El “efecto plátano” de Tabasco
Michael Snyder
Fotografía de Felipe Luna Espinosa
En Teapa, Tabasco, el mayor productor de plátano en México, se perdieron enormes extensiones de este fruto con las lluvias torrenciales de 2020. Meses después, cerca de 20 mil personas continúan viviendo de él. Un monocultivo que además se ha convertido en paradoja: es el principal sustento económico para los agricultores y, a la vez, uno de los factores que ha vuelto las inundaciones más frecuentes.
Con el machete a la altura del hombro, Armando Luque Pedrero, de 46 años, meció su brazo y, con el swing armónico de un jugador de tenis, cortó el tronco medio muerto de un árbol de plátano. La parte superior de la planta, apretada como un puño, se resbaló hacia el suelo, todavía húmedo por la lluvia del día anterior, inusual para ser febrero. Sus hojas amarillo pálido crujieron. Del tronco brotó agua a borbotones, almacenada ahí desde el pasado noviembre, cuando las lluvias torrenciales cayeron durante siete días con sus noches, anegando esta plantación de 50 hectáreas de plátanos a las afueras del pueblo de Teapa, en el sur de Tabasco. El centro del tronco, la parte fibrosa responsable de conducir los nutrientes, estaba podrido. Ésta era una de las cerca de 29 mil plantas que Luque perdió por culpa de las peores inundaciones que recuerda en Teapa.
Antes de las lluvias torrenciales de octubre y noviembre de 2020, las últimas grandes inundaciones en Tabasco habían ocurrido en 2007. Ese diluvio afectó sobre todo a la capital, Villahermosa, y a los pueblos agrícolas de alrededor. En sólo cinco días, cayó en el estado casi la mitad de agua que su media anual. La presa Las Peñitas, uno de los varios proyectos hidroeléctricos de la región, llegó a expulsar dos mil m3/s de agua, lo suficiente para anegar el Estadio Azteca en 15 segundos. Las consecuencias fueron catastróficas: tres cuartas partes de los tabasqueños resultaron damnificadas, hubo 120 mil casas afectadas, 127 hospitales con daños graves y 3,400 escuelas quedaron inhabitables. Tabasco sufre inundaciones importantes casi cada década, pero Teapa, situada al pie de las montañas que separan Tabasco del vecino Chiapas, se había librado de este ciclo histórico que se torna cada vez más destructivo y frecuente. Aunque los ríos que cruzan el municipio, el más lluvioso del estado y entre los más húmedos del país, también se desbordan, el agua que se acumula en las tierras bajas del delta suele fluir rápidamente sobre un terreno apenas inclinado. Las inundaciones de 2020, sin embargo, fueron diferentes.
A principios de octubre un frente frío ya había dejado fuertes lluvias y pequeñas inundaciones en la frontera con Chiapas. Tres semanas después, otro frente, más poderoso, acabó por rebasar la capacidad de algunas hidroeléctricas, anegando las tierras entre Teapa y la costa. En esta ocasión, cuando los ríos Teapa y Pichucalo se desbordaron, esa agua no tenía a dónde ir. A las dos de la mañana del 3 de noviembre, los cuatro hombres que vigilaban en las noches la propiedad de Luque —don Rosalino, don Polo y sus respectivos hijos— le avisaron a su jefe que el nivel del río estaba creciendo. Una hora después, los empleados ya habían subido con sus pertenencias al segundo piso de una modesta construcción de concreto. Las siguientes horas pasaron entre el miedo a que los saqueadores aprovecharan el caos de la lluvia, la imposibilidad de frenar el agua y la necesidad de ropa y comida. Al tercer día, cuando la zona se quedó sin señal de celular, los cuidadores abandonaron el platanal para resguardarse en una zona más alta, donde buscaron empleo en la ganadería. Don Polo y su hijo no regresarían a trabajar para Luque. Cuando la lluvia amainó casi un tercio del platanal había quedado inservible.
Las mismas actividades que permiten sobrevivir a personas como don Polo o don Rosalino —la ganadería y las extensiones de monocultivos— son, junto con el desarrollo urbano, las mismas que han provocado durante décadas una gran deforestación en Tabasco lo que, a su vez, es una de las causas de las inundaciones, pues ha arrasado con la barrera natural que las contenía. El año pasado la erosión histórica proveniente de las tierras altas ganaderas ya había bloqueado los desagües naturales de los ríos del estado —los más caudalosos de México—, lo que dejó sin salida a cientos de milímetros del agua de lluvia que caía en esos días. El gobierno del estado, además, decidió manejar las presas para proteger la capital, lo que desembocó en que algunas partes rurales sufrieran todavía más las consecuencias de las lluvias. “Desde luego, se perjudicó a la gente de Nacajuca, zonas chontales, los más pobres”, reconoció entonces el presidente, Andrés Manuel López Obrador, “tuvimos que optar entre inconvenientes”.
Las 7,400 hectáreas de plátano en Teapa, una superficie casi del tamaño de las alcaldías de Miguel Hidalgo y Cuauhtémoc —en la Ciudad de México— juntas, no están preparadas para estas condiciones: después de 72 horas sumergidos en agua estancada, los troncos de los bananos comienzan a pudrirse.
Las inundaciones del año pasado afectaron a casi la mitad de las plantaciones de bananos de la región. Aquella semana de finales de octubre y principios de noviembre, las lluvias torrenciales, los frentes fríos y las mareas altas, dice Jorge Mier y Terán, director de Protección Civil, junto con los desarrollos urbanístico y agrícola impulsados hace décadas, se combinaron para dejar al estado más vulnerable ante el desastre. “Esta región se ha enfocado en el plátano y no hemos sido capaces de encontrar otras alternativas económicas”, dice Mier y Terán. “La mayoría de nuestro territorio está sólo ocho metros por encima del nivel del mar. Nuestros ríos llevan 30% del agua dulce del país. Somos el estado más lluvioso de México. No podemos evitar las inundaciones, lo que tenemos que hacer es prepararnos para ellas”.
El ‘producto vaca’
La historia agraria de Tabasco se ha caracterizado por el monocultivo, por lo menos, desde hace un siglo. El plátano es el motor de la economía de Teapa, como de otras partes del estado y de América Latina. La variedad Cavendish, la fruta más comercializada, era un mercado global con un valor de 12 mil millones de dólares en 2017 y representa casi la mitad de las más de 5.5 millones de hectáreas cultivadas con más de mil variedades de plátano del mundo. La gran mayoría de la producción bananera es para consumo local y llega a suministrar hasta un cuarto de las calorías ingeridas al día en algunas de las partes más pobres de África, Asia y América Latina. México, donde el consumo promedio per cápita de plátano excede los 14 kilos anuales —el de aguacate es de unos ocho kilos—, es el doceavo productor del mundo y exporta menos de un tercio del total de su producción. En Teapa, el municipio más productivo de los que cultivan plátano en el país, con 17% de la producción nacional, la fruta parece estar en todos lados: a lo largo de la carretera que conecta esta ciudad pequeña con la capital del estado a una hora hacia el norte; pintada con ojos de caricatura y una sonrisa inquietante en las paredes de almacenes; en un trío de estatuas de bronce erguidas a lo largo del camino principal, donde reemplaza la almeja como el recipiente simbólico de una exuberante diosa de la fertilidad.
Luque, un hombre compacto y platicador, con paso rápido, alegre y de sonrisa fácil, comenzó a trabajar en la industria del plátano, fuente de empleo directo de al menos 18 mil personas en Teapa, dos años antes de las inundaciones. En 2018 dejó su antiguo empleo en el gobierno municipal para trabajar en una granja que heredó de parte de su familia materna. “Apenas había agarrado mi ritmo. Apenas empezaba a ser exitoso cuando pasó todo esto”, dijo una templada mañana de febrero mientras pasaba de la sombra de los árboles hacia el antiguo canal de drenaje que se encontraba cubierto por dos metros de residuos de las aguas de las inundaciones. Antes de noviembre, esa veta de lodo, de aproximadamente un metro de ancho, conducía al río, flanqueado de árboles insalvables. Hoy ese paisaje se ha convertido en un páramo de árboles talados y la orilla del río se ha movido decenas de metros.
Cuando el río Teapa se desbordó, arrasó con casi cinco hectáreas de la tierra de Luque y dejó otras 10 prácticamente inútiles. “Mira ahí donde me comió a mí. Puse malla, tubo, eché piedra. ¡Todo se lo llevó!”, dijo Luque moviendo su mano hacia el agua. “Qué bueno que no seguí gastando, porque ni con todo el dinero que le pudiera meter yo para proteger el rancho, contra la naturaleza no puedes pelear”. Sacudió la cabeza y repitió: “No puedes pelear”.
Las inundaciones son uno de los peligros ambientales exacerbados por las economías que se sustentan en los monocultivos. Hoy sólo 3% del hábitat natural del estado continúa intacto. Bolsas de plástico bañadas en pesticidas protegen la fruta inmadura de los insectos y después se acumulan en montones no biodegradables. La creciente alza en temperaturas, de hasta 3 ºC en algunos municipios, promueve la rápida propagación del hongo sigatoka negra, una infección común en las plantaciones de Cavendish que los agricultores en Teapa combaten con rocíos semanales de Mancozeb: un fungicida que después de unas horas de exposición al sol y al aire se transforma en etileno tiourea, también conocido como ETU, una sustancia cancerígena. Esos tratamientos de dos kilogramos por hectárea pueden sumar hasta más de cien de químicos tóxicos por hectárea al año, el triple de la cantidad permitida en países con restricciones más severas. Y no sirven para detener la infección bacteriana conocida como “moko del plátano” ni ante el Mal de Panamá raza 4, una enfermedad letal.
“El plátano tiene su efecto en el medioambiente como cualquier cultivo, pero el impacto económico y social es mayor que el daño”, dijo Luque en ese día de febrero. “Para mi, el ‘producto vaca’ —el que da leche, el que te sostiene y te hace ir a otros proyectos— es el plátano”.
La pregunta más urgente después de las inundaciones del año pasado es qué pasa con esos impactos económicos y sociales si el cultivo mismo desaparece.
Plagas, política y bosques
“La historia del cultivo de plátano en Tabasco se origina en una plaga”, dice el doctor Miguel Chávez Lomelí, director general del Consejo de Ciencia y Tecnología del Estado de Tabasco (CCYTET).
El plátano, una de las frutas domesticadas más antiguas del mundo, emergió hace al menos 8 mil años en los trópicos del sudeste asiático y llegó a México, según la versión más extendida, en barcos españoles a principios del siglo XVI. El cultivo comercial empezó a finales del XIX y la primera exportación de plátano mexicano salió del puerto de Frontera, en Tabasco, en el año 1906 con destino a los Estados Unidos.
Para entonces ya se había constituido la empresa multinacional estadounidense United Fruit Company (1899) y el plátano se convertiría, en las siguientes décadas, en una especie de precursor de la Operación Cóndor de mediados de siglo pasado, que buscaba frenar la expansión de las ideologías de izquierda en América Latina, o de la guerra contra las drogas, unas décadas más tarde. Estados Unidos invadió países de Centroamérica y el Caribe; Cuba, Nicaragua, Haití, Honduras, República Dominicana y México sufrieron múltiples intervenciones militares entre 1898 y 1932. En 1954, la CIA apoyó el golpe de estado derechista para derrocar el gobierno de Jacobo Árbenz, el presidente reformista de Guatemala. Todo para proteger los intereses de la United Fruit Company, que hoy sigue operando con el nombre de Chiquita.
En este contexto, la primera cepa del Mal de Panamá había empezado a azotar las plantaciones centroamericanas, el corazón de la producción global, lo que recorrió la producción hacia el norte. Para 1937, México se había convertido en el mayor exportador de plátano del mundo y 40% de la producción nacional salía de Tabasco. Pero esos años de boom no duraron mucho. En la década siguiente la combinación de políticas de redistribución de tierras, bajo el gobierno del general Lázaro Cárdenas, la nacionalización de la Southern Banana Corporation (Corporación Bananera del Sur) —la exportadora más grande del estado— y la propagación lenta del Mal de Panamá y la sigatoka negra asfixiaron gradualmente la industria platanera en Tabasco. Los exportadores extranjeros dejaron la región y regresaron a Centroamérica.
Los agricultores en el área de Teapa regresaron al cacao nativo de Tabasco, un cultivo que generalmente puede crecer con entre 10 y cien cultivos secundarios. Pero a partir de 1951 se descubrieron yacimientos de petróleo en Tabasco —incluidos los más productivos de México— y, con ello, la vida se revolucionó. Se construyó la carretera que une el estado con el centro del país, los pantanos costeros que abrazaban el horizonte fueron sustituidos por el humo de chimeneas industriales, los desarrollos agrícolas a gran escala destruyeron enormes extensiones de bosque para llevar cultivos como la caña de azúcar y cítricos a otras partes de México, se extendió la ganadería —el forraje para pasto representa hoy el 40% del territorio del estado— y los jóvenes dejaron el campo para buscar trabajo en la industria del petróleo. Para mediados de los ochenta, el precio del cacao había caído a escasos tres pesos por kilo, empujando a los agricultores de vuelta al plátano, que esta vez plantaron hectárea tras hectárea de Cavendish. Según un estudio del 2004 sobre el uso de tierra en las colinas del sur de Tabasco, publicado por la UNAM, sólo de 1940 a 1996 el estado perdió 95% de sus bosques.
“Es un roza-tumba-quema, pero a lo bestia y sin la lógica de la recuperación productiva”, dice Chávez Lomelí, un biólogo formado en la UNAM que se mudó de la Ciudad de México a Villahermosa en los años setenta. “Cuando tienes algo que se inunda cada cuantos años, la racionalidad económica es ‘sácale lo que puedas’. Eso se traduce en una sociedad muy luchona, resistente, y que ha tenido que ir adaptándose a vaivenes que no están en su control”.
La doctora Verónica Domínguez Rodríguez, una ingeniera agrónoma que ha realizado extensos estudios sobre fungicidas en el plátano de Tabasco, dice de estos ciclos: “Compramos la moda que nos venden”.
Del cacao al aceite de palma
En la comunidad de Galeana —un pueblo conformado por unas 500 familias a 16 km de Teapa— Guadalupe Pérez, agricultor de 72 años, ha cultivado cacao en la tierra de su familia desde que era niño. Como la mayoría de los agricultores de la zona, cambió al plátano en la década de los ochenta cuando empezó a plantar una variedad pequeña y de cáscara delgada, conocida como plátano dátil, que se vende exclusivamente en el mercado local. En 2000, mientras sus vecinos vendían sus tierras a ranchos de Cavendish, Pérez regresó al cacao, adquirió su certificación de orgánico en 2017 y le vendía su producto al agrónomo Hugo Chávez Ayala, quien dirige Agrofloresta, un proyecto que compra y procesa granos de cacao orgánico y convencional de 43 pequeños productores de la zona. Un año más tarde, después de que rancheros de Teapa compraran una parcela adyacente para llenarla de plátano, que rocían regularmente con Mancozeb, Pérez perdió su certificación. El precio de su producto cayó un 20%. Aún se lo vende a Agrofloresta, pero como cacao convencional, no como orgánico. Es una pérdida insignificante, dice, comparada con la desaparición en masa de insectos, que solían juntarse alrededor de los faros en la noche, y de las sardinas que solían nadar en las lagunas y arroyos de la zona.
Armando Luque y otros productores entrevistados reconocen los problemas que ha generado el constante incremento de las defensas químicas para mantener a flote el producto. También, que las exigencias del mercado distan mucho de adaptarse a algún ideal ecológico. La producción de Cavendish para los mercados europeo y estadounidense ––que, en conjunto constituyen 60% de las importaciones mundiales–– deriva en un desperdicio extraordinario de fruta. En esos mercados, los consumidores sólo compran plátanos que midan un mínimo de 20 centímetros y tengan una piel amarilla homogénea, sin manchas, signos naturales de maduración. Para garantizar que los plátanos se vendan en óptimas condiciones, se recolectan verdes y se rocían con hormonas en el punto de venta para que alcancen una madurez uniforme. Mucho antes de la cosecha, a medida que crecen los racimos, los frutos poco desarrollados se eliminan antes de que alcancen la madurez para evitar que el árbol desvíe nutrientes a los plátanos que no cumplirán con las demandas internacionales de tamaño. En cada árbol se sacrifican varias decenas de plátanos. Debido a que estas frutas se descartan mucho antes de estar maduras, ni siquiera pueden distribuirse como productos de “segunda clase” en el mercado local. Aún así, para la mayoría de los que cultivan plátano, los beneficios de un sistema económico que evita la migración a gran escala y garantiza comida en las mesas de todos hacen que esos sacrificios valgan la pena. Como lo pone Luque: “El plátano sí es sustentable, social y económicamente”.
Fernando Rabelo, cuñado de Luque, dejó su puesto como director del departamento de leyes de la universidad estatal hace cuatro años para manejar el rancho de plátano de sus suegros, en Teapa. Para él, el principal problema que enfrenta la industria es la falta de apoyo del gobierno. “Cada vez hay más información y más tecnología para mitigar esas problemáticas que tenemos”, dice Rabelo, quien participó en la creación del Centro del Cambio Global y la Sustentabilidad en el Sureste en 2012, un proyecto conjunto entre instituciones académicas y estatales. El 3 de marzo pasado el gobernador, Adán Augusto López, visitó Teapa para discutir posibles medidas preventivas contra futuras inundaciones. Poco después de esa reunión, Conagua comenzó el desazolve de ríos y Terán y Mier dice que Protección Civil está trabajando en la modernización de su sistema de alarma. Rabelo y Luque coinciden, sin embargo, en que la prioridad de las autoridades no es hacer más sustentables las plantaciones de plátano, sino invertir en otro potencial monocultivo: la palma para aceite.
Una semana antes de su visita a Teapa, el gobernador había inaugurado un Centro de Investigación e Innovación para la Sustentabilidad de la Palma de Aceite, construido en las afueras de Villahermosa por la alianza público-privada Federación Mexicana de Palma de Aceite (Femexpalma), con un gasto de 53 millones de pesos. Un edificio impecable de color blanco con salas de conferencia y un laboratorio high-tech que ofrece análisis de tierra gratuitos para agricultores potenciales. Nada comparable, apuntó Luque, existe para los agricultores de plátano. Según José Pérez Vázquez Aldana, director ejecutivo de Femexpalma, la palma de aceite ahora ocupa unas 112 mil hectáreas en todo México; 80% de esas hectáreas sustituye antiguas tierras de pastura y gran parte del 20% restante ha reemplazado otros cultivos comerciales en parcelas que abarcan menos de 15 hectáreas.
El principal argumento ambientalista contra el aceite de palma —la destrucción de enormes extensiones de selva en el sudeste asiático— no ha ocurrido en México, donde la producción es modesta. Las palmas de aceite son más robustas que los árboles de plátano y resisten las inundaciones ocasionales, mientras hospedan modestas poblaciones de aves ausentes en las granjas de plátanos y las tierras de pastura. Por otro lado, generan apenas un décimo de los trabajos que las granjas de plátano.
Alimentar a un planeta en crisis
Reforzar las estructuras ambientales y económicas de Tabasco no requiere la eliminación del plátano o de la palma de aceite. Para el ambientalista León Gutiérrez Ferretis, radicado en Villahermosa, es necesario repensar por completo el concepto de sustentabilidad para “garantizar que los recursos que disfrutamos lleguen a las siguientes generaciones”. Parte de ese proceso, dice Gutiérrez, tendrá que incluir el abandono de algunas tierras cultivadas para poder generar paisajes que soporten la inestabilidad que, con la emergencia climática y la pandemia, se ha convertido en una norma global. En Tabasco, donde queda poco de la vegetación nativa e incluso los paisajes más intervenidos brillan con un verde neón a lo largo del año, es difícil crear un sentido de urgencia que haría posibles transformaciones de esa magnitud. “Difícilmente [los tabasqueños] pueden defender algo que no conocieron”, dice Gutiérrez.
Armando Luque, quien ha visto lo peor de los ciclos económicos y ambientales del monocultivo y ha hecho sus propios experimentos de composta y reciclaje de bolsas de plástico a pequeña escala, entiende la actual producción como un innegable bien social. “Cada vez somos más personas en el mundo, y estamos apenitas asegurando la alimentación. El campo lo tienen que potenciar”, dijo ese día de febrero en el que lo vimos cortar aquella planta medio muerta por las inundaciones. Los monocultivos se crearon para eso: alimentar la demanda de un mundo sobrepoblado que continúa poblándose más. “Ya la sociedad mundial se acostumbró a ver desastres”.
Esta crónica forma parte de Colapso, un proyecto multiplataforma de Dromómanos en alianza con diversos medios de comunicación —entre ellos Gatopardo— para entender México desde los recursos naturales, el medioambiente y la emergencia climática.
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