Colombia: La paz esquiva
Daniel Rivera Marin
Fotografía de Pablo Andrés Monsalve Mesa
¿Qué ha pasado en Colombia un año después del final del conflicto entre el Gobierno y las FARC? ¿Cómo se ve el legado de Juan Manuel Santos?
Son dos mil personas —en unas horas serán quince mil— las que a las ocho de la mañana del 31 de marzo de 2017 se reúnen en las afueras del teatro Pablo Tobón Uribe, en Medellín. Hay de todo: hombres barrigones vestidos de soldado, amas de casa que llevan blusas con imágenes de la virgen María y muchachos con camisetas de la selección de fútbol que en cuestión de minutos desfilarán gritando que el presidente Juan Manuel Santos debe renunciar al cargo y darle paso a su antecesor, Álvaro Uribe Vélez, que siempre supo qué hacer con los jefes de las FARC: perseguirlos por el monte, bombardearlos. Pero de pronto aparece entre la gente Jhon Jairo Velásquez, alias Popeye, el único lugarteniente de Pablo Escobar que sigue vivo y que se ufana de haber matado a más de trescientas personas. La multitud, atónita al verse compartiendo espacio con él, se divide, no sabe si sacarlo a empujones o marchar a su lado, hasta que una mujer entrada en años dirime las emociones gritando: —Usted puede estar aquí porque usted sí pagó cárcel, los guerrilleros no.
Después de cuatro años de negociación entre el gobierno de Santos y la guerrilla de las FARC en La Habana, Cuba, el acuerdo de paz tuvo una primera firma el 26 de septiembre de 2016, en Cartagena. Sin embargo, todo lo pactado se sometió a plebiscito el 2 de octubre bajo la pregunta cerrada “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”. Ganó el “No” con un 50.21 por ciento, mientras que el “Sí” llegó a 49.79 por ciento, un margen estrecho que mostró la polarización del país en torno al desembarco de los guerrilleros en la vida civil. Pero, además de polarización, hubo apatía, puesto que el 62 por ciento de colombianos no acudió a votar. Después de ese resultado, el acuerdo tuvo que renegociarse con la oposición, lo que terminó en una firma de paz definitiva el 24 de noviembre de 2016. Pero el ala más radical de los opositores no quedó conforme. Y aquí están, en la marcha convocada por Uribe Vélez que, aunque tiene enorme apoyo nacional, guarda sus seguidores más fervorosos en Medellín. Pasada una hora son más de quince mil personas arengando hasta que aparece el mismo Uribe Vélez: lleva gorra, camisa blanca y dice que le duele la patria. Una mujer que viene cargada en los hombros de quien podría ser su esposo le grita al expresidente, ahora senador: “Papasito, usted sí sabe qué es lo que tiene en los pantalones, güevas”.
Después de recorrer unos quinientos metros por el centro de Medellín, la marcha llega al Parque de las Luces, junto a la Biblioteca Pública EPM, uno de los símbolos de la pacificación de la ciudad. Sus seguidores vivan a Uribe Vélez —pancartas en mano con fotomontajes de Santos abrazado con los comandantes guerrilleros— con un coro entonado a gritos: “Nuestro presidente, el de ayer, el de hoy y el de siempre”. Uribe Vélez empieza un discurso que durará cuarenta y cinco minutos. Le pedirá al presidente de la república, envuelto en varios escándalos de corrupción, su renuncia por entregarle el país a las FARC a través de una paz que considera una claudicación de la democracia y la justicia.
El odio a la guerrilla no es gratuito. De las seis millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado colombiano, un millón doscientas mil están en el departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín. Fue la región donde más se secuestró, donde más se masacró, donde más personas cayeron en minas antipersonales. Uribe Vélez también es una víctima —su padre fue asesinado por las FARC— y se ha forjado la imagen de quien puede vencerlas “sin entregar el país al comunismo”. Porque los acuerdos son para muchos la entrega del país a una corriente política que el discurso de la derecha colombiana llama “el castrochavismo”. Y nadie sabe qué es exactamente el castrochavismo pero se ha convertido en el miedo máximo. El Centro Democrático, partido político del expresidente Uribe Vélez, ha prometido hacer trizas esos acuerdos que pactan, en sus líneas más gruesas, devolver tierras a campesinos despojados durante el conflicto y darles subsidios para fortalecer el agro; crear un programa de sustitución de cultivos ilícitos; crear un Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición para beneficio de las víctimas, y establecer una Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) para juzgar a los comandantes guerrilleros y a comandantes del ejército dando “la amnistía más amplia posible”, exceptuando delitos de lesa humanidad, y concediendo sanciones penales que no inhabilitarán políticamente a los acusados, siempre y cuando cumplan con decir la verdad. De lo contrario, podrían enfrentar condenas de hasta veinte años de cárcel. El acuerdo implica la participación de las FARC en la vida política nacional, a través de la creación de un partido con diez escaños directos en el Senado para la legislatura que empieza en 2018. Según el plebiscito, para la mitad del país esto es lo que se necesitaba para terminar con cincuenta y tres años de conflicto armado; para la otra mitad, que encuentra voz en la oposición, es garantía de impunidad, y según ellos la paz no tuvo que acordarse sino ganarse en el campo de guerra.
CONTINUAR LEYENDOEl acuerdo fue pactado por una comisión del gobierno conformada por Humberto de la Calle, ex vicepresidente de la república y designado como el líder de la negociación; Sergio Jaramillo, alto Comisionado de Paz; Óscar Naranjo, general retirado de la Policía y actual vicepresidente del país; Jorge Enrique Mora, general retirado del ejército; Frank Pearl, quien fue Alto Comisionado para la Paz en el gobierno de Álvaro Uribe Vélez; y Luis Carlos Villegas, que representó a un amplio sector de los empresarios del país. Por su parte, las FARC decidieron enviar a Cuba a seis representantes del secretariado guerrillero, y dejar por fuera al gran comandante Timochenko (que siguió dirigiendo la guerrilla en Colombia y que hoy aspira a ser candidato presidencial): Iván Márquez, Jesús Santrich, Pablo Catatumbo, Pastor Álape, Carlos Lozada y Marcos Calarcá. Esa es, en realidad, una larga lista de alias: nunca ninguno se identificó con su nombre verdadero. Pero desde el principio, Uribe Vélez y su bancada política tomaron los rostros de los negociadores farianos y los mostraron como los próximos congresistas del país. Muy pocos querían verlos legislando.
Aun con las protestas en su contra, el acuerdo con las FARC se mantuvo, pero empezó a tambalear por los incumplimientos con lo pactado. Porque además de los grandes acuerdos —que deben pasar por el Congreso bajo una figura de rápida aprobación llamada Fast Track, y que se demora por los agites políticos y trae desconfianza entre los comandantes de las FARC—, se pactó que el Gobierno recibiría a más de nueve mil guerrilleros de base en la vida civil. Debía preparar veintiséis zonas veredales en diferentes lugares de las montañas de Colombia para agruparlos con miras al desarme —desarme certificado por la onu el 26 de junio de 2017, y por el que fueron entregadas 7 132 armas—. Una vez que los guerrilleros estuvieran en esos lugares, el gobierno debía identificarlos, ofrecerles programas de educación, alimentarlos hasta que les abrieran cuentas bancarias para pagarles durante dos años poco más de doscientos dólares mensuales, ofrecerles proyectos productivos agrícolas con base en el cooperativismo. Pero salvo los primeros pasos de la identificación, algunos cursos rápidos de educación y la alimentación, todo lo demás ha entrado en un sopor, en una lentitud que asfixia a muchos. Un año después de la firma del acuerdo, las FARC esperan su turno para entrar a la vida política, pero la polarización —y la burocracia— lo impiden. Y nadie parece saber qué hacer con nueve mil guerrilleros a quienes medio país quiere ver presos pagando cárcel por los crímenes de tantos años.
* * *
En la vereda Llano Grande, un caserío exiguo ubicado en la cordillera occidental, en Antioquia, donde desde hace décadas vive un puñado de campesinos que vieron y pusieron víctimas en la guerra, el frío se descuelga por las montañas y en medio del sol más indómito sopla un viento que hiela los huesos. Gadafi está acostumbrado a esos vientos y sabe que son peores cuando se está herido o cuando el enemigo respira en el cuello. Lleva un año en una de las veintiséis zonas veredales que hay en todo el país —ésta se llama Jacobo Arango en honor al comandante del quinto frente de las FARC asesinado en un bombardeo en 2013— y que, según el acuerdo, los guerrilleros debían ocupar. Ya entregó las armas y recuerda que desde el principio empezaron los incumplimientos por parte del Gobierno. Para su llegada, la zona debía tener tiendas para dormir, cocina y baños. Sin embargo, todo era monte, así que él y sus hombres tuvieron que despejarlo, extender plásticos negros y levantar campamentos. Los meses pasaron y llegaron los ingenieros del Gobierno. Aunque con retraso, hoy hay casas, carreteras, comedor, cocina, enfermería, zona de juegos, pero para Gadafi no es suficiente. Tiene cincuenta años, treinta y seis de ellos en la guerra. Comandó varios frentes guerrilleros, estuvo en La Habana nueve meses negociando la implementación del acuerdo con una comisión del Gobierno, y ahora le parece que nada de lo que se pactó se está cumpliendo. En su época pudo administrar hasta tres mil millones de pesos —un millón de dólares— para mantener a varios frentes guerrilleros.
—Mi opinión es que si las FARC hicieron este proceso de saltar de la ilegalidad a la legalidad, de las armas a un movimiento político, debe cuidarse a la base principal, a la que acompañó la guerra. Si esa base se desintegra, que son las patas de la casa, ¿dónde va a construir la casa?
Gadafi habla de un miedo nuevo: de los guerrilleros que han empezado a escaparse de los campamentos y a armarse para una nueva guerra. Los disidentes de las FARC, concentrados en el sur del país, son dirigidos por mandos medios que eligieron seguir en el negocio del narcotráfico y no creyeron en la paz pactada en La Habana. Entre ellos se encuentra un mando medio conocido como Rodrigo Cadete, que entregó armas y acompañó a crear, en septiembre, el partido político al que llamaron también FARC: Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Su rol en épocas de paz sería cuidar la seguridad de sus jefes. Sin embargo, se fugó una tarde de septiembre de 2017, lo que fue un gran golpe a la implementación del proceso. Ahora se cree que lidera una disidencia que ha tenido varios enfrentamientos con el ejército y que sigue moviendo cocaína desde la selva. Gadafi, al ver que las compensaciones económicas no son completas, que los proyectos productivos no empiezan y que los comandantes están lejos, tratando de hacer vida política, siente que los están traicionando.
—Toda mi vida está metida aquí. Yo sé cómo es esto. Pero lo que veo en esta dirigencia sí me da tristeza, me da tristeza que hayan traicionado el ideario de Manuel Marulanda (o Tirofijo, uno de los fundadores de las FARC, fallecido por causas naturales en 2008), porque siempre llamaron a la unidad y ahora hay división. La historia verdadera es la que tendrá que contarse algún día, pero yo veo que pesa más lo personal que lo colectivo. Los del secretariado de las FARC sólo quieren ser senadores y uno no los ve aquí con la tropa.
Entre los mandos medios de las FARC hay una sensación generalizada de que los grandes comandantes —Timochenko; Iván Márquez; Marcos Calarcá, Jesús Santrich— tienen sólo afán político y no se están preocupando porque los guerrilleros de base reciban lo prometido por el Gobierno. Así, las bases de las FARC no sólo se enfrentan al cumplimiento lento de los acuerdos de paz sino también a las ambiciones de sus comandantes.
—¿Usted ha pensado en volver al monte?
—No podemos ser tan apresurados, pero la historia nos dirá la verdad. Si esto no se cumple va a haber una guerra peor. Como yo fui jefe, no me importa que los cincuenta que tengo acá se vayan, porque yo me consigo doscientas personas allí. Aquí tienen que matar a los mandos que estuvimos confrontando, porque si a esos mandos no les cumplen, esos mandos saben cómo se construye esta vaina. Es que a nosotros no nos falta el fusil porque estuviéramos cansados de él. Mucha parte de ese mando guerrero sí vuelve al monte y eso es lo que hay que tratar de parar. Necesitamos que el acuerdo se cumpla, que la gente no vuelva al monte.
Después dice que ya habló mucho y tiene que ir a desyerbar.
—Venga, pero no le dije algo. Yo tengo un hijo desaparecido, me lo desaparecieron los paramilitares. Los guerrilleros también somos víctimas.
* * *
Los exguerrilleros, sobre todo, esperan. Esperan que les entreguen el documento que los identifique como ciudadanos; esperan que les abran una cuenta bancaria y les consignen el subsidio económico; esperan que empiecen los proyectos productivos para sostener sus vidas como civiles. Y esperar sólo es la prolongación de un oficio para el que estaban entrenados. En la selva esperaban mientras peleaban la guerra, mientras se instalaba otro gobierno, mientras se firmaba la paz. Y en la espera suceden cosas. Abelito perdió el nombre por varios años, se dio cuenta de que no lo recordaba y se había transformado en su alias: Abelito. Martha, su mujer, pasó en la cárcel unos cuantos años porque la policía la atrapó cuando estaba a punto de volar un banco con varios kilos de dinamita. Los dos recuerdan aquel tiempo de la espera infructuosa, “porque no ganamos la guerra, pero tampoco la perdimos”. Ahora, los guerrilleros se inventan torneos de fútbol para esperar. Hoy juegan el equipo del quinto frente de las FARC contra la policía, y las FARC saben ganar con suficiencia. El goleador tiene un gran copete de pelo sobre la frente. Es moreno, magro, bajo.
—He hecho cinco goles.
—¿Y cuántos años tiene?
—¿De edad? Veintidós.
—¿De dónde es?
—¿Cómo así? Era de la guerrilla. ¿Dónde nací?
—Sí.
—Nací en Santa Fe de Antioquia.
Entró a la guerrilla a los doce años y desde entonces se llama Luis. Los paramilitares del Bloque Noroccidente Antioqueño de las auc, que patrullaban en la vereda de Santa Fe de Antioquia, donde vivía, al darse cuenta de que tenía un padre guerrillero, decidieron asesinarlo porque creían que él, tan pequeño, era la semilla de otro. El día que lo fueron a buscar a su casa tenía apenas diez años y, como no lo encontraron, asesinaron a su abuela Inés después de torturarla por varias horas. Dejaron escrito en las paredes: “Asesinada por proteger a su hijo y a su nieto, guerrilleros”. Su madre, que vivía en Medellín, lo llevó con ella, pero los siguieron las amenazas. Dos años más tarde, Luis no quiso seguir poniendo en riesgo a sus hermanos más pequeños y decidió irse para la guerrilla. Viajó hasta Quibdó doscientos veintinueve kilómetros en bus, abordó una lancha que subía en contracorriente por el río Atrato y buscó a su padre en el frente 34 de las FARC. Tenía doce años y dice que los comandantes le dijeron que no podía entrar porque era muy pequeño. Él insistió y estuvo con ellos un año más hasta que le permitieron entrenarse y, finalmente, combatir.
—¿Siempre le gustó el fútbol?
—Sí, bastante, desde muy pelao. Y estando en la organización también me gustaba. Y en los tiempos de conflicto también jugábamos.
—¿Y tenían tiempo para jugar?
—A veces, cuando no teníamos al ejército por ahí cerquita. Incluso cuando teníamos cerca al ejército también jugábamos, pero teníamos vigilancia.
—¿Y ahora cómo es jugar contra la policía?
—Es una cosa muy sorprendente, tanto para ellos como para uno, me imagino. Anteriormente usted sabe cómo éramos. Ahora somos muy tratables. Era una cosa muy absurda, porque no era muy normal que dos campesinos pobres se mataran por nada, por una causa que la generaron otros, y nosotros venir a poner el pecho por algo que no sabíamos quién lo comenzó, si las FARC o el gobierno. A veces creíamos que el gobierno por no haber cumplido cosas, como ahora, que no han cumplido del todo. Pero bueno, de estar como estábamos, más bien estar así. Porque antes estábamos hoy aquí y mañana no sabíamos. O cuando le decían a usted alístese que mañana le toca salir a comandear, eso sí era duro.
—¿Qué era comandear?
—A usted le tocaba salir con dos o tres guerrilleros a buscar al enemigo para combatirle. A veces salían y no llegaban. Ah, mataron a Fulano y Perano, nos cogieron así o así. O a veces triunfaban. Yo fui bastante fogueado. Tengo nueve tiros. Tengo uno aquí, otro acá, este, este, otro acá, en el tendón y otro aquí en la columna.
El torneo de microfútbol ha convocado a toda la comunidad de Llano Grande —donde además del campamento de las FARC hay unas quince casas de civiles desperdigadas en la montaña, una escuela, dos discotecas recién abiertas— y es organizado por dos funcionarios de Coldeportes, el departamento nacional encargado de llevar los programas deportivos a todo el país. Los equipos de fútbol son seis: dos de las FARC, dos de la policía, uno del ejército, uno de los civiles. Apostaron cincuenta mil pesos —dieciocho dólares— y las FARC ganan y en la noche todo se irá en cervezas. Pero Luis no bebe. Para los civiles, que han vivido aquí toda la vida, nada de todo esto resulta extraño porque han visto el cambio de las FARC con el pasar de los meses: guerrilleros que antes andaban con sus fusiles al hombro ahora ayudan a abrir las carreteras, trabajan en fincas para ganar ocho y diez mil pesos al día, envían a sus hijos a la escuela.
—Pero acá es duro para uno adaptarse. Es duro acoplarse a ser civil —dice Luis.
—¿Por qué?
—Porque vea tan joven que yo vine a entrar a la guerrilla, yo no sé nada de la vida. Y acá ya tiene algunos temores de salir a los pueblos. Aquí los excombatientes salen con mucho temor por el paramilitarismo. Ha habido amenazas, pero no son todos los paramilitares. Hay que entender que unos luchan por sobrevivir, otros por venganza del mismo
guerrillero.
—¿Qué es lo más difícil de la vida civil?
—Una de las cosas es que ya le toca a uno mantenerse solo. Yo no sé qué es el trabajo del campo, no sé coger un grano de café. El machete sí sé manejarlo porque allá nos tocaba desyerbar y abrir caminos. De ahí para allá está estudiar. Yo en la civil estudié hasta segundo grado de primaria.
Durante 53 años las FARC mantuvieron un sistema de disciplina férrea. El que entraba a las filas no tenía un sueldo pero tenía uniforme, fusil, botas, equipo y lo que se encontrara para comer. En buenos tiempos eran reses, cerdos, gallinas, arroz, lentejas, tajadas de plátano maduro. En los tiempos de persecución, cuando el ejército o los paramilitares bloqueaban todos los caminos de ingreso de suministros, comían lo poco que encontraban: micos, culebras, gusanos, tortugas. Los comandantes estaban acostumbrados a administrar millones de pesos para mantener por largo tiempo bloques guerrilleros de hasta mil personas. De esa manera se iba sustentando la idea de un proyecto político en comunidad. Pero ahora los comandantes se juegan en Bogotá su vida política, y en las zonas veredales los guerrilleros, que nunca tuvieron dinero, se ven librados a su propia capacidad de ganarlo.
Cuando, a comienzos de 2017, se realizó la entrega de armas, el Gobierno le encargó a la Universidad Nacional que hiciera un censo socioeconómico de las FARC. Los resultados fueron estos: 10 015 guerrilleros, 7 748 hombres, 2 267 mujeres, 55 por ciento combatientes, 16 por ciento milicianos, 16 por ciento en la cárcel. La mayoría venía del campo más profundo —66 por ciento—; el 90 por ciento sabía leer y escribir pero habían aprendido en las filas porque sólo el 21 por ciento había terminado el colegio. De todos,
1 364 eran de Antioquia, el departamento con más guerrilleros y donde, también, más campeó el paramilitarismo. Y la encuesta reveló algo desconocido hasta entonces: las FARC eran un proyecto familiar, el 64 por ciento tiene o tuvo familiares en la guerrilla.
Luis dice que lo que les ha cumplido el Gobierno han sido algunas capacitaciones que trajeron hasta Llano Grande. Así estudió cursos rápidos de gastronomía y emprendimiento. Aprendió a hacer jabones, desodorantes, aceites, pan.
—¿Qué quiere hacer en la vida civil?
—Dicen que para el excombatiente que quiera estudiar todo es gratis. Eso dicen. Yo quisiera estudiar. Pero nos han incumplido. Vea, la comida es una de esas cosas. A veces se demoran en entregarla, y dos días sin nada. A veces toca cocinar con leña porque el gas tampoco llega puntual. Esas son cosas mínimas pero muestran.
—¿Se devolvería para el monte?
—A mí me queda esa respuesta pendiente. Porque decirle que no, no sé; y decirle que sí, tampoco sé. Depende de las pruebas que se vengan encima. Hay cosas que lo pueden comprometer a uno. Si esto se echa para atrás y empiezan a capturar al guerrillero o matarlo, a uno le tocaría. Porque ahora tienen nuestras fotos, nuestra sangre, nuestra firma. Pero la alegría ahora es muy grande para decir que uno se va a devolver. Y ya me voy a jugar.
Hace poco Luis fue a Apartadó —un pueblo en el Urabá antioqueño— y se le acercó un hombre. Le dijo: “Hola, Luis, ¿usted no se acuerda de mí?”. Era policía, la guerrilla los había emboscado y el hombre se hizo el muerto.
—Yo me había dado cuenta pero le perdoné la vida. Él se dio cuenta en ese momento que yo le estaba perdonando la vida. La guerra es muy jodida, pero en cualquier momento a uno le da pesar del enemigo.
* * *
Es de noche y en Llano Grande suena reggaetón como si las dos discotecas no estuvieran encaramadas en una montaña imposible. Suenan las últimas canciones de Bad Bunny, Wisin y Yandel, Daddy Yankee, Luis Fonsi. Se bebe de todo: whiskies costosos, aguardiente, rones delicados y salvajes, cervezas. Pero los exguerrilleros no saben bailar el reggaetón. Lo abordan con decencia, como si bailaran cumbia campesina.
—Ellos tienen otras costumbres.
Yavidson Salas Guerra vive en Llano Grande desde hace veinte años. Tuvo que desplazarse por causa de las FARC hace diez porque lo obligaban a llevarles alimentos desde el pueblo hasta el campamento: libras de arroz, latas de atún, lentejas y frijoles. Un grupo de paramilitares se dio cuenta de que Yavidson era el surtidor, y lo amenazaron. Se encontró con un dilema. Si les decía a los guerrilleros que no podía continuar siendo su carro de carga, lo mataban; y si seguía haciéndolo, los paramilitares también iban a matarlo, a picar sus restos y a arrojarlos al río. Entonces lo abandonó todo y se fue con su esposa embarazada y tres hijos para Pereira, en el eje cafetero, quinientos kilómetros de por medio. Trató de hacer vida vendiendo plátanos en la plaza de mercado de la ciudad, pero como a tantos desplazados —más de siete millones—, no soportó la ciudad.
—Todos los de Llano Grande teníamos fama de guerrilleros, porque en la guerra las FARC pasaban mucho por acá, pero nosotros también éramos víctimas. Por eso nos tocó desplazarnos a todos los campesinos. Pero lo mejor es que los guerrilleros vuelvan a la vida civil, así nos evitamos tanto muerto.
Cuando el no a los acuerdos ganó el plebiscito, asombró que en los municipios más apartados del país, donde las FARC se tomaron el orden a sangre y balas, los ciudadanos votaran por el sí en gran mayoría. Eso se entiende ahora en Llano Grande, en esta noche donde civiles y exguerrilleros bailan como si el pasado fuera tan poca cosa.
—Yo con mi orquesta de exguerrilleros, que se llama Aires de paz, ya he tocado en varios lugares donde los campesinos disfrutan con la música parrandera, y muchos de ellos sufrieron la violencia, pero aquí estamos haciendo la paz —dice Patiño, la voz aflautada, los dedos ágiles en la guitarra, el guerrillero músico que se ha hecho famoso en los pueblos cercanos.
La orquesta de Patiño es de música parrandera campesina, cumbias, rancheras y la conforman siete músicos empíricos asistidos por un oído prodigioso. Encuentran las tonalidades con sólo escuchar las canciones y se van guiando por instinto. Hubo días en la guerra en los que Patiño deseó botar la guitarra, dejarla tirada en la selva porque era un estorbo, pero los comandantes se lo prohibían porque en sus manos estaba la diversión del campamento guerrillero.
—Empezábamos a tocar a las seis y a las ocho de la noche teníamos que callarnos porque nos encontraba el enemigo. Yo era músico antes de entrar a la guerrilla hace dieciocho años. Yo me metí a los veintidós años, dejé esposa, hijos y una cantina que tenía. Yo sí sabía vivir en la civil, no como muchos camaradas que no saben lo que es mercar, o pagar los servicios de energía y agua. Eso va a ser un problema. Hay que enseñarles a los guerrilleros a ser civiles.
En las épocas en las que cargaba su guitarra por el monte, Patiño quería grabar un disco revolucionario. Registraba canciones en una grabadora de periodista y escribía las letras en un cuaderno que cargaba en el morral.
—Y en una carrera por la vida se me perdió todo. Ahora voy a grabar un disco de paz, lo único que quiero es hacer música. Para mí que se cumplan los acuerdos es poder hacer música.
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Es difícil encontrar a quienes firmaron la paz. Por el lado del gobierno los más visibles eran Humberto de la Calle y Sergio Jaramillo —en su momento Alto Comisionado para la Paz, el arquitecto de la negociación—. El primero ahora es precandidato a la presidencia y se la pasa en un avión. Desde su oficina de prensa dicen que por ahora es mejor no hablar del proceso de paz porque la campaña por la presidencia se le volvió monotemática; Sergio Jaramillo, después de años y años de trabajo, renunció al cargo. Por el lado de las FARC estaba muy visible Iván Márquez, pero desde su llegada a la política es difícil de encontrar, nadie sabe dónde está, nadie sabe si en su agenda cabe una entrevista. Timochenko sólo aparece en los eventos del partido. Así, quedan los nuevos funcionarios, los que llegaron a darle piso a los acuerdos. Después de la renuncia de Jaramillo y del triunfo del “No”, el presidente Juan Manuel Santos nombró como Alto Comisionado para la Paz a Rodrigo Rivera, un cristiano que se congrega en la iglesia evangélica Avivamiento, una de las más grandes del país.
Una vez recibido el cargo, publicó en su cuenta de Twitter un versículo bíblico: Mateo 5:9, “Bienaventurados los pacificadores, porque ello serán llamados hijos de Dios”. Uno de los problemas con los que se encontró fue que la Corte Constitucional, el máximo organismo legislativo, decidió que el mecanismo para aprobar rápidamente y en un gran paquete los acuerdos de La Habana era inconstitucional. Así, el cumplimiento a cabalidad se volvió lento, burocrático.
Es una mañana de un lunes de septiembre y en la Casa de Nariño, residencia del presidente colombiano, hay varios grupos de niños que darán un tour por el palacio presidencial. El presidente se reúne con su gabinete ministerial y luego con su gabinete de postconflicto para evaluar la reintegración de las FARC a la vida civil y un tema que preocupa: un grupo de veinte capos del narcotráfico se quisieron colar como guerrilleros para alcanzar un indulto. El comisionado Rivera debe aplazar las entrevistas programadas, así que las atiende después del almuerzo. Su oficina es pequeña y dice, amable, que el tiempo es acotado, que más tarde tendrá una rueda de prensa para aclarar el tema de los narcos. Ha sido senador, embajador, ministro y precandidato presidencial. Dice que los acuerdos pactados con las FARC están pasando a buen tiempo por el Congreso y que los retrasos son pequeños, apenas escollos. Que la prueba de que todo marcha bien es la entrega de armas por parte de las FARC a la onu. Pero que como los guerrilleros ignoran los trámites burocráticos, las normas del cabildeo, se desaniman y los más temerarios deciden devolverse.
—¿Y a usted no le parece que las dilaciones están llevando a los guerrilleros a volver al monte?
—Mi lectura es sencilla. Primero, las FARC han dejado de ser una organización armada que tenía una disciplina férrea y han pasado a convertirse en una organización política. Después de la entrega de armas las zonas veredales son espacios abiertos y esto ha producido algo natural, muchos de ellos han salido. Pero francamente no se puede leer como deserción o una disidencia. La inmensa mayoría recibió su asignación salarial. Imagínese qué puede ocurrir con ellos que ahora tienen libertad y algunos recursos. Apenas se está empezando a dar la reincorporación temprana, luego vendrá la de mediano y largo plazo: los proyectos productivos.
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Cuando las FARC llegaron a Oslo, Noruega, el 4 de noviembre de 2012 para hacer público el inicio de paz con el Gobierno colombiano, el secretariado de las FARC
—integrado Iván Márquez, Jesús Santrich y otros— se reveló al país. De ellos se conocían fotos viejísimas en las que aparecían con uniformes, pero aquella vez en Oslo parecían hombres que podían ser tantas otras cosas: congresistas revoltosos, tenderos, médicos cansados del sistema de salud, maestros de escuela en algún pueblo costeño. Estaban vestidos de traje y entre ellos sobresalía uno de gafas deportivas, mochila wayuu y pashmina en el cuello. Después de la rueda de prensa, un reportero se les acercó a él y a Iván Márquez, les preguntó que si iban a reparar a las víctimas y Santrich respondió con el coro de un bolero cubano: “Quizás, quizás, quizás”.
Jesús Santrich se quedó totalmente ciego hace unos diez años. Al principio veía lagunas de colores: azules, rosados, destellos de luz. Después todo se oscureció. Sin embargo, cuando se habla con él es capaz de mirar fijamente con extrañeza ciega y explica que eso se debe a que en el monte aprendió a ubicarse, a guiarse. Ahora vive en Bogotá, en una casa de un barrio acomodado donde comparte habitaciones con otros veinte guerrilleros. La entrada está custodiada por ocho escoltas y adentro parece una residencia universitaria abarrotada de cosas; en la sala hay cuadros que él mismo pintó años atrás y otros que hizo en su técnica braille invertido: chuza la tela con una aguja y luego la voltea para pintar por las guías de ese gran plano mental.
Cuando a Jesús Santrich lo amenazaron paramilitares y decidió formar parte de las FARC, dice que para refugiarse ya era artista, licenciado en ciencias sociales, historiador, conato de poeta, personero en un pueblo caribeño que se llama Colosó y militante de la Unión Patriótica —partido político de las FARC en los años ochenta—. Para 1990 ya había visto morir a muchos compañeros y sabía que los paramilitares cumplían sus amenazas. La única manera de mantenerse a salvo era internarse en el monte y ser guerrillero. Dejó mujer, un hijo, padres, hermanos. Era profesor de Metodología de investigación, de Derecho laboral y de Historia. Cambió eso por los rigores propios de la jerarquía militar. Se demoró en entender la relación mando-subordinado, en entender que en la milicia no se piden favores, se dan órdenes.
—Era el año noventa. Yo salí de la universidad, estuve como personero en Colosó y de ahí pasé a Barranquilla por problemas que tuve y ahí decidí irme para la Sierra Nevada. Y ya en la Sierra Nevada me quedé en la guerrilla. Era el frente 19, el José Prudencio Padilla. Ahí comencé a hacer mi vida guerrillera propiamente dicha, porque yo antes colaboraba en la ciudad desde la Unión Patriótica. Esa era una época muy dura, todos los días era cargando un muerto, yo cargué varios, entre ellos a Jesús Santrich, que era un compañero mío de la Unión Patriótica, y ya en la guerrilla tomé su nombre como alias.
Mientras habla, sus compañeros de casa lo escuchan con atención religiosa, como si se hubiera levantado un profeta.
—En la guerrilla hay mucho relacionamiento con las comunidades. Como todo se manejaba en colectivo, era el mando el que decidía cuántas cargas de comida se compraban y cómo se distribuían entre todos. Todo era colectivo. A nadie se le pagaba porque todos trabajábamos para que hubiera comida, ropa. Y esto sí es un impacto, hay gente que no sabe manejar dinero y de un día para otro no tiene nada. En las mismas zonas veredales los guerrilleros se gastan rápido la plata. Pero estas dificultades han llevado a que la gente se integre más; algunos han juntado los dos millones de pesos que les dieron y compraron ganado. Para nosotros lo esencial es mantener ese colectivo que tiene años, que tiene historia. Nosotros hemos creado lazos de hermandad, de fraternidad, de familiaridad, más que con las familias mismas nuestras.
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Joshua Mitrotti es politólogo, historiador, especialista en periodismo, trabajó en la Defensoría de Pueblo, en el Ministerio del Interior, en la Alcaldía de Bogotá, y está sentado en un hotel en el norte de la capital. Dice que es mentira, que el Gobierno no sabe cómo manejar reinserciones colectivas.
—Lo que logramos con el acuerdo de paz fue una conversación donde somos corresponsables el Estado y las FARC. Ahora no es sólo el Gobierno el responsable sino un consejo donde están las dos partes y donde se deben hacer las alianzas. Pensar que en dos meses o tres meses todo esto va a dar resultados y todo el mundo va a estar trabajando es una visión un poco romántica. Un poco una visión irresponsable. Las transformaciones del país serán a mediano y largo plazo.
—Pero los guerrilleros dicen que todo es muy demorado, por ejemplo, la bancarización.
—Bancarizadas tenemos a 10 426 personas y se les han hecho pagos a 9 156. Nos ocurre que hay nombres duplicados y que algunos aún tienen pendientes judiciales, pero en eso hay que hacer un llamado a los órganos de justicia. Tenemos problemas para avanzar en la bancarización, pero a esas 9 156 personas ya se les han pagado dos mensualidades. Estamos viendo mecanismos para adherirlos a unas rutas institucionales. Pero la ilegalidad no desapareció, el narcotráfico no desapareció. Decir que el éxito va a ser absoluto es ser ingenuos. Si logramos un éxito del 80 por ciento, estaremos muy bien.
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Semanas después de escuchar que las leyes en el Congreso avanzan lento, pero avanzan, que la bancarización ha llegado al 90 por ciento de los miembros de las FARC, que no hay nada que temer, asesinaron en Tumaco —un pueblo muy pobre a orillas del Pacífico, con grandes sembradíos de coca— a siete campesinos que se dedicaban a la agricultura y participaban en ese momento de una protesta contra la erradicación forzosa de cultivos ilícitos —uno de los puntos del acuerdo con la guerrilla—.
Los primeros sospechosos de la masacre fueron hombres de las disidencias farianas que controlan el narcotráfico en esa costa sur del país. Sin embargo, después de investigaciones que aún no terminan, se señaló a varios policías como los principales sospechosos. Pasados unos días, también fueron asesinados dos indígenas de una comunidad cercana y un líder negro que denunció la masacre —uno más en una larga lista: 85 líderes sociales asesinados en 2017, muchos de ellos activistas del proceso de paz—. Salieron a hablar los líderes guerrilleros, retóricos: si los acuerdos estuvieran aprobados, esos campesinos estarían bajo la nueva política de sustitución de cultivos. ¿Qué seguridad hay para los exguerrilleros cuando en un país se asesinan a 120 líderes sociales en un año?
Mientras, la oposición propuso dos cosas. Lo primero: un referendo para derogar la Justicia Especial para la Paz (JEP), la participación política de las FARC y la incorporación de los puntos del acuerdo en la Constitución Política Nacional. Lo segundo, y en caso de que el resultado del referendo fuera negativo, sacar a los militares de la JEP y juzgarlos por medio de la Justicia Penal Militar. Un año después de la firma, el acuerdo no termina de ser acuerdo.
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—Yo nunca digo mi nombre, siempre digo un segundo nombre.
—Está bien.
—Dulce María.
—Dulce María. ¿Ese era su alias?
—Yo siempre en las entrevistas digo ese nombre, no doy mi identidad. O sea, siempre digo otro nombre.
Gran parte de la familia de Dulce María estaba en la guerrilla y ella era una colaboradora. Enamoraba soldados y les compraba armas, equipos. Era una miliciana que se internaba en el monte de vez en cuando para entregar los implementos que los comandantes le encargaban. Estafaba a las FARC en los precios, y así construyó una casa en el Urabá.
—Yo me desmovilicé hace tres años y medio. Llegué aquí, pero no ponga dónde estamos, y llevaba como un año de estar totalmente desempleada, porque cuando yo me desmovilicé yo regresé a Urabá, porque soy de Urabá.
—¿Por qué se salió de las FARC?
—A mí desde hace rato me estaban haciendo seguimiento. Me tenían pillada que yo era la que hacía inteligencia, y uno como milicia tiene más peligros que los mismos que están en el monte. Uno se exponía a muchas cosas, porque yo me metía por esa carretera con camuflados, con explosivos. Entonces un día yo llegué a la casa y mi exsuegra me dijo que me estaban buscando y que me iban a capturar. Cuando ella me dijo así, yo dije me tengo que ir de esto. Yo no sé, yo no puedo seguir esta vida. Tengo unos hijos. Ya fue que tomé la decisión y me le entregué al ejército. Me tuvieron en muchas partes, me hicieron entrevistas. Estuve en un pueblo del Valle del Cauca aislada. Estuve en una casa de paso con mis tres hijos.
Dulce María trabaja en una de las sedes del restaurante El Cielo —en Bogotá, en Medellín—, uno de los más reconocidos de Colombia. Se encarga de recibir verduras y carnes, y en la cocina tiene que ayudar en la partida de mariscos —el jefe de la partida de mariscos es un exparamilitar que se convirtió en su mejor amigo—. Con el cuchillo, parte piezas con pulcritud quirúrgica y emplata con la dirección del cocinero Juan Manuel Barrientos.
—Y cuando yo estoy ahí, se me olvida por completo lo que fui. El pasado. Y nosotros tampoco nos acordamos de eso. Nos acordamos cuando hacemos entrevistas, que uno se acuerda, que uno vuelve como a revivir eso. Acá tenemos prohibido hablar del pasado. Ayer tuve una entrevista, inclusive estaba un sacerdote ahí y conté la historia desde que yo era niña, y es muy difícil, hasta me dio dolor de cabeza porque lloré mucho. Hablemos de otra cosa.
—¿Usted cree que para los guerrilleros va a ser difícil entrar a la vida civil?
—Va a ser difícil, claro. Si para mí, que vivía en una parte rural y no estaba constantemente en el monte, se me dio muy difícil cuando llegué aquí a la ciudad, no me imagino cómo será para ellos.
—¿Qué es lo difícil?
—Como te dijera, la sociedad. O sea, uno no es capaz de saber cómo funciona todo. Por ejemplo, yo en mi barrio a nadie le digo que yo soy… o sea, a nadie. Yo soy muy encerrada. O sea, yo llego del trabajo y me encierro. Así somos todos los desmovilizados.
Juan Manuel Barrientos está entre los cincuenta mejores chefs de Latinoamérica, tiene 34 años. En 2007, cuando abrió su primer restaurante en Medellín, y pocas personas hablaban de reinserción, decidió crear una fundación para recibir a excombatientes de todos los grupos armados. El sitio está en el barrio El Poblado, y la cocina huele a pan y cebolla. Por las ventanas entra una luz blanquecina. Juan Manuel usa delantal y lleva el tatuaje de una estrella en la cabeza. Dice que no le importa la condición de los que llegan, pero que su primer requisito es que el pasado se queda afuera porque él es enemigo de la memoria. La fundación empezó a trabajar con soldados que después de enfrentamientos y expediciones terminaban heridos, sin piernas, sin brazos. Barrientos empezó a enseñarles cocina. Desde entonces le ha enseñado a cocinar a más de quinientos soldados, y la mayoría abrieron una panadería, un pequeño restaurante. Un par se quedaron trabajando con él.
—Esto empezó desde antes del proceso de paz. Cuando era que, literalmente, si ayudabas a un desmovilizado, te ganabas el estigma social. Si eras desmovilizado, te cascaban en la calle. O sea, era en la época dura. Entonces, yo me traje unos desmovilizados de las FARC y les enseñé, quedaron felices. Ahí empezamos a hacer un trabajo sicológico con ellos y ya llegó un momento en que tocó decirles “Usted estaba del lado de los malos, y usted era el victimario y todo el país los ve como los victimarios, todo el país lo ve como un hijueputa. Independientemente de que a su mamá la hayan matado y le hayan entregado a usted el fusil porque si no le mataban el papá”, porque así era el reclutamiento forzado en este país. Y después hicimos una sesión de perdón, porque teníamos militares, paramilitares y guerrilleros. Ahora todos ellos trabajan juntos.
* * *
Una tarde de marzo de 2017 en Pueblo Nuevo —un corregimiento rural de Briceño, un pueblo en el norte de Antioquia— Doris servía de almuerzo lo poco que tenía: plátanos cocinados, arroz, una carne mínima. “Muchachos, y nos les doy ensalada porque aquí las únicas matas que hay son de coca.” Pueblo Nuevo —una sola calle, una sola hilera de veinte casas, y más allá el final de la montaña, matorrales y una antena recién instalada para la recepción de señal telefónica— es el laboratorio del postconflicto en Colombia. Lo decidieron las FARC y el Gobierno cuando llevaban dos años de negociaciones en La Habana. Necesitaban que dos programas fundamentales del postconflicto tuvieran planes pilotos. Se decidió entonces que en una vereda de Pueblo Nuevo, conocida como El Orejón, empezaría el desminado y que en todo el corregimiento —once veredas— se implementaría la sustitución de cultivos. El desminado fue todo un éxito. Se encontraron cuarenta y seis minas, algunas cerca de casas, de caminos, de la única escuela: una mina por cada cuatrocientos metros cuadrados.
Aquella tarde de marzo, Doris todavía tenía sus matas de coca, pero ahora, siete meses después, en octubre, no tiene ninguna.
—Yo le creo mucho a ese plan de desminado porque los guerrilleros están ahí, empujando al gobierno —dice Doris, 68 años, sin apellidos desde que en 2006 le mataron a su único hijo cuando llevaba dos libras de pasta base de coca de las FARC a un pueblo cercano y fue interceptado por paramilitares.
—¿Por qué confía más en las FARC?
—Aquí nunca antes vino el gobierno. Aquí sólo venían soldados y nos trataban muy mal, nos decían guerrilleros. Sin embargo, la guerrilla nos ayudaba a arreglar las paredes de la escuela, nos ayudaban a abrir caminos, nos compraban la coca que sembrábamos. Ellos nos han cumplido la palabra.
El plan piloto se ha extendido a todas las zonas rurales del pueblo: mil quinientas familias que están dejando sus cultivos de coca que les vendían a las FARC, para sembrar frutas, verduras, cacao y aguacate. En Pueblo Nuevo ya se ha arrancado el 96 por ciento de las matas de coca y los campesinos han recibido dos mensualidades que suman cuatro millones de pesos —mil trescientos sesenta dólares— para el cambio de cultivos. Sin embargo, dice Doris, todavía no tienen ninguna capacitación ni se ha concertado con el Gobierno la manera de cultivar y, más importante, a quién se le va a vender la producción.
—Cuando sembrábamos coca, nos compraban el producto aquí. Ahora tenemos que sacarlo y nos pagan muy poco. Queremos tener cooperativas para vender más y mejor, pero aún no nos definen nada.
Aunque ha sido víctima de las FARC, pues los guerrilleros obligaban a toda la comunidad a cumplir sus reglas y desplazaban a quienes no las cumplían, Doris confía en los comandantes. Cree que serán buenos políticos porque —dice— ellos sí saben las penas que pasan los campesinos.
—Y si los mataron fue por la guerra misma, pero también nos protegían. Ellos han sido la única protección que hemos tenido, y hasta comida nos daban cuando no teníamos.
Cerca de la vivienda de Doris, en el patio de una casa donde se ondea la bandera de Colombia, está Julián Subverso, 31 años, zootecnista, estudiante al que sólo le faltó el diploma para graduarse de filósofo en la Universidad de Antioquia, y que pertenecía al frente 57 de las FARC. Lleva la camiseta blanca pegada al
cuerpo atlético, el pantalón militar. Ha acompañado, por parte de las FARC, el plan piloto de sustitución de cultivos, y habla de las demoras del Gobierno, de la falta de cumplimiento. Pero parece resumirlo todo en una frase.
—Nos dicen que en las FARC somos muy ambiciosos, que pedimos mucho y rápido, pero así toca con el gobierno, pedir mucho para que nos dé lo básico. No puede ser que tengamos tantos muertos de ambos lados para nada.
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