Treinta agentes de la policía antimotines de Phoenix se formaron a lo ancho de una de las principales avenidas de la ciudad, frente a una preparatoria. Eran las seis de la tarde del 20 de marzo y el sol se empezaba a ocultar. Después de diez minutos de permanecer parados, esperando instrucciones, dieron un primer paso hacia los manifestantes al otro lado de la calle. El sonido de sus botas en el suelo hizo que todo lo demás quedara en silencio. No era un sonido constante ni rítmico. Era un único «¡pras!» provocado por los pasos, uno a la vez, de los uniformados que avanzaban firmes, con la vista al frente. Llevaban chaleco antibalas, macana, esposas. ¡Pras! Dos minutos sin moverse, silencio; otro paso. ¡Pras! Cascos, protectores para el rostro, guantes, ¡Pras! Cartuchos, arma de fuego, ¡pras!
Unos metros adelante, bloqueando la avenida Thomas, en el barrio latino de West Phoenix, seis jóvenes indocumentados sentados sobre una manta colocada en el piso aseguraban no tener miedo. Así lo decían las camisetas que portaban, letras rojas en fondo negro con la leyenda «We will no longer remain on the shadows«. Así lo decían también a gritos con el puño en alto, mientras retaban a la policía local y al sheriff del condado de Maricopa, Joe Arpaio. Usando por turnos un megáfono, afirmaban estar dispuestos a ir a la cárcel, a enfrentarse con las autoridades de inmigración, a correr el riesgo de ser deportados. Jackie, de dieciocho años, rostro moreno y pelo negro, con las piernas largas y delgadas cruzadas sobre el piso y los brazos al aire en señal de protesta, mantenía la espalda rígida y los ojos enormes, muy abiertos ante el avance de las botas. Rocío se encontraba junto a ella. De diecisiete años de edad y lentes enormes bajo un pelo casi blanco resultado de la decoloración, soltaba de pronto una risa, esa risita nerviosa que le agarra a uno cuando ya está metido en esto y ni modo. Un poco más adelante estaba Daniela, de veinte años, quien con sus jeans pegaditos y sus tenis blancos con la palabra «dream» escrita en ellos, se mantuvo fuerte y sonriendo la mayor parte del día, hasta que los agentes empezaron a avanzar. Entonces volteaba a ver a la gente que los observaba desde la acera, como si viendo hacia otro lado la barrera antimotines pudiera detenerse. Al igual que Daniela, Viridiana tiene veinte años, es la más aguerrida y también la que menos sonríe. Poco antes de que los agentes empezaran a avanzar, las lágrimas le ganaron cuando su madre se acercó a abrazarla; pero, unos minutos más tarde, recobrando el rostro de gesto duro ante el sonido de las botas, sostenía una mirada retadora.
Los chicos se habían preparado durante varios días para este momento. Para llegar a este punto, los seis tuvieron que aprender el significado de la desobediencia civil: que los agentes de policía les iban a pedir que desalojaran el área porque están bloqueando el tránsito. Que ellos no obedecerían, que seguirían coreando consignas apoyados por las cerca de cien personas que los acompañarían. Que la policía seguramente iba a pedir refuerzos. Que los refuerzos vendrían en doce camionetas, que se pararían frente a ellos. Que les harían una última llamada para retirarse, que ellos volverían a negarse. Que treinta policías formarían un muro a lo largo de la avenida bloqueada y avanzarían intimidantes hacia ellos: un paso, ¡pras!, unos minutos de espera; otro paso, ¡pras!, con sus botas ruidosas. Que iba a llegar el inevitable momento en que las botas quedarían frente a su rostro. Que los seis seguirían ahí sentados, con el puño en alto, gritando: «Undocumented and unafraid!«.
La primera vez que hablé con Mohammad Abdollahi, el principal dirigente de la organización DreamActivist, él se encontraba en Alabama dirigiendo a un puñado de estudiantes indocumentados procedentes de varios estados. Mo, como le llaman sus amigos, es un joven esbelto que de lejos podría parecer un poco mayor de sus veintiséis años de edad, pero basta verlo conversando con otros chicos para saber que es uno más de ellos. Sobre la frente le cae el pelo negro, negrísimo, al igual que las gruesas cejas. Tiene la mirada expresiva y unos ojos que en general tienden a verse tristones. Siempre trae en el rostro el asomo de una barba cerrada, tupida, cubriendo las marcas de acné que delatan su juventud y enmarcando la boca que, cuando sonríe, hace que la tristeza se vaya de los ojos. Aunque es muy alto y utiliza constantemente manos y brazos para expresarse, Mo es puro rostro.
Para establecer contacto con Mo por primera vez tuve que pasar por varios filtros. Cuando pude hablar con él, resultó ser accesible y por momentos hasta cálido. Tras un par de conversaciones telefónicas y bajo promesa de discreción, acordamos un encuentro en Montgomery, la capital de Alabama. Eran los primeros días de noviembre de 2011 y DreamActivist planeaba una protesta y un acto de desobediencia civil para mediados de mes, similar al que cuatro meses más tarde se celebraría en Phoenix. Sólo que en esta ocasión eran once jóvenes indocumentados y dos padres de familia también sin papeles, que participarían en el evento, uno de los casi quince que DreamActivist ha organizado en los últimos dos años.
Mo ha estado en cada uno de ellos: haciendo el entrenamiento previo con quienes participarán, informándoles sobre los riesgos que corren, compartiendo historias sobre su trabajo con otros estudiantes indocumentados; una labor que empezó con su propia historia personal. Un día su madre lo sentó para tener «la charla», que en el caso de esta familia, como cientos de miles más en Estados Unidos, no es sobre sexo o religión, sino sobre su situación de inmigrantes indocumentados. Esto no era novedad para Mo. Aunque en casa no se hablaba mucho de ello, él creció sabiendo que era indocumentado y con el paso de los años fue descubriendo las limitaciones que enfrentaría por esta razón. Sólo que en esta ocasión había una situación especial: una ley conocida como DREAM Act se discutía en el Congreso de Estados Unidos y, de aprobarse, Mo tendría una opción para regularizar su estatus migratorio y para continuar sus estudios en la universidad.
—Pero no lo busques en internet porque el gobierno seguramente te rastrea y viene por ti.
Por supuesto, Mo corrió a la computadora. Abrió la página de Google, puso «Dream Act» en el buscador y su vida dio un vuelco.
Nacido en Irán, cuando Mo tenía tres años de edad su padre, un joven aspirante a matemático, fue aceptado en la Universidad de Michigan y se mudó con todo y familia a la ciudad de Ann Arbor, un poblado de ciento trece mil habitantes, sesenta y cuatro kilómetros al oeste de la industrial ciudad de Detroit, aquella donde se encuentran las principales empresas automotrices de Estados Unidos. Una vez terminados sus estudios —y vencida su visa de estudiante— se quedó con su familia en este país. Mo recuerda haber tenido conciencia de su situación migratoria durante sus años de escuela, pero entendió plenamente lo que esto significaba hasta que terminó la preparatoria. En una ciudad en la que tres de cada diez habitantes viven de la Universidad de Michigan, el centro económico de Ann Arbor, la ironía quiso que fuera justamente esa la primera puerta que se le cerró: cuando se preparaba para elegir una carrera se dio cuenta de que no podría continuar estudiando debido a su estatus legal.
—Fue cuando realmente me pegó. Vieron mis calificaciones, dijeron que eran perfectas y me dieron una carta de aceptación y un número de identificación de estudiante. Momentos después vino una persona y me dijo: «Lo lamentamos mucho, pero no mencionaste que eras de Irán; cuando regularices tu situación, puedes regresar». Y me quitaron la forma —relata Mo con una risa sarcástica cargada de dolor.
Eso ocurrió en 2007, el mismo el año en el que por primera vez escuchó hablar del DREAM Act. El nombre de esta iniciativa es la sigla de Development, Relief and Education for Alien Minors Act, una propuesta legislativa que busca solucionar la situación de los jóvenes que fueron traídos a Estados Unidos de manera indocumentada siendo menores de edad. Todos los niños que viven en este país, sin importar su estatus migratorio, reciben los primeros doce años de educación de manera gratuita y obligatoria gracias a la resolución de la Corte Suprema de este país en el caso Plyler v. Doe, en 1982. El veredicto establece que los menores no pueden ser considerados responsables de su situación migratoria debido a que su ingreso ilegal se debió a una decisión tomada por alguien más. Pero la legislación no ofrece una opción para que puedan acceder a la regularización de su situación migratoria o al apoyo financiero para continuar estudiando después de la preparatoria. Este limbo legislativo afecta a más de setecientos mil jóvenes inmigrantes indocumentados mayores de dieciocho años, y hay otros novecientos mil menores que se encontrarán en la misma situación una vez que lleguen a la mayoría de edad. Éso es lo que busca solucionar el DREAM Act, y que los ha convertido a todos en «dreamers«, la palabra en inglés para «soñadores».
Poco después de que Mo se enteró de la existencia del DREAM Act, ésta fue rechazada en el Congreso por unos cuantos votos. Con todo, Mo ya estaba suficientemente empapado del tema. Por ejemplo, había encontrado en MySpace el sitio donde otros jóvenes indocumentados, en la misma situación, intercambiaban opiniones e información sobre cómo obtener una beca o una licencia para conducir. Un día, seis integrantes del grupo hablaron de crear una red para unir a quienes se encontraban igual que ellos y empezaron a organizarse a pesar de estar en distintos puntos del país, de tener distintas nacionalidades y de no haberse visto nunca en persona.
—Yo creo que debido a las diferencias culturales entre nosotros, a algunos les cuesta más trabajo dejar a un lado la vergüenza, o se sienten más inseguros. Los que hemos cruzado esa línea somos privilegiados y tenemos la obligación de trabajar por los demás.
Mo se refiere al principio rector de DreamActivist: reconocer que sus miembros son indocumentados e invitarlos a salir de las sombras. La hipótesis del grupo es que mientras más visibles sean y mejor organizados estén, menor será el riesgo de que un día los arresten y los deporten.
—No necesitamos a los legisladores, nos necesitamos unos a otros. Ése es el fondo del asunto.
En 2010, el grupo, que para entonces ya estaba más o menos consolidado, tuvo una reunión en Minnesota con varios estudiantes indocumentados. Cuando regresaron a sus respectivos estados recibieron una llamada: uno de sus compañeros fue detenido en el aeropuerto porque no contaba con una identificación oficial estadounidense. En ese punto DreamActivist ya había hecho contacto con organizaciones y con gente dedicada al cabildeo en las oficinas de gobierno, así que hicieron llamadas, explicaron que el joven detenido era un estudiante y lograron que lo liberaran.
—Nosotros habíamos estado trabajando en torno a una serie de casos de deportación, pero después de eso descubrimos que podíamos parar las deportaciones con una buena organización, así que pensamos: estamos en esto, tenemos la energía, ¿por qué no lo hacemos a propósito?
Así fue como surgió la idea de las acciones de desobediencia civil.
* * *
De presencia carismática, voz firme y tono amable, Mo sabe que es el dirigente perfecto. Acostumbra a delegar, pero siempre conserva el control. El día previo al evento de Montgomery se encontraba en plena acción y después de «evaluarme» tras una breve conversación, me permitió ingresar a una de las sesiones en las que los jóvenes que participarán en las protestas empiezan a conocerse. En esos entrenamientos, cada integrante cuenta su historia, habla de lo que le preocupa y hace preguntas. Ahí aprenden que si participan en una acción de desobediencia terminarán arrestados y corren el riesgo de ser deportados. Que el objetivo es dar una lección de valor a la comunidad indocumentada: si se organizan y salen a la luz, aunque los arresten, nada les pasa. Que si llaman la atención de los medios, esto se volverá un asunto político. Y que si es un asunto político, al final los liberarán.
—Es evidente que la ICE (por sus siglas en inglés, es la oficina de control de aduanas e inmigración estadounidense) tiene miedo de la comunidad, de la opinión pública, de que se arruine su imagen. Si detienen a uno solo y nadie hace caso y nadie levanta la voz, en unas horas estará deportado; pero si somos varios y hay una alerta, movilizamos a los medios, la gente pregunta por nosotros y la ICE no se va a arriesgar a ser cuestionada por el público. Cuando la gente tiene miedo, pierde el poder.
Para quienes forman parte de los movimientos de defensa de derechos humanos en Estados Unidos, las acciones de desobediencia civil no son algo nuevo. Este país cuenta con una historia que en diferentes momentos ha estado marcada por la resistencia pacífica de los ciudadanos en demanda del cambio social; desde las acciones de desobediencia durante guerras y ocupaciones por parte de su gobierno en países extranjeros, pasando por el movimiento de derechos civiles encabezado por Martin Luther King Jr. justo aquí, en los estados del sur, y llegando hasta las manifestaciones de los globalifóbicos en Seattle y su más reciente expresión, los indignados del movimiento Occupy. Pero en los actos de resistencia que organizan jóvenes indocumentados, el posible resultado es de una naturaleza distinta: los detenidos podrían no terminar en la cárcel, sino en una ciudad fronteriza de México como parte de un proceso de deportación. Lo que está en juego no es sólo la libertad, sino todo lo que la mayoría de ellos conoce, la permanencia en el único lugar que los ha visto crecer.
Hay de todo entre estos chicos que se movilizan por todo el país. Está Krsna, quien tiene que deletrear su nombre varias veces para que la gente lo entienda lo mismo en inglés que en español. Nació en Guanajuato, vino a California a los cuatro meses de edad y aquí sigue. «Algunos me dicen ‘regrésate a México’, pero yo ni siquiera sé cómo se ve México», dice con una sonrisa permanente. Está también Cynthia Pérez. Cuando tenía doce años su madre le dijo que venían de vacaciones a Indianápolis; nunca regresaron a México y a sus amigos no les dijo ni adiós.
Hay otros que a pesar de luchar por la aprobación del Dream Act no están del todo contentos. Fernanda es una joven peruana que cuestiona algunos de los requisitos de la iniciativa de ley para regularizar su situación. «Te piden que sigas estudiando una carrera o que entres a las fuerzas armadas para tener derecho a una residencia. ¿Y si no quiero seguir estudiando? ¿Y si sólo quiero trabajar, o ser artista? ¿Valgo menos como ciudadano que el que tiene una vida ‘perfecta’ y pasa años en la universidad?». Desde que forma parte de este movimiento Fernanda no sólo se ha declarado abiertamente indocumentada, sino también abiertamente homosexual. Dice no sentirse avergonzada de ninguna de las dos, y con un ácido sentido del humor se describe a sí misma como undocuqueer.
La protesta de Alabama inició el 15 de noviembre frente al capitolio de ese estado como a las dos de la tarde. Bajo el vaporcito cálido característico del sur de Estados Unidos que hace que la ropa se pegue al cuerpo, los prados verdísimos que rodean los edificios de gobierno ya mostraban marcas dejadas por los curiosos: las huellas de los zapatos de tacón alto de las reporteras que, enfundadas en faldas ajustadas, buscaban hablar con los manifestantes; los hoyos que van dejando en la tierra, como si estuviera minada, los trípodes de las cámaras de televisión; las pisadas de los jóvenes listos a grabar a sus compañeros con un iPhone, con una camarita Flip, con lo que sea, para subir videos a Facebook, a Twitter, a donde el mundo se entere: en Alabama trece indocumentados bloquearán una calle, saben que serán arrestados y no tienen temor.
A pesar de que son tan distintos entre sí, hay elementos comunes entre los jóvenes que han venido a parar a este movimiento. No llegaron a Estados Unidos por su voluntad sino por una decisión tomada por sus familias, y no tienen documentos que les permitan permanecer de manera legal en el país. No tienen acceso a educación superior a un costo razonable por ser considerados extranjeros, pero el gobierno estadounidense ya invirtió en ellos doce años de educación básica y media superior. No pueden obtener un empleo fijo y bien pagado, pero quieren ser parte de la fuerza productiva de este país porque es el único que conocen. Y aunque la mayoría nunca se ha visto entre sí cuando deciden participar en las acciones de desobediencia civil, terminan sabiendo tanto el uno del otro como sólo ocurre entre quienes comparten una celda en prisión.
Cuatro meses después del acto en Alabama me vuelvo a encontrar con los miembros de DreamActivist en Arizona. Es domingo y Mo me ha citado por segunda vez en la ciudad de Phoenix, donde dos días más tarde, el 20 de marzo, se realizará la primera acción de desobediencia de 2012. Al igual que como ocurrió en Alabama, durante las horas que faltan para la protesta el grupo estará en entrenamiento rumbo a su detención.
La cita es temprano en la oficina que prestó uno de los «aliados» de la organización para que los jóvenes y los dirigentes puedan afinar los detalles de la estrategia. A diferencia de lo habitual, hoy la mañana en Phoenix es lluviosa, plomiza. Cuando llego al estacionamiento veo una figura solitaria, con la gorra de la sudadera cubriéndole la cabeza y una mochila colgada a la espalda, mojándose bajo el chipi-chipi mientras llegan los demás. La última vez que vi a Mo fue después de los arrestos en Montgomery. Ese día su presencia llenaba la calle, mezcla de mesías y rockstar: hablaba con la gente, no dejaba de moverse, irradiaba energía. Tal vez por eso me sorprende ver a este muchacho que me parece más bajo de estatura de lo que es, ligeramente encorvado, esperando por los otros.
Esbozando una sonrisa me saluda y me explica por qué estamos ahí, en una extraña necesidad de justificarse. Las oficinas donde estamos pertenecen a un grupo político, así que las paredes están llenas de souvenirs de campañas electorales, de fotografías, de memorabilia partidista.
—No me siento del todo cómodo, pero nos ofrecieron este lugar gracias a que alguien del grupo trabaja registrando votantes, y aceptamos. A mí no me gustan ni los republicanos ni los demócratas, no me gustan los políticos. Mira, qué ironía —dice señalando en el muro una foto de Janet Napolitano, la ex gobernadora de Arizona que hoy está a cargo del Departamento de Seguridad Interna, del cual dependen las autoridades de inmigración y la deportación de indocumentados. Mo observa la foto por un momento y hace una mueca.
Poco a poco, los chicos empiezan a llegar. Viridiana Hernández es la primera en tomar la palabra y se refiere al sheriff de Maricopa, conocido por sus prácticas antiinmigrantes y violatorias de los derechos humanos.
—Un día dijeron que el sheriff Arpaio rondaba afuera de mi escuela; los papás dejaron de llevar a sus hijos, mi familia empezó a tener miedo de moverse. Arpaio ha enviado a mi vecindario a doscientos agentes en un solo día para poner retenes, para tener aterrorizada a la gente que no tiene papeles, con la amenaza de la deportación. Ése no es su trabajo, su trabajo es perseguir delincuentes, no a gente de la comunidad. Estoy harta de vivir perseguida.
Además de Viridiana, quien fungió como vínculo entre los activistas locales y el grupo de Mo, están otros cinco chicos que participarán en la protesta: Jackie, Rocío, Daniela, Stephanie y Hugo. Para todos será la primera experiencia de desobediencia civil.
A diferencia del grupo de Alabama, los jóvenes de Arizona transmiten una alegría que, en sus circunstancias, parece antinatural. Tal vez es la edad o tal vez la costumbre de vivir acosados, amenazados por un sheriff que se siente el dueño del condado. El caso es que bromean entre sí sobre licencias de manejo y deportaciones con un humor negro, sarcástico, que por momentos me hace dudar sobre cuán conscientes estarán del riesgo que enfrentan. Pero Mo se engancha perfecto con ellos y bromea también, aunque a veces tiene que poner orden y hacer que tomen en serio los asuntos que lo son. Viste unos jeans un poquito raídos, una camiseta con la palabra «indocumentado» y sandalias, se sienta en la alfombra y hace una lista: pide a los chicos ejemplos concretos de situaciones que aterrorizan a sus familias, a sus vecinos, o de cosas que no pueden hacer por no tener papeles. Por un momento a los aludidos se les acaban los ejemplos. «Vamos, ¡viven en Arizona! Denme algo bueno», dice, y todos ríen.
Ya que tienen la lista, la usan para prepararse para su encuentro con los medios. Mo les explica que deben dar respuestas cortas y concretas para evitar que sean editadas, que usen frases que dominan y que no se vale titubear. El asunto es enviar el mensaje que ellos desean.
La acción se planea bajo una discreción tan absoluta que tiene toques de comedia. En un momento todos brincan del susto cuando un extraño entra a la oficina, un tipo que es empleado ahí y que decidió trabajar en domingo. Entre sonrisas corteses, Mo y sus acompañantes cambian las cosas de salón y empiezan a hablar medio en clave. Lo más importante es evitar que la policía llegue al lugar antes que ellos e impida el bloqueo de la calle; por eso también los medios serán alertados sólo un par de horas antes.
Como si planearan un asalto, con un mapa del lugar pintado sobre un pizarrón y flechas trazadas por todos lados, el grupo repasa lo que hará al día siguiente. El evento tendrá lugar a las dos de la tarde frente a una preparatoria donde siete de cada diez estudiantes son indocumentados. El grupo marchará coreando consignas para atraer a otros jóvenes e invitarlos a sumarse a la protesta. Después cerrará la calle, se sentarán en el suelo y permanecerán ahí hasta ser arrestados.
Un abogado llega casi al final del entrenamiento. Serio y solemne, de edad madura y pelo entrecano, entra sin mucho aspaviento y se sienta en la cabecera de la mesa en la cual los jóvenes han estado trabajando. Con voz profunda y hablando lentamente, se presenta: tiene cerca de dos décadas trabajando casos de inmigración en Arizona, todo lo que se puedan imaginar él lo ha visto, y si el caso es difícil, ésa es su especialidad.
—Cuando ustedes estén adentro yo voy a estar aquí trabajando para sacarlos. No los voy a dejar solos; yo sé cómo prolongar lo más posible la salida del país de una persona sin documentos, y lo digo por lo siguiente: es muy probable que a ustedes les inicien un proceso de deportación.
El abogado explica que aunque quienes los detengan sean agentes de la policía de la ciudad de Phoenix, es seguro que terminarán bajo la jurisdicción de Arpaio, porque sólo hay una cárcel en el condado. Y que cuando llega una persona indocumentada a su territorio, Arpaio siempre llama a las autoridades de inmigración. Y que si les inician un proceso de deportación y apelan, podrán salir libres mientras el caso se resuelve, pero que esto puede durar hasta seis años.
—Tienen que darse cuenta de que aunque estarían en libertad mientras avanza el proceso, eso les puede cambiar la vida porque van a vivir en zozobra —dice muy serio el abogado.
—Pero si así vivimos ya —responde Viridiana con una sonrisa sarcástica—. Mañana pueden detener a cualquiera de nosotros mientras camina a la tienda.
Mo les recuerda que siempre hay la opción de arrepentirse en el último momento y menciona una vez más el objetivo final del arresto: que tras ser llevados a prisión, las autoridades migratorias se vean involucradas. En la medida en que estén más cerca de la deportación, mayor impacto causará su liberación y más fuerte será el mensaje a la comunidad.
—Con suerte, para las cinco de la tarde todos ustedes van a estar en la cárcel.
* * *
Son las once de la mañana del 20 de marzo, y cuando llego a Pink Spot, un café internet en el centro de Phoenix, encuentro el lugar convertido en el centro de operaciones de DreamActivist. Mo y el resto del grupo —cuatro chicos que viajaron con él, más otros que llegaron anoche de California— esperan a que los dreamers que participarán en la protesta salgan de la escuela; resulta que a pesar de que saben que pasarán la noche en prisión, ninguno de ellos quiso perder el día de clases. Y mientras esperan, se oye el tecleo simultáneo en varias computadoras desde donde se empiezan a enviar los comunicados a la prensa y se hacen invitaciones a organizaciones afines.
Todos quedaron de verse a la una de la tarde en la casa de Viridiana. Hasta ahí llegan los seis jóvenes que harán el acto de desobediencia, y sus familiares, los compañeros, un grupo de organizadores y algún simpatizante de última hora. Las chicas se ven lindas: dos días antes llevaban el rostro lavado y el pelo recogido; hoy se maquillaron y peinaron con esmero, tal vez debido al consejo que les dio una noche antes Mo: no olviden sonreír cuando la policía tome su foto porque ésa es la que publicarán los medios. No queremos que la gente nos vea como delincuentes.
Se acerca la hora de salir, se siente en el aire. La alegría y el buen humor de dos días antes se desvanecen. Los jóvenes hacen llamadas y los últimos arreglos en silencio. Todos portan la camiseta negra que afirma que no permanecerán más tiempo en las sombras. Todos tienen en la mirada la angustia disimulada con una sonrisa a fuerza.
En un último momento a solas, Benito, un joven boliviano que vive en Indiana y que ha viajado con Mo, encabeza una ceremonia. Los seis entran con él a una habitación y se sientan en el piso formando un círculo en torno a un manojo de hojas de salvia ardiendo. Benito les pide que cierren los ojos, que se relajen y se reconecten con sus ancestros, que recuerden por qué están ahí. Que piensen en su origen, en lo que dejaron al venir a Estados Unidos. En lo que significa ser indocumentado, en cómo cruzaron, en las veces que han tenido que mentir. Les pide que recuerden a la gente importante que se ha cruzado por su camino y que piensen también en sí mismos: un grupo de jóvenes que hoy va a enfrentar a Arpaio diciendo: «Hemos tenido suficiente y ahora vamos a pelear».
Una vez en la avenida Thomas, los chicos hacen los últimos arreglos: repasan las consignas que corearán, se apuntan en el brazo el número de una hot line para llamar desde la cárcel, dan un beso a la familia. Mo hace un último recordatorio: ésta es una resistencia pacífica, su actitud hacia los policías debe ser amable.
—Al momento de su detención, denle a ese policía el momento más íntimo que tengan. Ésta es una oportunidad de tener a la autoridad cara a cara, háblenles con el corazón. Es posible que mañana ese mismo policía arreste a alguien más, y de lo que ustedes hagan puede depender cómo lo traten. No podemos hacerles lo que ellos nos están haciendo, al contrario: tenemos que matarlos con amor.
La protesta inicia. La gente que pasa se agolpa en el lugar. Las botas de la policía se acercan: ¡Pras!, ¡pras! Seis jóvenes con el puño en alto corean a voz en cuello: «We are the dreamers, the mighty, mighty dreamers…«.
* * *
La oficina del sheriff Joe Arpaio se encuentra en el piso 19 del edificio Wells Fargo en el centro de la ciudad de Phoenix, Arizona. Un ventanal conecta los elevadores con el área de la recepción, en la que hay una puerta con intercomunicador; alguien adentro oprime un timbre y uno entra. La siguiente habitación es una salita: tres sillones afrancesados y una mesa con una lámpara dispuestos en torno a un tapete. La atmósfera intenta ser acogedora, pero intimida. Puede ser por las paredes recubiertas con madera, que reducen la luz, o por la camarita colocada arriba, en una esquina del cuarto o por la sensación de ser observado a través del vidrio polarizado que conecta con el interior.
Mientras espero al portavoz de Arpaio entra un hombre que lleva un sombrero tejano con una pluma. Tiene el pelo cano y largo recogido en una coleta; usa grandes anillos dorados, cinturón grabado y botas. Viene de Wyoming, hizo una cita para ver a Arpaio hace tres meses y le sorprende que yo aspire a que me reciba nada más así. Un momento más tarde sale el portavoz con la respuesta: el sheriff sí está, pero no le interesa darme una declaración sobre los estudiantes indocumentados que la tarde anterior fueron arrestados por bloquear una calle en desobediencia civil, lo siente mucho. Enseguida hace pasar al hombre de Wyoming, quien me ve por encima del hombro con aire triunfal.
La detención de los jóvenes en West Phoenix, el área de la ciudad con el mayor índice de población latina, cerca de 70%, es también la zona donde Arpaio ha realizado gran parte de las redadas que han terminado en la detención y deportación de inmigrantes indocumentados por cualquier motivo: traer roto un faro del auto, conducir muy rápido o muy despacio, lucir sospechoso. La aprobación de la ley SB 1070 en julio de 2010, que entre otras cosas permite a las autoridades detener a un indocumentado sólo por el hecho de parecerlo, vino a empeorar la situación para una comunidad que ve pasar meses, años de abusos y prepotencia por parte de los agentes de Arpaio, mientras en Washington D.C. se gastan kilómetros de tinta y papel en reportes sobre el curso que siguen las investigaciones federales por demandas en contra del sheriff.
Ésa es la razón por la cual los jóvenes soñadores actúan en estados como Alabama, Arizona o Georgia, azotados por leyes antiinmigrantes. Tal vez por eso, en medio del fragor de la protesta y con la voz cargada de ira, Viridiana tomó un megáfono para gritar: «¡Arpaio, deja de buscarme. No me pienso esconder más, soy indocumentada y aquí estoy. Ven y arréstame!».
Tras ser detenidos y llevados a prisión en pleno equinoccio de primavera, los agentes de Arpaio avisaron al ICE sobre el arresto de seis indocumentados, pero la autoridad de inmigración utilizó su prerrogativa de no responder al llamado por no existir antecedentes criminales en el expediente de los detenidos. Tras imponerles una fianza por el bloqueo de la calle, Arpaio los tuvo que liberar. Un día y medio más tarde, los seis se encontraban afuera, sin cargos y sin más documento que la confianza en su gente, en su red. Y por ahora con eso les basta. //