Los vecinos se escondieron con el ataúd en una casa. El hermano de la víctima pidió apoyo a los militares para poder concluir con el sepelio. Los soldados llegaron dos horas después. Así fue como la comunidad consiguió enterrar a Andrés.
La familia de Roque —un hombre de 61 años que arrastra la nostalgia cuando habla de su pueblo— consiguió que le prestaran una casa en Villa Unión, una localidad de poco más de 13 000 habitantes, que se ubica a media hora del puerto de Mazatlán. La vivienda estaba en la colonia 7 de Abril, un asentamiento irregular en la periferia del pueblo. Don Roque se instaló con su esposa, sus tres pequeños hijos, sus tres hijas casadas, sus yernos y sus nietos en un cuarto de 18 metros cuadrados. Habían huido de Chirimoyos sólo con unas cuantas prendas de ropa, por lo que el propio Roque construyó las bases de las camas, un mueble para colocar los trastos y un armario para la ropa.
Los desplazados que, como Roque, provienen de los poblados serranos del sur de Sinaloa —Concordia, Rosario, San Ignacio y Escuinapa— comenzaron a llegar a la colonia 7 de Abril en 2007, un año después de que el expresidente Felipe Calderón declarara la guerra contra el narcotráfico. También llegaron pobladores de los estados vecinos de Durango y Nayarit. Todos huyendo de la violencia.
Roque recuerda que ese año empezaron los conflictos en su municipio con la presencia intermitente de algunos grupos que luchaban por controlar los plantíos de marihuana, pero cuando los sembradíos se fueron haciendo más escasos y muchos pobladores se emplearon en las minas cercanas, la extorsión, las desapariciones y los asesinatos se hicieron más frecuentes. “Quienes se dedicaban a eso [marihuana], dejaron de sembrarla porque ya no era redituable y era muy difícil venderla, y optaron por sembrar maíz o frijol. Además, sabemos que no es una actividad lícita, daña a nuestras familias, nuestro entorno y nuestra forma de vida”, dice. “Después nadie entendía por qué mataban a personas que se dedicaban a actividades lícitas, que no se metían con nadie”. Ante el temor de ser la siguiente víctima, huir se convirtió en la única opción y Villa Unión, el primer pueblo al bajar de la sierra, se volvió el destino más frecuente.
Las víctimas de la violencia se han asentado en las colonias de las periferias de Villa Unión porque pueden mantener una dinámica parecida a la vida rural que llevaban en la sierra. La colonia 7 de Abril, que se ha vuelto un refugio para los desplazados, es un inmenso asentamiento de improvisadas casas de lámina y cartón construidas sobre calles mal trazadas, pero donde los niños pueden correr en la calle y las familias pueden instalar fogones para cocinar en el patio.
Ahí, además de compartir sus tristezas, los habitantes se reparten el agua que extraen de una toma colectiva. Roque, que ha organizado a los desplazados para exigirle apoyo al Gobierno, cuenta que la mayoría decide quedarse ahí en Villa Unión por la cercanía que hay de campos agrícolas, donde él y otras personas se emplean de jornaleros. Otras decenas de familias se han establecido en las colonias de las periferias del puerto de Mazatlán, donde se han empleado en restaurantes, hoteles, puestos de comida o en trabajos de albañilería y limpieza doméstica.
Los habitantes de esta región del sur del estado no son las únicas víctimas del desplazamiento forzado interno en Sinaloa que han tenido que huir desde el 2007 tras haber sido amenazados o haber sufrido la muerte violenta de un ser querido. En los municipios serranos del norte de la entidad, como San Ignacio, Sinaloa de Leyva y Choix, los habitantes también emprendieron un éxodo hasta las ciudades más importantes del estado, como Los Mochis, Guasave o Culiacán.
El problema del desplazamiento forzado interno se ha agudizado con el paso de los años, pero las autoridades ni siquiera se han preocupado por contar con una cifra exacta de afectados. La Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Sinaloa, una organización independiente, contabiliza cerca de 40 000 personas en esta condición. La Secretaría de Desarrollo Social ha manejado una cifra menor: el año pasado calculaba unas 2 000 familias. Apenas este año el gobierno de Sinaloa comenzó a elaborar un censo para contar con una cifra apegada a la realidad y poder atender el problema.
Sinaloa es un estado con una historia profundamente ligada al narcotráfico. Es conocido internacionalmente por ser la cuna de buena parte de los capos que conformaron las organizaciones criminales más poderosas de México, como: Joaquín El Chapo Guzmán e Ismael El Mayo Zambada, líderes del Cartel de Sinaloa; Rafael Caro Quintero, Miguel Ángel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca, fundadores del Cartel de Guadalajara; así como los hermanos Alfredo, Arturo y Héctor Beltrán Leyva, del cartel que lleva sus apellidos.
Aunque algunos están en prisiones de Estados Unidos —como Joaquín Guzmán o Alfredo Beltrán—, otros muertos —como Arturo y Héctor Beltrán—, y otros llevan décadas encerrados en una cárcel mexicana —como Miguel Ángel Félix Gallardo—, el panorama sigue siendo igual de desolador para las familias de la sierra. El hecho de que maten o capturen a un capo no acaba con la violencia porque inmediatamente llega alguien más a ocupar ese lugar. Las personas continúan bajando de sus poblados apenas con lo indispensable y en absoluta vulnerabilidad. Otros, más valientes o con escasa resignación, deciden volver a sus pueblos porque simplemente no logran adaptarse a su nueva vida.
En Villa Unión había unas 150 familias, pero ahora quedan unas 70 porque muchas retornaron a sus pueblos al no adaptarse al clima, a la comida o al trabajo. Don Roque cuenta que los primeros en aclamar el regreso son los ancianos, que comienzan a deprimirse ante el drástico cambio de vida y por ello deciden volver, aunque tengan que pagar el precio del silencio ante lo que les tocar ver.
Antes de huir de su pueblo, Jesusa Sarabia pasó el último año buscando a su esposo. Rosario Rojas, que se desempeñaba como comisario de El Tecomate, partió en su caballo la mañana del 25 de noviembre de 2014 rumbo a su milpa, pero nunca volvió.
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La señora Jesusa Sánchez Sarabia atiende un puesto de comida en una colonia popular de Mazatlán. Aunque vive en el principal destino turístico de Sinaloa, su vida transcurre alejada del ambiente festivo que inunda la zona dorada y de los turistas que saturan el malecón. Pocas veces piensa en recorrer la playa o contemplar un atardecer frente al mar. Su prioridad es sobrevivir: trabaja incansablemente para poder pagar la renta de 800 pesos de una pequeña vivienda con piso de cemento y paredes sin recubrimiento.
Llegó al puerto a principios de 2016, proveniente de El Tecomate de la Noria, un poblado de la zona serrana de Mazatlán que —junto a otros asentamientos de la zona como El Zapote y El Guamúchil— ha sido escenario de cruentas batallas entre miembros del crimen organizado. Ahora es casi un pueblo fantasma.
Antes de huir de su pueblo, pasó el último año buscando a su esposo, Rosario Rojas Lizárraga. El hombre, que se desempeñaba como comisario de El Tecomate, partió en su caballo la mañana del 25 de noviembre de 2014 rumbo a su milpa, pero nunca volvió. Ese mismo día, tres hermanos de Jesusa y dos de sus cuñados también salieron a sus tierras y tampoco volvieron. Lo único que encontraron fueron los caballos.
“Él no se metía con nadie y cuando empezamos a pasar sustos [hechos violentos], yo le decía a él: ‘Vámonos’ y él decía: ‘No, porque no le hemos hecho ningún mal a nadie’”, cuenta esta madre de 46 años con la mirada ensombrecida de tristeza.
Al año de la desaparición de su esposo y sus hermanos, un grupo delincuencial mató a otro de sus hermanos. “Si tenían culpa, uno no los hubiera buscado, pero uno siente coraje porque aún no sabemos por qué nos hicieron esto”, reprocha con furia mientras sostiene la foto de su marido: un hombre de gesto serio y sombrero vaquero.
Los desplazamientos en Sinaloa comenzaron unos meses después de que el expresidente Felipe Calderón le declaró la guerra al narcotráfico, en diciembre de 2006. Los primeros éxodos ocurrieron en los recónditos poblados del llamado triángulo dorado, una región de la Sierra Madre Occidental compartida por Sinaloa, Durango y Chihuahua que concentra los mayores cultivos de mariguana y amapola del norte de México. El movimiento masivo de personas pronto se extendió a otras regiones de la entidad.
En El Tecomate los habitantes comenzaron un éxodo silencioso desde 2009. Un día antes de la Nochebuena de ese año, un centenar de hombres armados detuvieron un autobús que se dirigía a Mazatlán y bajaron a los pasajeros. Obligaron al conductor a llevarlos al vecino poblado de El Guamúchil, donde atacaron a un hombre y balearon casas. Tras continuar el trayecto a El Tecomate, de donde había partido el suburbano inicialmente, el grupo rival los emboscó, les disparó y les lanzó granadas de fragmentación. El camión quedó en cenizas y los habitantes de esos poblados se quedaron sin transporte público por varios meses.
“A los pasajeros los dejaron amarrados en el monte y esos hombres se subieron al camión con los vidrios arriba para que no los vieran. Nosotros escuchamos los balazos y todo, dicen que hubo muchos muertos, pero los periódicos al siguiente día dijeron que sólo había habido uno”, cuenta Esthela Patrón, que en ese entonces vivía en El Zapote, un poblado cercano de donde ocurrió el enfrentamiento.
En esta región serrana las pugnas entre los Beltrán Leyva y el Cartel de Sinaloa se agudizaron desde un año antes de la quema del autobús. En 2008, los hermanos Beltrán se separaron de la organización criminal comandada por El Chapo Guzmán, acusándolo de traición, y se aliaron con Los Zetas, un sanguinario cartel fundado por exmilitares. A punta de pistola comenzaron la pelea por este territorio estratégico: zonas aisladas y de difícil acceso. La fractura de estas bandas criminales ocasionó cientos de desplazados y un aumento de homicidios en toda la entidad.
Antes de la escisión, las células delictivas que conformaban el Cartel de Sinaloa, entre ellos los Beltrán Leyva, operaban en relativa armonía. Tenían sus campos de acción delimitados y los niveles de violencia no eran tan altos porque al final de cuentas era una sola estructura. Tras la ruptura de 2008, los hermanos Beltrán Leyva y sus operadores más cercanos quisieron apoderarse de ciertas zonas del Cartel de Sinaloa, obligando en muchos casos a los pobladores a trabajar para ellos. Los que se negaban debían huir.
El éxodo que se suscitó no se veía desde los años setenta, cuando miles de militares peinaron el llamado triángulo dorado erradicando plantíos de mariguana y amapola como parte de la llamada Operación Cóndor, dice Sibely Cañedo, investigadora en temas de desplazamiento forzado por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Las acciones militares del Plan Cóndor —puesto en marcha en 1977 y que dieron pie a la violación masiva de derechos humanos— dejaron decenas de pueblos desolados que ya no tenían en qué trabajar al haberse desmantelado la siembra de enervantes, relata la también periodista.
En 2008 se volvió a agudizar este fenómeno de desplazamiento masivo, pero ahora por la disputa territorial entre el Cartel de Sinaloa y los Beltrán Leyva, explica. “Es un parteaguas que se ve muy marcado de cómo empiezan estos desplazamientos más colectivos, donde estos grupos están interesados en despoblar las comunidades. El desplazamiento forzado ya no es un ajuste de cuentas, sino que se vuelve una estrategia para ocupar el territorio para diferentes fines: no sólo para producir y trasegar la droga, sino también para aprovechar los recursos naturales”, destaca.
Las familias que han regresado a sus ranchos han encontrado sus casas incendiadas o saqueadas. Muchos comercios locales, donde compraban alimentos, cerraron, y muchas de las tierras de cultivo fueron arrasadas. En otras localidades se quedaron sin comisarios, la autoridad encargada de resolver las quejas o trámites administrativos de los pobladores, y en la mayoría de los accesos a los poblados siempre hay hombres armados que vigilan quién ingresa y quién sale.
¨El día que sucedieron las cosas [hechos violentos] nosotros nomás salimos con la ropa que llevábamos puesta y algunos papeles, allá dejamos todo”, dice María Reyes.
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El 12 de enero de 2012, Esperanza Hernández Lugo salió de Ocurahui, un pueblo del municipio de Sinaloa de Leyva —en la Sierra Madre Occidental—, ante el temor de ser asesinada por criminales. En ese entonces la pelea entre los grupos delincuenciales había orillado a los pobladores a tomar una decisión: colaborar con un cartel, abandonar sus tierras o morir. Los pobladores optaron por el éxodo.
Una vez que la mujer se estableció con sus hijos en Guamúchil comenzó el peregrinar por varias dependencias del Gobierno en busca de ayuda. Ante la indiferencia de las autoridades, decidió anotar en una libreta el nombre y los apellidos de las personas que al igual que ella habían dejado su casa en alguno de los poblados que conforman Sinaloa de Leyva. En los listados también anotó la edad, la comunidad de origen y el lugar donde se habían afincado provisionalmente. El objetivo era visibilizar a todas esas víctimas que el Gobierno se negaba a reconocer.
En 2013 presentó una queja ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y llevó los listados de las víctimas de desplazamiento que había elaborado. En el escrito se asumía como representante de más de 600 familias desplazadas de Sinaloa de Leyva. El organismo envió personal a la entidad a corroborar lo dicho por Hernández, se entrevistó con las víctimas y después de cuatro años emitió una recomendación.
En el documento emitido en octubre de 2017 exigió al gobierno estatal y a los ayuntamientos de Sinaloa de Leyva y Choix atender a 2 038 víctimas de desplazamiento forzado interno de estas localidades. “Aunque diferentes autoridades municipales y estatales conocieron la situación del desplazamiento forzado como consecuencia de la violencia que impera en esas localidades, omitieron protegerlas, con lo cual vulneraron sus derechos humanos a la seguridad personal, al acceso a la justicia, a la libertad de circulación y residencia”, señaló el organismo nacional.
En la recomendación la cndh pidió a las autoridades brindarles atención médica y psicológica, y diseñar un protocolo de seguridad en los dos municipios para que los afectados pudieran retornar a sus hogares voluntariamente y sin que su vida corriera peligro. “Una de las mayores preocupaciones de las personas desplazadas es el abandono de sus tierras ejidales que en varios casos han pertenecido a sus familias a través de varias generaciones”, se asienta. Por ello también solicitó proveerlos de un programa de vivienda mientras volvían a sus lugares de origen.
“Hasta la fecha no se ha cumplido nada. Las autoridades: el gobernador, la presidenta de Sinaloa de Leyva, la fiscalía, nadie me buscó. Yo busqué acercarme a ellos. Luego pusieron a un licenciado del área de derechos humanos del gobierno a cargo, pero nunca tuvo un interés en cumplir la recomendación”, se queja Hernández Lugo.
En enero de este año el Congreso de Sinaloa aprobó por primera vez un presupuesto de 30 millones de pesos para atender a los desplazados. El gobierno comenzó a elaborar un censo de los afectados para poder trazar un plan de atención. Para Esperanza, el presupuesto es insuficiente, pero sí representará una ayuda.
En enero de este año por fin logró reunirse con el gobernador Quirino Ordaz Coppel después de la recomendación emitida por la CNDH. Ahí le pidió que una parte de esos recursos aprobados se destinen a proyectos productivos. “Con eso tendríamos la manera de empezar un trabajo para tener un ingreso”, explica. El mandatario, cuenta la líder social, se comprometió a darle vivienda a todos los desplazados, pero hasta que se cuente con el censo. “Yo le dejé claro que nosotros ya no somos de una despensa o una cobija, queremos resultados concretos a los problemas de vivienda, salud y proyectos productivos”, afirma.
Hernández sabe que corre un gran peligro si vuelve a Ocurahui. En mayo de 2012, a los tres meses de haber huido, volvió al poblado y encontró un territorio saqueado. En un segundo intento, en agosto de 2013, iba resguardada por militares y aun así un grupo de sicarios la bajaron del coche donde viajaba. La mujer ha comprobado que la vida allá ya no es la misma y no está dispuesta a arriesgar su vida y la de sus seres queridos, por eso ahora está enfocada en lograr que las familias sean tratadas con dignidad por parte de las autoridades: que pasen del peregrinar a contar con una vivienda y un trabajo.
Cuando llegó a Villa Unión, don Roque encontró que muchos líderes vecinales intentaban aprovecharse de los demás. “Al principio fuimos botín: decían que nos apoyarían para tener casas y hacían negocios con nosotros”.
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Mientras en Estados Unidos un gran jurado escuchaba los testimonios y analizaba las evidencias recabadas en contra del narcotraficante más buscado del mundo —El Chapo Guzmán—, decenas de pobladores de la zona sur de Sinaloa seguían escabulléndose silenciosamente de sus domicilios por la violencia imparable. A finales del año pasado llegó a Villa Unión una familia proveniente de un poblado del municipio de Rosario, en el sur de Sinaloa, porque presenciaron el asesinato de una pareja y sus hijos, cuenta Roque Vargas. “Venían de un lugar muy aislado y están traumatizados por lo que les tocó ver”, dice en voz baja.
Roque recorre las calles de la colonia 7 de Abril para mostrar a estos reporteros las carencias en las que viven. Se conoce los nombres, las necesidades y las historias de supervivencia que hay en cada vivienda. “A esa señora de ahí le mataron a un hijo y a un nieto”, cuenta y señala a una mujer maciza y canosa que avienta las tortillas en un fogón improvisado en el patio de su casa.
El asentamiento ha tenido un crecimiento vertiginoso y desordenado. Al estar construidas sobre terrenos irregulares, las viviendas no tienen drenaje y la luz la extraen de forma clandestina. “Mucha gente se ha ido porque no aguanta el calor que hace aquí en verano, allá en la sierra el clima es muy agradable y está lleno de árboles”, cuenta Roque.
En una esquina, dos niños corren descalzos y otro más pedalea una destartalada bicicleta que levanta un remolino de polvo. “El problema es que muchos niños no tienen papeles (acta de nacimiento o certificados escolares) porque los padres sólo salieron con lo que traían puesto”, explica Roque. Esto ha ocasionado que algunos no hayan podido estudiar o se hayan atrasado un ciclo escolar. Otros han tenido que dejar el estudio para trabajar y poder contribuir con el gasto familiar.
Roque cuenta que cuando llegó a Villa Unión encontró que muchos líderes vecinales intentaban aprovecharse de sus vecinos. “Al principio fuimos botín: hubo líderes que nos decían que nos iban apoyar para tener casas y hacían negocios con nosotros”, dice desilusionado. Pronto comenzó a organizarlos y logró una reunión con personal de la Secretaría de Desarrollo Social del estado. Ante la exigencia de vivienda, los quisieron tranquilizar con despensas y láminas. Luego la dependencia los canalizó con el Instituto de Vivienda. “Así se fueron delegando responsabilidades”, lamenta. Hay desplazados que tienen más de diez años esperando un apoyo que nunca ha llegado.
A pesar de que la sierra de Sinaloa se halla estigmatizada por la recurrente siembra de mariguana y amapola, a estas familias poco les importa que El Chapo Guzmán haya sido declarado culpable de liderar un grupo criminal con el que traficó, torturó y asesinó. “La violencia sigue, no se detiene”, dice Pedro Labrador con un gesto de llana resignación.
Este hombre de huesos largos salió en 2008 de Mesa de San Pedro, un poblado boscoso que está ubicado entre los límites de Durango con Sinaloa. “Lo más difícil es que no había seguridad, nosotros queríamos sacar a los muchachos para que estudiaran y no vivieran allá para meterse a la delincuencia”, cuenta. Ese año el hombre intercambió su casa por un coche para poder huir del poblado con toda su familia: su esposa, hijos y nietos.
En esta última década ha logrado resguardar a su familia de la delincuencia, pero su condición económica no ha mejorado. Pasó más de diez años pagando un terreno irregular de una propiedad que estaba intestada. Apenas el año pasado,cuando descubrió el timo, suspendió los abonos mensuales, pero ya había dado más de diez mil pesos. Tampoco ha podido atender a uno de sus hijos, quien padece una pérdida casi total de la vista y trabaja de jornalero en un campo agrícola. “Trabaja tentando lo que puede recoger”, explica.
En el patio de la casa de Pedro está estacionada la camioneta negra en la que llegó hace más de diez años. El coche empolvado todavía porta las placas de Durango, lo último que conservan de aquellas tierras.
*Este reportaje es parte del proyecto Fuera de Casa, una plataforma sobre el desplazamiento forzado interno en México. Para ver el proyecto completo, visita horizontal.mx. / Fotografías de Enrique Rashide Serrato