De Barcelona a Marte
Joaquim Pujals
Fotografía de Alfons Rodríguez
El proyecto MELiSSA de la ESA desarrolla en la capital catalana un ecosistema transportable y autosuficiente para proveer de oxígeno, agua y alimento a los astronautas que viajarán a Marte. Por ahora apenas se llevan a cabo pruebas preliminares, pero el objetivo final es la llegada al Planeta Rojo en unos 15 años.
En la película The Martian, dirigida en 2015 por Ridley Scott, el astronauta Mark Watney (interpretado por Matt Damon), abandonado en la superficie del Planeta Rojo por sus compañeros de misión tras creerlo muerto en una violenta tormenta de polvo, logra sobrevivir durante 549 días marcianos (un 3% más largos que los terrestres, es decir, unos 18 meses en total) alimentándose de las patatas que allí cultiva.
Al ser Marte, hasta donde sabemos, un planeta carente de vida, o al menos de vida con características similares a las de la Tierra, su superficie no ofrece ninguno de los elementos que precisan los vegetales terrícolas para germinar, crecer y multiplicarse: oxígeno, suficiente luz solar, agua y nutrientes de origen mineral y biológico.
Así que el náufrago espacial, botánico de formación, debe proporcionárselos de forma artificial, disponiendo de recursos muy escasos: aporta la luz mediante potentes focos, recicla el agua (obtenida del combustible de la nave) y su orina, y abona el sembrado extraterrestre con sus excrementos tratados o con los restos no comestibles de la cosecha, todo ello en un circuito necesariamente cerrado y circular.
¿Es eso posible? El autor del best seller en que se basó el filme, Andy Weir, se asesoró minuciosamente por científicos especializados en proyectos de soporte vital para misiones espaciales de larga duración. En el libro aborda prolijos pormenores técnicos en los que lógicamente no podía explayarse el relato cinematográfico que, como todos los que quieren emplear el nombre de la nasa, fue supervisado por la propia agencia espacial estadounidense.
Todo apunta a que un sistema autosuficiente de este tipo puede ser viable, aunque seguramente nos hallamos a un puñado de décadas de lograrlo. Trabajan en ello (por separado) estadounidenses, rusos, chinos, japoneses y canadienses. Pero, de momento, el lugar donde más cerca se está de conseguirlo se encuentra en las proximidades de Barcelona.
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Tras superar un lector de huella dactilar se accede a un discreto pasillo de la planta inferior de la Escuela de Ingeniería de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), un edificio moderno de ladrillo rojo y grandes ventanales que, aunque austero, alegra el entorno de plomizas moles de hormigón gris de los setenta que aún se imponen en el campus de Bellaterra, a una veintena de kilómetros de la capital catalana. En medio del corredor, de suelo pintado de verde y con vistas a un patio de grava, llama la atención el vistoso color amarillo de una ducha de emergencia y una curiosa fuente donde reza: “lavaojos”. Son parte del dispositivo de seguridad frente a accidentes químicos de este sector de laboratorios. Tres de las pequeñas estancias del pasillo integran la Planta Piloto-Laboratorio Claude Chipaux del proyecto MELiSSA de la Agencia Espacial Europea (ESA, por sus siglas en inglés). En ellas, unos individuos enfundados en trajes anticontaminación azules cultivan lechugas y observan complacidos cómo unas pequeñas ratas blancas duermen plácidamente durante toda la jornada, velando de manera permanente por su bienestar, que implica el éxito del experimento que llevan a cabo: comprobar si se puede alimentar por sus propios medios a los primeros humanos que viajen a Marte. “The Martian es seguramente la película que más se ha aproximado a lo que hacemos. Describe lo que tenemos aquí, salvo que él cultiva sobre arena y nosotros con sistemas hidropónicos”, señala Carol Arnau, de 37 años, ingeniera de bioprocesos, coordinadora del equipo humano y técnico de la planta piloto, en la que lleva trabajando seis años. “Tiene una base científica, es verosímil, y ayuda a popularizar nuestro trabajo. Pero cuando la analizas a fondo ves que su sistema tendría mil fugas y que, desde luego, el tema del oxígeno no cuadra”, sentencia. “Le ves algunas pegas, pero no se aleja demasiado de la realidad”, coincide Raúl Moyano, de 42 años, responsable del mantenimiento electrónico de las instalaciones. MELiSSA (siglas de Micro-Ecological Life Support System Alternative, ‘alternativa de soporte vital microecológico’) tiene como objetivo reproducir tecnológicamente un ecosistema terrestre que pueda funcionar de forma autosuficiente durante varios años en el interior de una nave o de una base espacial permanente. Sin una infraestructura de este tipo, y con los medios de transporte actuales, resulta completamente inviable un viaje más allá del sistema Tierra-Luna. Es decir, jamás se podría llegar a Marte, el próximo gran objetivo de la exploración del espacio, cuya conquista han vaticinado algunos portavoces de la nasa para la década de 2030. En la planta piloto barcelonesa se ponen en práctica los descubrimientos realizados por un centenar de expertos (agrobiólogos, microbiólogos, bioingenieros, ingenieros eléctricos y electrónicos, especialistas en genómica, en proteómica, veterinarios) de trece organismos públicos y privados de España, Bélgica, Italia, Francia y Canadá, que siguen la estela de Chipaux, ingeniero francés fallecido hace tres décadas, quien fue de los pioneros en advertir que no podremos llegar muy lejos en el cosmos sin la ayuda de las plantas y las bacterias. El sistema tiene que ser capaz de producir oxígeno, agua y alimentos para los astronautas, y gestionar sus residuos (dióxido de carbono, heces, orina, restos de comida), que deberán ser empleados para generar los elementos fundamentales para la vida que necesitarán los humanos y los vegetales. Sin que falte ni sobre nada. En la actualidad, los residentes en la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) ya reciclan su atmósfera y el agua mediante procedimientos físico-químicos. Pero reciben mensualmente suministros externos de oxígeno, agua limpia y comida, y pueden deshacerse del CO2, el hidrógeno y los residuos sólidos que generan. En una larga travesía por el espacio o en una base extraterrestre no se podrá contar ni con una cosa ni con la otra. Pese a trabajar para hacer posibles los viajes más largos y excitantes que habrá encarado la humanidad en su larga historia, el equipo permanente de la planta piloto (integrado por siete personas) no tiene presente la meta final en el día a día. Marte no domina su imaginación: faltan muchas décadas para eso. Su gran estímulo es el desafío técnico que afrontan jornada tras jornada. “En las reuniones generales con los socios del proyecto sí tienes una mayor visión de conjunto”, admite Arnau. “La verdad es que no pienso mucho en ello”, confiesa Cynthia Munganga, de 37 años (los diez últimos trabajando aquí), ingeniera química y biotecnóloga, una de cuyas diversas funciones es cuidar de los cultivos y los roedores. “Creo que no somos realmente conscientes de a dónde llegará todo esto”, reconoce igualmente Raúl Moyano. El primer viaje de seres humanos a Marte tendrá que verse precedido por un buen número de fases preparatorias. Primero será preciso que entren en funcionamiento las nuevas naves Orion estadounidenses, que garantizarían el transporte hasta la Luna, y no se espera que estén operativas antes de 2023. Después, habrá que situar una nueva estación espacial en órbita lunar, o en algún punto estable de equilibrio gravitatorio entre la Luna y Marte, proyecto en el que colaboran la nasa y las agencias espaciales europea, rusa, canadiense y japonesa. Es lo que se conoce como Deep Space Gateway, la ‘puerta al espacio profundo’, cuyo compromiso de construcción han ratificado esta primavera sus socios. Desde ella se podrán enviar naves a objetivos enormemente más lejanos, como Marte. Durante unos cuantos años se tratará de misiones no tripuladas, que permitirán perfeccionar las técnicas de aterrizaje (o, más propiamente, amartizaje) y llevarán al Planeta Rojo vehículos de transporte terrestre y avituallamientos(provisión de víveres para expediciones) para los astronautas pioneros. Más adelante deberá llegar también allí la nave que les permitirá abandonar ese entorno hostil y regresar a casa. Y las primeras misiones con humanos a bordo todavía no descenderán a la superficie marciana: permanecerán orbitando alrededor de aquel nuevo mundo mientras se llevan a cabo toda clase de observaciones previas. Sea como fuere, en las sucesivas etapas, las permanencias humanas en el espacio serán cada vez más largas y distantes. En ese momento llegará la hora de la verdad para nuestro ecosistema artificial. Hasta ahora se han afrontado viajes de horas o de unos pocos días, pero de golpe pasarán a ser de meses o de años. A razón de unos cinco kilos por jornada de suministros vitales (oxígeno, agua y comida) por astronauta (y el cálculo no incluye líquido para el aseo), “la misión a Marte tendría que cargar con más de 30 toneladas de carga”, precisa el director técnico de la planta piloto, Enrique Peiró, especialista en microbiología industrial. El cohete actual más potente, el Falcon Heavy de la compañía SpaceX de Elon Musk, solamente podría transportar hasta el Planeta Rojo una decena de toneladas. Para solucionar el problema, hubo que observar la naturaleza, donde nada se desaprovecha, donde la muerte de la materia permite el surgimiento de nueva vida. La inspiración llegó desde un entorno lacustre, en el que diferentes microorganismos metabolizan los residuos de animales y plantas a distintos niveles de profundidad en el agua mediante procesos de fermentación en ausencia de oxígeno, nitrificación o fotosíntesis, y los convierten en nutrientes que vuelven a ser aprovechados en la cúspide del sistema trófico por los seres pluricelulares. Lo que ha hecho MELiSSA es “ingenierizar este ciclo ecológico natural”, resumen sus responsables. “Es un reto tecnológico brutal”, afirma el director de la planta piloto, Francesc Gòdia, de 61 años, doctor en ingeniería química por la uab y pionero en investigación biotecnológica en el país, quien, procedente del sector farmacéutico, admite que “nunca habría imaginado que acabaría trabajando en un proyecto relacionado con el espacio” y es consciente de que tal vez no llegue a ver a los humanos pisando Marte, en un viaje al que él habrá hecho una inmensa contribución. Cuando está a punto de cumplir los 30 años de trabajos, y sobre una escala de 9, MELiSSA se halla todavía en la fase número 3. En la planta, cada uno de los procesos biológicos que tienen lugar en un humedal se ha reproducido en el interior de un sofisticado biorreactor, complejos dispositivos desarrollados principalmente por la industria farmacéutica en los que confluyen una cantidad gigantesca de tubos, válvulas, cables y sensores que monitorizan los técnicos encapuchados en los monos azules, que no visten para protegerse de ninguna amenaza, sino para no contaminar ellos mismos las estancias. Para evitarlo, las diversas dependencias están dotadas de un sistema SAS (Sterile Access System, ‘sistema de acceso estéril’), que incrementa la presión conforme se pasa de una habitación a otra, con el máximo nivel donde se hallan los dispositivos cuya extrema pulcritud se quiere garantizar. La diferencia de presión en cascada expulsa hacia el exterior cualquier partícula contaminante y no se puede abrir una de las dos puertas de cada estancia hasta que la anterior esté bien cerrada. Además, en todas las cámaras el aire es filtrado permanentemente, y los investigadores que deben penetrar en las salas limpias deben seguir un estricto protocolo higiénico. Después de almorzar, Raúl Moyano se apresta a aplicarlo antes de continuar durante la jornada vespertina con las pruebas de presión y estanqueidad a que se someten estos días los reactores después de un periodo de paro, motivado por unas obras de reforma, que consisten en hacer circular vapor por todos los conductos en busca de posibles fugas. En primer lugar, ingresa en un pequeño vestuario para ponerse sobre la ropa de calle una especie de pijama gris (hay que cuidar que no se arrastre por el suelo al hacerlo), y cubrirse el pelo con un gorro y los zapatos con fundas de plástico antes de pasar a otra estancia de tránsito, contigua a la de los reactores, en cuya puerta hay una alfombrilla adhesiva que atrapa las partículas de las suelas. En esta nueva cámara ya impera una mayor presión ambiental, que empujará hacia afuera el menor elemento no deseado. Aquí se sustituye el calzado por unos zuecos de goma antiestáticos y el técnico se enfunda el traje anticontaminación completo, que cubre los pies y lleva capucha, se pone una máscara que cubre la boca, una amplias gafas sobre los ojos y guantes de nitrilo, que desinfecta cuidadosamente con un líquido antiséptico. El atuendo se limpia a fondo y por completo tras un máximo de dos usos. También, para prevenir la contaminación, en las cámaras de los biorreactores, donde impera una temperatura constante de 20-21 grados centígrados (la doble capa de ropa impide la transpiración), no pueden trabajar más de tres personas a la vez y pueden pasar un máximo de tres o cuatro horas en ella, durante las cuales no pueden abandonarlas salvo por razón de extrema necesidad. Una salida al exterior, por breve que sea, implica la obligatoriedad de despojarse del equipo completo y volver a iniciar el proceso de entrada, así que es muy importante una exhaustiva planificación de las tareas a acometer. “¡Si te olvidas algo fuera, es un drama!”, comenta entre risas Carol Arnau. Cada biorreactor lleva a cabo por separado una de las partes del proceso biológico que hará funcionar el conjunto del ecosistema viajero, y varios de ellos ya han empezado a ser interconectados. Por ahora, gracias a complejos modelos matemáticos, se ha conseguido ajustar su funcionamiento para integrar hasta tres circuitos bilaterales, en los que se efectúan intercambios de sólidos, líquidos o gases. Para este año se espera poder llevar a cabo un cuarto paquete de integración, sobre un total de 18 posibles (aunque la cifra final está en constante redefinición y podrá verse modificada al alza o a la baja según el resultado de los experimentos). En el primer reactor, el más complejo, dos clases distintas de bacterias (una que actúa a altas temperaturas y sin oxígeno, y otra que precisa de la luz para operar) degradan en distintos procesos excrementos, orina y partes no comestibles de las plantas, reacciones durante las que se liberan, por una parte, carbono del que se obtiene CO2 y, por otra, amoniaco que otros microorganismos convertirán en nitrato, ambos elementos aprovechables por microalgas y plantas superiores. Éstas, situadas en otros reactores conectados entre sí, asimilan el gas y los nutrientes y, a través de la fotosíntesis, generan oxígeno y alimento. En otra interconexión, el oxígeno generado por las algas es enviado a un compartimento estanco donde se convierte en lo único que respiran las ratas, cuyos residuos orgánicos, junto con restos no aprovechables de las plantas, se inyectan en el primer biorreactor, mientras el dióxido de carbono que emiten al respirar es aprovechado por los vegetales, tanto los microscópicos como los que extienden sus brillantes hojas verdes a escasos metros de distancia. De momento, en la planta piloto solamente se han cultivado lechugas mediante un sistema hidropónico que optimiza el consumo de agua, y espirulina (Arthrospira platensis), una cianobacteria (antes llamadas algas azules, capaces de realizar la fotosíntesis, las formas de vida que empezaron a conformar la atmósfera de la Tierra), que está considerada un superalimento y que ya consumían los aztecas, la cual recolectaban en el lago de Texcoco y la llamaban tecuitlatl (‘excremento de piedra’). Se controlan con minuciosidad los parámetros de temperatura, humedad, pH, iluminación y conductividad del pequeño huerto que prospera en el interior de una cámara aislada diseñada y construida expresamente por especialistas de la Universidad de Guelph (Canadá), que pusieron en marcha el experimento hortícola, en el que también han participado posteriormente biólogos de la de Nápoles (Italia). La lechuga tiene la ventaja de que crece sin precisar de especiales cuidados, con un amplio rango de temperaturas y con un ciclo de vida de apenas seis meses, pero su aportación energética como alimento es más bien pobre. “Proporcionar a los astronautas una dieta equilibrada requerirá el cultivo de 21 especies de plantas, además de las espirulinas. En realidad, solamente hay ocho cultivos indispensables, pero se han incorporado al programa unos cuantos más para evitar la monotonía, por motivos culturales y psicológicos”, explica Gòdia. Entre los seleccionados están la remolacha, el trigo y la patata que salvó el pellejo al astronauta de la gran pantalla encarnado por Matt Damon. Entre los alicientes del viaje a Marte no estará el gastronómico, y la dieta de productos frescos de los viajeros será cien por cien vegana. Sólo habrá proteínas animales en lo poco que puedan acarrear desde la Tierra durante el viaje. “Ya es suficientemente complejo diseñar un ciclo autosostenible solamente con plantas. Criar animales significaría añadir unos niveles de complejidad excesivos”, dice Francesc Gòdia. Las plantas superiores serán las responsables de la parte fundamental de la producción de comida y oxígeno, pero la espirulina, con la que ya se ha alimentado de forma experimental un residente en la Estación Espacial Internacional, presenta una gran ventaja a la hora de garantizar el suministro de oxígeno a los futuros viajeros espaciales: su capacidad de respuesta rápida a condiciones cambiantes. En cuestión de minutos, y mediante un pequeño ajuste de la iluminación que reciben las microalgas, el sistema aumenta o reduce la aportación de oxígeno para las ratas que, al ser animales nocturnos, consumen mucho de noche y bastante menos durante el día, cuando sestean la mayor parte del tiempo y generan, a la inversa, mayores o menores niveles de dióxido de carbono que las algas a su vez deben metabolizar. “Las plantas tardarían horas en lograrlo”, argumentan los técnicos del proyecto. El sistema, que los científicos incluso pueden verificar y controlar desde casa mediante sus teléfonos celulares, ha permitido ya la supervivencia sin problemas de las ratas respirando oxígeno aportado únicamente por las algas en periodos de hasta seis semanas. “El nivel de oxígeno en el aire de la Tierra es de 21%, y se considera que un astronauta podrá vivir bien con niveles situados entre el 18% y 23%. Ahora hemos demostrado que podemos estabilizarlo en todo momento”, dice el director de la planta. Los animales utilizados en la planta piloto, protegidos por un estricto protocolo de seguridad impuesto por el Comité de Ética de la universidad, son ratas albinas de la raza Wistar (Rattus norvegicus), que solamente se crían en un par de laboratorios en Europa y no tienen por ahora otra misión más que respirar el oxígeno fabricado por las algas y proporcionarles a cambio su dióxido de carbono y sus residuos corporales. “Se trata de animales totalmente libres de patógenos, que llegan con 12 semanas de edad porque la actividad metabólica varía con la misma, y por ello no nos convienen ni demasiado jóvenes ni demasiado viejas”, señala Cynthia Munganga, que tiene que atenderlas. Sólo se emplean hembras, por ser más dóciles, capaces de convivir con menos conflictos en un pequeño habitáculo con unos niveles de estanqueidad tan extremos que únicamente dos empresas británicas se atreven a fabricarlos. Se calcula que la respiración de 60 de estos roedores equivale a la de una persona. En estos momentos, con una planta piloto como la actual, a escala de un ser humano, ya se le podría aportar todo el oxígeno necesario y gestionar su CO2, orina y heces, pero solamente proporcionarle entre 20% y 40% del alimento que precisaría. Aunque su objetivo final sea llevar a astronautas a Marte, los experimentos de MELiSSA han generado conocimientos útiles para nuestro planeta: sistemas de depuración de aguas residuales, que se han empleado ya en alguna remota base antártica; biosensores que facilitan la producción de levaduras para la industria del cava, el vino o la cerveza; y hasta una bacteria, el Rhodospirillum rubrum, capaz de eliminar el colesterol de nuestras arterias y que ya ha sido protegida con una patente. “Los científicos del proyecto están tan concentrados desarrollando soluciones para sobrevivir en el espacio que casi no se dan cuenta de que muchas ya pueden aplicarse hoy en la Tierra”, comenta Rob Suters, responsable de IPStar, la empresa neerlandesa que rentabiliza esta transferencia tecnológica. La instalación de la uab está demostrando la viabilidad del sistema en condiciones terrestres, pero las que imperan en el espacio son muy distintas, y después habrá que probarlo con ellas, por lo que algunos de los modelos a escala de los desarrollados en la planta piloto barcelonesa ya han viajado hasta la Estación Espacial Internacional. En febrero del año pasado lo hizo el experimento Artemiss con un minibiorreactor con el que se estudió cómo la microgravedad y la radiación espacial influían en el crecimiento de la espirulina y cómo ésta llevaba a cabo la fotosíntesis en semejante entorno. “Y demostramos que sí, que se puede hacer el cultivo en el espacio”, anuncia satisfecho Gòdia. Este año está previsto que se pruebe allí su homólogo Uriniss, un reactor destinado al reciclaje de orina para obtener nitrógeno, energía, nutrientes para plantas y agua. Y en el futuro tendrá que salir más allá de la atmósfera terrestre algún roedor. Aplicar lo descubierto hasta ahora a las personas queda todavía muy lejos, y por supuesto se hará primero en tierra. “Como mínimo, para acabar de integrar todos los procesos necesitaremos cinco o seis años más. Cuando tengamos todos los reactores interconectados habrá que tenerlos operando ininterrumpidamente y sin interferencias durante un periodo de entre uno y dos años. En ese momento la planta piloto habrá alcanzado su objetivo, aunque se podrá seguir utilizando para muchas otras cosas”, refiere su director. La experiencia de MELiSSA servirá entonces para el diseño de una instalación superior donde ya se trabajará con personas, lo que la esa llama una Fipes (Facility for Integrated Planetary Exploration Simulation, ‘instalación para la simulación integrada de una exploración planetaria’). Y cuando la misma haya demostrado que funciona durante largos periodos y a plena satisfacción, aún habrá que rediseñarla tan pequeña y liviana como sea posible, sustituyendo el metal por los plásticos. Solamente entonces las fronteras del espacio empezarán a ensancharse para el hombre,en un viaje que habrá pasado por Bellaterra.
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