Varias colonias centrales de la Ciudad de México ya han merecido reportajes sobre la gentrificación que se vive en ellas. Pero ¿qué sucede, por ejemplo, en la Obrera? Esta crónica inmersiva y minuciosa sobre una colonia popular nos acerca a sus habitantes, su historia y a los grupos de vecinos que intentan resistir al “blanqueamiento”, los desalojos y la falta de acceso a la vivienda social.
No importa la hora de la noche, siempre hay alguna luz encendida en las calles de la Obrera. Una taquería, un salón de baile o un taller de impresión afanado en cumplir su último encargo.
—Esto no es nada. En época de campañas aquí suena un ruidajal durante toda la madrugada. Imagínate todos los talleres de impresión que abundan en la colonia, todas las máquinas operando al mismo tiempo. Aquí le imprimen su propaganda a todos los candidatos, a todos los partidos.
Marlene Ortiz es ingeniera civil, tiene 42 años y el coraje atravesado en la garganta. Nació y creció en la Obrera, uno de los barrios populares del centro de la Ciudad de México. Habitada por abogados y oficinistas que trabajan en la Ciudad Judicial, enfermeras y médicos que cumplen turnos nocturnos en el Centro Médico, músicos de las orquestas que se presentan en los salones de baile de los alrededores, comerciantes, albañiles, la Obrera hoy teme por su futuro: en medio de la discusión sobre la gentrificación y la especulación inmobiliaria en la zona central de la ciudad, no son pocos quienes se preguntan cuál es el destino del lugar donde viven desde hace décadas.
Mientras camina por la calle Isabel la Católica, Marlene señala el pequeño edificio rojo marcado con el número 254 y tapizado de carteles que anuncian bailes de high-energy y de la Sonora Dinamita. Durante 35 años esta fue su casa.
—Todavía me da no sé qué pasar por aquí —dice—. Me sacaron de mi casa en el momento más vulnerable. Ni siquiera tenía ropa puesta.
Ocurrió el 4 de diciembre de 2018. Marlene cuenta que al menos ochenta agentes de la Policía de Investigación de la Fiscalía General de Justicia de la capital entraron por la fuerza al inmueble. Un agente del Ministerio Público masculló algo sobre una denuncia por posibles daños a la salud justo antes de que estallara el estruendo de ventanas y puertas rotas. Marlene trabajaba supervisando algunas obras del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Días antes había sufrido un accidente y, por casualidad, esa mañana estaba de licencia en casa. Salía de bañarse cuando escuchó el escándalo. Alcanzó a ponerse una blusa encima cuando la estampida de policías forzó las puertas de su casa y la arrastró hacia la calle.
¿Libres de Airbnb?
Hasta hace poco la Obrera era uno de los contados oasis libres de Airbnb en la zona centro de la capital del país. Desde hace años, la organización Inside Airbnb se dedica a mapear los impactos de esta aplicación en las ciudades donde opera. No incluyen los espacios rentados al momento de recabar los datos porque desaparecen temporalmente de los listados de la aplicación, pues están ocupados, pero, en su último corte, de septiembre de 2022, existían no más de cincuenta sitios disponibles para el alojamiento temporal en la colonia: menos del 1% de los 8,716 que hay en toda la alcaldía Cuauhtémoc (que en solo ocho meses mostró un crecimiento de mil espacios).
Los vecinos de la Obrera escuchaban hablar del alza de las rentas en el Centro Histórico o en la Roma-Condesa, pero les dejaba una sensación remota, como si la Obrera fuera una zona invisible para los intereses del mercado inmobiliario. Esa calma ha comenzado a romperse. “Puedes llegar a pie a la Catedral o al Zócalo”, rezan las ofertas en Airbnb. “Es una zona céntrica con varias vías de transporte público a la mano”, “con una ubicación inmejorable que te permitirá acercarte rápidamente tanto al sur como al centro”.
—Yo llegué a vivir aquí durante la pandemia —dice Paulina Carlos, arquitecta y urbanista—. Pagaba doce mil pesos en la Álamos… pero mi pareja y yo nos quedamos sin trabajo. Desde hace mucho sabíamos que la Obrera mantenía rentas bajas. Por eso es también un refugio de migrantes: haitianos, venezolanos, colombianos. Ahora ya es notoria la presencia de europeos y norteamericanos que se hospedan aquí, muchos con intenciones turísticas más que habitacionales.
La guerra por los inmuebles en la colonia Obrera se había dado en pequeña escala: mafias locales y vivales improvisados se disputaban la posesión de edificios sin escrituras o sin contratos sólidos. Desde hace al menos cinco años, la gente que ha sido desplazada de colonias como el Centro Histórico, la Juárez o la Narvarte ha encontrado en la Obrera rentas más o menos asequibles y servicios públicos más o menos suficientes —aunque la escasez del suministro de agua es una queja antigua y constante entre los habitantes.
La geógrafa Diana García Aguilar, en su tesis de licenciatura Gentrificación de barrios pericentrales de la Ciudad de México: el caso de la colonia Obrera, narra cómo a partir del año 2000 se empiezan a construir edificios habitacionales para atraer a una clase media dispuesta a comprar o rentar: “Con la entrada de las primeras inmobiliarias, el tamaño de los departamentos en la Obrera se redujo considerablemente, rondando entre los 45 y los 55 metros cuadrados, sin embargo, a medida que han llegado más inmobiliarias y han subido los precios, también ha aumentado el tamaño [de los espacios], que ronda ahora entre los 65 y los 125 metros, los cuales incluyen amenidades como gimnasios, roof gardens privados, seguridad las veinticuatro horas y, lo más novedoso y posterior al sismo ocurrido en 2017, Sky Alert integrado en cada departamento”.
Si antes era posible encontrar departamentos en alquiler a dos mil pesos al mes, de acuerdo con el estudio de García Aguilar, para 2019 la media era de 6,500 pesos. Los tres años de pandemia retrasaron un poco el incremento de precios y todavía hoy es posible encontrar departamentos de hasta sesenta metros cuadrados por no más de ocho mil pesos, pero poco a poco los precios comienzan a subir hasta alcanzar los 12 mil o 15 mil pesos en los edificios nuevos.
Ante la llegada de nuevas poblaciones con mayor poder adquisitivo, el ciclo se repite y el suelo comienza a ser codiciado. Hay más fraudes para hacerse de propiedades y los desalojos se vuelven más frecuentes, al tiempo que la oferta de departamentos en Airbnb se multiplica y aparecen edificios nuevos, un café gourmet o un restaurante feminista y pet friendly que vende “comida de barrio” para el turismo que busca “experiencias” locales y escenarios folklóricos para presumir en Instagram.
El pintoresco paisaje que ofrece la Obrera a los paseantes, sus casas amplias de principios de siglo y los edificios de vivienda social que conviven con grandes fábricas y bodegas, muchas de las cuales hoy están siendo convertidas en galerías de arte o en bazares de moda, empieza a cotizarse a ojos de los sectores turísticos e inmobiliarios. Esto a pesar de que a la colonia no la distinguen sus plazas públicas o sus espacios verdes, que brillan por su ausencia; en cambio, sus cuadras de esquinas octagonales y banquetas amplias sirven para que la vida en común salga de lo doméstico y se extienda hacia la calle. La venta ambulante en la calle Bolívar ha derivado en un amplio corredor gastronómico y los tianguis se extienden durante la noche entre cumbias, gomichelas, uñas de gelish y barberías al aire libre. No resulta extraño que, en este ambiente vernáculo, populachero y lépero, los nuevos negocios —aquellos que llegan disfrazados de folklor, con luces blanquísimas y cuadros de Frida Kahlo en cada muro— sean mirados con cierto recelo por los vendedores locales y sus asiduos.
Las Chabelitas de la Obrera
Son las nueve de la noche. Después de uno de los típicos aguaceros que anegan la ciudad durante septiembre, un grupo de más de veinte vecinos se reúne en el interior del número 27 de la calle Manuel Caballero: un centro cultural que, todavía a esta hora, ofrece clases de zumba. La música y los gritos de la instructora se mezclan con las discusiones de una asamblea vecinal que debate sobre cómo frenar, de una vez por todas, los desalojos en la colonia.
—Cuando fue la huelga contra Maquilas Eguren, las costureras tejimos una manta gigante. Decíamos que la huelga se acabaría cuando termináramos de tejer esa manta. Tejíamos de día pero destejíamos de noche.
La historia, inspirada en la Penélope de la Odisea, es verídica. La narra Mercedes Silva, una mujer sexagenaria e integrante del Colectivo de Costureras 19 de Septiembre, conformado por las sobrevivientes del sismo de 1985, en el que se estima que murieron más de mil seiscientas trabajadoras de las fábricas textiles concentradas en la zona. El terremoto destruyó unos ochocientos talleres ubicados en edificios endebles, sobrecargados con toneladas de maquinaria y mercancía.
Mientras la asamblea transcurre, Mercedes se las arregla para narrarme a susurros que la lucha de las costureras tras el terremoto no fue solo por derechos laborales. Además de consolidar el primer sindicato independiente compuesto y dirigido por mujeres —el Sindicato Nacional de la Industria de la Costura, Confección, Vestido, Similares y Conexos 19 de Septiembre—, las costureras lograron expropiar terrenos —como el que ocupaba la antigua fábrica textil Topeka, en San Antonio Abad 150— que sirven de sede para la organización gremial o como viviendas para ellas y sus familias.
—A nosotros nos quieren sacar de Isabel la Católica —dice una mujer que llega a la reunión con dos de sus hijos a cuestas.
—¿Cuántos predios son ya en esa calle?
—Ya como siete predios… no, ¡ocho!
—Válgame. ¡Nos vamos a llenar de Chabelitas!
Chabelitas: así se ha nombrado en la Obrera a las personas que habitan la calle de Isabel la Católica. En la asamblea de esta noche hay tres personas que recientemente fueron desalojadas de distintos edificios en la misma calle. Hay otras cuantas que viven en edificios intestados y los habitantes quieren pugnar por expropiar el inmueble antes de que llegue alguna mafia de abogados o de notarios y termine por despojarlos a todos.
—Porque no son las únicas —me advierte Mercedes—. Por lo menos sabemos de otros tres predios más que ya están en riesgo: los vecinos están intentando organizarse.
Distrito San Pablo
—Lo que está pasando en la Obrera es un misterio —me cuenta el arquitecto y doctor en urbanismo Víctor Delgadillo—. Hay muy pocos estudios sobre lo que sucede allí. Es una zona permanentemente amenazada.
Delgadillo es una de las personas que más conocen las dinámicas urbanas en la capital. Sus investigaciones sobre las disputas por los mercados de la Merced desde el cambio de milenio son pioneras en el estudio de lo que hoy entendemos como “gentrificación” en México.
—Una forma de analizar la gentrificación desde su origen —me dice— es a través de las asociaciones público-privadas. Es allí donde es posible mirar cómo el Estado se repliega para ceder a los intereses del capital privado.
Estos pactos suelen proyectarse más allá de sexenios e ideologías partidistas. Actualmente, en la Ciudad de México, las asociaciones entre el gobierno y las empresas constructoras se ejercen mediante dieciséis figuras con nombres casi esotéricos: Sistemas de Actuación por Cooperación (SAC), Polígonos de Actuación, Sistemas de Transferencia de Potencialidades, etcétera. A través de estos mecanismos, las empresas logran cambiar los permisos de uso de suelo, construir edificios con más niveles o, incluso, modificar la red hídrica y la infraestructura vial bajo la promesa, casi siempre incumplida, de pagar mejoras en el entorno para mitigar el impacto de sus desarrollos y beneficiar a la población local.
En la Obrera se mantiene vigente un SAC que abarca al menos diez cuadras de la colonia. Ubicado justo en el límite del Centro Histórico, en la Tránsito, la Esperanza y la Obrera, el SAC Distrito San Pablo se autorizó en 2016. Proyecta la construcción de más de 3,500 viviendas en edificios de hasta doce pisos de altura. La empresa a cargo del proyecto le pertenece a José Antonio Revah, quien fuera director del Instituto de Vivienda durante la gestión de Marcelo Ebrard.
—Es uno de los SAC más opacos —explica Delgadillo—, no hay muchos datos al respecto. Pero se puede inferir que es el mismo modelo que se busca aplicar a toda la ciudad central: muchos pequeños departamentos apilados en grandes torres.
En la Cuenta Pública de 2018, la Auditoría Superior de la Ciudad de México detectó anomalías en siete de los SAC autorizados, incluido Distrito San Pablo. Las empresas constructoras adeudaban un total de 656 millones de pesos, cuyo pago nunca fue registrado ante la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda durante la gestión de Felipe de Jesús Gutiérrez, quien hoy permanece prófugo, acusado de defraudación fiscal.
Este no es el primer plan de desarrollo que se instala en la colonia. En el sexenio en que el hoy presidente, Andrés Manuel López Obrador, fue jefe de gobierno, se extendieron 111 permisos de construcción en la Obrera bajo la política del Bando 2, según documentó Diana García Aguilar. Debido al poco valor que tenía la tierra, algunas empresas inmobiliarias comenzaron a construir sobre los predios abandonados con la excusa de construir vivienda social. Políticas como el Bando 2 y la Norma 26, impulsada después por Marcelo Ebrard, se tradujeron en abusos por parte de constructoras que aprovecharon la permisividad para violar usos de suelo y destinar la vivienda a las clases medias y altas. Esto tuvo consecuencias: si en 1990 la población de la colonia Obrera superaba los 45 mil habitantes, de acuerdo con el Censo de Población y Vivienda del Inegi, para 2010 habían descendido a 36 mil, a pesar de las viviendas nuevas.
Esta contradicción rige el devenir de la ciudad. De acuerdo con el Proyecto General de Ordenamiento Territorial de la Ciudad de México, cada año la capital expulsa a más de veinte mil familias de los deciles más bajos, a pesar de que, según el mismo documento, en la capital existen poco más de 207 mil viviendas deshabitadas, veintiún mil de las cuales se ubican en la alcaldía Cuauhtémoc.
Un barrio autoconstruido
Ya es octubre y un centenar de vecinos de la Obrera recorren la colonia en peregrinación. Quieren señalar los edificios donde se temen desalojos, los predios que se están disputando o los que han conseguido expropiar para vivienda popular. Alrededor del mediodía se detienen en el número 86 de la calle Manuel Caballero: un pequeño edificio de tres niveles. Desde una de las ventanas, se asoma un grupo de niños que saluda a la manifestación entre risitas y cuchicheos.
—Este edificio lo entregamos en 2018. Era una vecindad en muy malas condiciones: convencimos a la dueña de que nos vendiera a cambio de que le dejáramos dos espacios para sus hijos. Construimos dieciocho viviendas a través de un crédito otorgado por el Instituto Nacional de Vivienda.
Quien habla es José Luis Rodríguez, un fornido cuarentón de voz atrabancada. Lleva un casco blanco en la cabeza. No es el único: decenas de vecinos portan cascos de construcción durante la marcha, como un signo de identidad obrera.
José Luis es uno de los fundadores de la Unión Popular Emiliano Zapata (Uprez). Con miles de afiliados en distintos estados del país y con sólidas alianzas políticas al interior de las cámaras legislativas, la Uprez es una de las muchas organizaciones afiliadas al Movimiento Urbano Popular (MUP): un conglomerado de colectivos que, desde hace más de medio siglo, se dedican a frenar reordenamientos urbanos violentos, conseguir recursos públicos para construir edificios habitacionales o impulsar legislaciones en materia de vivienda digna.
—Básicamente nos dedicamos a optimizar el recurso y el espacio para construir edificios seguros con poco dinero —me dice uno de los arquitectos del MUP—. Nos quedan bien: ningún terremoto nos ha tirado un edificio.
Tanto la Uprez como otras organizaciones urbanas enfocadas en la vivienda —la Asamblea de Barrios, el Frente Popular Francisco Villa, el Barzón, la Benita Galeana y más— están organizadas de manera sectorizada en buena parte de la capital y sus periferias. Algunos sectores de estas organizaciones han sido señalados de corrupción, clientelismo o incluso de defraudar a sus propios miembros, lo cual ha mermado su reputación. Sin embargo, en estas calles tanto la Uprez como el MUP mantienen su legitimidad gracias a sus estrategias de autogestión de recursos y a su tradición de autoconstrucción.
Una anécdota, narrada por el cronista Arturo Sotomayor en Expansión de México (FCE, 1975) y recopilada por la revista de divulgación histórica Palabra de Clío, describe cómo en los años veinte —antes incluso de que fuera reconocida como colonia— la Obrera se pobló de albañiles que trabajaban construyendo casonas en la Roma. Fueron ellos quienes, mediante el robo hormiga de materiales, edificaron de manera acelerada cientos de viviendas, muchas de las cuales siguen hoy en pie.
En los meses posteriores al terremoto de 1985 y ante la desorganización gubernamental que entorpecía las gestiones para la reconstrucción, decenas de organizaciones civiles, en alianza con universidades, obligaron al Estado a expropiar cientos de terrenos e inmuebles. Así fue como muchos inquilinos de la Obrera se transformaron en propietarios. Es común escuchar esas historias en las asambleas que convocan los vecinos para combatir lo que hoy conocemos como gentrificación, sobre todo porque muchas de esas organizaciones multitudinarias nutrieron a la actual izquierda partidista de la Ciudad de México. El MUP mantiene una exposición permanente en el Palacio del Ayuntamiento, el mismo edificio donde se ubica la oficina de la jefa de gobierno. Tanto el MUP como la Uprez apoyaron la fundación del Partido de la Revolución Democrática y no es raro encontrar en sus células a militantes de base del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), partido creado por López Obrador.
—Nosotros hemos defendido y acompañado a Andrés Manuel desde que él llegó de Tabasco a la capital con su célebre “éxodo por la democracia” —reconoce José Luis, el Puma—. Obviamente, hay una simpatía y una identificación con su lucha. Pero lo que vemos es que los desalojos ilegales no paran, la construcción de vivienda se sigue enfocando en el negocio inmobiliario y hay una relación de funcionarios con las empresas inmobiliarias. Nosotros no vamos a aplaudir ciegamente a nadie. Una cosa es el gobierno y otra, muy distinta, el Movimiento Urbano Popular.
El blanqueamiento que viene
—En la Obrera, la palabra “gentrificación” no significa nada: pocos de los vecinos la usan —dice Marlene Ortiz, la ingeniera civil desalojada del número 254 de Isabel la Católica—. Aquí se habla de desalojos o directamente de “blanqueamiento”. Porque se compran edificios viejos, los remodelan y los dejan siempre blancos, como para una escenografía. Desde hace años no paran de hostigar a las vecindades reconstruidas después del terremoto del 85. Nos quieren blanquear, me dicen los vecinos.
Después de su desalojo, en diciembre de 2018, a Marlene le tomó semanas recuperar sus pertenencias, se habían quedado dentro de la que fue su casa. Gestionar las denuncias contra los funcionarios involucrados le absorbió tantos días que perdió su trabajo. Entonces Claudia Sheinbaum acababa de tomar posesión como jefa de gobierno de la capital y Marlene siguió el consejo de algunos abogados que se acercaron a ella en esos días: la madrugada del jueves 6 de diciembre acudió a la primera audiencia pública celebrada por la nueva regenta. Su demanda contra la agente del Ministerio Público que lo ordenó fue uno de los primeros casos recibidos por Ernestina Godoy.
La historia es un enredo, según la cuentan los vecinos del 254. El edificio pertenecía a un extranjero que desapareció hace más de una década. Desde entonces los inquilinos comenzaron a otorgar mantenimiento al inmueble y pagar los servicios básicos: luz, agua, predial. Con el tiempo, acariciaron la idea de gestionar una expropiación y pagar sus departamentos mediante créditos gubernamentales. Se organizaron y cerraron filas.
—Nos asociamos con una organización de vivienda popular —lamenta Marlene—. Le confiamos la historia y los documentos del edificio pero nos terminó bailando. Ese fue nuestro error. Era una asociación balín que tiene un largo historial de fraudes enfocados en despojar de sus viviendas a personas adultas mayores. Yo vivo con mi mamá, de más de sesenta años, y, pues sí, pegué el grito en el cielo. Se aliaron con el Ministerio Público para ejecutar el despojo.
Marlene se acostumbró a peregrinar de oficina en oficina, a reunir documentos, firmas, y a participar en juntas o mesas de trabajo con autoridades en un interminable juego de serpientes y escaleras. Acabó uniéndose a la célula local del MUP y, en estos pocos años, se ha convertido en una de sus integrantes más activas. De poco ha servido: a cuatro años, el pequeño edificio rojo marcado con el número 254 de Isabel la Católica exhibe todavía una manta en la que se anuncia la investigación abierta.
Hoy renta un departamento a unas cuadras de donde fue desalojada. Vivir en la Obrera la tranquiliza: sabe que su madre puede pasear por el barrio y contar con un círculo de amistades que la cuiden. En el tianguis, en los mercados, en las cantinas y en los gimnasios de barrio hay una identidad compartida en la que es posible, todavía, tejer afectos.
—Me dan risa las juntas vecinales que estamos haciendo —dice—. Puedes ver al vecino que hace dos años no te dejaba dormir por estar con su serenata y con el claxon a todo lo que daba porque lo dejó su esposa… y ahora está ahí: muy seriecito. Es una forma de intimidad que permite también organizarse y eso es lo que está en riesgo de perderse: el apoyo mutuo que nos brindamos como vecinos y que en la Obrera, yo creo, está más presente que en otras zonas.
“Gentrificación” es uno de los muchos nombres que se le han dado a los efectos del neoliberalismo en territorios urbanos. Es un término problemático y, de tan gastado, en ambientes no académicos suele usarse para hablar de los cambios estéticos de una zona impulsados por y para un nuevo tipo de habitantes —jóvenes de clase media o media alta, muchas veces extranjeros blancos— que “invaden” barrios populares. Se ha llegado al extremo de hablar de una “gentrificación positiva”, un término que invisibiliza el desplazamiento forzado de la población originaria y la lógica económica y gubernamental que rige este tipo de cambios.
En su extenso estudio sobre el comercio ambulante en la capital (Luchando por un espacio en la Ciudad de México, 2018), la geógrafa Verónica Crossa Niell define el proceso de “gentrificación” dentro de un esquema mucho más amplio: si antes la ciudad se organizaba a partir de la producción de bienes y servicios, a partir de los años noventa lo que articula las políticas públicas es el consumo liso y llano. Esto implica una nueva manera de gobernar y ser gobernados en las grandes urbes, en alianza con empresas globales.
Académicos como la socióloga Saskia Sassen o la arquitecta y urbanista Raquel Rolnik coinciden con Crossa e insisten en que el motor de este fenómeno es un nuevo modelo de ciudad, en el cual los servicios públicos son privatizados poco a poco mientras se mantiene un sistema financiero en perpetuo estado de engorda a través del endeudamiento de la gente y la especulación inmobiliaria a gran escala. Así, el suelo, la vivienda y el negocio de su construcción pesan más en tanto activos financieros a gran escala que como un derecho. En este escenario, la función principal de las ciudades es atraer y acumular capital global, antes que garantizar el bienestar de sus habitantes.
—Ahora cuando el casero no quiere renovar tu contrato, ya sabes que es porque quiere triplicar la renta —dice Marlene—. Quieren construir nuevos complejos habitacionales en los predios que desalojan. O hay mafias que andan buscando edificios vulnerables a algún fraude. Es como estar en una guerra. La tranquilidad se acabó para nosotros.
Un reclamo a la jefa de gobierno
Este edificio solía albergar una de las oficinas del Instituto Nacional de la Vivienda. La esquina de Lucas Lassaga y 5 de febrero, a espaldas del emblemático edificio de Galas de México, hoy sirve de sede para reuniones de organizaciones locales, clases de defensa personal, música, teoría política, historia y lucha sindical y un variadísimo etcétera.
—La generación que hoy está en la universidad no tendrá acceso a la vivienda: eso es un hecho —dice Benito Colín—. No solo no gozan de una política pública adecuada sino que, además, la mayoría ni siquiera serán sujetos de crédito.
Benito Colín tiene un rostro salido de otros tiempos: una sonrisa perfecta, un copete a lo Elvis Presley y una cara morena de mirada achispada. Es egresado de la Prepa Popular Tacuba (PPT), una escuela surgida a partir del movimiento estudiantil del 68 como respuesta al rechazo oficial de miles de estudiantes de bajos recursos por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México. Un año antes del terremoto del 85 y luego de que un par de estudiantes lanzara bombas molotov al Palacio Nacional, la escuela fue tomada por militares y sus miembros fueron perseguidos, encarcelados, torturados, algunos desaparecidos.
—Mi papá era carpintero —dice Benito después de repasar la historia de la PPT—. Conozco la historia de la colonia porque aquí me crié. Los talleres de la Obrera eran famosos por su producción artesanal de mobiliario. Desde los años cuarenta hasta los ochenta, aquí se construía el mobiliario de las colonias ricas, desde el Pedregal de San Ángel hasta las Lomas de Chapultepec.
Si antes luchaban por ser reconocidos por la UNAM y por capacitar estudiantes para que aprobaran los exámenes de admisión, a partir del año 2001 los antiguos integrantes de la Prepa Popular cambiaron su agenda política. Constituidos como asociación civil y luego de lograr la cesión del espacio en la esquina de Lassaga y 5 de febrero, decidieron enfocar sus principales demandas en el acceso a la vivienda.
—Yo estuve aquí en el terremoto del 85 —recuerda Benito—. En aquel entonces nos tocó organizarnos como vecinos pero también como Prepa Popular. Fuimos los estudiantes quienes apoyamos en los trabajos de rescate, no el gobierno. Nosotros vimos a las costureras luchar, ganar su espacio y abrirlo de manera solidaria a cualquier organización que lo necesitara. Allí llegaron los despedidos de Pemex, los despedidos de Mexicana, los despedidos de Fertimex. Y llegamos también nosotros, de ellas aprendimos.
Con los años, explica Colín, la Prepa Popular consiguió cien viviendas —“otorgadas de manera dosificada”— para sus integrantes. Quizá por estos beneficios, ganados luego de décadas de acompañar movimientos sociales, hoy buena parte de los integrantes de la Prepa Popular también se adscriben a Morena y algunos de sus integrantes militan activamente en la Red Nacional de Círculos de Estudio (Renace), que depende del Instituto Nacional de Formación Política de ese partido. Pese a ello, no dejan de mirar con escepticismo algunas de las decisiones de la actual administración capitalina.
—Hoy sobran los posgrados —dice Colín—, las nuevas generaciones tienen acceso a posgrados como nunca. La oferta universitaria es extensa. Pero la gente sale de las universidades sin acceso a un techo, ni siquiera a un trabajo digno.
En su informe de gobierno más reciente, la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum reafirmó su respaldo al sector inmobiliario. Destacó las 73 asociaciones público-privadas –67 polígonos de actuación y seis transferencias de potencialidad– autorizadas en sus cuatro años de administración y anunció al menos otras diecisiete para el resto de 2022. En materia de derecho a la vivienda digna, aseguró que el Instituto de Vivienda había realizado más de 82 mil “acciones”, entre las cuales se encuentra la atención a familias damnificadas por los sismos de 1985 y 2017. El documento también menciona más de siete mil financiamientos para la adquisición de vivienda social y más de ocho mil apoyos dirigidos a familias con ingresos bajos para lograr acceder a créditos. En la zona centro de la ciudad destacó el Programa Especial de Regeneración Urbana y Vivienda Incluyente: “un nuevo esquema de financiamiento de vivienda social que, a través de estímulos fiscales, estimula a las empresas inmobiliarias para que aumenten la oferta de vivienda de bajo costo”. A la fecha, los vecinos de la Obrera, afiliados al MUP y a la Uprez desconocen cómo acceder a esos créditos a pesar de haber acudido a todas las oficinas gubernamentales posibles.
—Sí hacemos esa crítica a la compañera Claudia Sheinbaum: no se vale que los corredores de vivienda que se están haciendo sean, a lo mucho, para [la clase] media. Se le olvida que esta ciudad está compuesta por capas muy, muy pobres. La vivienda de interés social podría ser un elemento para brincar el umbral de la pobreza de buena parte de la población. Se le están dando incentivos a la industria inmobiliaria y de la construcción por considerarla un motor económico. Pero yo no sé si la doctora Sheinbaum no se da cuenta de que ya hay miles de viviendas desocupadas en esta ciudad y que si no se ocupan es porque no hay dinero para adquirirlas.
Por si fuera poco, el año pasado Sheinbaum ratificó una alianza del gobierno de la Ciudad de México con la empresa de alojamiento temporal Airbnb, a pesar de la evidencia que señala que esta plataforma ha causado daños profundos en el mercado de vivienda en distintas ciudades del mundo. Ciudades como Barcelona, Berlín, París, Nueva York y Ámsterdam se han visto obligadas a regular a la empresa y a limitar su operación para no afectar a la población local con desalojos ilegales y desplazamientos masivos. Ante una oleada de protestas y críticas de varias organizaciones, a finales de 2022 la jefa de gobierno declaró que se estaba estudiando la manera de regular este tipo de plataformas.
Mientras tanto, la Obrera hoy se prepara para el peor de los escenarios. La especulación financiera ha vaciado buena parte de los barrios colindantes, ya sea duplicando o triplicando las rentas, cediendo edificios enteros a Airbnb o construyendo viviendas que muy pocos pueden comprar.
Pero la Obrera se toma en serio su nombre. Mientras discuten en asambleas realizadas en el patio de una escuela primaria o de un edificio en disputa, no es raro que los vecinos recuerden que esta colonia se fundó alrededor de las fábricas y talleres de algodón instalados en torno al exconvento de san Antonio Abad durante la segunda mitad del siglo XIX. No solo eso: de aquellos años datan también las primeras huelgas organizadas por trabajadores anarquistas en las fábricas textiles de la zona, tal como narra John M. Hart en El anarquismo y la clase obrera mexicana 1860-1931 (Siglo XXI). Tampoco es un secreto que estas calles albergaron la sede del Partido Liberal Mexicano, fundado por Enrique y Ricardo Flores Magón, y las reuniones multitudinarias convocadas por la Casa del Obrero Mundial aún se comentan con cierto misticismo. Hoy las vecinas y vecinos de la Obrera —albañiles, impresores, costureras, organizaciones indígenas, carpinteros, lavanderas, taxistas, trabajadoras sexuales, taqueros, madres de familia— hacen un recorrido por su historia y se preguntan si esa memoria será suficiente para enfrentar al monstruo que se avecina.
—Lo que a mí más me mueve es el coraje —dice Marlene Ortiz—. Fueron tantas las violaciones a mis derechos cuando me sacaron que no podía yo ni dormir del coraje. Ante este tipo de situaciones lo que nos queda es pelear. Muchos vecinos se avergüenzan cuando enfrentan un proceso de desalojo o desplazamiento, no lo dicen, lo callan. Eso luego impide que nos organicemos. Pero pelear por tus derechos no debería ser algo vergonzoso.