—¿Me esperas un poquito? Es que está mi hijo por ahí —dice Gael García Bernal, atento al barullo que llega desde un cuarto contiguo.
Es la primera hora de la tarde de un día de enero en Buenos Aires, y García Bernal sale con pasos serenos de la sala donde funciona la productora en la que prepara un cortometraje que dirige sobre el fenómeno del cambio climático. Los jeans gastados que lleva puestos tocan el piso a la altura del talón y la camisa verde sobre una remera blanca es muy sencilla. Actúa como si el tiempo le perteneciera, como si la gestualidad lenta anticipara que es un hombre afortunado y en libertad de elegir. A los 38 años no oculta las canas. Tampoco la vocación de ejercer su derecho al ocio —que para algo, dice enfático, se hizo actor—. Ni siquiera disimula una culpa casi infantil ante una llamada telefónica que duda en responder porque ha dejado un compromiso a la deriva; al final lo resuelve con “una mentira piadosa” que termina por ponerlo inquieto.
Ahora, en el cuarto contiguo, se escucha su voz haciendo preguntas de padre: qué onda, ¿todo okay?; ¿me das un beso? Se oyen risas y el sonido de un juguete. En ese cuarto está Lázaro, uno de los dos hijos —la otra es Libertad— que ha tenido con la actriz argentina Dolores Fonzi, de quien se separó hace un tiempo. Es verano y Lázaro y Libertad, de 7 y 4 años, están de vacaciones en el colegio. Ya de regreso en la sala, García Bernal pregunta si está bien bajar la velocidad del ventilador de techo para callar el run-run monótono del aleteo.
La productora está en un barrio residencial apartado del centro. La sala de este caserón antiguo con piso de madera tiene dos ventanales que dan a un jardín angosto con enormes rosas chinas rojas y rosales aún sin flor, y ni un solo ruido llega desde la calle.
García Bernal pasa buena parte del tiempo en Buenos Aires pero elige vivir en México porque, salvo sus hijos, todo está allí: su infancia en Jalisco junto a sus padres, los actores Patricia Bernal y José Ángel García, que eran casi adolescentes cuando él nació y que lo llevaban al teatro desde que tiene recuerdos; el debut en las telenovelas de la tarde a los 9 años; la noticia del primer encontronazo con Hollywood a los 18 años, cuando protagonizó De tripas corazón, un cortometraje mexicano nominado al Oscar. A pesar de ese inicio auspicioso trató de escurrirse de la herencia vocacional de sus padres y comenzó a estudiar Letras Hispánicas. Pero la larga huelga que paralizó a la UNAM a principios de los 90 lo obligó a partir hacia Londres para estudiar en la Royal Central School of Speech and Drama. Lo que siguió fue, según sus palabras, un accidente, algo que pocas veces ocurre en la vida. Comenzaba el siglo XXI, y él se imaginaba llevando la vida humilde de un actor de teatro itinerante a través de Europa, cuando recibió el llamado de Alejandro González Iñárritu ofreciéndole hacer el papel de Octavio en Amores Perros, el primer largometraje del ahora aclamado director mexicano. García Bernal dijo que sí y regresó a México para filmar la película que en el año 2000 se presentó en Cannes. Y aunque no fue aceptado en la competencia oficial, y se exhibió en una sala menor que ni siquiera tenía aire acondicionado, el film atrajo todas las miradas y las conversaciones, eclipsando la presencia nada menos que de los hermanos Coen, Lars Von Trier y Bergman. Ese mismo año ganó 11 premios Ariel, un BAFTA en Londres y fue nominada al Oscar —algo que no había sucedido con una película mexicana en 25 años—. La crítica la consagró, y su éxito simultáneo en Latinoamérica, Estados Unidos y Europa torció el destino de Gael García Bernal, que inició una seguidilla imparable con películas como Y tu mamá también (2001), El crimen del padre Amaro (2002), Babel (2006), No (2012), todas con diversas nominaciones al Oscar. Y así, muy rápidamente, se convirtió en uno de los latinos que caminan por Hollywood como si fuera su casa. El último reconocimiento lo obtuvo en diciembre de 2015, cuando recibió el Globo de Oro como Mejor Actor de Comedia por su papel protagónico en Mozart in the Jungle, serie de Amazon Studios.
«Los gringos te preguntan: ¿De verdad todavía vives en el DF? Y es que para ellos has nacido en un país del que te tienes que ir.»
Ahora espera el estreno de Desierto, la película que dirigió Jonás Cuarón, el hijo de Alfonso Cuarón, a quien García Bernal reconoce como su mentor y quien lo dirigió en Y tu mamá también cuando tenía 23 años. Desierto, que ya ha ganado en Toronto el Premio de la Federación Internacional de Prensa Cinematográfica, FIPRESCI, estará en las salas de México y Estados Unidos a partir del 15 de abril, cuando García Bernal —probablemente— esté filmando en Francia su documental sobre el cambio climático. A pesar de tener una carrera que le permitiría vivir en cualquier punto del planeta, incluida la capital mundial del cine, García Bernal elige hacerlo en la Ciudad de México.
—¿Still?, te preguntan los gringos. ¿Todavía? ¿De verdad todavía vives en el DF? Y es que para ellos has nacido en un país del que te tienes que ir. Por eso me siento muy contento con Desierto. Porque he sido un migrante toda mi vida; entro y salgo de mi país todo el tiempo; mis hijos seguirán siendo migrantes.
Desierto —que ya fue vista en Londres y Dubái, que ganó en Marrakech el Premio del Jurado, y que en México tuvo su premier en el Festival de Cine de Morelia— cuenta el periplo de un grupo de mexicanos a través del desierto de Arizona rumbo a la frontera con Estados Unidos. La odisea, bajo la mirada de Jonás Cuarón, se vuelve un espejismo desquiciado; una cacería que casi prescinde de palabras y que García Bernal protagoniza con el nombre de Moisés, junto a Jeffrey Dean Morgan, en el papel de un yankee poseído por un odio terminal que el film se resiste a explicar. Tampoco se conocen las historias de los otros migrantes. Salvo Moisés —que tiene sus motivos: un hijo que vive en Estados Unidos y al que le prometió regresar cuando los norteamericanos lo deportaron a México—, el resto del grupo es invisible, anónimo.
—En tu carrera, este guion debe haber sido el más fácil de memorizar.
—Sí, sí. Apenas unas líneas. Cuando me llamó Jonás, sentí que podía atisbar lo que se proponía contar. Sentí empatía con el personaje de Moisés. Porque yo mismo siempre he estado buscando dónde estar, y ese ir y venir no sabía cómo terminaría influyendo en mí. Ahora es un poco diferente. Tengo mis hijos, que son el punto de referencia más importante. Pero es un tema que siempre me interesó. La migración es un fenómeno contemporáneo que sintetiza los grandes dramas de la humanidad. Es la lucha que todos vivimos.
—En un artículo sobre las fronteras, John Berger cita a Stendhal: “Los pueblos nunca tienen otro grado de libertad que el que su audacia conquiste al miedo”. Moisés y los otros van a intentar cruzar asumiendo todos los riesgos.
—Cuando pensamos en Moisés, sabíamos muy bien la razón del viaje. El personaje tenía que volver a Estados Unidos. Migrar también es volver. Es la odisea. Con el retorno se completa el viaje. Su salida fue forzosa y allí quedó su hijo. ¿Qué cosas habrán cambiado durante su ausencia? Él quiere seguir siendo parte de esa familia. No es verdad lo que su mujer piensa, que aprovechará la deportación para desaparecer y no verlos más.
Se inclina sobre la mesa arremangándose la camisa; el tono de la voz se hace intenso, enojado con esa mujer imaginaria que no entiende que Moisés tiene las mejores intenciones.
—Y él no quiere eso. Moisés no quiere desaparecer.
En alguna parte de la casona alguien pasa la enceradora con entusiasmo. El olor de la cera en pasta se mezcla con el aroma de café, y poco después Eugenio, que trabaja aquí, entra con dos tazones de café amargo; en unas horas volverá sigiloso para dejar sobre la mesa, sin decir una palabra, un plato con galletitas de agua y bizcochos de grasa azucarados que el actor no probará. Como a García Bernal le interesa la filosofía, tomó clases con el eslovaco Slavoj Žižek, un filósofo e intelectual que acerca su materia de estudio a la cultura popular. También ha leído a Berger; en 2010 lo visitó en su casa de Suiza. El escritor inglés regresaba de un encuentro en Chiapas con el Subcomandante Marcos, y García Bernal dirigía entonces Los invisibles, un documental sobre los migrantes centroamericanos que cruzan México de sur a norte queriendo alcanzar Estados Unidos. Para ellos, los verdugos no son yankees sino mexicanos, bandas que secuestran, violan y matan ante la mirada indolente de quienes serían los responsables de impedirlo. Después de la realización del documental, García Bernal hizo él mismo el viaje que hacen miles de migrantes en “La Bestia”, el tren de la muerte, pasando de un tren carguero a otro ocho o nueve veces. Cientos mueren cada año antes de llegar, y miles son secuestrados en el camino.
García Bernal no es un improvisado en temas de migración e insiste en llevar adelante diversas versiones de un proyecto coherente que trenza la realidad con la ficción. Los invisibles comienza con el mismo rondel de Edmond Haraucourt que marca la partida de los migrantes en Desierto: Partir es un poco morir. Seguramente, Jonás Cuarón supo desde un principio quién sería su Moisés. El asesino, en este thriller, es un gringo que merodea en la frontera portando un arma de alto calibre a la espera de los indocumentados que convierte en presas humanas; un perro, un pastor alemán entrenado para matar, lo ayuda en la cacería.
—Lo que plantea Desierto es una matanza sin razón. Algo que surge cuando el mensaje del odio se valida. Algo que está pasando en la realidad, a la vuelta de la esquina. Individuos o grupos que deciden hacer justicia por mano propia. Porque para ellos la injusticia es que aparezca un extranjero en su territorio. Es increíble la expresión que usan los gringos: alien ilegal. ¿Entiendes la falacia? Un extraterrestre ilegal. Y los yankees tienen permitido defender su propiedad privada con balas; defienden con balas casi cualquier cosa.
—Incluyendo el desierto.
—Claro. Los alien ilegales están pisando su territorio.
—Luego de la presentación de Desierto en los festivales, decías que a los norteamericanos les cuesta verse como los malos de la película.
—Era la sensación que tuvimos mientras filmábamos y la presentamos en los festivales. Para los que están en el bando acomodado, los malos siempre son los otros.
—Te oí decir que la ficción y los documentales permiten plantear preguntas difíciles. ¿Cómo se lleva Hollywood con eso? ¿Cuál es el secreto para que te traten tan bien cuando te avocas a hacer trabajos que plantean preguntas incómodas?
—Si viviera en Estados Unidos tendría que ser más consecuente con sus estructuras. Pero no vivo allí. Eso me hace estar exento de ciertas formalidades. Si hay algo que han hecho los gringos es estandarizar todo. Hasta la corrupción está legalizada. Tienes que aprender a navegar esas aguas, conocer y encontrarle la vuelta a esa tremenda y masiva industria del entretenimiento. Si lo logras, puedes hacer películas, contar con los recursos. Hay muchos latinos que lo hacen muy bien.
“¡Mira, Jonás, que yo participé en la película que tu papá hizo para tu educación sexual!”.
—Existe una especie de vínculo sostenido a través del tiempo. González Iñárritu te dirigió en Amores Perros y en Babel, Alfonso Cuarón en Y tu mamá también, y ahora su hijo, Jonás, te dirige en Desierto. Sólo por nombrar algunos puntos de contacto. Y sin olvidar al actor Diego Luna.
—Y el “gordo” Guillermo del Toro, además de tantos otros. Es verdad que nos apoyamos mucho. Hay una fraternidad muy sostenida. Puede que no te veas por un año, no importa, están ahí. Y si les va bien, ¡qué alegría! A Jonás le digo que me siento muy orgulloso de él, que lo veo crecer muy bien. “¡Mira, Jonás, que yo participé en la película que tu papá hizo para tu educación sexual!”, y nos matamos de risa.
Se refiere a Y tu mamá también, que protagonizó con Diego Luna y que en 2001 fue nominada al Oscar, cuando sólo había pasado un año desde Amores Perros. En medio de todo eso, con Diego Luna fundaron Ambulante, un festival nómada de documentales donde las problemáticas sociales tienen un lugar central. En Ciudad de México, Oaxaca, Tijuana, Guadalajara y otras tantas ciudades mexicanas, pero también en El Salvador, Colombia y California, miles de personas se juntan en salas, centros culturales y plazas donde se montan pantallas gigantes y asisten al festival que, después de diez años de historia, ya se ha hecho un lugar de prestigio en el circuito internacional. Para él es una experiencia fascinante, hecha ante un público masivo y con respuesta inmediata, que los directores esperan con ansia y de la que se siente tremendamente orgulloso.
De pronto, Eugenio aparece sosteniendo un celular para avisarle que tiene una llamada.
—Ay, pero… ¿Me disculpas un momento? Mejor no atiendo, ¿no?…. Qué digo.
Eugenio espera con el celular en la mano, sin intervenir. Al final, García Bernal se levanta y contesta en el pasillo. Se escucha el mar de disculpas que improvisa. Después, regresa.
—Perdona, es que, bueno, tuve que decir una mentira piadosa… Me hablabas de Amores Perros.
—Te hizo un hombre afortunado.
—Aquello fue una locura. Hecha por un director, actores y productores nuevos, la película armó un revuelo mundial. Eso hizo que empezáramos a hacer las cosas con más responsabilidad y potencia.
—Y con la libertad de elegir.
—Una libertad aterradora. Porque tienes que hacerte cargo de qué quieres decir.
—¿Hay que triunfar primero en Cannes o Hollywood para ser reconocido en Latinoamérica?
—Es que los latinoamericanos no confiamos tanto en nuestro criterio. No somos proclives a darle valor agregado a lo que hacemos o tenemos. Los franceses son mejores para eso. Le ponen un cartel a cada cosa: aquí vivió tal, aquí cogió tal con cual. Si los franceses tuvieran a Maradona se volverían locos, pondrían señales por todos lados.
—¿Por aquí lo tiramos todo abajo?
—Hay una parte de eso que también me gusta.
—¿Y cómo se elige qué hacer y qué no?
—No acepto aquello que podría terminar por convertirme en una persona que no soy. ¡Y no sé muy bien quién soy, eh! Pero ése es mi límite. Sé que me volvería un ser exiliado si viviese en Estados Unidos. Alguna vez dije, y creo que es lo más sentido que he dicho públicamente, que no quiero ser un exiliado de mí mismo. Si me alejara del contexto en el que nací, en el que me tocó hacer cine, dejaría atrás muchas cosas. ¿Qué puede ser mejor que pasar un año filmando Diarios de Motocicleta? Ahora mismo, vuelvo a trabajar con Pablo Larraín, en Chile, con toda esa familia fílmica de la que ya me siento parte, haciendo una película sobre Neruda. ¿Qué puede ser mejor que hacer una película sobre el poeta más popular del siglo XX? ¿Qué otro proyecto le puede ganar a eso?
—¿Nunca surgen dudas?
—Me he preguntado por qué no vivir en Nueva York, por ejemplo. En esa ciudad que es como el centro del mundo. ¡Aunque, claro, el centro de la tierra para mí es México! No sé, puede que yo tenga mis contradicciones: parece que no me gusta ser el extranjero y, en realidad, me encanta serlo incluso en mi propia tierra: estar yendo y viniendo, migrando todo el tiempo.
En diciembre de 2015 viajó a Los Ángeles con su madre, un hermano y sus dos hijos, a recibir el Globo de Oro, un premio que no esperaba. En el aeropuerto, la fila de migraciones tenía dos horas de espera (él se rehúsa a pagar un plus para acceder a una ventanilla de ingreso rápido). Lázaro y Libertad estaban hartos así que, cuando le tocó el turno, se acercó a la ventanilla con los niños y con su madre, para que los cuidara; pero como el formulario de inmigración sólo lo incluía a él y sus hijos, la empleada hizo retroceder a la abuela. “Es que los niños están inquietos y pueden salir disparados para cualquier lado”, explicaba él. “Esto no es una sala de juegos”, contestó la mujer, “es un espacio federal, si los educara bien no tendría que…”
—“¡Basta!”, grité. “¿Esto es parte del proceso de migración? Me parece un abuso que me esté indicando cómo educar a mis hijos”, le dije. Entramos en una discusión que terminó así: “Mire, usted es una persona con una pistola en la cintura, no puedo respetar su punto de vista”. Quizás fue un poco grosero, pero es que estaba enojadísimo. Obviamente esta persona va a votar por Trump.
—Que promete una gran muralla en la frontera.
—Claro, ¡y que la paguen los mexicanos!
El papel de Rodrigo, el director de orquesta de la serie Mozart in the Jungle, es bien distinto al de Moisés, en Desierto. Rodrigo juega, se divierte y pervierte con su excentricidad la rigidez del mundo de la música clásica. Lo disruptivo llega aquí con el humor, una estrategia para abordar una pregunta que, como sugiere la crítica de The New Yorker, nadie se atreve a formular: ¿está muerta la música clásica?
—Este trabajo es un regalo. Una comedia de diez capítulos por temporada, de media hora cada uno. Nunca había recibido una propuesta así. La serie lleva dos temporadas, pero Rodrigo va a tener una vida larga y va ir creciendo y no sé qué hará el año que viene; hablo con los escritores y surgen ideas buenas y otras pésimas. Te vas apropiando del personaje y lo vas entendiendo; y lo bueno es que todo es posible. Es una experiencia muy lúdica. Ahora puedo aceptar y entender mejor que en el cine busco una experiencia fílmica. En cambio, las series permiten contar una historia que te atrapa y envuelve. Por ponerlo en términos muy claros: las series son como novelas, y el cine, poesía.
—Para televisión estás pensando una historia sobre herederos.
—Sí, estoy interesadísimo en comprender cómo ven la vida. Las posturas que pueden adoptar tienen una carga tremenda. Porque está el que acepta recibir los beneficios de lo que obtuvieron sus antepasados —con base en sus méritos, trabajo, arrojo, suerte o no sé qué otras cosas— y anda por la calle todo el día convenciéndose: “Está bien que yo tenga mucho y los demás tan poco; esto es muy justo, porque mis padres han trabajado tanto y yo me lo merezco”. La otra posición, más radical, es la de quienes rechazan la fortuna. Mandan todo a la mierda, no quieren nada, no creen merecerlo y se llaman a vivir una vida franciscana. Son especies de desertores que reniegan de esa ley injusta. Porque al final es injusta, ¿no? ¿Por qué unos pueden gozar de más equidad y justicia que otros? ¿Por qué carajos? Hay algo que no estamos haciendo bien como estructura humana. Las dos posiciones son muy interesantes para pensar las desigualdades.
—¿Los personajes serán reales?
—Sí, pero completamente intervenidos. Y vamos a pervertirlos un poco para que la cosa se ponga más interesante. Quizás sólo se trata de retomar algo tan clásico como las telenovelas. Siempre hay un heredero en esos rollos donde están todos los problemas entrecruzados. Es fascinante. Una construcción dramática y trágica. Tan patética. Y tan latinoamericana.
—¿La fiesta seguirá en paz, o Desierto puede hacerles poner mala cara en Hollywood?
—En Hollywood hay todo tipo de personas. Los que sólo están preocupados por ser stars no aceptan fácilmente que tengas otras preocupaciones, otros intereses. Entonces, si no te quedas quieto en las categorías bien definidas que ellos tienen, tratan de desarticular lo bueno que pasa con tu trabajo. Tratan de etiquetarte.
—¿Con un aura frívola, por ejemplo? Pienso en ciertos títulos: El soltero más codiciado, El artista mejor vestido, Una de las 50 bellezas latinas, por mencionar a People y GQ.
—Claro, claro. Pero con el tiempo eso pasa, porque queda tu trabajo. Y ya no te importa demasiado. Vas sabiendo quiénes sienten verdadera alegría cuando haces las cosas bien, y los que no toleran que intervengas de un modo más social y andan diciendo por ahí: “¿Pero por qué opina de esto, con qué autoridad?” En el fondo, lo que se están preguntando es: “¿Por qué él puede hacerlo y yo no?”
—Tu opinión sobre el reportaje que le hizo Sean Penn al Chapo Guzmán en el número de enero de la Rolling Stone se expandió como lava: “Sean Penn se equivocó”.
—Es que se equivocó. Vio tan acotada su libertad que no hizo una sola pregunta pertinente. Cualquier mexicano mínimamente informado le hubiera preguntado al Chapo quién mató a Luis Colosio, y qué sabe él del asesinato del cardenal Posadas Ocampo, y qué piensa de los zapatistas, él, que dice querer a su país. Lo trató como si fuera un mito y no un ser humano. ¿Te imaginas la vida de esta gente? Vivirán en un tormento culposo, saben que están matando gente y que también a ellos los pueden asesinar. Y hay que vivir con eso. Ha sido una oportunidad desaprovechada. Con un poco más de inteligencia se podría haber hecho un retrato que avivara la discusión sobre las drogas, el vínculo entre México y Estados Unidos. Porque allí nunca hay capos, ¿no? Las cartas más sensibles que se juegan en una elección son la migración y las drogas. Por eso no es fácil que lo admitan públicamente. Pero, en privado, cualquier presidente de América te diría que la ruta es despenalizar, que hay que encontrar la regulación para cada droga pero que definitivamente hay que descriminalizar la cuestión. Tal vez el error es que esperamos que el Estado sea el que provea las soluciones, y estas cuestiones, como la migración, la ecología o la mitología de las drogas, son pugnas más transversales, que van más allá de los Estados. Tal vez ya somos gente del mundo entero, de una unidad más grande.
«Sí me interesa hacer política aunque todavía no sé si a través de estructuras partidarias tradicionales o en algún movimiento independiente.»
—Sin embargo, las respuestas a la migración no parecen ir en ese sentido sino todo lo contrario. Con más controles y más resistencias al ingreso de extranjeros.
—Pero también hay manifestaciones enormes, mundiales, en contra de esas reacciones. Por eso hay que acelerar el debate. Lo hacemos desde Ambulante. Mantener la discusión activa para ganarle al miedo.
—¿Y tus otros miedos, los más privados?
—No hacer nada, ahí están mis temores. El invierno pasado estaba aquí, en Buenos Aires, y no hacía frío. Puta, dije, vengo desde los 20 años y siempre hacía frío. Qué carajo, qué pasó. Qué pasa con el planeta. Para empezar, dejé de comer carne roja, que es una de las cosas que más contamina. Estoy haciendo un documental con una postura bastante radical sobre eso. Cambio climático y migración van muy juntos. Las sequías provocarán nuevas oleadas migratorias. Me quita el sueño. Y me hace pensar en una intervención más directa que la actuación.
—¿En política?
—Tal vez. Sí, ¿por qué no? Aunque todavía no sé si a través de estructuras partidarias tradicionales o en algún movimiento independiente de los que han empezado a intervenir. Necesito operarme de estos miedos que tengo.
—Pero seguirás siendo actor.
—Claro, ése es mi blindaje, el lugar donde puedo equivocarme, hacerlo mal, y volver a arrojarme, intentarlo de nuevo. Si no tuviera eso, estaría perdido.