Dr. Kershenobich: un hombre que mira de frente a la pandemia
Alejandra Ibarra Chaoul
Fotografía de Alex Reider
David Kershenobich, uno de los médicos más prominentes de México y director del hospital de Nutrición (INCMNSZ), nunca imaginó vivir estos tiempos. Ante la angustia máxima de no ver saturado el sistema de salud pública, el director de este centro Covid vive los días más difíciles de la medicina.
La Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, inicia su conferencia de prensa diaria parada detrás del podio, frente a la cámara, con una sonrisa. “Hoy estamos de súper lujo”, dice presentando a los invitados que la acompañarán de manera virtual. Es un 17 de junio de 2020, y hablarán de la capacitación a los médicos generales, como aquellos que trabajan en farmacias particulares, para poder detectar de manera efectiva y temprana los síntomas de infección por el coronavirus SARS-CoV-2.
Entre los invitados está el Dr. David Kershenobich Stalnikowitz, director del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán” —uno de los centros de salud más reconocidos del país—, así como Rosaura Ruiz (secretaria de Educación, Ciencia, Tecnología e Innovación), Dr. Enrique Graue (rector de la Universidad Nacional Autónoma de México) y Dr. Germán Fajardo (director de la Facultad de Medicina de la UNAM).
Esta iniciativa vino de Kershenobich, quien toma la palabra. Su voz suena lejana, con eco. La conferencia se transmite por televisión y a través de redes sociales a toda la ciudad en tiempo real. En la pantalla aparece la cara de este hombre de 77 años que se asoma por la esquina inferior derecha. Se acerca al micrófono y la imagen se medio pixelea.
“Estamos convencidos de que la evidencia es quizá la mejor arma que tenemos para combatir a esta pandemia. Y dentro de esa evidencia hemos podido aprender a lo largo de estas semanas, o meses, que la mejor estrategia es la prevención y, que dentro de esto, el médico general juega un papel muy importante en lo que tiene que ver con precisamente medidas de tipo preventivo”, dice. Y procede a explicar que los médicos generales son importantísimos en canalizar al enfermo ya sea a casa o a una institución médica, y evaluar otros padecimientos que pueden empeorar su caso. Habla de las complicaciones ante la Covid-19; habla como médico, pero sobre todo como líder de uno de los hospitales reconvertidos en un centro para atender la pandemia.
Su sala de juntas está repleta de pruebas de anticuerpos al nuevo virus, que envían farmacias, clínicas, distribuidores especializados para laboratorios y la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS). Las pruebas pueden ayudar a determinar cuántas personas se contagiaron y cómo ha respondido su sistema inmunológico a la infección viral. Para entonces, a mediados de junio, el número de fallecidos ha llegado a 17,580 y los contagiados a más de 150 mil. Los números resuenan. Pero meses antes, Kershenobich, como el resto del mundo, nunca imaginó estar en esta situación.
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—Déjame ir por mis lentes, que los dejé por estar en la computadora—explica el Dr. Kershenobich mientras sale del cuarto para ir hasta su oficina. Cuando regresa, trae unos de pasta negra enmarcando su mirada y, en la mano, un iPhone. Dice que dejó hasta el celular, eso es peor.
Nos reunimos por primera vez el martes 14 de abril en la sala de juntas del instituto de Nutrición, en la zona hospitalaria al sur de la Ciudad de México. El director está sentado a metro y medio de distancia, con un tapabocas KN95. Viste pantalones oscuros, una camisa gris y zapatos negros cerrados sin agujetas. Encima trae puesta una bata blanca. Del rostro se alcanza a ver poco, apenas los ojos que sobresalen cansados por encima del cubre bocas. Su frente, amplia, termina donde la coronilla empieza, de ahí cae el cabello, jaspeado y ralo, peinado con una raya de lado hasta las orejas. No le puedo ver la mitad de su cara; lo que me evita verlo sonreír.
Estamos a punto de empezar la entrevista cuando me pregunta qué días nos vamos a reunir durante las semanas por venir. Explica que tiene horarios impredecibles. “Luego no sabemos. Por ejemplo, hoy tengo que estar a la 1:00 p.m. en conferencia con la Jefa de Gobierno, y de eso me avisaron a las 10:00 am”. Acordamos intentar que sea el mismo día cada semana, pero dejando la posibilidad de un cambio de último minuto. “Podemos quedar los martes a las 12 con la nota de que, si algo sale, yo te pueda avisar.”
Al centro hay una mesa de madera con cubierta negra. Alrededor normalmente cabrían entre ocho y doce personas, pero desde principios de mes, las reuniones están prohibidas para disminuir el riesgo de contagio por coronavirus y, desde entonces, el doctor está rodeado de puras ausencias. Frente a su lugar en la mesa han instalado una computadora portátil color rojo con una cámara para videollamadas. Atrás de él, el escudo del hospital en relieve sobre un vidrio cuadrado.
Nutrición fue uno de los primeros hospitales en México en reconvertirse completamente en un centro Covid. Después del Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER), fue el segundo del país en hospitalizar pacientes infectados con SARS-CoV2. Cuando inició el proceso de transformación se sabía poco del virus en México, la OMS no lo había declarado pandemia y el gobierno mexicano aún no declaraba medidas de prevención, sana distancia o emergencia sanitaria. Le pregunto cuándo supo que el coronavirus se iba a convertir en una pandemia y que llegaría efectivamente a México.
—Mira… ¿a qué mes estamos ahora? ¿abril? —pregunta con desconcierto.
Es mediados de abril. Para entonces, en el país se contaba 406 personas fallecidas por Covid-19 y el total de infectados ascendía a 5,399, según cifras oficiales.
—Más o menos a principios de marzo, viendo lo que estaba ocurriendo cuando la epidemia se salió de China y empezó a afectar de forma seria a los países europeos, como Italia y España, que tenían sistemas de salud que se veían mucho más sólidos que el nuestro.
A mediados de febrero, además, un grupo de residentes de medicina de Nutrición regresaba antes de lo previsto de un congreso en Europa. A causa de los crecientes contagios, el congreso se canceló. Al poco tiempo empezaron a colapsar los sistemas de salud italianos y españoles. El doctor sabía de conocidos suyos que cancelaban viajes a Asia, Europa y posponían subirse a cruceros. A finales de ese mes, se confirmaron los primeros contagiados en México.
—Ese fue el primer momento donde se me vino a la cabeza qué pasaba si la epidemia llegaba a México. Y no sólo en México, sino en mi instituto.
Nutrición se distingue por tratar pacientes con enfermedades crónicas no transmisibles: personas severamente enfermas de diabetes, obesidad, hipertensión; con cánceres especializados de páncreas, de próstata; gente que se opera en otros sitios y llegan ahí por tener complicaciones.
“Estamos convencidos de que la evidencia es quizá la mejor arma que tenemos para combatir a esta pandemia. La mejor estrategia es la prevención y, dentro de esto, el médico general juega un papel muy importante”.
—Si yo tenía pacientes aquí con Covid, iba a tener un alto índice de mortalidad al exponer a mis pacientes a ese tipo de infección. Esos fueron días difíciles de pensar, platicar con mis directores, de medicina, cirugía, de investigación, sobre si sería conveniente seguir siendo un hospital mixto o uno para Covid-19. Y tener el tiempo necesario para que, si nos convertíamos, ver qué iba yo a hacer con mis 157 pacientes encamados y qué hacer con los que sigan requiriendo atención.
En las primeras semanas de marzo, cuando empieza el ciclo académico en Nutrición, le avisaron a toda la población del hospital que se reconvertirían durante la pandemia. Desde entonces, el personal empezó con la transformación dando de alta a los pacientes, finalizando cirugías, cancelando citas agendadas y avisando que no habría más, así como empezando a rediseñar las rutas al interior del hospital para disminuir el riesgo de contagio cuando llegaran los primeros infectados con coronavirus.
Lo primero que se instaló fue el triage respiratorio. Se inauguró el 13 de marzo, dos días después de que la OMS declarara que ésta es una pandemia. Cerraron la puerta principal del hospital y la tapiaron con plásticos azules y anuncios de la reconversión. Se instauró un filtro donde un par de guardias restringen el paso al interior, y solo pueden entrar los sospechosos de contagio. Adentro, los médicos residentes en turno les hacen preguntas, toman su temperatura y les hacen la prueba del hisopado para detectar Covid-19 a quienes cumplen la descripción de los síntomas. Para entonces, en el país todavía había poca consciencia de la pandemia. Casi en simultáneo, del 14 al 16 de marzo, se celebró un concierto masivo en la ciudad, el Vive Latino, al que asistieron más de 40 mil personas.
Tres días después de inaugurar el triage, el 16 de marzo, Nutrición recibió a los primeros pacientes. A finales de mes, el instituto ya había aumentado el número original de 14 camas de terapia intensiva y finalmente, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, anunció en conferencia de prensa nacional el inicio de la emergencia sanitaria, la suspensión de labores no esenciales y pidió a todos los mexicanos quedarse en casa. No fue sino hasta la semana del 6 de abril que el hospital logró dar de alta al último paciente y el 13 realizaron la última cirugía pendiente. Para entonces el número de camas en terapia intensiva era de 40. Después, otros hospitales seguirían los pasos de Nutrición al reconvertir sus instalaciones.
—Aun cuando ya es un hospital dedicado a puro Covid, todavía hay retos. La máxima angustia que uno tiene es que se vaya a saturar el servicio de salud—dice y luego interrumpe la entrevista para pedirle a su asistente, una joven de pelo rojizo sujeto en un chongo y con un tapabocas de tela azul, que envíe unos papeles con firma a una doctora. Noika Flores toma los documentos y sale.
Para preparar al personal, le dieron capacitación de seguridad a todos los empleados. Los residentes se organizaron para cambiar la periodicidad de sus guardias; empezaron a ir al hospital durante 24 horas seguidas con tres días de descanso. A todo el personal de salud —afanadores, enfermeras y médicos— se les dio material de protección. Los mayores de 60 años o quienes padecían de alguna enfermedad se fueron con permiso temporal pagado. De los 3,500 empleados quedaron 2,500. Contrataron personal eventual. Continuaron las clases vía remota por Zoom.
—En ese proceso se juegan emociones, miedo, mucho temor, mucha incertidumbre—dice.
—¿Y usted cómo se sentía ante esto? —le pregunto.
—Oye… acuérdate que tengo la conferencia en cuatro minutos…
Ese primer día aprenderé algo del doctor que se mantendrá como una constante durante los meses por venir: no es que sea hermético, es que es institucional.
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David Kershenobich Stalnikowitz nació el 20 de noviembre de 1942. Quizá llegar al mundo el día del aniversario de la Revolución tuvo algo que ver con su cariño por las instituciones. Después de todo, las instituciones responsables del progreso económico y social de buena parte del siglo XX en México se construyeron después de esta guerra. Y al doctor le gusta resaltar los cambios que fincan las instituciones por encima de sus logros personales.
Es hijo de dos polacos traídos a México a los 2 y 4 años que crecieron en el país y, al tener a David, su primogénito, decidieron moverlo de donde había nacido (Ciudad de México) para llevarlo a vivir al noreste de México. Se mudaron a un destino popular para asentamientos de migrantes en ese entonces: la ciudad porteña de Tampico, Tamaulipas. Ahí, la familia creció hasta que el número de hijos llegó a cinco. David estudió la primaria, la secundaria y la preparatoria. Las últimas dos las terminó en turnos vespertinos para ayudar a echar adelante el negocio familiar: una ferretería que, en la parte de atrás, fungía como changarro de compra de fierro viejo. Los años cuarenta y cincuenta fueron tiempos de crisis y reconstrucción en plena posguerra, finalizada la Segunda Guerra Mundial.
“Había que ir a participar en las actividades y a las 4 pm irse a la escuela. Desde el principio yo creo que fue un ambiente de trabajo porque luego me dicen que soy un workaholic, pero eso viene desde la infancia”, dice. De adolescente, entrenó fútbol con la selección de Tampico. Asegura que siempre lo hizo por practicar un deporte. Jugaba de mediocampista, dando equilibrio al equipo, construyendo y organizando jugadas, poniéndole los pases a los delanteros y recuperando el balón. Aportaba balance.
A lo que sí le interesaba dedicarse era a las Leyes o a la Medicina. Para elegir entre ellas, empezó a ir como voluntario a inyectar gallinas a la sierra, cosa que le gustó porque después participó en experimentos con gatitos en la escuela. Pero la elección por la Medicina no vino de ahí, asegura. Sabía que quería estar en contacto con las personas y le gustaba más la relación entre un médico y su paciente que la de un abogado con diversos interlocutores. Bajo esos estándares parece haber elegido bien. En una entrevista para la Gaceta de la Facultad de Medicina, de la UNAM, en 2018, describió el momento en que un paciente, con quien ha tenido una larga relación, recupera la salud como “una satisfacción muy íntima”.
Al terminar la preparatoria y sin una universidad donde estudiar la carrera en Tamaulipas, contempló la posibilidad de ir a Ciudad Victoria o Monterrey, pero se decidió por la Ciudad de México, donde se inscribió en la UNAM. Como estudiante de Medicina dedicaba parte de las noches a seguir trabajando para aportar a su familia. Hizo el internado en un hospital de Toronto, Canadá, y a su regreso, después de dos años más de carrera, se tituló como médico cirujano en 1966. Fascinado con la experiencia internacional y convencido de que quería una preparación en el extranjero, aplicó a un hospital en Cleveland, Estados Unidos, para hacer la residencia. Era noviembre cuando lo aceptaron. Tenía seis meses libres.
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Nos volvemos a ver el martes 21 de abril, otra vez en su sala de juntas. Estamos sentados a un metro y medio de distancia, yo con mi cubre bocas de tela, el doctor con su mascarilla KN95. Para entonces, la pandemia había avanzado, duplicando el número de muertes que en ese momento sumaba 857 y los contagios, de manera similar, habían alcanzado los 9,501. Aun así, nada se podía comparar con los números que vendrían después.
Esa misma semana hospitalizaron al primer doctor de la institución infectado con coronavirus que había desarrollado una neumonía por Covid-19. El médico contagiado, un residente de medicina de cuarto año, entró a un experimento para probar la efectividad de una medicina antiviral, el remdesivir, en el tratamiento contra la Covid. Días después, algunos indicadores del hígado del paciente aumentaron; uno de los posibles efectos secundarios al fármaco. “El director me habló —ya me había hablado a mí y a mis papás cuando me contagié—, pero ese día me volvió a marcar y estuvimos discutiendo los resultados de mis estudios por teléfono. Sabía perfecto lo que estaba pasando”, recuerda Víctor Hugo Tovar sobre ese día, “estaba al pendiente de todo”.
Llevamos un rato en entrevista cuando el doctor interrumpe la conversación para contestar el celular. Le habla un médico, el director sale a atender el asunto a su oficina. Cuando regresa, se quita los lentes para leer los mensajes que le van llegando. Siempre cordial, pide un minuto. El doctor está disperso. Hablamos de su trayectoria, logros y cargos. Al finalizar de enlistar posiciones, agrega dos que tienen que ver con el derecho, saciando curiosidades que no dejó del todo nunca.
—Estuve en la Comisión de Arbitraje Médico, y actualmente soy miembro de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH)—.
Cuando parece hemos cambiado de tema, añade:
— Ah, también fui premio Nacional de Ciencias. No preguntes el año, no lo sé.
“Lo primero que se instaló fue el triage respiratorio. Se inauguró el 13 de marzo, dos días después de que la OMS declarara que ésta es una pandemia. Casi en simultáneo, se celebró un concierto masivo en la ciudad, el Vive Latino”.
A pesar del camino que tomó, las vueltas de la vida terminaron por acercarlo de nuevo al Derecho. A partir del 30 de marzo de 2016, fue designado miembro del Consejo Consultivo de la CNDH. Él reconoce que no sabe mucho de derechos y que ahí hay gente que se ha dedicado a eso toda su vida, y fue una sorpresa quedar ahí. En su comparecencia ante el Senado dijo que quería aportar el criterio médico a las mesas de discusión, ya que la mayoría de los casos que llegaban a la comisión tenían que ver con el acceso a la salud y la vida digna. Asegura que su contribución es la de una persona con sentido común.
Para 2020, el currículum de Kershenobich suma 105 páginas donde se plasma una acumulación estrepitosa de títulos, logros, posiciones, nombramientos, premios, galardones y publicaciones. Por hablar de las últimas, nada más, el documento registra que lo han citado 3,035 veces. Ha registrado dos patentes internacionales, participado en 504 publicaciones de las cuales 212 son artículos originales y es autor de 89 capítulos de libros. Además de ser médico cirujano, acumuló tres especialidades —en medicina interna, gastroenterología y hepatología— y, por si fuera poco, tiene un doctorado en medicina.
En su hoja de vida enlista 15 nombramientos y 65 premios. Es miembro de 17 asociaciones y profesor invitado de cuatro universidades, desde Nebraska hasta Tel-Aviv. Ha vivido 77 años, tiene cuatro hermanos, se ha casado tres veces, es padre de tres hijos, abuelo de nueve nietos y bisabuelo de una bebé de un año.
La vida del doctor tiene tantas cifras que, vista en números, pierde sentido.
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David Kershenobich tenía dos años cuando Salvador Zubirán Anchondo fundó dentro del Hospital General de México, en la colonia Doctores, una unidad que se especializaría en los trastornos metabólicos y a la que llamó Hospital de Enfermedades de la Nutrición. Un año después, el centro se trasladó a instalaciones propias, pero no fue hasta el 12 de octubre de 1946 cuando se inauguró formalmente como un nuevo hospital. Más de dos décadas después, en 1970, el hospital se mudó del centro al sur de la ciudad, donde está actualmente.
La manera en la que terminó ahí fue azarosa. Eran los años sesenta. Un tío suyo, Simón Kershenobich, era amigo de Martha Zubirán, una de las hijas del reconocido médico y platicando le dijo que fuera a ver al director y fundador de Nutrición. El doctor, entonces de 24 años, no conocía a Salvador Zubirán, pero sabía de él, había sido rector de la UNAM. Llegó al instituto, vio la puerta abierta y se presentó.
— ¿Por qué no entra con los aspirantes a medicina interna? —recuerda que le preguntó durante esa primera conversación cuando hablaron de los seis meses que tenía desocupados.
—Pero es que yo en junio me voy— respondió Kershenobich, pensando en Cleveland.
—No, hombre, entre—insistió Zubirán, quien se convertiría en un colega y amigo durante los años por venir.
Kershenobich se apuntó a trabajar como voluntario en Nutrición. Entrar a la residencia, en ese entonces, no requería un examen de admisión sino un semestre de trabajo voluntario. El doctor estuvo ahí esos meses, donde conoció el sistema: hospital, centro de investigación y escuela para las especialidades de sus residentes. Y se enamoró, recuerda, del instituto. Cambió Cleveland por Nutrición.
—Conocí el sistema, un sitio de mucho intercambio con una gran libertad de ideas, donde la honestidad intelectual y el compromiso de sus miembros, que son características de la vida cotidiana de la gente que trabaja aquí, se vuelve un ambiente muy agradable—dice Kershenobich.
Al terminar la residencia en medicina interna y una especialidad en Gastroenterología, se fue a Londres por una segunda especialidad en el hígado. Y alrededor de esas fechas, precisamente, se descubrió el virus de la hepatitis B que le mereció un premio Nobel a Baruch S. Blumberg, bioquímico y antropólogo médico. Después de terminar su especialidad como hepatólogo en el Royal Free Hospital, Kershenobich se quedó a hacer un doctorado en la Universidad de Londres.
Cuando regresó a México, en los setenta, fundó junto con Juan Ramón de la Fuente, la Clínica del Hígado que se convertiría en el lugar de formación de los mejores hepatólogos el país. También a la par de su regreso, volvió a Nutrición. En esa época, conoció a un hombre que se convertiría en uno de sus amigos más entrañables: Diego Valadés Ríos, doctor en derecho y entonces abogado general de la UNAM.
“Había que ir a participar en las actividades y a las 4 pm irse a la escuela. Desde el principio creo que fue un ambiente de trabajo. Luego me dicen que soy un workaholic, pero eso viene desde la infancia”.
A los 44 años, en 1986, Kershenobich se volvió Coordinador de Enseñanza en el instituto. Y dos años después, en junio de 1988, vivió uno de los momentos más gratificantes de su vida. En mayo había enviado un texto a consideración editorial del New England Journal of Medicine, una de las revistas de investigación médica más prestigiosas en el mundo. El artículo comprobaba que la cirrosis en el hígado es reversible. Junto con el Dr. Marcos Rojkind y el Dr. Ruy Pérez Tamayo, ambos personajes que considera influyentes en su vida, condujeron un experimento a lo largo de 14 años. Dieron un medicamento, la colchicina, y un placebo a un grupo de 100 pacientes con cirrosis, y luego esperaron a observar el efecto por casi tres lustros. Finalmente, después de un mes de espera, les avisaron que el artículo se publicaría en la meca de divulgación médica. “El día que salió mi artículo y lo pude ver en el New England Journal of Medicine impreso, me encantó”, recuerda el doctor 32 años después. “Esa sensación fue memorable”. Era una época de grandes descubrimientos y avances científicos en el mundo. Tan solo en los ochenta se diseñó el primer microscopio electrónico, se comprobó la teoría del asteroide que produjo la extinción de los dinosaurios, se descubrió el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), se inauguró el campo de la ciencia forense del ADN. Y como investigador en el campo de la medicina, Kershenobich estaba participando en ese momento histórico a partir de su estudio del hígado.
Su interés en el órgano duraría muchos años más. “Estoy muy agradecido con el hígado”, dijo en entrevista para Reforma en 2016. “Alrededor del hígado he hecho mi vida.” En 1992 publicó, junto con Juan Ramón de la Fuente, un artículo donde explicaban el alcoholismo como un problema de salud y sus efectos en el hígado. Seis años después, crearon juntos la Fundación Mexicana para la Salud Hepática, mediante la cual promovían la vacunación universal de niños para la hepatitis B. Un año más tarde, cuando De la Fuente ya era Secretario de Salud, lograron su cometido. No satisfecho, Kershenobich empezaría entonces la lucha por conseguir que el tratamiento para la hepatitis B estuviera cubierto por el Seguro Popular.
Para entonces ya se había desempeñado como Jefe de Servicios Médicos del instituto de Nutrición, puesto que dejó al desocuparse el que realmente le interesaba: Jefe de Gastroenterología, que ocupó de 1996 a 2003. A partir de ahí, se separaría por un periodo de casi 10 años. Una época de distancia que describe como uno de los momentos más difíciles de su vida.
Al ahondar en esta escisión, Kershenobich añade:
—Los periodos de las jefaturas no son finitos. Yo tenía casi ocho años de ser jefe y pensaba que a los 10 iba a dejar la jefatura, pero se presentó ese hecho y… A ver, no quiere decir que no sientes feo, pero lo importante es que son hechos que suceden. Son eventualidades que pasan.
—¿Cuál es esta eventualidad de la que habla?— insisto, notando que los años de distancia coinciden exactamente con el periodo de dirección de su predecesor, el Dr. Fernando Bernardo Gabilondo Navarro.
— Me refiero a que cuando dejé el hospital para ir a la UNAM, son eventualidades no contempladas—añade con una sonrisa cómplice que significa que la respuesta no irá más lejos —Entonces tuve la oportunidad de que me invitaran a la UNAM—vira.
En la UNAM, montó un laboratorio de investigación y fue miembro de la Junta de Gobierno universitaria durante ocho años, cargo que más ha disfrutado porque interactuaba con otras 14 personas con perspectivas completamente diferentes de la vida en una discusión abierta. Explica que aprendió mucho.
En esos años también abrió una consulta privada en la Clínica Lomas Altas. Fue la primera vez que se planteó salir del servicio público para entrar al privado, pero al final decidió quedarse en el público para seguir haciendo investigación y dedicar parte de su vida a la academia. Entonces dirigió la Unidad de Investigación del Hospital General mientras a la par seguía atendiendo a algunos pacientes de gastroenterología en Nutrición.
En 2011, el entonces secretario de Salud, Salomón Chertorivski, lo invitó a fungir como secretario del Consejo de Salubridad General del país. No regresaría a Nutrición sino hasta 2012 y, esta vez, para dirigirla.
***
El doctor tiene una pila de papeles frente a él en la sala de juntas. Es un martes 28 de abril y está rayando sus iniciales en cada hoja. “Cuando quieras empezamos”, me dice al sentarme, esto de firmar papeles es rutina para él. En la sala de juntas, en una esquina, hay unas figuras de plástico, barreras de protección para cubrir a los pacientes intubados y poder extraerles el ventilador sin que la tos disperse el coronavirus por todo el cuarto. En Nutrición están intentando recrear los modelos que se han utilizado en otras partes del mundo para atender la pandemia.
Al llegar al hospital, había una fila larga de personas esperando entrar al triage respiratorio. Dos ambulancias llegaron en lo que caminé de Vasco de Quiroga (el área de urgencias) a la calle de San Fernando (donde está la entrada al área de la dirección).
—Esta pandemia va en aumento—dice el doctor a modo de explicación a dos metros de distancia, aún más lejos que en ocasiones anteriores. Estos días, una quincena después de las vacaciones de Semana Santa, la institución está viviendo los peores momentos de la pandemia hasta entonces. Los pacientes en terapia intensiva mueren a frecuencias aceleradas. Se tiene el temor de que el área de espera de urgencias se sature, costando vidas. Tan sólo cuatro noches antes, colapsó el sistema online de consulta de resultados de laboratorio durante varios minutos.
Kershenobich no deja de ver su celular. Encorvado sobre la mesa, lee mensajes que le van llegando, haciendo al aparato vibrar. Con sus manos grandes y dedos largos responde algunos. Y se disculpa, siempre cordial. Viste, como cada vez que lo veo, sus pantalones formales, camisa, zapatos negros sin agujetas y la bata blanca. Otra vez trae un tapabocas KN95.
Explica su atención al celular y parece estárselo diciendo a sí mismo también.
—Tienes que estar respondiendo a las demandas de las distintas autoridades que quieren tener información y la información se pide, no es como cuando tienes horarios, según se va ofreciendo. El tiempo no es un aliado. Entonces todo tiene que ocurrir en tiempo real. Como ahorita…—dice y no ha terminado de hablar cuando suena el teléfono otra vez.
Aprovecha esta interrupción para salir y pedirle algo a su asistente personal.
—Estamos solicitando hoteles para los trabajadores—comenta a su regreso, sobre los documentos que tiene en las manos—para que no se desplacen porque algunos viven muy lejos. El convenio es con otros hospitales y el Grupo Posadas tiene hoteles cercanos aquí sobre Periférico Sur para que… ¡Noika!—llama a su asistente personal
La atención del doctor está en la entrevista, en el teléfono y en los papeles, todo a la vez. Su asistente entra al cuarto, otra vez con un tapabocas azul.
“El director me habló y estuvimos discutiendo los resultados de mis estudios por teléfono. Sabía perfecto lo que estaba pasando. Estaba al pendiente de todo”.
— ¿Sí, doctor? —pregunta.
— Le faltó “Ciudad de México” y “Cardiología”—explica señalando el lugar donde hay que agregarlos. Noika toma los papeles y sale del cuarto antes de que el doctor termine de preguntarle si tiene el correo de un colega. Pero es demasiado tarde, la chica desapareció.
— ¡Uy, ya no me oyó! —añade con una risa—. Yo siempre digo que uno tiene que mantener un equilibrio emocional. Cuando se habla de la inteligencia emocional, hay que mantenerla. Si te angustias por no hacer ciertas cosas, pues todo tiene un límite. Haces lo más que puedes hacer. Tratas de hacer las cosas lo mejor posible.
Al respecto habló con su amigo, Valadés Ríos, al inicio de la pandemia. Valadés, que a lo largo de su carrera ha ocupado cargos como Embajador de México, Procurador de la República y Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, preside la Fundación Salvador Zubirán. Valadés le contó de las experiencias cercanas de amigos suyos que están presentando cuadros de depresión o angustia extrema ante la incertidumbre y panorama gris de la pandemia. Kershenobich le contestó, recuerda Valadés: “que de eso no escapaba nadie, ni él mismo ni ninguno de los integrantes del personal médico, pero que se las agenciaban para superar sus propias angustias y tensiones porque sabían que estaban siendo útiles para la salud de los mexicanos”.
A pesar de las tensiones y mostrar un frente ecuánime, el propio director de Nutrición se toma la temperatura todas las noches al llegar a su casa para verificar que no se ha contagiado del nuevo coronavirus.
Ahora irrumpe la directora de comunicación social con una chequera en la mano. La mujer se disculpa por la interrupción, pero necesita que el doctor firme al menos cinco cheques para acceder a los fondos de un patronato. Tan pronto sale, el doctor continúa con la explicación.
—En mi capacidad de director tengo que conciliar muchos intereses—se refiere a las autoridades de gobierno, a sus compañeros de trabajo, el personal del instituto, los pacientes, familiares, contestar llamadas de gente que requiere información—. Y trato de encontrar equilibrio entre las distintas cosas que se van presentando.
El doctor gravita siempre al equilibrio. Asegura que la dirección del instituto durante la pandemia es una realidad relativamente tranquila. Su atención, desde hace días, ha gravitado hacia la “pospandemia”.
—Si pudiera cambiar una cosa, la que fuera, ¿cuál sería? —pregunto.
—Que no hubiera ocurrido la pandemia—responde rápido y ríe, deseando lo imposible—. No, en serio, quisiera que hubiéramos estado mejor preparados para enfrentarla. Esa es la oportunidad para la pospandemia. Debemos aprender de aquellas cosas que han significado obstáculos para tratar de irlos corrigiendo y el futuro nos encuentre en mejores condiciones.
***
Kershenobich se postuló para la dirección de Nutrición en 2012. El proceso consta de dos fases en que los interesados postulan y la Junta de Gobierno del Instituto (encabezada por el Secretario de Salud, expertos y donde también participan el presidente del patronato, la Secretaría de Hacienda y la de la función pública) elige. El doctor compitió contra otros cuatro interesados. En su propuesta de visión para el futuro, plasmó dos propósitos: mantener el sentido de pertenencia institucional y lograr un recambio generacional para mantener al instituto a la vanguardia de la investigación médica.
“Yo siempre digo que me tocó dirigir, pero el instituto tiene vida propia. Lo único que uno tiene que hacer es mantener esa vida y no ser disruptivo de ello. La mejor manera la puedes ver aquí”, dice señalando la hilera de retratos de los hombres que han dirigido Nutrición. “En los 75 años que vamos a cumplir, soy el sexto director”. Su fundador, Zubirán, dirigió el instituto por 34 años. Desde 1982, este puesto se puede reelegir una sola vez. Kershenobich está a 24 meses de cumplir la década. “Aquí no es ni de políticos ni de grandes politiquerías”, añade. Para poner un ejemplo comparativo, en ese mismo periodo hubo 20 secretarios de Salud en el país.
A partir de su periodo como director, desde 2012, Kershenobich llega todos los días al hospital entre 6 y 7 de la mañana y se va entre las 19 y 21 horas. A veces lleva una torta o un pastelito para comer, pero no se toma un descanso. Los sábados regresa de 8 a 15 horas para dar consulta a sus pacientes. Haciendo la suma de los minutos, traducidos en horas, convertidos en semanas, meses y años, que el doctor ha pasado en Nutrición, resulta evidente que no es un eufemismo cuando dice: “El instituto es mi casa. Aquí he pasado la mitad del tiempo de mi vida, poco más de 50 años los he pasado aquí. La conozco desde que entré como aspirante y luego como residente y después ocupar jefaturas y ahora la dirección”.
Durante la pandemia, asegura que el día a día de la dirección es bastante tranquilo. Lo más que ha cambiado es lo que denomina “el tiempo real” donde todo, llamadas, reuniones, solicitud de datos, convenios con hoteles, donación de comidas y equipo, firmas de cheques, tienen que suceder de inmediato. Para despejarse, toma caminatas de 10 a 15 minutos al interior del instituto.
En ellas, el doctor se encuentra a los médicos residentes. Uno de ellos, por ejemplo, Rafael Zubirán, nieto del fundador del instituto, cuenta: “te lo puedes encontrar en el pasillo, todos atosigados a media pandemia, y te va a saludar, te va a decir: ‘hola, Rafael, ¿cómo te va, en qué estás ahorita?’ Y dedicarte de dos a tres segundos, tan valiosos para alguien con una agenda tan apretada como es David. Es sumamente devoto, gentil, cálido y con quien puedes llevar una plática superamena.”
“Uno no puede dejar de pensar en la muerte. No es que le tengas miedo, pero es un hecho que va a ocurrir. Es ineludible, y quieres aprovechar lo mejor que puedas. Quisieras no enfermarte seriamente”.
Rafael conoce a Kerhsenobich desde niño, cuando el doctor frecuentaba sus comidas familiares. Permaneció buen amigo de su tía Martha y después desarrolló una relación muy cercana a su abuelo, Salvador Zubirán; sin embargo, Rafael empezó a tener una relación más directa con el doctor mientras hacía su servicio social en Nutrición. Antes de entrar a la especialidad, iba a su oficina y le platicaba su sueño de hacer medicina interna. Para él, el Dr. Kershenonich, es el amigo de su abuelo fallecido. “Cuando habla del abuelo sientes exactamente esa vibra de quién era. Él siente todo lo que le transmitió mi abuelo y cuando él me habla de mi abuelo es muy nostálgico.”
En la parte médica, Kershenobich le parece un ejemplo. “Me lo he encontrado a las 11 de la noche en el instituto, a las 2 de la mañana me ha hablado para preguntarme cómo va tal paciente porque se quedó con la duda. Un servidor público no llega eso”, ahonda Rafael. “Es parte misma de la profesión médica y él la conlleva a su máximo nivel. Es la punta de la flecha de la institución.”
Desde que asumió la dirección, Kershenobich inició la construcción de una nueva torre de hospitalización, inauguró un área de urgencias que tiene un tomógrafo propio y fundó una unidad de investigación de enfermedades metabólicas. Reconvirtió al hospital para hacerle frente a la Covid-19, transformó dos pisos de hospitalización para instalarles tecnología que pueda medir los signos vitales a distancia en tiempo real, consiguió caretas de buzo para proteger al personal cuando se agotaron las mascarillas KN95, mandó hacerle pruebas a todo el personal de salud expuesto al virus, consiguió celulares para que se comunicaran los enfermos hospitalizados y garantizó hospedaje para el personal que lo necesitara en los hoteles de la zona.
“Es importante que comprendamos que los valores a través del tiempo —cuando se pierde la cabeza que persigue un sueño—, toda esa herencia se va alejando de una identidad institucional y se va perdiendo”, dice Rafael, refiriéndose a la visión del fundador de Nutrición. En cada área de hospitalización, hay una copia de la mística, o valores fundacionales del hospital, colgada en la pared. “Se va modificando con cada director. Y la realidad es que, como he platicado con Kershenobnich, los valores de esta institución tienen que permanecer. Y él ha intentado recobrar esa importancia.”
El 24 de septiembre de 2014, bajo su dirección, se hizo una ceremonia para el depósito de las cenizas de Salvador Zubirán al interior del instituto. El fundador murió en 1998. “El vínculo entre Kershenobich y el maestro Zúbiran es ese valor y esa moral de la institución», añade. «La identidad de la institución es la identidad del Dr. Kershenobich”.
***
En 2017, en un comunicado publicado en YouTube, el cantante mexicano José José compartió su experiencia cuando fue diagnosticado con cáncer. Visitó varios hospitales en Estados Unidos buscando una explicación a su estrepitosa pérdida de peso. Los diagnósticos regresaban siempre iguales: no tenía nada. Insatisfecho, el cantante hizo cita en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”. Ahí, “don David Kershenobich, y todo su equipo de médicos, me arroparon de una manera sensacional, les agradezco infinito su cariño, su comprensión. Me hicieron análisis de arriba abajo y me encontraron un problema en el páncreas que es un tumorcito chiquito”, compartió. Tenía cáncer de páncreas. En Nutrición lo operarían y empezaría un tratamiento que le prolongaría la vida dos años más. Murió en septiembre de 2019. José José no es el único paciente que ha publicitado su relación con el doctor.
En su libro Historia de mi hígado y otros ensayos (2010), el poeta Hernán Bravo Varela narra las vicisitudes que sufrió al contraer hepatitis B y describe su experiencia cuando les recomendaron al “mejor hepatólogo de México”. En ese entonces, 2003, no se sabía tanto sobre la enfermedad, contraída a través de un virus que se contagia por transmisión sanguínea y sexual. Bravo Varela llegó con el doctor en silla de ruedas, con tapabocas y escoltado por sus padres, todos aterrados. En el libro, el autor relata:
“—Pero qué dramático —exclamó Kershenobich al recibirme en la sala de espera. […] —Quítese el tapabocas y levántese de ahí, que no es para tanto. […] Quiero que salga de aquí por su propio pie: está enfermo, pero no desahuciado.
Tanto para las buenas noticias como para las malas, era directo, puntual y sin matices. […] Hoy no puedo más que celebrar el método de Kershenobich”.
Bravo Varela narra los cinco años, de 2003 a 2008, en los que fue su paciente, hasta el día en que lo dio de alta. “Kershenobich me ordenó dieta libre, reposo relativo, vigilancia, abstinencia alcohólica y de prácticas sexuales de riesgo. Fue él, hombre de pocas palabras sin consuelo, quien me salvó la vida”.
“De eso no escapa nadie, ni él mismo ni ninguno de los integrantes del personal médico. Pero se las agencian para superar sus propias angustias y tensiones porque saben que están siendo útiles para la salud de los mexicanos”.
Para el doctor, lo más valioso en la vida tiene que ver con las personas. Uno de sus mentores y amigos queridos fue el Dr. Marcos Rojkind, investigador del CINVESTAV, quien lo introdujo al campo de la investigación en Gastroenterología y con quien escribiría decenas de artículos de investigación sobre el hígado. Cuando Rojkind murió, en 2012, Kershenobich leyó in memoriam durante su ceremonia póstuma. “Tuve la fortuna de estar ligando con Marcos Rojkind por más de 40 años y de gozar de su amistad”, leyó desde un podio vistiendo un traje negro impecable con camisa blanca y corbata roja. “Admiré su humanismo y su sentido de austeridad, su objetividad e incorruptible juicio. Nunca dio lugar a la complacencia. Siempre que concebía una idea, la seguía con compromiso y tenacidad.” Fue su mentor.
El doctor explica que muchas oportunidades en su vida surgieron por relaciones con las personas que conoció fortuitamente. Incluso sus especialidades (Gastroenterología y Hepatología) las eligió por conocer investigadores dedicados a esos campos durante sus años de estudio. “Tiene mucho que ver con quién te topas y a quién encuentras en el camino”, explica. “Muchos momentos cambiaron mi vida; hubo varios maestros, amistades que tuvieron mucho que ver con mi devenir.”
Los momentos más importantes en la vida del doctor son personas.
Antes de la pandemia, el doctor y su esposa, la reconocida psicoanalista Gloria Leff, se reunían con la familia para comer juntos cada domingo. Entre los tres hijos, nueve nietos y la bisnieta, las comidas familiares eran numerosas. Ahora solo pueden verse por videoconferencia. El contacto con su familia y pasar tiempo con ellos de manera presencial, es una de las cosas que más extraña. Nunca se imaginó que ese tipo de cosas iban a dejar de estar a su alcance. La familia, la que uno crea, es lo más importante en su vida, asegura.
Comparte un lazo especial entre el núcleo familiar y el núcleo de los amigos, y lo llama lealtad. “Es un hombre de familia excepcional”, explica Valadés Ríos.
***
—Bien, gracias a Dios, con mucho trabajo— responde el Dr. David Kershenobich cuando le pregunto cómo se encuentra. Hablamos por cuarta o quinta ocasión, el 6 de mayo. Estamos reunidos por videollamada, y por primera vez veo su rostro y el interior de su oficina. A través de la pantalla, la mirada cansada que había visto hasta ahora se reemplaza por una alegre y enorme sonrisa, así como una nariz larga, que había estado oculta todo este tiempo bajo el tapabocas.
Suena el teléfono y tiene que poner la videoconferencia en silencio. No escucho nada, pero puedo ver su oficina en el fondo de la pantalla y al doctor moviendo los labios.
—El número de pacientes va en aumento—me explica tras colgar. Para ese día, se registran 2,704 fallecidos y más de 27 mil contagiados en México, según cifras oficiales.
Vuelve a sonar el teléfono.
—Uy, Dios, espérame, qué bárbaros—dice y contesta otra vez. Hace preguntas a su interlocutor y espera respuesta. Sonríe.
—Alejandra, ¿crees que pueda ausentarme? Son 10 minutos, espero que no tarde más. Tengo que ir al piso de hospitalización un momentito—, dice el director de Nutrición y sonríe mientras me pide permiso. Se pone la bata blanca y busca su mascarilla KN95 que está por el escritorio.
Ahorita vengo, dice.
Es extraño, pero la distancia nos acerca. Resulta que las videoconferencias tienen sus ventajas. Me quedo ahí sola, adentro de su oficina, al menos de manera virtual. Por primera vez veo dónde trabaja: una pared tapizada de títulos enmarcados, una colección de tazas con su nombre (que le regalan, me explicará después, y no le gusta tirar, aunque no tome café), y un escritorio amplio lleno de papeles con un par de plumas Montblanc. Junto a la computadora tiene una banderita de México y en las mesas del cuarto hay regalos que los hijos de los empleados del hospital le hicieron en el campamento de verano que organiza el instituto. Desde la pantalla veo el libro donde Zubirán plasmó a máquina los valores institucionales que irguen a Nutrición, inmortalizado sobre un podio cubierto por una caja de vidrio. Parece una pieza de museo. Frente a su escritorio, hay dos figuritas de ruedas de la fortuna.
“Te lo puedes encontrar en el pasillo, todos atosigados a media pandemia, y él te va a saludar, te va a decir: ‘hola, Rafael, ¿cómo te va, en qué estás ahorita?’ Y dedicarte unos segundos, tan valiosos para alguien con una agenda como la suya”.
Kershenobich regresa después de un rato y volvemos a empezar.
—Entonces te decía…—cuando suena el teléfono una vez más—. ¡Uy! Qué bárbaro hoy. Uy no espérate, ahora es el secretario.
Le habla Jorge Carlos Alcocer Varela, egresado también del Instituto de Nutrición y secretario de Salud desde diciembre de 2018. Después comentará que muchos hombres con puestos relacionados a la política pública de salud en México son egresados del instituto. Es el caso también del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell y de Gustavo Reyes Terán, el coordinador de los Institutos Nacionales de Salud. Kershenobich vuelve a silenciar la conferencia y me quedo viéndolo hablar en imágenes sin sonido, como una película muda.
—¿A qué le tiene miedo, doctor? —le pregunto después.
—Híjole, pues a muchas cosas. Uno no puede dejar de pensar en la muerte. No es que le tengas miedo, pero es un hecho que va a ocurrir. Es ineludible—dice y después toma distancia y empieza a hablar como hablan los médicos: de manera prescriptiva y en el singular de la segunda persona—. Quieres aprovechar lo mejor que puedas. Quisieras no enfermarte seriamente.
Y solo regresa a lo personal cuando habla de Nutrición.
—Quisiera poder terminar mi periodo de dirección bien.
Entrados en tema, el director se sigue. Está de buen humor.
—No me gusta subirme a la montaña rusa. No me gusta—se ríe—. También las altitudes, viendo para abajo, no me gustan. No sé si les llames miedo o qué. Sí hay cosas que depende de a lo que le digas miedo. Puedo decir que me da miedo que me vayan a asaltar. Sí me da miedo que me asalten. No te gusta, pero no me impide salir, ni manejar, ni nada.
Arrepentimientos tiene, sí, pero son personales. No es que el doctor sea hermético, es que es institucional. Pero ofrece otra cosa a cambio.
—Soy un creyente en Dios y creo tener una relación íntima con mi Dios. De repente negocio cosas con él. Siempre hay cosas de las cuales te arrepientes para bien, te arrepientes para mal. La llevo bien con mi Dios en ese sentido. Es la sensación interna de cómo te comportas en general.
Asegura, con una sonrisa enorme, que es una persona que difícilmente se enoja. Decidió, hace más de 30 años, cuando era muy enojón, que no valía la pena. Se molesta, sí. Pero no lo carga ni se lo lleva a casa; no tiene rencores. Su periodo de dirección en Nutrición termina en dos años y ya ha empezado a planear lo que sigue. Cuando cierre el ciclo no sabe si hará una estancia de investigación de un año en otro lugar, si por fin va a entrenar a un equipo de futbol de niños —un sueño que tiene desde hace años—, o si se dedique a escribir. Una cosa es segura: quiere permanecer vinculado al instituto.
Su autor favorito es Paul Auster. El requisito que busca en una lectura por placer, cuando tiene tiempo de leer fuera del trabajo, es simplemente que sea un buen libro. Su pasatiempo predilecto es prender la televisión y ver un partido de futbol sin saber quiénes están jugando, aunque él le vaya al equipo de su alma mater, los Pumas. Colecciona tazas y elefantitos, porque se los regalan, y ruedas de la fortuna, por convicción propia.
“Yo siempre he tenido la filosofía, desde hace muchos años, de que la vida es un poquito como la rueda de la fortuna. Tiene momentos muy altos, donde estás muy bien, y tiene momentos muy bajos, donde estás muy mal. Pero la ventaja de la rueda de la fortuna es que es dinámica. Y se va moviendo. Mi manera de entender, a mi filosofía, es que la vida se mueve siempre como la rueda de la fortuna”.
Por eso su autor favorito es Auster, porque en sus libros trata siempre un tema recurrente: el azar. Uno de sus deseos es que algún día le den el Nobel al autor estadounidense. David Kershenobich es, quizá, el único científico que encuentra tranquilidad en el caos, y paz en la nula predictibilidad del azar.
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