El nudo ciego catalán
En las últimas semanas, el conflicto independentista en Cataluña estremece la estabilidad europea. Así se han vivido estos días en España.
ACTUALIZACIÓN, 2 de noviembre
Al día siguiente del cierre de este reportaje, el 11 de octubre, Mariano Rajoy le dio cinco días al gobierno catalán para esclarecer si en realidad declararon su independencia. El 21 de octubre se anunció que la soberanía catalana quedaría suspendida desde el sábado 28, y sería regido directamente por el gobierno nacional. El 26 de octubre, Carles Puigdemont –cabeza del gobierno separatista– se opuso a declarar la independencia por sí mismo, relegando esa acción a los miembros del parlamento, quienes declararon la independencia de forma unilateral al día siguiente con 70 votos a favor y 10 en contra. Mientras tanto, el senado español votó por darle nuevos poderes a Madrid para regir sobre Cataluña. Desde el 31 de octubre, Puigdemont se ha refugiado en Bélgica, desde donde se ha declaró “presidente legítimo” de Cataluña. El 2 de noviembre, la jueza Carmen Lamela ordenó la búsqueda y captura internacional de Puigdemont.
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Llueve y llueve. Y son las gotas contra el suelo las únicas notas que se oyen bajo el nubarrón de plomo que se cierne sobre Barcelona. En el silencio sordo que sigue a la tensión, sin embargo, arrancan unas palmas, a las que se suman otras, que forman un aplauso convertido en ovación. Las trescientas personas que hacen fila en el patio del instituto Menéndez Pelayo homenajean así, espontáneamente, al hombre que avanza a duras penas, encorvado y frágil, colgado de dos jóvenes. Uno de los chicos llora, se lleva la mano a los ojos, enjuga lágrimas mientras el anciano, sin fuerza en las piernas, arrastra sus 85 años hacia las urnas. Va a cumplir el sueño de votar —sí o no, pero votar— en el referéndum por la independencia de Cataluña.
Es 1 de octubre de 2017 y muy cerca de allí, una hora antes, la policía española había aparcado a golpe de sirena frente a otro centro electoral. De doce furgonetas policiales saltaron como toros desbocados decenas de agentes antidisturbios con uniforme de combate: casco, escudo y porra reglamentaria. Se toparon con un tapón humano frente a la puerta del colegio. La masa gritaba, manos en alto, “Votarem” (votaremos, en catalán). Los policías se abrieron paso a empellones, llegaron a la sala donde había tres urnas y se llevaron una, semivacía. Con el mismo ímpetu se fueron, ante los gritos de los votantes y aquellos que se arrojaban frente a los furgones para evitar que se fueran a hacer lo mismo a otra parte. Tras el griterío y la tensión vinieron los llantos, como los de la niña que se sorbía los mocos al ver a su padre con la camiseta rasgada y el pecho enrojecido. “Por qué hacen eso, por qué, si sólo querías votar”, le decía sollozando.
El referéndum del 1 de octubre de 2017 pasará a la historia como el final de un callejón sin salida. Todos —gobiernos catalán y español— parecían saberlo, pero nadie pareció dispuesto a evitarlo, quizás porque todos suponían que no iba a llegar. Hasta que llegó. La justicia española declaró ilegal la consulta que el parlamento catalán aprobó por ley en mayoría simple menos de un mes antes. En esa norma se explicitaba que al Sí le bastaba obtener un solo voto más que el No para que se proclamase la independencia. La ley no establecía un mínimo de participación. La pregunta que se hacía a la población en las papeletas era: “¿Quiere que Cataluña sea independiente en forma de república?”. Y había que marcar la opción “Sí” o “No”.
Como en un diálogo de sordos, el Estado y Cataluña se enzarzaron en una pelea institucional hasta que llegó el día marcado. Los catalanes votaron, pero lo hicieron con un procedimiento de discutibles garantías —censo virtual, recuento sui generis— y entre los tumultos y los golpes de la policía que intervino en alrededor de cien de un total de 2 300 centros electorales. Los suficientes para ser portada de periódicos de medio mundo.
CONTINUAR LEYENDOAl acabar la jornada, mientras los miles de policías desplegados por el gobierno español volvían con las porras calientes a sus cuarteles improvisados —barcos cruceros y hoteles turísticos—, el ejecutivo catalán anunciaba que había ganado la legitimidad para proclamar la independencia, antes incluso de conocerse el resultado. Según el recuento, votaron más de dos millones de personas, el 42% del censo, y ganó el sí con un 90% de los votos. Es decir, un 40% de la población catalana decía sí a la independencia.
Y entonces comenzó otro partido, más incierto, donde ya ha habido huelgas generales, amenazas de declaraciones unilaterales de independencia, amenazas de suspensión de la autonomía catalana y hasta un encendido discurso del rey Felipe VI en pro de la unidad de España. Aquel fin de semana se convirtió en un punto de no retorno, y ahora el conflicto latente dio paso al enfrentamiento político, arrastró a la gente a la calle y amenaza con desbocar odios e inquinas en un choque de trenes de dos territorios condenados históricamente a entenderse.
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Cataluña es un territorio de treinta mil kilómetros cuadrados, poblado por siete millones y medio de personas que viven entre el mar Mediterráneo —Barcelona, la Costa Brava— y la montaña —Pirineos—, con una historia ligada al comercio desde la Edad Media, una industria avanzada desde el siglo XIX y una sociedad con un fuerte sentimiento de identidad. Es la tierra natal de Dalí, Gaudí, Serrat. Y la adoptiva de Messi. Posee un idioma propio, una bandera y hasta un club de fútbol, el Barça, que ejerce de embajador universal. Y también tiene un PIB equivalente al 20% del global de España. En la historia reciente, los casi cuarenta años de franquismo sometieron las ansias de una parte importante de la sociedad catalana con atropellos primarios: para empezar, estaba prohibido hablar el idioma autóctono. Para continuar, no había posibilidades de presentarse a elecciones, cuanto más con partidos nacionalistas. Al morir el dictador, el catalanismo conservador se hizo rápidamente con el poder, y no lo soltó durante 23 años. Entre 1980 y 2003 gobernó Jordi Pujol, figura clave para el inicio del autogobierno de Cataluña, pero insuficiente para el fulgor independentista actual. Pujol vive hoy en un segundo plano por las acusaciones de corrupción que rodean a su familia, por presuntos delitos fiscales y de blanqueo de capitales, malversación y prevaricación, entre otros.
Detractores y defensores del proceso que ha llevado a Cataluña a este momento coinciden en algo: todo cambió en julio de 2010, en una manifestación de un millón de personas contra la sentencia del Tribunal Constitucional que reducía ostensiblemente las atribuciones del nuevo Estatuto de Autonomía catalán. De aquellas chispas, este incendio, con un dato demoledor: entre aquella marcha y este referéndum el independentismo creció casi 30 puntos, del 20 al 48 por ciento. Pero en estos siete años se sucedió un vértigo de acontecimientos que mutan de color según quien lo cuente.
—Siempre hemos hecho un debate sincero, pero el déficit fiscal, la demanda de infraestructuras, y las reivindicaciones sobre la lengua no han sido escuchadas. Lo cultural ha desbordado en lo político, apoyado por el espíritu republicano, y todo ha acabado encajando —dice Quim Torra, historiador y uno de los intelectuales renombrados del independentismo.
De piernas cruzadas en un sofá de la sala de profesores de un colegio de Barcelona, hace vigilia previa al referéndum junto a padres, hijos y vecinos, que tomaron colegios para evitar la entrada de policía antes del domingo. Torra fue presidente de Òmnium Cultural, una de las organizaciones de la sociedad civil clave para entender el auge independentista: tiene 70 000 socios y fue la convocante de aquella manifestación de 2010. Junto a la Asamblea Nacional Catalana —50 000 socios—, sirvió de motor para engrasar el movimiento.
—Los políticos que querían sobrevivir en el mundo equidistante se han visto en obligación de acabar enganchándose al movimiento, sea por convencimiento o por oportunidad política. Pero no es de hace diez años, sino de hace mucho más.
Al otro lado de la ciudad, en un bar de esquina, Gonzalo Bernardos saluda a amigos y no tan amigos: es un rostro conocido de la televisión y la radio, participa de tertulias sobre el proceso, y no se posiciona precisamente a favor. Profesor de Economía en la Universidad de Barcelona, trata de poner ejemplos didácticos para todo lo que dice.
—En 2010 aparece Artur Mas, delfín de Pujol, que piensa que él es una mezcla de Eisenhower, Churchill y Bismarck. Aprovechando la coyuntura, se monta en el independentismo, dice: “Me convierto en Moisés y llevo al pueblo a la tierra prometida”. Mas y su sucesor, Carles Puigdemont, apuestan por un referéndum de independencia. El primero hace una consulta popular en 2014. El segundo profundiza el proceso. Pero no sabe que va a llegar hasta aquí. Lo hace cuando se suman otros. Ríete del Brexit, esto es populismo —exclama con vehemencia Bernardos.
La crisis económica, palpable especialmente entre 2009 y 2012 en España, agrandó la grieta: menos recaudación impositiva, menos transferencia de dinero del Estado hacia las comunidades autónomas y, por tanto, más crisis en Cataluña, con la sensación de agravio. Era la época del “Espanya ens roba” (España nos roba) y de las demandas de un nuevo pacto fiscal. Calculaba Cataluña que la balanza fiscal con España era de dieciséis mil millones que se quedaban por el camino y les correspondían a ellos. Entró en agenda la palabra “independencia”, que hasta entonces era cosa de la izquierda nacionalista, aunque algunos prefirieron llamarlo “soberanismo”. Con esos mimbres se aprobaron en el Parlamento catalán, el 7 de septiembre de 2017, las leyes de referéndum y transitoriedad, la primera redactada ad hoc para convocar la consulta, que venció al día siguiente de la votación, el 2 de octubre, y la segunda un marco para la constitución de la hipotética república catalana.
—Jamás vamos a ser tan fuertes como ahora —dice Quim Torra—. Luego habrá que defender la independencia, y habrá una crisis institucional profunda. Pero está todo estudiadísimo. Ningún país se ha preparado tanto para llegar a este momento. Nos pueden cortar las telecomunicaciones, la energía, da igual. Si en Europa no se dan cuenta del problema, enseguida lo harán cuando los coches de la Seat no lleguen a Alemania. Hace tres años nombramos un consejo asesor, y en sus informes decían la importancia de que Cataluña sea ineludible a nivel internacional.
Según los detractores, en la audacia también les va la perdición. Gonzalo Bernardos enumera las implicaciones de la independencia.
—Es fácil: el PIB empezaría a bajar por la bajada de exportaciones, incluido a su mayor comprador, España. Las multinacionales se irían. El déficit público crecería. No consigues financiación porque se van los inversores. Y automáticamente tienes que devaluar la moneda.
Y aún pese a los augurios, las trabas legales y el aviso de que Madrid manda policía para cumplir los mandatos judiciales, el plan sigue su camino.
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El vagón de metro a Plaza de España es un manual de la transversalidad de la que presume el independentismo catalán: un matrimonio bien de mediana edad; unos jóvenes que llevan pegatinas alusivas —no cariñosas— a un líder político español, un señor con su bastón con un lazo con la bandera catalana y, sentado en el suelo, un punk con mochila y perro. Todos van en una misma dirección: el acto de cierre final de la campaña por el Sí a una Cataluña soberana. Es viernes noche, quedan 36 horas para el 1 de octubre y el acceso al lugar, un gran paseo en la base de Montjuic, hierve de gente. Entre el gentío hay un grupo de jubilados que forma con letras gigantes la palabra “Independencia”. Un mar de banderas catalanas esteladas (independentistas) caminan hacia el escenario donde calientan motores bandas de música. Se oye por los bafles un estribillo, en castellano: “Hasta la victoria siempre”. Se ven gallegos y vascos con sus banderas propias, adhiriendo a la causa nacionalista, escoceses de kilt y galeses con la bandera del dragón. También hay enseñas de países bálticos. Y, en medio de todo eso, vendedores que gritan “cerveza, cerveza”. Suena una rumba catalana mientras un grupo de señoras hacen el signo catalanista de las cuatro barras, cuatro dedos juntos con el pulgar cruzado, para una foto. Cerca de ellas está Daniel Ramírez, 60 años, prejubilado de banca e independentista convencido. Ha venido solo desde su casa para apoyar la causa.
—Ya llegamos hasta aquí y hay que ganar. Lo interesante de este movimiento, que llamamos la Revolución de las Sonrisas, es que aglutina a toda la sociedad. Porque nos une un deseo de libertad que llevamos arrastrando desde hace muchos años. Como decimos en catalán: Ya no queremos las migajas. Queremos el pan entero.
Ramírez, con una bandera donde se lee “Sí” que lleva al hombro, es profesor de español para extranjeros en sus ratos libres, que ahora son más porque está prejubilado.
—¿Y su pensión? ¿Quién la pagará si se independizan?
—De acuerdo con las leyes internacionales yo he cotizado toda la vida en España y es ella la que tiene que pagarme la pensión. Es como la nacionalidad: la ley de Transitoriedad prevé cómo se adquiere la nacionalidad. Seguiremos teniendo la española, quien quiera, y no se va a echar a nadie por irnos.
Los independentistas insisten en que podrían quedarse en la Unión Europea (UE), si no políticamente sí económicamente, con libre circulación de mercancías, pero las autoridades españolas muestran que, más allá de que siga usando el euro como moneda, Cataluña quedaría fuera de la UE. Eso implicaría perder fondos estructurales europeos y quedarse fuera del sistema bancario de la eurozona. Debido a eso, dos grandes bancos —Sabadell y CaixaBank— han cambiado su domicilio fiscal a otras provincias españolas inmediatamente después del referéndum, mientras la Bolsa de Madrid alcanzó caídas olvidadas desde la crisis financiera de 2008. Al preguntar por esas cuestiones, los independentistas aducen que eso sólo ocurriría en un primer momento, por la importancia económica de Cataluña para el Mediterráneo y el sur de Europa. Y que están preparados para apretar los dientes los años que haga falta a cambio de que Cataluña siga su camino propio.
La escenografía de la noche en Montjuic ayuda a hacerse una idea de sus reclamaciones y el empecinamiento en sus ideas. En la gran pantalla del escenario aparece el cantante Lluís Llach, símbolo del antifranquismo y del nacionalismo que, ahora, es diputado. Se reproduce un vídeo en el que se lo ve muy joven, en un concierto a inicios de los setenta. Canta L’estaca, su tema más conocido, en el que llama a liberarse de las ataduras de la dictadura franquista. Hoy es un himno del independentismo, “porque aún quedan élites en el Estado que hay que derrumbar”. Luego, aparece el propio Llach, en vivo y con cuarenta años más, sin pelo pero con el mismo mensaje. Las miles de personas que están allí se convierten en una sola voz:
“Si estiremtots, ella caurà
i molt de temps no pot durar,
segur que tomba, tomba, tomba
ben corcada deu ser ja”.
(“Si tiramos fuerte, la haremos caer.
Ya no puede durar mucho tiempo.
Seguro que cae, cae, cae,
pues debe estar ya bien podrida”).
—Cuarenta y un años después de este vídeo voy a decir algo —dice Llach—: hemos empezado a construir una república democrática y emancipada. Ganaremos. Y no lo hacemos más que por dignidad, justicia y libertad.
Estrofas contestatarias como las de Llach las firmaba en la misma época Joan Manuel Serrat, el más internacional de los artistas populares catalanes. En 1968 se negó a cantar en castellano una canción seleccionada para el festival de Eurovisión, y fue reemplazado para representar a España aquel año. Ya en democracia, Serrat quedó enmarcado
en la izquierda del arco político, y fue crítico de los gobiernos del PP. Sin embargo, ahora se ganó las antipatías del independentismo por declarar hace poco, en Santiago de Chile, que el proceso “no era transparente”: le llamaron “facha”, fascista. Tal fue el revuelo que, tras sus declaraciones, apenas días después, tuvo que dar una rueda de prensa en Buenos Aires donde dijo: “Prefiero pasar miedo que vergüenza. Que se me tilde de fascista es no saber lo que es el fascismo”. Y también pidió no ser utilizado por parte del sector españolista, opuesto a la independencia, que desde hacía días había tomado como canción de referencia su «Mediterráneo».
Para las figuras públicas catalanas no alineadas con el independentismo, la vida se ha vuelto un problema. La cineasta Isabel Coixet escribió públicamente acerca de su posición contraria, y se ganó el odio instantáneo de los independentistas. Cuando una noche de la primera semana de octubre bajó a pasear su perro por Barcelona, unos jóvenes le gritaron “¡Facha!”. En la era de las redes, también le atribuyeron escritos falsos, abiertamente beligerantes con el nacionalismo catalán, que no habían salido de su mano. “Ésta es una sociedad que se está suicidando a cámara lenta”, llegó a decir en una entrevista.
Los límites de la derecha y la izquierda se confunden en el arco político independentista, que tiene más colores que una paleta de arte pop, como se ve en el escenario de Montjuic: hay socialdemócratas y comunistas y liberales y socialistas y de centro. La presentadora dice:
—Porque somos un pueblo pacífico y alegre, pero combativo, como se demostrará el domingo. “No tenim por” (“No tenemos miedo”, la frase que se hizo famosa tras los atentados de las Ramblas del pasado agosto.)
Al final de las actuaciones se pide aportación a la causa: aparecen números de cuenta en pantalla para ayudar a pagar las multas de los sancionados y detenidos. “Si nos tocan a uno, nos tocan a todos”, dicen. Y son muchos.
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La plaza de Sant Jaume es el epicentro del poder en Cataluña. Allí se yergue el Ayuntamiento —con una pancarta gigante que reza “Más democracia”— y, enfrente, el Palacio de la Generalitat, el lugar donde se ha decidido todo lo que lleva aquí hoy a un grupo de gente con banderas españolas y algunas catalanas institucionales, no independentistas. Falta un día para el referéndum y están despistados, no sólo por el lugar, poco proclive a mostrar esos colores, sino por el tiempo: han llegado tarde a una concentración que hubo por la mañana en una plaza cercana y ahora se adelantaron una hora a una nueva manifestación. Entre ellos habla sin parar Tito Rodríguez, 54 años. Timbre agudo y rostro afilado, sostiene la mirada fija agarrado al largo mástil de su bandera.
—¿Cómo se vive en Cataluña diciendo lo que piensa, que no es precisamente mayoritario?
—Me siento un bicho raro. Somos muy pocos, comparado con los que deberíamos ser, y comparándonos con la capacidad que tienen los independentistas para concentrar gente. Nosotros somos muy desorganizados.
La prueba es que están solos y los paran curiosos para sacarse fotos, algún periodista extranjero y jóvenes catalanistas, que les echan en cara su puesta en escena.
—Dentro de veinte, treinta años máximo, nuestros nietos serán todos independentistas. De eso estamos seguros. Y cuando el 70-80% de la población quiera ser independiente, ¿quién lo va a prohibir? —dice Tito Rodríguez.
Al fin, baja por la calle una riada inesperada de gente. En cuestión de veinte minutos la plaza Sant Jaume está llena de banderas españolas. Después los periódicos dirán que no se recordaba nada igual. Eso le saca una media sonrisa a Tito, funcionario de Correos.
—En el trabajo tengo problemas, hay mucha presión. Y somos funcionarios del Estado español. Si hay independencia nos quedaremos sin empleo todos. Mi hija va a la Universidad Autónoma de Barcelona y me dice que le llaman “facha”. Hace días que no va, deja la moto escondida para que no se la destrocen. Esto no es un país normal. Nosotros veníamos con las banderas andando hace un rato y de un cuarto piso nos han tirado una bolsa de basura. Eso muy democrático no es.
Hay pancartas y gritos de todo tipo. El más repetido: “Puigdemont a prisión”. Intentan meter una gran bandera española en el Palacio de la Generalitat, sin éxito. Varios exaltados tratan de rasgar una pancarta enorme colgada de un edificio en la que se lee “We want to vote”.
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La madrugada de la jornada del referéndum tiene el aroma de las grandes citas. A las 5:15 del domingo cien personas hacen una sentada delante del colegio Collaso I Gil, en el barrio del Raval de Barcelona. Es una imagen que se repite en cada colegio de Cataluña. Los vecinos del barrio hacen una muralla humana para proteger el lugar que guarda las urnas. Pero aquí no hay urnas, todavía. En el clima de clandestinidad imperante, nadie sabe dónde están, de hecho, nadie sabe dónde están las papeletas para meter en las urnas. La razón es que, según la orden de la Fiscalía española, la policía catalana —los mossos d’esquadra— tiene que acudir a los colegios electorales e impedir que se lleve a cabo el referéndum.
Empieza a llover torrencialmente. La gente se refugia en el porche del edificio. A las 6 en punto aparece un coche de los mossos. Pero de la patrulla sólo bajan dos policías, hablan con uno de los organizadores y se vuelven al coche entre aplausos. Sigue lloviendo, sigue la gente de pie. Se canta el himno catalán y se grita “Votarem”. Cuando arrecian los bostezos, a las 7:30, una de las coordinadoras pide que la gente forme un pasillo desde la reja de la entrada hasta la puerta del colegio. Alguien abre el candado de la puerta y de repente, entre vítores, una señora de unos sesenta años entra tirando de su carro de la compra, donde se adivinan dos bultos cuadrados tapados por plásticos negros: son las urnas.
—En ese momento no lo sabíamos —dice Cesc Masdeu— pero esa señora tenía las urnas escondidas de la policía desde hacía dos días. Han sido muchas horas de nervios pero ahora estamos emocionados.
Masdeu tiene 28 años, es politólogo y profesor de primaria, y está desde el viernes haciendo guardia en el colegio, casi sin dormir. Él es uno de los cuarenta y siete mil voluntarios anotados en la web de la Generalitat para la organización del evento en toda Cataluña. Otros, fuera de listas, trabajaron en secreto, como la señora del carro, ocultando material electoral en huecos de ascensores, desvanes, maleteros de coches. A Cesc le espera algo más prosaico: actuará como interventor.
—Tengo que asegurar que se cumplen las normas y que el recuento va bien. No creemos que vaya a pasar nada, especulamos con que la policía o la guardia civil sólo aparezca si pasa algo grave.
A las 8:45 la gente escucha por la radio que la policía y la guardia civil ha entrado en varios colegios puntuales. Entre ellos, en el que iba a votar el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. Empiezan a llegar imágenes de roces entre policías, la española y la catalana. En un requiebro de última hora, el gobierno catalán dictamina que se pone en marcha el censo universal, que cualquiera puede votar en cualquier centro. Eso provoca otra escena propia del juego del gato y el ratón: Puigdemont, el presidente catalán, cambia de coche bajo un puente para despistar así al helicóptero de la policía española que seguía a la comitiva oficial y termina votando en otro centro.
En el colegio donde está Masdeu hay nervios porque en el patio han detectado la supuesta presencia de policías de paisano, policía secreta. La gente grita: “Secreta, idiota, te crees que no se nota”. Y se canta solemnemente L’estaca. La puerta se abre para votar a las 9:20 de la mañana.
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Natalia y Albert han cumplido nueve años juntos. Ella tiene 32 años, él 33, son profesionales de la comunicación y la publicidad, y habitan un coqueto piso de un coqueto barrio en la parte alta de Barcelona. Comparten aficiones, amigos y ganas de formar familia. Se podría decir que tienen una vida apacible y un futuro promisorio. Sólo que hay un pequeño asunto pendiente: Albert es independentista, Natalia no. Y eso se ha convertido en motivo de fricción con cada vez más frecuencia y decibelios.
—Ha habido una polarización en Cataluña, está claro. Y cuando eso ocurre uno puede chocar, pero no sólo sucede con la independencia, sino con otros temas —dice Albert.
—Sí, pero quien se calla siempre en esos casos son los no nacionalistas —contesta Natalia.
La conversación tiene lugar en su casa el 1 de octubre, día del referéndum, a las diez de la mañana. En la mesa de la sala hay café, croissants y ensaimadas, una barra de pan, jamón serrano y tomate. Mientras desayunan ven la televisión, donde aparecen los primeros escarceos entre policía y electores. En medio de un silencio significativo, levantan la mesa y se preparan para ir a votar. Es decir, para que Albert vaya a votar, porque Natalia se niega:
—Tal y como está diseñado, así no quiero votar. Que sirva un 50% de aprobación, sin participación mínima me parece fatal. Supone tirar del carro con una mayoría floja. Imagínate un país nuevo con el 49% de población, al menos, que no quiere eso.
—Es un error no votar. Esto no va de independencia o no, va de poder votar, es democracia. Si creen que son mayoría los que quieren quedarse en España, que voten y lo demuestren.
La conversación discurre en castellano. Si se pregunta en qué se habla en esta casa, tampoco hay acuerdo.
—Hablamos mayoritariamente en castellano—dice Albert.
—En castellano siempre.
—No siempre.
—Yo creo que sí.
Natalia es hija de andaluces llegados a Cataluña en su infancia. Es un ejemplo prototípico de la segunda generación de emigrantes llegados de varios puntos de España en los expansivos años sesenta, y que tradicionalmente ha sido el granero electoral del Partido Socialista Obrero Español, el psoe, que ha gobernado España durante más de la mitad del periodo democrático posterior a la muerte de Franco, y también en Cataluña entre 2003 y 2010. Pero eso parece la prehistoria ante el vértigo de los últimos años. Tanto es así que los padres de Natalia, votantes históricos del psoe, han cambiado en la última oleada de elecciones y ahora votan a Podemos, partido de la nueva izquierda, que ha recogido votantes desengañados del socialismo. Los padres de Albert, por su parte, han seguido la deriva soberanista de la última década de una manera palmaria: no eran nacionalistas y hoy votan independentista. Cuando la pareja se junta con alguna de las familias, el tono se rebaja.
—Mi familia nunca ha sido independentista. Y cuando yo era pequeño era el bicho raro de clase, éramos cuatro o cinco, no era lo habitual —dice Albert.
—Lo normal era que hubiera un par, en mi clase había un grupito que dibujaban banderas catalanas. Solían ser niñas bien, de hablar catalán varias generaciones y la razón de ser era la lengua, más que lo económico. Tus padres nunca me van a juzgar, pero ya notan lo que pienso y ya no puedo sacar el tema.
—Tampoco lo saco yo con tu padre. Él me cuenta su discurso, pero no puedo hacer más.
—Madre mía, ¡qué fuerte! —dice de pronto Natalia, mirando atónita la televisión, donde se ve la dureza que emplean los policías para desalojar los centros de votación.
Luego salen para que Albert vote. En el asiento de acompañante Natalia mira el celular. El grupo de WhatsApp de su familia echa humo. Al llegar al colegio se dan cuenta que no se puede votar: está tomado por la policía y la tensión se palpa en jóvenes, niños y mayores. La pareja se traslada a otro, pero en el segundo colegio tampoco hay suerte: la policía no ha entrado pero el sistema se ha caído, por lo que se repite la imagen de gente dando vueltas, lamentándose y gritando. Toca peregrinar al tercero. Sigue lloviendo y ahora hay que esperar una larguísima cola, que sirve para hablar de las familias. Natalia explica lo heterogéneo del voto de sus hermanos —son seis— y de la tradición de izquierda no-nacionalista de su padre. La señora que está delante de ellos en la cola mira hacia atrás. Natalia baja la voz. Dos horas y cuarenta y cinco minutos después, y ante la urna, Albert pide que se le saque una foto. Lo hace con gesto emocionado. A último momento, Natalia decide tomar una papeleta y marca impulsivamente un “No”. Vota y le sacan una foto. Al ver las dos instantáneas dice:
—Se nota quién ha votado con ilusión y quién no.
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A estas alturas, los actores del referéndum están metidos en una clandestinidad sui generis. Cesc Masdeu, por ejemplo, ha hecho en dos días un máster de organización activista, con una engrasada estructura de voluntarios jugando con las autoridades españolas. Así se las ingeniaron para levantar el servidor cada vez que lo intervenían.
—Nos estaban hackeando las webs, y nos iban sacando más IP que íbamos reemplazando, y cada cinco minutos teníamos que hacer el mismo ejercicio. Ellos sacaban, nosotros poníamos. Se generan espejos de la misma dirección para acceder. Y así conseguimos votar dos horas ininterrumpidamente, pero luego ha seguido, una lucha constante. Cada mesa tiene un servidor y hay siete mesas. Imagínate.
Ha pasado el primer arreón y no ha aparecido la policía. Pero las imágenes que se ven por televisión son dantescas: las dos policías nacionales españolas entrando en centros, reventando puertas de cristal o apartando a empellones a los ciudadanos que cierran el paso. Encontronazos entre los mossos d’esquadra y los policías españoles. Se ven antidisturbios dando patadas voladoras a mujeres mayores, usando la porra para reducir a jóvenes y viejos, usando la fuerza para acabar con el referéndum a las bravas. El gobierno catalán dirá después que hubo más de 800 heridos, leves la gran mayoría, y 93 centros cerrados. No es el caso del colegio Collaso, que a media tarde estalla de alegría.
—Aquí ha habido muchas lágrimas, mucha emotividad por haber votado. Es curioso, porque son menos de 5% de los colegios cerrados, porque lo único que han conseguido son imágenes que dan la vuelta al mundo —dice Masdeu.
—¿Y si vienen ahora?
—No pasa nada. Que se lleven las urnas, tenemos los datos de participación y ya está. Haremos resistencia pacífica, pero no nos pondremos en peligro.
Pasa la tarde y sigue apareciendo gente. No lo hace la policía, que sí entró en otro colegio de las proximidades reventando la puerta para requisar material. Cesc cuenta que en un momento apareció un chico con la camiseta de la selección española, lo que podría parecer hostil a ojos del independentismo.
—Ha entrado y ha dicho: “Voy a votar que no, que venga Rajoy a pegarme a mí, pero no a mi madre”. Gritó “Viva España”, se abrazó con la presidenta de la mesa, nos dio las gracias a todos y se fue. Y nosotros le hemos aplaudido.
Como en el resto de Cataluña, a las 8 de la noche en punto cierra el colegio Collaso y empieza el recuento, papeleta a papeleta. Resultado del colegio: 1 298 sí, 136 no, 56 en blanco, 35 nulos, lo que parece una medida a escala del propio referéndum: un 89% votó por el sí. En total, más de dos millones de personas. Un 7%, ciento setenta y siete mil, votaron por el no. El resto fueron votos blancos y nulos. Pero la participación apenas pasó del 40 por ciento. Eso no fue óbice para que el presidente Puigdemont declarase que el resultado le daba los instrumentos para continuar con el desafío: “Cataluña se ha ganado el derecho a ser un Estado independiente” dijo ese mismo día, antes de pedir a Europa que actúe como mediador. Mariano Rajoy, por su parte, se colocó en la otra orilla: “No ha habido referéndum en Cataluña. El Estado de derecho ha funcionado y ha actuado con todos sus recursos contra la provocación. Y lo ha hecho con eficacia y serenidad”, dijo en la noche del domingo.
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Un día después del referéndum, suenan las campanadas en el campanario de Premià de Mar, una de las poblaciones que forman la retahíla costera entre Barcelona y la Costa Brava. Son las doce, y las personas se acercan como un enjambre a la plaza principal. Se sitúan frente a la Casa de la Vila, el Ayuntamiento, rodeado de pósteres con la palabra “democracia” y un rostro atravesado por una franja que le cierra la boca. La concentración es heterogénea: jubilados, niños, estudiantes y funcionarios. En los corrillos se comenta la violencia del día anterior y se escuchan las palabras que más se mencionan en los últimos días: represión, dignidad, democracia. La concentración, que se repite en toda Cataluña, sirve de prólogo a la huelga general del día siguiente y repudia la violencia vivida el domingo.
—El gobierno del Estado debe asumir todas las responsabilidades. La gente quería votar e hizo resistencia a la provocación de las fuerzas de seguridad españolas, lo que es reflejo de una sociedad madura, pacífica y plenamente democrática. Hemos votado. Y le demostramos al mundo que la represión no pudo con la voluntad —dice el alcalde, Miquel Buch, y la plaza se cae de la ovación.
Premià es un buen ejemplo de la evolución catalana: una burguesía que ha ido virando hacia el independentismo, y eso ha hecho que las calles estén repletas de esteladas, las paredes forradas del “sí”. No hay banderas españolas por ningún lado. Ni siquiera en la fachada del Ayuntamiento, donde sólo luce una estelada a modo de pendón. Mientras, en el tejado del edificio consistorial, ondea el cuarteto de enseñas que marca la ley (del ayuntamiento, de Cataluña, de España y de Europa).
Sin formar parte del gobierno catalán, el alcalde tiene mucho poder. Buch es, además de regidor de Premià, el presidente de la Asociación de Ayuntamientos Catalanes, otro de los motores de la independencia: de casi mil ayuntamientos que hay en Cataluña, más de 700 están en manos del independentismo.
—El 80% de los ayuntamientos catalanes tienen menos de diez mil habitantes. En ese contexto los alcaldes somos el referente, el faro, la torre de vigilancia. Somos la correa de transmisión a la ciudadanía, los que estamos en contacto real con la gente. Cuando la ciudadanía ve que su alcalde está al frente y no da un paso atrás, pasa algo importante. Los alcaldes no han actuado así porque están locos, sino que están en la calle y ven lo que quiere la gente. Es la simbiosis total —dice.
Un paseo por las calles de este municipio, uno de los más densamente poblados de Cataluña, retrata el momento. Aquí no hay guerra de banderas. Sólo hay esteladas, y un solo tema de conversación: el referéndum lo ha cambiado todo. Lo reconocen, incluso, algunos los políticos no nacionalistas afincados en Cataluña.
—Hiciéramos lo que hiciéramos saldríamos perdiendo. Y ahora hay un clima revolucionario —dice Fernando Sánchez Casado, uno de los once diputados del Partido Popular en Cataluña.
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Empezaron dos agencias de publicidad, una de Madrid, otra de Barcelona, poniendo una bandera en sus balcones: “Parlem. Hablemos”. Tirando de ese hilo, dos estudiantes universitarios montaron una plataforma bautizada con el eslogan y consiguieron viralizar una convocatoria en todas las ciudades de España. Se trataba de concentrarse frente a los ayuntamientos y pedir diálogo a los políticos. Conminaban a salir de blanco y sin enseñas de ningún tipo.
Una semana después del referéndum, el sábado 7 de octubre, la plaza de Cibeles de Madrid está llena de gente con carteles alusivos a ese “hablemos”: “Carles y Mariano, a ver si nos llamamos”. Cuando aparece un grupo de gente con banderas españolas, que participaba de otra concentración por la unidad de España a unos 500 metros, en la plaza de Colón, de España, les gritan: “Sin banderas”. Rápidamente, la policía hace un cordón en torno a ellos, y empiezan los gritos y los insultos entre unos y otros ciudadanos. El huracán catalán reedita otro de los grandes asuntos políticos en el país: las dos Españas, la conservadora y la progresista, la monárquica y la republicana, los vencedores y vencidos de la Guerra Civil y el franquismo. Suena viejo, pero todas esas cosas se enredan, también, en el nudo catalán.
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Era martes, 10 de octubre, las siete de la tarde, cuando cambió el paisaje de mástiles izados por banderas arriadas, de euforia por decepción. Miles de personas vivieron estremecidas el momento en que el presidente catalán declaró la independencia e inmediatamente la suspendió. La sensación de la obra sin rematar flotó y se quedó sin irse en el paseo Lluís Companys, junto al Parlamento de Catalunya, bajo dos pantallas gigantes. En los segundos en los que apenas se cruza un saludo o se pide la hora, Carles Puigdemont recitó, en el pleno parlamentario, el abracadabra: “Les presento el resultado del referéndum, el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en Estado independiente en forma de república”. Y enseguida inoculó su antídoto: “Proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada”.
Habían pasado diez días desde el referéndum. Según la ley aprobada antes de la consulta, en el caso de que ganara el “sí”, como sucedió, en las 48 horas siguientes a la votación tendría que proclamarse la república catalana. Pero la decisión se dilató porque Madrid reaccionó tajante: no hay diálogo, tienen que volver al ordenamiento constitucional. El Rey Felipe vi abundó en ese línea con un duro discurso retransmitido en cadena nacional en los días posteriores a la consulta. Y el domingo 8 se celebró una manifestación a favor de la unidad de España en Barcelona a la que acudió más de medio millón de personas. En ella, Mario Vargas Llosa hizo un encendido alegato contra el independentismo catalán. Con el paso de los días, la esperanza catalana de inmiscuir a las instituciones europeas y terceros países en el contencioso se fue desinflando. Aún así, se pautó el pleno en el que Puigdemont declararía la independencia. El 10 de octubre sonaba para los independentistas catalanes a fecha patria. El día de la independencia. Pero no lo fue. O, al menos, no por ahora.
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