el año fiscal 2011 más de 1.1 millones de kilos de marihuana en su frontera sur, mientras que en 2020 la cifra alcanzó los 228 mil.
—“Ya no queremos mota”, dicen los americanos, “queremos fentanilo”. Pero ellos son los que cambiaron las cosas —dice Contreras. Y las cifras lo corroboran: en 2020 el titular de la Secretaría de la Defensa declaró que el gobierno mexicano reportó 1 301 kilogramos de fentanilo incautados y 34 555 kilogramos de metanfetaminas, lo que representa un aumento del 486% y 8%, respectivamente, en comparación con el año anterior.
De vuelta al camino, el contacto nos recoge en una camioneta blanco marfil para llevarnos a un sembradío clandestino. Por seguridad, lo llamaremos Hilario. Se dedica a suministrar semillas, fertilizante, pesticida y equipo de riego a los agricultores; luego vende la cosecha y se lleva la mitad de la tajada. Prefiere no ahondar en quiénes son sus clientes, pero durante los 35 años que lleva trabajando en Durango, su producción se ha enviado principalmente a Estados Unidos. Hilario es un hombre de cincuenta años que viene a custodiar el trabajo de los campesinos en estas dos hectáreas y media. Dice que viene de un pueblo que está a cien kilómetros de donde estamos. Dos hijos suyos estudiaban en la misma universidad privada que los de Contreras.
Los agricultores podrían interesarse en el negocio cannábico medicinal y cosmético. Contreras quiere dialogar con ellos y saber si estarían dispuestos a probar modelos de negocio nuevos. Como, por ejemplo, que las plantas se llenen de semillas —que sería una locura para la producción actual, porque las flores con semillas difícilmente podrían venderse para fumar— y utilizarlas para fabricar aceite. También les ofrece llevarles, cuando sea posible, semillas con alto contenido de CBD para que las siembren.
Benito Contreras habla de producir medicinas mientras nos dirigimos a los plantíos que ya pasaron su época de bonanza por el avance de las drogas sintéticas y en donde, durante los meses más cálidos, se cultiva marihuana y en tiempos fríos, amapola. Hilario cuenta que han sobrevolado el área con avionetas militares y que han llegado a destruir su cosecha. Pero su problema actual, dice, es que quedan muy pocos compradores. Si no encuentran pronto una nueva manera de hacer lucrativo su negocio, quedarán fuera.
—El cannabis y el TCH ya no son tanto negocio. Ya hay tanta marihuana de distinta calidad por todos lados que está muy competido —dice Hilario y agrega que la gente siempre ha cultivado alfalfa, cebolla y jitomate, pero nada con el mismo valor que la mota.
—Entonces ¿ya no exportan marihuana a Estados Unidos? Escuché de colegas que a veces hasta la importan de California y la introducen como contrabando —comento.
—Es difícil que alguien la lleve, de aquí para allá, con esa calidad. Esto es lo difícil: que no hay mercado, ya está saturado, ya no podemos competir y ya, por la inseguridad, no podemos meternos en trabajos diferentes.
Según un reporte del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos, la Administración de Control de Drogas de ese país ha reportado que hay nueve cárteles principales en México. Al oeste, en donde estamos, domina el Cártel de Sinaloa; más al centro sur está el Cártel de Jalisco Nueva Generación. Muchos otros se han fragmentado y nuevos compiten por territorio. El Centro de Investigación y Docencia Económica estima que hay 148 grupos criminales. Aquí, el que controla la zona desde hace años, cuentan los locales, es aliado del Cártel de Sinaloa, lo cual les ha permitido vivir con relativa calma; es el conflicto, la ruptura o la conquista de territorio lo que trae los problemas.
Más adelante, debajo de un árbol, nos esperan tres campesinos que trabajan con Hilario. Son dos hermanos jóvenes, veinteañeros, y un señor en sus cuarenta, a quien llamaremos Cipriano para proteger su identidad, con un sombrero ancho que lo cubre del sol. Cuenta que su familia se mudó a Ciudad Juárez cuando él era joven; después, trabajó en Kansas, Colorado y Texas, y decidió regresar a Durango hace quince años con su esposa, planeando una vida en lo que llama con ternura su “rancho”. Sembraba maíz y frijol, pero no era lo rentable. Así que encontró una oportunidad en la marihuana.
Contreras camina entre las filas de sembradíos. Las plantas tienen tres meses y le llegan arriba de la cintura. Falta todavía un mes para cosechar. Una empresa farmacéutica no se metería en tierra caliente, pero Benito Contreras sí.
Después de quince años de trabajar en los plantíos, Cipriano pudo comprar una camioneta usada para no tener que llegar al trabajo caminando. Al lado de Cipriano se para Luis, de veinticinco años, con un tapabocas negro. Casarse joven y mantener a su familia tuvo sus retos. Su madre empezó a tener dolores de cabeza tan fuertes que la llevaban hasta el llanto y su esposa comenzó a tener problemas del corazón. Así que tuvo que cubrir sus gastos hospitalarios.
—Cuando alguien te pregunta en qué trabajas, ¿qué le dices?
—Pues nada más que trabajamos en la mota.
Luis ha labrado estos campos por cerca de cinco años. Cuando la pandemia llegó, su hermano menor tuvo que ponerse a trabajar a su lado. Trabajan largas horas, pero cuando el sol se pone demasiado intenso, regresan a sus casas para comer. Luis y sus compañeros se llevarán una porción de la ganancia de este cultivo, aparte de la mitad, que se lleva Hilario.
—¿Cómo les llegó la noticia de la legalización?
—Pues por la tele —dice Cipriano.
—¿Y qué dijeron?
—¡Que íbamos a ponernos bien marihuanos en la plaza! —dice riendo—. No se crea, ojalá que no nos cambie el trabajo y, si lo cambia, pues como ellos dicen, que nos va a seguir dando trabajo ya en lo legal, para hacer medicina, para hacer aceites. Van a venirnos a comprar el litro de aceite a nosotros.
Pero todavía es un sueño. No está del todo claro si ellos, los campesinos, podrán conseguir permisos legales para cultivar ni quién quiera trabajar con ellos. Lo que les preocupa es que quizás las empresas se lleven el negocio a otro lado, una vez que sea legal. Y si se quedaran sin trabajo, Cipriano dice, sólo les quedaría migrar.
***
México empieza a andar un camino que ya existe en esta parte del mundo: Canadá autorizó el uso del cannabis medicinal de forma limitada en 2001, Uruguay le siguió en 2013 y Colombia, en 2015. Sin embargo, la producción legal de la marihuana con fines terapéuticos podría ser una traba para aquellos que han encontrado su único sostén económico en los plantíos de drogas ilegales. Aunque Benito Contreras les diga a los agricultores, con quienes busca estrechar lazos, que es tiempo de registrar colectivos agrícolas ante un notario, las regulaciones podrían traer consigo restricciones de participación para personas como Luis o Cipriano. Algunos requerimientos de los que se publicaron este año suenan complejos: dar coordenadas geográficas de los cultivos a las autoridades, usar un sitio confinado con una cerca perimetral y una puerta de un solo acceso con registro y acceso de control, por ejemplo. Contreras les prestó un invernadero a sembradores en Sinaloa, como un primer paso, pero requerirían más inversión.
El narcotráfico es un negocio multimillonario, pero los campesinos que han sembrado la marihuana y la amapola son quienes han cargado con el peso de la erradicación, la prohibición y la militarización. Su producto se seca artesanalmente, se aplasta y se empaca para llegar a las ciudades estadounidenses donde se vende a más de 260 dólares la onza, muy por encima de lo que ganó el campesino, que queda atrapado en el mismo círculo de pobreza. Activistas y académicos cercanos al movimiento cannábico han alertado que los pueblos afectados por el narcotráfico necesitarán asesoría y aliados que deseen ayudarlos, si realmente se quisiera tener un mercado donde no sólo los emprendedores participaran. “¿Qué sería justicia social?”, cuestiona Zara Snapp, directora del Instituto RIA, una organización sin fines de lucro que trabaja en políticas de drogas. “Reconocer la opresión y el privilegio identificando a las comunidades que vieron vulnerados y violados sus derechos, creando acciones afirmativas y reparando los daños”.
A los campesinos, Contreras les insiste: “Entre más unidos estemos, mejor nos va”. Pero no está claro que tenga una solución: al final busca al mejor inversionista para sacar adelante su emprendimiento. Y tendrá que dibujar con cautela la delgada línea entre la investigación científica y el negocio lucrativo para navegar aguas turbulentas.
***
El año pasado, los ingenieros agrónomos de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED) mostraron los resultados de las pruebas preliminares de un estudio sobre la digestión de las vacas. Usaron una fístula en un costado de sus cuerpos —como la ventana circular en la escotilla de un barco— para sacar líquido ruminal y analizarlo en el laboratorio simulando los procesos de digestión del ganado. Concluyeron que el cannabis como alimento de las vacas puede funcionar para reducir su producción y liberación de gases de efecto invernadero. “Se genera o se altera la fermentación ruminal de manera favorable para que se produzcan algunos ácidos grasos volátiles en mayor proporción, se incrementen y, por lo tanto, se generen menos CO₂ y metano”, explica su hipótesis el doctor Francisco Carrete Carreón.
Sentados alrededor de una mesa blanca, dos zootecnistas confiesan que los ha convencido el impulso de Contreras de que es viable este tipo de investigación. Y, aunque aseguran que nunca han visto una planta entera de marihuana en el suelo ni la han fumado —sólo han probado unas gotas de extracto—, creen en sus propiedades.
Dicen que viven en una sociedad que perjudica a quienes consumen cannabis:
—Hasta yo le tenía un poco de rechazo a la marihuana, pero cuando empecé a leer, me empecé a documentar de todas las bondades que tiene —dice Francisco Carrete, especialista en nutrición de la UJED—. No está fácil conseguir esta materia prima.
—¿Cuánto come una vaca? —pregunta Contreras, sentado al final de la mesa al lado de Daniel Gómez, mientras escucha la conversación.
Son los días álgidos de agosto de 2020, mientras sucede esta entrevista. Por la pandemia, no hay estudiantes en la Facultad, pero los profesores vienen para ver a sus animales y sentarse en estas oficinas medio vacías.
—Tres por ciento de su peso vivo. Por ejemplo, una vaca de cuatrocientos kilos comería once o doce kilos de materia seca —responde Carrete.
—Tenemos un potencial de consumo grandísimo —dice Benito Contreras.
—Seguro el cannabis no va a competir nunca con el maíz como forraje, pero sí como aditivo, un ingrediente que se incluya en su dieta en una pequeña cantidad —apunta el doctor Juan Fernando Sánchez Arroyo.
Los científicos necesitan que las instancias del gobierno puedan darles apoyos financieros para seguir haciendo sus estudios, que empresarios como Contreras completen los fondos para su investigación y que los ganaderos locales dejen de desconfiar de la marihuana. Según la ingeniera bioquímica Elia Esther Araiza Rosales, que lidera el experimento con cannabis, el Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Durango les dio en diciembre alrededor de noventa mil pesos en fondos para experimentos por un año. Necesitarían cuatro veces más para poder replicar el estudio con animales fuera del laboratorio.
En esta mesa de académicos, Benito es la oveja negra, un hombre de negocios cuyo trabajo es precisamente convencerlos de que vale la pena arriesgarse.
—Para mí, como empresario, están desaprovechándolo. El gobierno o la sociedad no estamos aprovechando esto. Es una lástima que no volteen a ver al norte —dice.
Un año después asegura que, si logran todo lo que plantearon en aquella reunión —hacer que la industria ganadera acepte la marihuana, tratar a pacientes y, también, lograr que los campesinos participen— podrían revertir un poco el dolor que la marihuana ha causado con el narcotráfico y la guerra en su contra. Es difícil imaginar cómo lidiará el gobierno mexicano con personajes como él, alguien que llega prometiendo hasta el cielo, cuyo currículum no es el que se esperaría para una nueva industria.
Él dice que simplemente pondría su granito de arena.
—A lo mejor nos van a tachar de malos, piratas, locos. Yo hago mi parte nomás.
*Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación Gabo.
Maya Averbuch: Nació en 1994 en Nueva York y creció en una familia israelí-hindú en Queens. Estudió periodismo y humanidades en la Universidad de Yale. Se ha especializado en temas de migración, desplazamiento y refugio. Ha publicado principalmente en medios internacionales (o en inglés) como The Washington Post, L.A. Times, The New York Times, The Believer Magazine, NaCla, The Intercept, Foreign Policy y The Nation. Fue becaria de la Yale Journalism Initiative, Fundación Gabo y The International Women’s Media Foundation. Radica en México desde 2016. Actualmente es corresponsal de Bloomberg News en la Ciudad de México.
Alejandra Rajal: Fotógrafa documental independiente que vive en México. Es miembro de Women Photograph, Native Agency y Frontline Freelance México, así como becaria del programa Adelante de la International Women’s Media Foundation. Su trabajo ha aparecido en medios como The Guardian, National Geographic, NPR, Financial Times, El País, Rest of World y The Nation, entre otros. En el último año ha trabajado como becaria del programa de Nuevas Narrativas en Política de Drogas de la Fundación Gabo y Open Society Foundations, así como del programa Covid-19 Emergency Fund for Journalists de la National Geographic Society.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.