Francis Alÿs lleva tiempo recogiendo fragmentos y escenas de niños jugando por el mundo, con pelotas, con cuerdas, jugando sin parar. Detrás de estas dinámicas hay un universo de reglas y roles específicos, una genialidad que conforma la más reciente exposición del artista en el Museo Universitario Arte Contemporáneo.
Lo que sorprende de ver jugar a un niño no es solo lo más obvio, lo bien que sabe jugar, sino su capacidad infinita para entretenerse. Y no únicamente en el sentido de divertirse —que está ahí en su máxima expresión—, sino también en la acepción antigua, más literal, de tenerse a uno mismo entre o en medio de algo, de concentrarse. Esta observación es la que llevó a Maria Montessori a inventar un sistema educativo basado, precisamente, en la habilidad de los niños para entregarse a ciertas actividades con una intensidad tan profunda e inalterada que, para ella, llega a borrar la frontera entre el juego y el trabajo.
Para Montessori, “el poder de concentración mostrado por los niños pequeños, de tres a cuatro años, no tiene equivalente, excepto en los anales de la genialidad”. El método que inventó la pedagoga italiana partía, de hecho, de la idea de que el niño, más que un recipiente pasivo de conocimientos suministrados por un tutor, es una suerte de pequeño agricultor que cosecha sus propios saberes. Fue en los salones de clases —que Montessori denominaba “casas de los niños”— donde ella se dio cuenta de que “abandonados a sí mismos, los niños trabajan sin cesar [...] y después de una actividad larga y continua, la capacidad de trabajo de los niños no parece disminuir, sino mejorar”.
Lo mismo puede decirse cuando se sumergen en un juego: que no se cansan nunca, por supuesto, pero también que sus habilidades —y muchas veces las reglas mismas del juego— se afinan conforme avanza la actividad. No es que en las escuelas que diseñó Montessori los niños aprendan jugando, pero algo hay de eso. Y, en todo caso, lo opuesto se antoja irrefutable: cuando juegan parecen estar, en efecto, trabajando.
Dicho de otro modo, los niños se toman muy en serio el juego, algo que queda perfectamente demostrado en la exposición que estos días puede verse en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), “Juegos de niñxs, 1999–2022”, la obra en video que, desde 1999, el artista Francis Alÿs viene recogiendo por las calles del mundo, en colaboración con Julien Devaux, Rafael Ortega, Félix Blume, Elena Pardo, Emilio Rivera y Alejandro Morales.
Y uso el verbo “recoger” porque es tal cual lo que viene ocurriendo desde hace poco más de dos décadas: que Francis Alÿs viaja para presentar una exposición o llevar a cabo un nuevo proyecto y, en la calle, donde quiera que esté, encuentra y recaba una escena que nos llega desde tiempos inmemoriales: niños jugando, con pelotas, con cuerdas, con piedras, con saltamontes, con canicas, jugando sin parar. Una y otra vez hasta completar más de treinta videos, filmados en distintos lugares del mundo, que ahora pueden verse en las salas del MUAC, convertidas así en una bulliciosa casa de niños.
“La mecánica del juego como contrato no hablado entre los niños es la misma en cualquier lugar”, explicó Francis Alÿs en una rueda de prensa que tuvo lugar dos días antes de la apertura de su exposición en la Ciudad de México. “Los niños están en su universo —siguió—, tienen sus propias reglas, con variaciones, pero es el mismo espacio del juego”. Wittgenstein diría —y luego se echaría para atrás— que, más allá del parecido de familia, lo único que comparten todos los juegos es eso: que tienen reglas, por muy laxas que sean. En los juegos, particularmente los de lenguaje, “no se puede estar afuera de las reglas, porque no hay ningún afuera”, decía el filósofo, siempre se está dentro, excepto cuando a medio juego alguien dice “¡pido!”, “¡alto!” o algo así.
El juego es el espacio compartido dentro del cual ocurre la acción. Pero la acción, aunque se desprenda de “una red complicada de similitudes superpuestas y entrecruzadas”, es infinita. Desde la matatena, que tiene tres mil años y “ha sobrevivido intacta hasta nuestros días” hasta juegos que son únicos, aseguró el artista, “como los niños que intentan matar mosquitos con su canto”. No obstante, “el significado esencial es el mismo de una cultura a otra […]. El primer paso es que los niños estén de acuerdo”.
Y es ahí, en ese acuerdo, donde el ingenio y la inventiva infantil se vuelven insuperables. Un convenio inamovible que, sin embargo, muchas veces se establece sobre la marcha, dando lugar a enunciaciones, algunas muy simples y clásicas, como “el que llegue al último pierde”, y otras francamente exquisitas, conmovedoras o, incluso, inquietantes.
Como aquella que habrá sido punto de partida de uno de los juegos que nos revela el artista, en el cual cinco niños de entre siete y diez años entran y salen corriendo de los cascarones de un conjunto de casas abandonadas —por la violencia, intuyen los adultos— en Ciudad Juárez, Chihuahua, que les sirve de escenografía de un juego salido de un western —o probablemente de una narcoserie—, en el cual se persiguen y se disparan unos a otros por entre los vanos de puertas y ventanas, usando para ello los pequeños fragmentos de espejo que traen en las manos y que les permiten arrojar largos haces de luz, aprovechando el sol de la media mañana. “Puntos errantes de brillo que buscan cuerpos”, escribe en el catálogo de la muestra la periodista Lorna Scott Fox. Hasta que, en una de esas, el rayo da en el blanco: “¡Te di!”, dice uno de los niños; el otro, en consecuencia, se desploma y queda tendido sobre el piso terroso de la que pudo ser la sala de alguien, la cocina, una habitación, tal vez.
En efecto, hay de calles a calles. El juego número diecinueve de la exposición, Haram football (algo así como “futbol prohibido”), se filmó a inicios de 2017, a un mes de que las fuerzas de seguridad iraquíes y sus aliados retomaran el control de Mosul, que estuvo en manos del Estado Islámico por más de tres años. La batalla se había extendido a lo largo de nueve meses, lo que derivó en un panorama desolador. La ciudad estaba en ruinas, con barrios enteros reducidos a escombros. En la ribera del río Tigris aún se escuchaban disparos. Pero a unos cientos de metros, niños y adolescentes, acostumbrados a la guerra, jugaban al futbol como habían aprendido a hacerlo bajo el régimen de Dáesh, que prohibía no solo el uso de camisetas de equipos europeos, sino los balones mismos. “Como acto de resistencia heroica”, aseguró Francis Alÿs, los jóvenes evadían alegremente el veto con “un juego sin pelota”. “Esa era su manera de enfrentar la realidad —afirmó el artista—, pues mientras los adultos hablan para procesar sus emociones, los niños juegan”. Y, así, se los ve desplazar el balón imaginario de un lado al otro, sin perderlo un segundo de vista, al lado de coches quemados y edificios derruidos. “Amagues y fintas, saltos y cabezazos —escribe Scott Fox—, una demostración de gracia fluida y de armonía poco común: no hay discusión alguna sobre el paradero de la pelota o si ya se anotó, se salvó o rodó hacia aquel cráter de bomba”.
A miles de kilómetros de ahí, y unos pocos años más tarde, los niños también se las ingenian con su propio juego sin pelota, recurriendo a lo que seguramente tienen allí, en ese lugar de Bélgica, por centenas: caracoles. El niño más grande dibuja dos círculos concéntricos en una de esas calles donde nunca pasa un coche. Cada niño deposita su caracol —al que previamente le ha pintado un colorido punto en la concha para distinguirlo— en el círculo interno. El caracol que alcance primero la frontera del círculo externo ganará. “¡Vamos, vamos!”, encomian los pequeños a sus diminutos velocistas, que se afanan parsimoniosamente —como animales de una pieza de Camille Saint-Saëns—. Y justo en el instante del empate de dos moluscos, se suelta tremendo aguacero. Los niños corren y ríen, dejando atrás a los gasterópodos desorientados.
El espacio de juego es el mismo, entonces, sin importar la geopolítica. También es idéntico el esmero que todos ponen a la hora del juego; la capacidad de desentenderse por completo del mundo y entrar casi en estado de trance, con los sentidos aguzados y la atención puesta en nada más que el transcurso del juego. El psicólogo húngaro Mihály Csíkszentmihályi llamó “flujo” a esta disposición del ánimo que hace que el ego se desvanezca. Ahí dentro, señaló, “el tiempo vuela. Cada acción, movimiento y pensamiento sigue inevitablemente al anterior, como cuando alguien toca jazz”. Son esos jóvenes que, más que jugar futbol, parecen inmersos en una “danza misteriosa”, observó Scott Fox.
Estos videos son una especie de nota al pie en la obra de Francis Alÿs, en el sentido de que no llegan a ser, propiamente, intervenciones artísticas, pero tampoco son meros registros etnográficos. Están en los márgenes, diría yo; al calce. Empezando porque para hacerlos se requiere un nivel de involucramiento por parte del fotógrafo que no es usual en la observación de campo. Ortega, uno de los colaboradores de Francis Alÿs, habló de la necesidad de “entrar en la dinámica del juego. Si no juegas con ellos, el juego simplemente no aparece. Hay que entrar en el juego de roles. Quién es líder, quién apoya, quién compite, esa dinámica se tiene que respetar. Es un proceso donde aprendes a desaprender una serie de cosas que ya están instituidas en el proceso de hacer imagen”.
Aquí se hace inevitable la comparación entre el juego y el arte, porque ¿qué es hacer arte sino entrar en una dinámica que permite que, siguiendo con la analogía, la obra aparezca? Vistas con esta perspectiva, es claro que muchas de las obras de Francis Alÿs surgieron de manera parecida a un juego: “Plantear una situación con unas reglas y luego ver hacia dónde va”, reconoció el artista. Colector, pieza —mitad escultura, mitad acción— de principios de los años noventa, que consistía en un pequeño artefacto magnético al que el artista paseaba diariamente con una correa por las calles como si se tratara de un perro, provino, precisamente, de un juego que él mismo jugaba de niño con un imán, al que se le iban adhiriendo los residuos que encontraba a su paso. “Esa ha sido la mecánica de muchos de mis trabajos”, admitió Francis Alÿs.
Y los caracoles, que habían hecho un papel muy digno en su propio juego de escabullirse de las manitas humanas, se quedan ahí, paralizados, moviendo sus cuernos como manecillas de reloj, tal vez sopesando la posibilidad de echarse de nuevo a correr, ante la inminente amenaza de inundación, a paso, claro, de caracol.
Más sobre la edición impresa #225: «Crecer en resistencia».
MARÍA MINERA. Ciudad de México, 1973. Crítica cultural. Desde 1998 ha publicado reseñas y ensayos en una diversidad de revistas culturales y medios (como El País, Nexos, Letras Libres, La Tempestad, Código, Aperture, Otra Parte y Campo de Relámpagos, entre otros). También ha colaborado en numerosas publicaciones y catálogos, en México y el extranjero, para museos y fundaciones entre los que destacan el Museo Nacional de Arte, el Museo de Arte Moderno, el Museo del Palacio de Bellas Artes, la Fundación Jumex, el Moderna Museet, la Tate Gallery, el Museo de Arte Contemporáneo de Gante y Americas Society.